El despertar del Leviatán (The Expanse 1)

James S.A. Corey

Fragmento

Creditos

Título original: Leviathan Wakes 

Traducción: David Tejera Expósito 

1.ª edición: noviembre 2016 

© Ediciones B, S. A., 2016 

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España) 

www.edicionesb.com 

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-572-2 

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Contents
Contenido
Dedicatoria
Prólogo: Julie
1 Holden
2 Miller
3 Holden
4 Miller
5 Holden
6 Miller
7 Holden
8 Miller
9 Holden
10 Miller
11 Holden
12 Miller
13 Holden
14 Miller
15 Holden
16 Miller
17 Holden
18 Miller
19 Holden
20 Miller
21 Holden
22 Miller
23 Holden
24 Miller
25 Holden
26 Miller
27 Holden
28 Miller
29 Holden
30 Miller
31 Holden
32 Miller
33 Holden
34 Miller
35 Holden
36 Miller
37 Holden
38 Miller
39 Holden
40 Miller
41 Holden
42 Miller
43 Holden
44 Miller
45 Holden
46 Miller
47 Holden
48 Miller
49 Holden
50 Miller
51 Holden
52 Miller
53 Holden
54 Miller
55 Holden
Epílogo Fred
Agradecimientos
leviatan

Para Jayné y Kat, que me animaron

a soñar despierto con naves espaciales

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Prólogo: Julie

Habían tomado la Scopuli ocho días antes, y por fin Julie Mao estaba lista para recibir el disparo.

Llegar a ese punto le había costado los ocho días que llevaba encerrada en una taquilla de almacenamiento. Los dos primeros se mantuvo inmóvil, segura de que los hombres acorazados que la habían dejado allí iban en serio. Durante las primeras horas, la nave a la que la habían llevado no estaba en propulsión, por lo que Julie flotaba en la amplia taquilla y daba suaves toques para evitar chocar contra las paredes o con el traje de presurización con el que compartía habitáculo. Cuando la nave se empezó a mover y la propulsión le devolvió su peso, se quedó de pie en silencio hasta que empezó a sentir dolor en las piernas contraídas, para luego pasar poco a poco a la posición fetal. Orinó en el mono e hizo caso omiso del calor, la humedad, el escozor y el olor, preocupada solo por no resbalar y caer en el charco que había dejado en el suelo. No podía hacer ruido. Le dispararían.

El tercer día, la sed la obligó a ponerse en marcha. El ruido de la nave era lo único que oía. El murmullo sordo, tenue e infrasónico del motor y el reactor. Los continuos siseos y golpetazos de la hidráulica y los cerrojos de acero al abrirse y cerrarse las puertas presurizadas que separaban las cubiertas. El retumbar de las botas pesadas que resonaba en el entramado metálico. Esperó a oír solo ruidos lejanos y luego descolgó el traje de presurización y lo dejó en el suelo de la taquilla. Lo desmanteló sin dejar de escuchar por si se acercaba algo y sacó el suministro de agua. Era un agua vieja y rancia, de un traje que, sin duda, llevaba una eternidad fuera de uso y mantenimiento. Julie no había probado trago en días y el agua templada y cenagosa de la reserva del traje le pareció la mejor que había bebido jamás. Tuvo que contenerse para no terminársela toda y que le provocara náuseas.

Cuando le volvieron a dar ganas de orinar, sacó la bolsa del catéter del traje y la usó para aliviarse. Se sentó en el suelo, ahora acolchado gracias al traje mullido, y casi le resultó cómodo, y se preguntó quiénes serían sus captores: ¿la Armada de la Coalición, piratas, algo peor? A veces se permitía dormir.

El cuarto día, la soledad, el hambre, el aburrimiento y la progresiva escasez de lugares en los que almacenar la orina la decidieron a ponerse en contacto con ellos. Había oído gritos de dolor amortiguados. En algún lugar cercano estaban torturando o golpeando a sus compañeros de tripulación. Si lograba llamar la atención de sus secuestradores, quizá conseguiría que la llevaran con los demás. Eso no estaría mal. Podía soportar los golpes. Parecían un buen precio a pagar a cambio de volver a ver gente.

La taquilla se encontraba junto a la puerta interior de la esclusa de aire. Durante las travesías era una zona poco concurrida, aunque en realidad Julie no tenía ni idea del diseño de esa nave en particular. Pensó en qué decir, cómo presentarse. Cuando por fin oyó que algo se acercaba, probó a gritar que quería salir de allí. Se sorprendió de lo áspera y acartonada que salió la voz de su gaznate. Tragó, intentó fabricar algo de saliva moviendo la lengua y lo volvió a intentar. El mismo estertor quedo surgió de su garganta.

