Dos hermanos

Larry Tremblay

Fragmento

cap-2

 

Si Amed lloraba, Aziz también lloraba. Si Aziz reía, Amed también reía. «Terminarán casándose», solía decir la gente para burlarse de ellos.

Su abuela se llamaba Shahina y, debido a su falta de vista, no había día en que no los confundiera. Los llamaba «mis dos gotas de agua en el desierto». Les decía: «Dejad ya de agarraros de la mano, que me parece estar viendo doble». También decía: «Un día ya no quedarán gotas, habrá agua, solo agua». Podría haber dicho: «Un día habrá sangre, solo sangre».

Amed y Aziz hallaron a sus abuelos entre los escombros de su casa. La abuela tenía el cráneo destrozado por una viga. El abuelo yacía en la cama, despedazado por la bomba lanzada desde la ladera de la montaña por la que el sol se ocultaba todas las tardes.

Cuando cayó la bomba, aún era de noche, pero Shahina ya estaba levantada. Encontraron su cuerpo en la cocina.

—¿Qué hacía en la cocina de madrugada? —preguntó Amed.

—Nunca lo sabremos a ciencia cierta. Quizá estaba preparando un pastel en secreto —contestó su madre.

—¿Por qué en secreto? —preguntó Aziz.

—Tal vez para darle una sorpresa a alguien —sugirió Tamara a sus dos hijos, barriendo el aire con la mano como si estuviese ahuyentando una mosca.

La abuela Shahina acostumbraba hablar sola. En realidad le gustaba hablarle a todo lo que la rodeaba. Los muchachos la habían visto haciéndoles preguntas a las flores del jardín y conversando con el arroyo que fluía entre sus casas. Podía pasarse horas y horas agachada susurrándole palabras al agua. A Zahed le avergonzaba que su madre se condujese de tal manera. Solía reprocharle que diese mal ejemplo a sus hijos y le gritaba: «¡Te comportas como una loca!», ante lo cual Shahina bajaba la cabeza y cerraba los ojos en silencio.

Un día Amed le dijo a su abuela:

—Oigo una voz en mi cabeza. Habla sola. No consigo que se calle, dice cosas raras. Es como si hubiese alguien escondido dentro de mí, una persona mayor que yo.

—Cuéntame, Amed, cuéntame, ¿qué cosas raras te dice?

—No puedo contártelas, se me olvidan sobre la marcha.

Era mentira. No se le olvidaban.

Aziz solo estuvo una vez en la ciudad grande. Su padre, Zahed, alquiló un coche y contrató a un chófer. Se marcharon al alba. Aziz veía desfilar el paisaje nuevo tras la ventanilla de la portezuela. Le parecía hermoso el espacio que el coche hendía. Le parecían hermosos los árboles que se perdían de vista ante sus ojos. Le parecían hermosas las vacas con cuernos tapizados de rojo, serenas como enormes piedras dispuestas sobre el suelo abrasador. El júbilo y la ira zarandeaban la carretera. Aziz se retorcía de dolor. Y sonreía. Su mirada anegaba el paisaje de lágrimas, y el paisaje era como la imagen del país.

Zahed le había dicho a su mujer:

—Lo llevo al hospital de la ciudad grande.

—Voy a rezar por él, y su hermano Amed también va a hacerlo —se había limitado a contestar Tamara.

Cuando el chófer anunció al fin que se aproximaban a la ciudad, Aziz se desmayó y no vio nada de las maravillas de las que tanto había oído hablar. Recobró el conocimiento en una cama. Se encontraba en una habitación en la que había otras camas, otros niños acostados. Le pareció estar tumbado en todas aquellas camas. Le pareció que el dolor extremadamente intenso le había multiplicado el cuerpo. Le pareció que deliraba de sufrimiento en todas aquellas camas, dentro de todos aquellos cuerpos. Un médico se inclinó sobre él. Aziz percibió su perfume especiado. Tenía aspecto bondadoso, le sonreía. No obstante, le daba miedo.

