Volver a empezar

Raimon Gaja
Marina Muñoz

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Vivimos en una sociedad compleja, acelerada, cambiante e individualista. Y la familia, la más importante institución social, no está al margen de esta inestabilidad: el divorcio, la ruptura formalmente establecida del vínculo matrimonial, parece ser también consecuencia de los tiempos modernos, de las tendencias al individualismo de las sociedades occidentales. La familia tradicional (mujer y hombre casados y compartiendo hogar con sus hijos) ha sido, en los países occidentales, la estructura familiar predominante, pero desde los años ochenta se han desarrollado múltiples vías de cohabitación que están modificando no sólo la sociedad actual, sino determinando lo que será la familia en las generaciones futuras. No es casualidad, por lo tanto, que las tasas y porcentajes de divorcio sean parecidas entre países de similares características políticas y socioeconómicas. Y no sólo eso: los divorcios aumentan año tras año y las personas que se divorcian suelen volver a casarse, ya sea con personas solteras o con otras personas divorciadas.

¿Está la familia en crisis, como se dice a través de muchos medios de comunicación? ¿Cómo podemos explicar que la gente vuelva a casarse o a buscar la convivencia en pareja después de un hecho traumático como el divorcio?

La institución familiar y en concreto la familia nuclear (compuesta de progenitores e hijos) ha sido y sigue siendo el principal agente socializador y mantenedor del control social moldeando y enseñando a los individuos para que sean socialmente aceptados. Sin embargo, la familia es algo vivo y cambiante, adaptable a su entorno, que prepara a sus integrantes para que sean igualmente adaptables; es el lugar donde se estructura la personalidad de los individuos y donde se desarrolla gran parte de la vida, proporcionando a sus miembros seguridad emocional, protección afectiva ante las agresiones del mundo exterior, confianza en uno mismo y autoestima. Además fomenta la esperanza y crea expectativas de futuro, ofrece refugio y contiene el sufrimiento en momentos vitales críticos, cuando se dan situaciones adversas. Una familia donde sus miembros conocen las carencias y virtudes de los demás y sienten a los demás miembros como parte de ellos mismos es el mejor equipo para trabajar el afecto y generar amor entre sus miembros. No debería sorprendernos, por lo tanto, que la mayoría de las personas que se divorcian vuelvan a casarse o a vivir en pareja, creando nuevas formas familiares en las que alguno o ambos miembros de la pareja tienen hijos de anteriores relaciones.

La vida en familia es sinónimo de felicidad, de tranquilidad. En nuestra cultura occidental no se considera que una persona sola sea completamente feliz (otra cosa es que pueda serlo), como también es una cuestión cultural aceptada que, cuando encontramos a alguien que nos hace sentir bien, con quien nos gusta hablar y compartir, inmediatamente pensemos en vivir juntos. Posiblemente sea lo que pueda explicar que volvamos a intentarlo a pesar de haber vivido un desengaño o contratiempo amoroso. Dificultades y contratiempos, pero con un gran objetivo: encontrar la felicidad.

El divorcio (formal o informal), paso previo y necesario para establecer segundas relaciones, es un fenómeno relativamente moderno, pero ya en sus causas podemos ver una evolución: las personas que deciden divorciarse tienen cada vez motivos más variados para hacerlo y más posibilidades de tener la oportunidad de volver a casarse o emparejarse. La familia suele sobrepasar a la propia sociedad en su devenir, forzando la creación de leyes que regulan las demandas que se generan en la continua propuesta y recreación de nuevas formas de convivencia, en su continuo reinventarse: la familia tradicional se enfrenta, desde hace unos años, a lo que se ha denominado «nuevas familias», «familias ensambladas», «familias recompuestas» o «familias reconstituidas». Y en ellas se ha ido creando una problemática particular: la del papel de padrastros y madrastras, sin duda palabras malsonantes que nos trasladan a cuentos y leyendas de nuestra infancia.

Las estadísticas muestran que las nuevas familias se forman en su mayoría entre los cuatro y cinco años posteriores a la ruptura matrimonial y que su estabilidad es mucho más baja que la de los primeros matrimonios, siendo las dificultades de integración de los padrastros y las madrastras uno de los principales motivos de dicha vulnerabilidad.

Nuestros padres e hijos biológicos nos vienen dados, pero en cierta manera podemos optar por ser padrastros y madrastras; esta capacidad de decisión, consciente o inconsciente, es una de las principales diferencias entre ser padre o madre biológico, padrastro o madrastra y hermanastro o hermanastra. Y posiblemente sea ahí, en la posibilidad de decidir, donde están las principales dificultades pero, al mismo tiempo, los mayores beneficios: podemos moldear cómo y con quién nos planteamos nuestro futuro.

Por otra parte, desde un punto de vista formal, las funciones de la familia (sexo, procreación, socialización, cooperación económica, soporte afectivo, etc.) son las mismas en una familia convencional que en una familia reconstituida o ensamblada. La familia no se limita a la procreación y crianza, sino que se concentra especialmente en la formación de la personalidad sociocultural, para lo cual se hace necesario tanto el patrimonio de normas culturales de la sociedad como la creación de una microcultura normativa familiar. La socialización incluye tanto la aportación de fundamentos éticos y valores (sean de tipo religioso o laico) que proporcionen un marco de referencia al individuo, como determinadas actitudes ante los acontecimientos diarios que permitan aprender de las experiencias vividas a las personas que forman la red familiar. Y la familia, de cualquier tipo, cumple con esos propósitos.

FRANCISCO R. MOLINA FIGUEROA

Sociólogo

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