Había gente justo al otro lado de la puerta de la taquilla. Oyó que alguien hablaba en voz baja. Julie ya había movido el brazo para dar un golpe en la puerta cuando oyó lo que decía.

«No. Por favor, no. Por favor.»

Dave. El mecánico de su nave. El que coleccionaba escenas de viejas series de dibujos animados y se sabía millones de chistes, suplicando con una vocecilla quebrada.

«No, por favor, no, por favor», dijo Dave.

El sistema hidráulico y los cerrojos rechinaron cuando se abrió la puerta interior de la esclusa de aire. Un golpe carnoso cuando tiraron algo dentro. Otro chasquido cuando se cerró el compartimento estanco. Un sonido sibilante al evacuar el aire.

Cuando acabó el ciclo de la esclusa, la gente de fuera se marchó. Julie no dio golpes para llamar su atención.

Habían limpiado la nave a conciencia. Aunque todos estuvieran entrenados para lidiar con ello, que los detuvieran las flotas de los planetas interiores era mal asunto. Borraron la información sensible referente a la APE y la sobrescribieron con registros de apariencia inofensiva y marcas de tiempo falsas. El capitán destruyó todo aquello que fuera demasiado delicado para confiarlo a un ordenador. Cuando los atacantes abordaran la nave, podrían hacerse los inocentes.

No importó.

No hubo preguntas sobre el cargamento ni los permisos. Los invasores habían entrado como si aquel lugar les perteneciera y el capitán Darren les había seguido el juego como un perrito faldero. Todos los demás, Dave, Mike y Wan Li, habían levantado las manos y guardado silencio. Los piratas, esclavistas o lo que quiera que fueran, los sacaron de la pequeña nave de carga que había sido su hogar y los llevaron por el conducto de abordaje sin ni siquiera un traje de aislamiento. La delgada película de PET del conducto era lo único que los separaba de la nada. Había que tener fe en que no se rasgara; adiós a los pulmones si lo hacía.

Julie también había pasado por el aro, hasta que los muy cabrones intentaron ponerle las manos encima para quitarle la ropa.

Cinco años de entrenamiento de jiu-jitsu a baja gravedad y sus adversarios en un espacio cerrado e ingrávido. Les hizo mucho daño. Llegó a pensar que podría ganarles, hasta que un puño enguantado salió de la nada y le cruzó la cara. Después de aquello todo se volvió borroso. Luego, la taquilla y el «dispárale si hace algún ruido». Cuatro días de no hacer ruido mientras ellos apaleaban a sus amigos más abajo y luego tiraban a uno por la esclusa.

El sexto día, todo quedó en silencio.

A caballo entre los sueños fragmentados y la conciencia, no registró del todo que los sonidos de los pasos, las voces, las puertas presurizadas, el retumbar del motor y el reactor se fueron apagando poco a poco. Cuando se detuvo el motor, y por ello dejó de haber gravedad, Julie despertó de un sueño en el que pilotaba su vieja pinaza de carreras y se encontró flotando y con un dolor en los músculos que fue remitiendo despacio.

Se impulsó hacia la puerta y apoyó la oreja contra el frío metal. Le entró el pánico hasta que alcanzó a oír el sonido apagado del reciclador de aire. La nave todavía tenía aire y energía, pero el motor no estaba en marcha y no había nadie que abriera puertas, caminara o hablara. Quizá la tripulación estuviera reunida. O había una fiesta en otra cubierta. O estaban todos en ingeniería arreglando un problema grave.

Se pasó el día escuchando y esperando.

El séptimo día ya no le quedaba ni un mísero sorbo de agua. Ninguna persona de la nave se había movido dentro del alcance de su oído durante veinticuatro horas. Succionó una etiqueta de plástico que había arrancado del traje de aislamiento para fabricar algo de saliva y luego empezó a gritar. Gritó hasta quedarse ronca.

No vino nadie.

El octavo día, estaba lista para recibir el disparo. Llevaba dos días sin agua y cuatro con la bolsa de desperdicios llena. Apoyó los hombros contra la pared del fondo de la taquilla y apretó las manos contra las paredes laterales. Luego empujó con ambas piernas con toda la fuerza que pudo. Aquel primer impulso con las piernas hizo que le diera un calambre y casi se desmayó. Pero en lugar de eso, gritó.

«Serás tonta», se dijo. Estaba deshidratada. Ocho días sin moverse eran más que suficientes para que los músculos empezaran a atrofiarse. Debería al menos haber hecho estiramientos.