—¿Has dormido bien?

Aziz no contestó. El médico se irguió y su sonrisa languideció. Abordó a su padre, y ambos salieron de la espaciosa habitación. Zahed tenía los puños crispados y la respiración agitada.

Al cabo de varios días, Aziz empezó a encontrarse mejor poco a poco. Le hicieron tomar un mejunje espeso por la mañana y por la noche. Era de color rosa. A él no le gustaba, pero lograba calmarle el dolor. Su padre iba a verlo a diario. Le dijo que se había alojado en casa de su primo Kacir. Fue cuanto le dijo. Zahed lo miraba en silencio, le palpaba la frente. Tenía la mano dura como una rama. En una ocasión, Aziz se despertó sobresaltado. Su padre lo estaba contemplando sentado en una silla, y su mirada lo asustó.

En la cama de al lado había una niña que se llamaba Naliffa. Esta le dijo a Aziz que el corazón le había crecido mal dentro del pecho. «El corazón me ha crecido al revés, ¿sabes?, la punta no está en su sitio.» También se lo contaba a los demás niños que dormían en la amplia habitación del hospital, y es que Naliffa hablaba con todo el mundo. Una noche, Aziz se puso a proferir bramidos en sueños. A Naliffa le dio miedo. Al alba le contó todo cuanto había visto.

—Los ojos se te quedaron blancos como bolitas de masa y te pusiste de pie en la cama, haciendo aspavientos con los brazos. Pensé que estabas jugando a asustarme. Te llamé, pero tu mente ya no estaba en tu cabeza. Había desaparecido no se sabe dónde. Luego vinieron las enfermeras y colocaron un biombo alrededor de tu cama.

—Tuve una pesadilla.

—¿Por qué existen las pesadillas? ¿Lo sabes?

—No lo sé, Naliffa. Mamá suele decir: «Eso solo lo sabe Dios».

—Mi madre dice lo mismo: «Eso solo lo sabe Dios». También dice: «Ha sido así desde la noche de los tiempos». La noche de los tiempos, según me ha explicado, fue la primera noche del mundo. Todo estaba tan oscuro que el primer rayo de sol que atravesó la noche lanzó un alarido de dolor.

—La que debió de lanzar un alarido fue la noche, puesto que la atravesaron a ella.

—Sí, puede ser —dijo Naliffa—, tal vez.

Pasados unos días, Zahed le preguntó a Aziz por la niña de la cama de al lado. Aziz le respondió que su madre había ido a buscarla porque se había curado. Su padre agachó la cabeza, no dijo nada. Al cabo de un buen rato volvió a levantarla, siguió sin decir palabra y después se inclinó sobre su hijo y le dio un beso en la frente. Era la primera vez que lo hacía, y a Aziz se le saltaron las lágrimas. Entonces su padre murmuró: «Mañana nosotros también volvemos a casa».

Aziz regresó con su padre y el mismo chófer. Durante el trayecto iba mirando cómo la carretera huía por el retrovisor. Zahed producía un silencio extraño, fumaba dentro del coche. Le había llevado un pastel y unos cuantos dátiles. Antes de llegar a casa, Aziz le preguntó si estaba curado. «No volverás al hospital. Nuestras plegarias han sido atendidas», dijo poniéndole su ancha mano en la cabeza. Aziz se sentía feliz. Tres días después, la bomba que arrojaron desde la otra ladera de la montaña hendía la noche y mataba a sus abuelos.

El día en que Zahed y Aziz regresaron de la ciudad grande, Tamara recibió una carta de su hermana Dalimah, que se había marchado a América unos años antes para hacer unas prácticas de informática. La habían seleccionado de entre un centenar de candidatos, lo cual era todo un triunfo, pero desde entonces no había vuelto a su país. Dalimah le escribía a su hermana con frecuencia, si bien las respuestas de Tamara eran cada vez más escasas. En sus cartas describía su vida. Allí no había guerra, eso era lo que la hacía tan feliz. Y

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