Entre pólvora y canela

Eli Brown
Autor sin nombre

Fragmento

9788415630210-1

Contenido

Portada

Dedicatoria

Lema

1. Invitados a cenar

2. El navío Flying Rose

3. Usos de una cuchara

4. Hágase la levadura

5. El plan de Jeroboam

6. Cenando con el diablo

7. Un velero frágil

8. El soñador

9. El Patience

10. Chucrut y teatro

11. La guerra de una sola mujer

12. El Diastema

13. La Colette

14. Etiqueta para el combate cuerpo a cuerpo

15. El fogón del muerto

16. Cómo enseñar a un perro

17. Sabotaje

18. Tesoros perdidos

19. Usos culinarios de una bala de cañón

20. Matar al mensajero

21. Lobos y ovejas

22. Al encuentro del Zorro Cobrizo

23. Partir el pan

24. Oro a cambio de maíz

25. La Casa de los Bárbaros

26. La última cena

Epílogo

Agradecimientos

Créditos

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A Davon, que me rescató
y me hizo espabilar

9788415630210-3

Abofetearía al sol, si me insultara.

CAPITÁN AHAB, Herman Melville, Moby Dick

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Invitados a cenar

En el que me secuestran los piratas

Miércoles 18 de agosto de 1819

No tengo nada de valiente. Manchado de sangre, rodeado de enemigos y obligado a emprender un viaje sombrío cuyo destino final no puedo siquiera imaginar: no soy valiente.

El cabo de una vela proyecta una luz vacilante en mi húmeda celda. Me han permitido tener un cuaderno y una pluma, pero sólo después de que insistiera en que para la tarea que se me avecina es crucial anotar y calcular medidas.

No tengo intención de cooperar mucho tiempo; de hecho, confío en urdir pronto un plan para escapar. Entretanto, me refugio en estas páginas en blanco, donde tomo buena nota de la fisonomía de mis captores y dejo constancia de sus atrocidades para poder dar cuenta de ellas ante la justicia, pero sobre todo para mantener la cabeza bien clara, ya que sólo gracias a la misericordia de Dios lo que he visto y soportado no me ha hecho enloquecer.

Dormir resulta imposible: las olas me revuelven el estómago y me siento como si el corazón quisiera salírseme por la boca. La ansiedad me provoca unas ganas tremendas de orinar, pero mi orinal amenaza con derramarse con cada bandazo de este maldito barco. Para lavarme utilizo un paño de cocina sucio, el mismo que llevaba encima cuando me secuestraron tan cruelmente hace sólo unos días.

Ver cómo mi patrón, el caballero más recto y honesto que Inglaterra ha engendrado, moría brutalmente asesinado y sin poder defenderse, a manos de los mismísimos criminales a los que con tanto ahínco trataba de echar de este mundo, supuso una impresión tremenda para mí, casi insoportable. Incluso ahora me tiembla la mano al recordarlo, esta mano capaz de levantar un caldero sin esfuerzo.

Sin embargo, debo dejar constancia de todo lo ocurrido mientras mis recuerdos conserven la frescura, porque no tengo la certeza de que se le haya perdonado la vida a algún otro testigo. Mi propia supervivencia no se debe a la misericordia, sino a los retorcidos caprichos de esa bestia que capitanea el barco y a quien llaman Mabbot.

Sucedió como sigue.

Yo había acompañado a lord Ramsey, que Dios se apiade de su alma, a Eastbourne, la pintoresca residencia de verano de su amigo y colega, el señor Percy, en la costa. Allí nos encontramos con lord Maraday, el señor Kindell y sus respectivas esposas. No era un viaje cualquiera, puesto que esos cuatro hombres representaban los intereses más influyentes de la Compañía Mercantil Pendleton.

Yo llevaba ya ocho años al servicio de milord y él tenía la costumbre de llevarme consigo en sus viajes, ya que, según decía: «¿Por qué padecer el suplicio de las vituallas más abyectas en el otoño de mi vida cuando te tengo a ti?» Lo cierto es que yo había tenido el honor de conocer a damas y caballeros de muy alto rango y cocinar para ellos, así como de ver las fincas más elegantes de la campiña. Mientras fui su empleado, mi reputación creció, y los generales y las duquesas brindaban por mí en toda Inglaterra. Era una suerte que milord rara vez viajara al extranjero y que, cuando lo hacía, me permitiera quedarme en Londres, respetando mi considerable aversión a los vaivenes de los barcos.

Aquel viaje en particular me provocaba la mayor inquietud, no sólo por la importancia de los invitados, sino también porque, según se decía, la casa solariega del señor Percy era bastante rústica, no había modo de saber con qué equipamiento contaba y tenía un horno antiguo sin fuelles ni ventilación propiamente dichos. Por mucho que lo intenté, no conseguí información fidedigna sobre cuál sería el estado de la despensa a mi llegada. Por esa razón, me abastecí de unos cuantos patos y codornices y un pequeño pero ruidoso cordero, así como de cajas de hierbas y especias, varios quesos apilados y mis mejores varillas batidoras y cuchillos. Lord Ramsey decía, en broma, que había metido la cocina entera en el equipaje. Pero yo veía en su expresión que mi diligencia lo satisfacía. Su fe en mí era como una cataplasma para mis nervios. Como de costumbre, me había pasado la noche en vela de pura preocupación. El modesto tamaño de la casa me impedía llevar conmigo a mis eficaces ayudantes; un golpe de suerte para ellos, ya que ahora se encuentran a salvo en Londres. Tuve que resignarme a confiar en el personal de servicio que pudieran llevar los otros invitados.

Eastbourne me pareció tan bonito como me habían contado, con potrillos que retozaban en los prados y unos bosques que prometían encuentros deliciosos sobre un colchón de musgo. La casa gozaba de vistas sensacionales del canal: una cinta azul celeste bordada de velas y con un arco triunfal de nubes. Resultó que tanto la cocina como las criadas eran perfectamente válidas. Aunque siempre preferiré mi cocina en la residencia de milord en Londres —organizada como la tengo hasta el último palmo, desde la altura de la mesa de amasar hasta la colección de especias, catalogadas tanto por la frecuencia de uso como por orden alfabético—, me producía cierto placer ungir de aromas una cocina nueva.

Con enorme entusiasmo supervisé la descarga y la distribución de mis provisiones y encargué a una criada que encendiera el horno para preparar una comida de cuatro

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