Se masajeó los músculos agarrotados para deshacer los nudos y luego hizo estiramientos, concentrándose como si se encontrara en el dojo. Cuando recuperó el control de su cuerpo, volvió a empujar con las piernas. Otra vez. Y otra vez, hasta que empezó a entrar luz por los bordes de la puerta de la taquilla. Otra vez más, hasta que la puerta se dobló tanto que el único punto de contacto entre ella y el marco eran tres bisagras y la cerradura.

Y una última vez, hasta que la puerta se dobló tanto que la cerradura se salió del marco y pudo abrir.

Julie salió disparada de la taquilla, con las manos a medio levantar y preparada para parecer amenazadora o temerosa, según le pareciera más útil.

Pero no había nadie en toda la cubierta: ni en la esclusa de aire, ni en el almacén de trajes en el que había pasado los últimos ocho días, ni en la otra media docena de almacenes. Todo estaba vacío. De un kit para las maniobras extravehiculares cogió una llave mordaza magnética de un tamaño adecuado para reventar cráneos y luego bajó por la escalerilla de la tripulación hasta la cubierta inferior.

Y luego a la que se encontraba debajo, y a la de debajo de esa. Los camarotes estaban ordenados con una pulcritud casi militar. En la cafetería no había señales de pelea. En la enfermería, nadie. La sala de torpedos, vacía. El puesto de comunicaciones estaba sin atender, apagado y cerrado. Los pocos sensores que seguían activos no daban señales de la Scopuli. Se le hizo otro nudo en el estómago. Todas las cubiertas y todas las habitaciones estaban vacías. Había ocurrido algo. Una fuga radiactiva. Veneno en el aire. Algo que había forzado la evacuación. Se preguntó si sería capaz de controlar la nave por su cuenta.

Pero si habían evacuado, debería haberlos oído salir por la esclusa de aire, ¿no?

Llegó a la trampilla de la última cubierta, la que llevaba hasta ingeniería, y se detuvo cuando vio que no se abría de manera automática. Una luz roja en la consola de la cerradura indicaba que la estancia se había cerrado desde el interior. Volvió a pensar en radiación o en averías muy graves. Pero si aquel era el caso, ¿por qué cerrar la puerta desde dentro? Había atravesado infinidad de consolas de pared y ninguna de ellas le había advertido de nada. No, aquello no era radiación, era algo diferente.

Aquella zona estaba más alterada. Sangre. Herramientas y contenedores desordenados. Lo que hubiera ocurrido había ocurrido allí. No, había comenzado allí. Y había terminado detrás de aquella puerta cerrada.

Le llevó dos horas atravesar la trampilla que llevaba a ingeniería con la ayuda de un soplete y una llave de palanca que cogió del taller. Al no funcionar la hidráulica, tuvo que abrirla a la fuerza. Surgió una ráfaga de aire caliente y húmedo con un ligero aroma a hospital pero sin antisépticos. Un olor metálico y nauseabundo. Sería la cámara de tortura, pues. Sus amigos estarían dentro apaleados o desmembrados. Julie levantó la llave y se preparó para reventar al menos una cabeza antes de que la mataran. Flotó hacia dentro.

La cubierta de ingeniería era enorme y abovedada como una catedral. El reactor de fusión dominaba la parte central. Pero había algo extraño en él. Donde esperaba encontrar paneles de información, recubrimientos y sistemas, había una capa de algo parecido a cieno que parecía fluir a lo largo del núcleo del reactor. Julie flotó hacia ella poco a poco, sin soltar una mano de la escalerilla. Aquel extraño olor se hizo insoportable.

El cieno que recubría el reactor tenía una estructura que no se parecía a nada que hubiera visto antes. Tenía una especie de tubos que eran como venas o vías respiratorias. Y algunas partes latían. No era cieno, entonces.

Carne.

Una protuberancia que salía de aquella cosa avanzó hacia ella. En comparación con el resto, no sería mayor que un dedo, un meñique. Era la cabeza del capitán Darren.

—Socorro —dijo.

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1

Holden

Ciento cincuenta años antes, cuando las desavenencias provincianas entre la Tierra y Marte casi desembocaron en una guerra, el Cinturón era un horizonte lejano muy rico en minerales pero fuera del alcance económico, y los planetas exteriores eran inalcanzables hasta en los más desbocados sueños corporativos. Fue entonces cuando Solomon Epstein construyó su pequeño motor de fusión modificado, lo montó en la parte trasera de su nave para tres personas y lo encendió. Con una buena mira podría haberse visto la nave viajando a un porcentaje marginal de la velocidad de la luz hacia el vacío. Se convirtió en el funeral más destacado y largo de la historia de la humanidad. Por suerte, había dejado los planos en su ordenador personal. El motor Epstein no consiguió acercar la humanidad a las estrellas, pero sí a los planetas.

La Canterbury, una nave de transporte colonial remodelada, tenía setecientos cincuenta metros de eslora, doscientos cincuenta de manga máxima, una forma parecida a una boca de riego y en su mayor parte estaba vacía por dentro. Hubo un tiempo en el que estuvo llena de personas, suministros, diagramas, máquinas, burbujas ambientales y esperanza. Las lunas de Saturno ya tenían algo menos de veinte millones de habitantes. La Canterbury era la nave que había transportado allí a cerca de un millón de sus antepasados. Había cuarenta y cinco millones en las lunas de Júpiter. Una de las lunas de Urano cargaba con cinco mil, y era el puesto fronterizo más alejado de la civilización humana, al menos hasta que los mormones terminaran la construcción de su nave generacional y viajaran hacia las estrellas, hacia un lugar en el que no tuvieran restricciones para procrear.

Y luego estaba el Cinturón.

Cualquier reclutador de la APE borracho y con aires de grandeza diría que había cien millones de habitantes en el Cinturón. Un encargado del censo de los planetas interiores diría que sobre los cincuenta millones. En todo caso, era mucha población y eso requería mucha agua.

Por eso la Canterbury y su docena de naves hermanas de la Compañía de Aguas Pur & Limp realizaban trayectorias circulares yendo y viniendo desde los abundantes anillos exteriores de Saturno al Cinturón para transportar glaciares, y seguirían haciéndolo hasta que el tiempo las convirtiera en chatarra.

Jim Holden sabía verle el lado poético.

—¿Holden?

Se dio la vuelta hacia el hangar. La jefa de ingeniería, Naomi Nagata, lo miró desde arriba. Medía unos dos metros de alto, llevaba una coleta negra de denso pelo ondulado, y en la cara lucía una expresión en algún punto entre el enfado y la diversión. Tenía esa costumbre cinturiana de encogerse de hombros haciendo un gesto con las manos en lugar de con los propios hombros.

—Holden, ¿me escuchas o estás ensimismado mirando por la ventana?

—Había un problema —dijo Holden—. Y como eres muy muy buena, has podido solucionarlo aunque no tengamos dinero ni recursos suficientes.

Naomi rio.

—Vale, no estabas escuchando —dijo.

—No, la verdad es que no.

—Bueno, pues has acertado en lo fundamental. El mecanismo de aterrizaje de la Caballero no funcionará bien en atmósfera hasta que reemplace las juntas. ¿Crees que será un problema?

—Le preguntaré al viejo —dijo Holden—. Pero ¿cuándo fue la última vez que usamos la lanzadera en atmósfera?

—Nunca, pero las normas dicen que necesitamos al menos una lanzadera atmoadaptable.

—¡Eh, jefa! —gritó desde el otro lado de la estancia Amos Burton, el ayudante terrícola de Naomi, agitando un brazo fornido hacia ellos. Se refería a Naomi. Por mucho que Amos estuviera en la nave del capitán McDowell y Holden fuera segundo de a bordo, en su mundo Naomi era la jefa.

—¿Qué pasa? —preguntó Naomi, también gritando.

—Un cable estropeado. ¿Podrías sostener este cabroncete mientras voy a por el repuesto?

Naomi miró a Holden con cara de «¿Has terminado ya?». Él le dedicó un sarcástico saludo militar y ella resopló, agitando la cabeza mientras se alejaba a pie con su figura alta y delgada, cubierta por un mono lleno de grasa.

Siete años en el ejército de la Tierra y cinco trabajando con civiles en el espacio no habían sido suficientes para que se acostumbrara a la improbabilidad de los huesos delgados y alargados de los cinturianos. Pasar su infancia bajo la influencia de la gravedad había marcado su percepción de las cosas para siempre.

En el ascensor central, Holden pasó el dedo un instante sobre el botón que llevaba a la cubierta de navegación, tentado por la perspectiva de visitar a Ade Tukunbo, con su sonrisa, su voz y aquel aroma mezcla de pachuli y vainilla que usaba para el pelo, pero en lugar de eso pulsó el botón de la enfermería. Primero el deber, luego el placer.

Shed Garvey, el técnico médico, se encontraba encorvado sobre su mesa de laboratorio y desbridaba el muñón del brazo izquierdo de Cameron Paj cuando entró Holden. El mes anterior, el codo de Paj había quedado atrapado por un bloque de hielo de treinta toneladas que se movía a cinco milímetros por segundo. Era una herida bastante común entre quienes se dedicaban al peligroso oficio de cortar y mover icebergs en gravedad cero, pero Paj se lo tomaba con el fatalismo de todo un profesional. Holden se inclinó por encima del hombro de Shed para ver cómo arrancaba uno de los gusanos medicinales del tejido necrosado.

—¿Cómo se ve el tema? —preguntó Holden.

—Pues pinta bastante bien, señor —dijo Paj—. Me han quedado algunos nervios y Shed me estaba contando que la prótesis se enganchará a ellos.

—Eso si es que podemos controlar la necrosis —añadió el médico—, y si evitamos que Paj cicatrice demasiado antes de llegar a Ceres. He comprobado la póliza y Paj ha estado de servicio el tiempo suficiente para optar a uno con resistencias, sensores de presión y temperatura y coordinación motriz de precisión. El paquete completo. Será casi tan bueno como uno de verdad. En los planetas interiores hay un biogel que regenera los miembros, pero eso no lo cubre nuestro seguro médico.

—Que les den por culo a los interianos. Y que se metan por donde les quepa su gelatina mágica. Prefiero tener un buen brazo falso pero cinturiano a lo que sea que esos cabrones fabrican en sus laboratorios. Seguro que ponerte un brazo pijo de los suyos te vuelve gilipollas —dijo Paj—. Esto... sin acritud, segundo —añadió al momento.

—No te preocupes. Me alegra ver que tiene solución —afirmó Holden.

—Cuéntele lo demás —dijo Paj, con una sonrisa amplia y retorcida en la cara.

Shed se ruborizó.

—Bueno, he escuchado comentarios de otros chicos que los tienen —empezó a decir Shed, sin mirar a la cara a Holden—. Parece ser que hay un período en el que el cuerpo todavía no se ha adaptado a la prótesis y al pajearse da la impresión de que lo hace otra persona.

Holden dejó que las palabras resonaran en el aire mientras las orejas de Shed pasaban a tener una tonalidad carmesí.

—Es bueno saberlo —respondió Holden—. ¿Y la necrosis?

—Está un poco infectado —afirmó Shed—, pero los gusanos la mantienen a raya. Además, en un caso como este la inflamación es buena, por lo que no daremos mucha caña a no ser que se empiece a extender.

—¿Crees que estará disponible para la siguiente misión? —preguntó Holden.

Por primera vez, Paj frunció el ceño.

—Claro que estaré listo, coño. Siempre estoy listo. Es mi trabajo, señor.

—Es probable —dijo Shed—. Depende de cómo vaya la cura. Si no es para esta, será para la siguiente.

—Y una mierda —se quejó Paj—. Puedo estar manco y recoger hielo mucho mejor que la mitad de los colgados que hay en esta barcaza.

—Como iba diciendo —dijo Holden, aguantando la risa—, es bueno saberlo. Continúa.

Paj resopló y Shed arrancó otro gusano. Holden volvió al ascensor y esta vez no vaciló.

La estación de navegación de la Canterbury no lucía muy impresionante. Las enormes pantallas de pared que Holden había imaginado cuando se presentó voluntario para la armada existían en las naves importantes, pero, incluso en ellas, eran más un elemento estético que necesario.

Ade estaba sentada frente a un par de pantallas un poco más grandes que un terminal portátil. En las esquinas se actualizaban en tiempo real gráficos de la eficiencia y el estado del reactor y el motor de la Canterbury, y en la parte derecha se desplegaban registros con información en bruto sobre los sistemas. Llevaba unos auriculares muy abultados que le cubrían las orejas y dejaban escapar el quedo retumbar de las notas de un bajo. Si ocurría alguna anomalía en la Canterbury, Ade se enteraría. Si el capitán McDowell dejaba el puesto de mando o la cubierta de control, también le llegaría un aviso, para que tuviera tiempo de bajar la música y hacerse la ocupada cuando llegara. Aquel hedonismo petulante era solo una de las miles de particularidades de Ade que la hacían atractiva para Holden. Anduvo hasta ponerse detrás de ella y le quitó con cuidado los auriculares.

—Hola —dijo.

Ade sonrió, tocó la pantalla y se colocó los auriculares alrededor de su delgado cuello, como si de una joya tecnológica se tratara.

—Segundo de a bordo James Holden —dijo Ade con una formalidad exagerada, resaltada aún más por su cerrado acento nigeriano—. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Es curioso que lo pregunte —respondió—. Justo pensaba que sería muy agradable volver con alguien a mi camarote cuando acabe el tercer turno. Preparar una cena romántica con la misma birria que sirven en las cocinas. Escuchar algo de música.

—Beber un poco de vino —continuó ella—. Saltarse un par de protocolos. Suena muy bien, pero esta noche no estoy de humor para sexo.

—No he hablado de sexo. Un poco de comida y una buena conversación.

—Yo sí que hablaba de sexo.

Holden se arrodilló junto a su silla. Con la propulsión actual de un tercio de g, era una postura cómoda. La sonrisa de Ade perdió fuelle. La pantalla de los registros pitó, y Ade lanzó una mirada hacia ella, la tocó y se volvió de nuevo hacia él.

—Ade, me gustas. Quiero decir... me gusta mucho tu compañía —dijo—. No entiendo por qué no podemos pasar algo de tiempo juntos con la ropa puesta.

—Holden. Cariño. Déjalo ya, ¿vale?

—¿Que deje el qué?

—Que dejes de intentar que sea tu novia. Eres un buen tipo, me gusta tu culo y eres divertido en la cama. Pero eso no quiere decir que estemos comprometidos.

Holden se echó atrás sobre los talones y frunció el ceño.

—Ade, para que esto funcione, yo necesito que haya algo más.

—Pero no lo hay —respondió ella, cogiéndole la mano—. Y es bueno que no lo haya. Eres el segundo de la nave y yo tengo un contrato temporal. Una misión más, quizá dos, y se acabó para mí.

—Yo tampoco voy a pasar toda mi vida en esta nave.

Ade rio con una mezcla de ternura e incredulidad.

—¿Cuánto llevas en la Cant?

—Cinco años.

—De aquí no te vas —continuó—. Se te ve cómodo.

—¿Cómodo? —preguntó—. La Cant es un carguero de hielo centenario. Hay peores trabajos en tripulaciones de por ahí, pero hay que esforzarse para encontrarlos. La gente está aquí porque no tiene la cualificación necesaria o porque la cagó a base de bien en su último curro.

—Y tú estás cómodo aquí —dijo ella, poniéndose un poco más seria. Se mordió el labio, bajó la mirada a la pantalla y luego la volvió a levantar.

—Oye, eso no me lo merecía —replicó él.

—Tienes razón —respondió ella—. Mira, ya te he dicho que esta noche no estoy de humor. Estoy un poco cascarrabias y necesito dormir bien. Mañana mejor.

—¿Me lo prometes?

—Hasta te prepararé una cena. ¿Disculpas aceptadas?

Holden se inclinó hacia delante y le plantó los labios en la boca. Ella le devolvió el beso, al principio con educación y luego con más intensidad. Le agarró el cuello con la mano un momento y luego lo apartó.

—Se te da demasiado bien. Deberías irte —dijo—. Estamos de servicio, ya sabes.

—Vale —respondió él, sin darse la vuelta para marcharse.

—Jim... —replicó ella, justo antes de que chasqueara el sistema general de comunicaciones de la nave.

—Holden, al puente —resonó a través de los altavoces la voz del capitán McDowell.

Holden respondió con una obscenidad. Ade rio. Él se reincorporó, la besó en la mejilla y se dirigió al ascensor central, deseando en silencio que al capitán McDowell le diera urticaria y sufriera una humillación pública por haber sido tan oportuno.

El puente tenía la mitad del tamaño de la cocina, no mucho más grande que el camarote de Holden. De no ser por la pantalla del capitán, que era algo más grande de lo normal porque a McDowell le fallaba la vista y no tenía mucha confianza en la cirugía, podría haberse confundido con la trastienda de una asesoría fiscal. El aire tenía un aroma acre y alguien se había preparado un mate muy fuerte. McDowell se dio la vuelta en su asiento mientras Holden se acercaba. El capitán se reclinó en su asiento y señaló por encima del hombro hacia los sistemas de comunicación.

—¡Becca! —ladró McDowell—. Cuéntaselo.

Rebecca Byers, la oficial de comunicaciones que estaba de servicio, parecía el resultado de cruzar un tiburón con un hacha de mano. Tenía los ojos negros, facciones afiladas y los labios tan finos que casi no se le veían. En la nave se decía que había aceptado el trabajo para evitar a las autoridades después de matar a su ex marido. A Holden le caía bien.

—Señal de emergencia —anunció—. La hemos captado hace dos horas. Nos acaba de llegar la confirmación del transpondedor desde Calisto. Es auténtica.

—Bien —dijo Holden—. Ah, no, mierda. ¿Somos los que estamos más cerca?

—La única nave en unos cuantos millones de klicks a la redonda.

—Bueno, qué le vamos a hacer —continuó.

Becca se volvió hacia el capitán. McDowell hizo petar sus nudillos y miró la pantalla, que refulgía en verde y le daba un extraño brillo en la cara.

—Está al lado de un asteroide registrado que no pertenece al Cinturón —dijo McDowell.

—¿En serio? —preguntó Holden, incrédulo—. ¿Han chocado con él o qué? Pero si ahí fuera no hay nada en millones de kilómetros.

—Quizá se desviaran un poco porque alguien tenía que echar una meada. Lo único que sabemos es que algún cabeza de chorlito está ahí fuera, ha activado una señal de emergencia y somos los que estamos más cerca. Eso suponiendo...

Las leyes del Sistema Solar eran muy específicas. En un entorno tan hostil para la vida como era el espacio, la ayuda y la buena voluntad humana no eran optativas. Una señal de emergencia obligaba, con su mera existencia, a que la nave más cercana se detuviera y proporcionara ayuda... aunque eso no significaba que todo el mundo respetara siempre aquella ley.

La Canterbury iba cargada hasta los topes. En su interior había más de un millón de toneladas de hielo que habían acelerado poco a poco con la nave a lo largo de todo el mes anterior. Iba a ser difícil frenar todo aquello, como lo había sido frenar el pequeño glaciar que había destrozado el brazo de Paj. Era tentador alegar que había habido un fallo de comunicaciones desconocido, borrar los registros y dejar que el gran dios Darwin se saliera con la suya.

Pero si aquella hubiera sido la intención de McDowell, no habría llamado a Holden. Ni habría hecho aquella insinuación donde lo oyeran los demás tripulantes. Holden se conocía el juego. El capitán haría como que tenía intención de escaquearse, pero allí estaría Holden para pararle los pies. Así, los trabajadores respetarían que el capitán no quisiera reducir los beneficios de aquella misión, pero también a Holden por insistir en que había que seguir las normas. Pasara lo que pasase, les odiarían a ambos solo por hacer lo que mandaban la ley y la decencia humana.

—Tenemos que frenar —dijo Holden, y añadió con resolución—. Podría haber alguien esperando rescate.

McDowell tocó su pantalla. La voz de Ade resonó en la consola, tan sosegada y cálida como si se encontrara en el puente.

—¿Sí, capitán?

—Necesito las cifras para detener este cacharro —dijo él.

—¿Señor?

—¿Cuánto nos va a costar ajustarnos a CA-2216862?

—¿Vamos a parar en un asteroide?

—Eso lo decidiré cuando cumpla mi orden, navegante Tukunbo.

—Sí, señor —respondió ella. Holden oyó una serie de clics—. Si volvemos la nave ahora mismo y quemamos como si no hubiera mañana durante casi dos días, podría dejarnos a unos cincuenta mil kilómetros, señor.

—¿Puede ser más concreta con eso de «quemar como si no hubiera mañana»? —le pidió McDowell.

—Necesitaremos a todo el mundo en asientos de colisión.

—Me lo suponía —suspiró McDowell mientras se rascaba su barba desaliñada—. Y llevar el hielo nos va a dar solo un par de millones de pavos de beneficio, si tenemos suerte. Estoy viejo para esto, Holden. De verdad.

—Sí, señor. Sí que lo está. Y su silla siempre me ha gustado —respondió Holden.

McDowell frunció el ceño y le dedicó un gesto obsceno. Rebecca soltó una risita, y el capitán se giró hacia ella.

—Envía un mensaje a la baliza para comunicar que vamos de camino. Y avisa a Ceres que llegaremos tarde. Holden, ¿cuál es el estado de la Caballero?

—No puede volar en atmósfera hasta que consigamos algunas piezas, pero no tendrá problema para recorrer cincuenta mil klicks en el vacío.

—¿Seguro?

—Eso dice Naomi. Por tanto, es cierto.

McDowell se incorporó. Medía casi dos metros y veinticinco centímetros y era más delgado que un adolescente de la Tierra. Su edad, sumada al hecho de que nunca había vivido en gravedad, iba a convertir el próximo acelerón en todo un infierno para el viejo. Holden sintió una punzada de compasión, aunque le ahorraría a McDowell la vergüenza de expresarla en público.

—Este es el plan, Jim —dijo McDowell en voz baja, de manera que solo lo oyera Holden—. Estamos obligados a detenernos y a intentarlo, pero tampoco tenemos por qué dejarnos los cuernos, no sé si me explico.

—Ya nos habremos detenido —respondió Holden.

McDowell agitó sus manos delgadas y alargadas. Era uno de esos gestos que habían evolucionado entre los cinturianos para poder verse con un traje de aislamiento puesto.

—Eso no lo puedo evitar —dijo—. Pero si ves algo raro ahí fuera, no te vuelvas a hacer el héroe. Recoge los juguetitos y vuélvete para casa.

—¿Para que la próxima nave que pase tenga que hacer lo mismo?

—Y no te pongas en peligro —dijo McDowell—. Es una orden. ¿Entendido?

—Entendido —respondió Holden.

El sistema de comunicaciones de la nave volvió a activarse y McDowell explicó la situación a la tripulación. Holden se imaginó un coro de quejidos procedente de todas las cubiertas. Se acercó a Rebecca.

—Veamos —empezó—. ¿Qué sabemos sobre esa nave varada?

—Carguero ligero con identificación marciana. Proviene del embarcadero de Eros y se llama Scopuli...

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2

Miller

El inspector Miller se reclinó en el asiento de gomaespuma, con una sonrisa amable que invitaba a hablar, mientras hacía todo lo posible por comprender la historia de aquella chica.

—¡Y entonces todo hizo «pum»! La habitación se llenó de navajeros que gritaban y apuñalaban por aquí y por allá —dijo la chica mientras agitaba una mano—. Aquello parecía una coreografía de baile, ‘nos que Bomie puso esa cara de no enterarse de nada y amén. ¿Me sigue o quoi?

Havelock, de pie al lado de la puerta, parpadeó dos veces. Su cara rechoncha bullía de impaciencia. Por eso Havelock nunca conseguiría un ascenso. Y también por eso era tan malo al póquer.

Miller era muy bueno jugando al póquer.

—Por supuesto —dijo Miller, que había modulado su voz con el tono nasal de un residente de los niveles interiores. Luego agitó la mano con despreocupación y trazó el mismo arco que la chica antes—. El Bomie ni idea. Como un uno-dos.

—Un puto uno-dos, sí, joder —repitió la chica, como si Miller hubiera recitado los Evangelios. Miller asintió, y la chica lo imitó como si fueran dos aves en pleno ritual de apareamiento.

Aquel cuchitril de alquiler tenía tres habitaciones moteadas de color negro y crema, un baño, una cocina y un salón. En el salón, los travesaños de una cama abatible se habían roto y reparado tantas veces que ya no se podía recoger. Y tan cerca del centro de rotación de Ceres, no podía ser culpa de la gravedad, sino de moverse mucho encima. El aire olía a cerveza fabricada con levadura vieja y a setas. La comida local. Quienquiera que hubiera dado tanta caña a la chica como para romper la cama, no había pagado lo suficiente por la comida. O quizá sí, y ella ya se lo había gastado en heroína, malta o MCK.

Fuera como fuese, era asunto suyo.

—¿Y después quoi? —preguntó Miller.

—Los pies del Bomie le llegaron al culo —dijo la chica, riendo entre dientes—. Por patas, ¿kennis tu?

—Ken —dijo Miller.

—Todos los navajeros ahí. Por todas partes. Me abrí.

—¿Y Bomie?

Los ojos de la chica recorrieron a Miller de arriba abajo, hasta su sombrero pork pie. Miller se rio entre dientes, dio un suave empujón a la silla hacia atrás y se irguió en aquella baja gravedad.

—Si aparece, pregunte por él, ¿de acuerdo? —dijo Miller.

—Come non —afirmó la chica. «Por supuesto.»

Las partes del túnel de fuera que no estaban mugrientas eran blancas. Medía unos diez metros de ancho y tenía una leve cuesta arriba en ambas direcciones. Los LED blancos no pretendían parecerse a la luz solar. Como a medio kilómetro más adelante, alguien había embestido la pared con tanta fuerza que se podía ver la roca de detrás, y todavía no la habían reparado. Quizá nunca lo hicieran. Aquello era lo hondo, muy cerca del centro de rotación. No era un lugar turístico.

Havelock lideró la marcha hasta la carreta, saltando demasiado en cada paso. No solía ir muy a menudo a los niveles de baja gravedad y no sabía moverse. Miller había vivido en Ceres toda la vida y, a decir verdad, tanto efecto Coriolis también lo volvía un poco torpe a veces.

—Bueno —dijo Havelock, mientras pulsaba el código de destino—. ¿Te lo has pasado bien?

—No sé a qué te refieres —respondió Miller.

El motor eléctrico se encendió y la carreta avanzó por el túnel con los leves chirridos de sus neumáticos de espuma.

—A tener una conversación extraterrestre delante de un tipo de la Tierra —dijo Havelock—. No me he enterado ni de la mitad.

—No éramos un par de cinturianos que dejábamos al margen a un terrícola —afirmó Miller—, sino pobres poniéndole las cosas difíciles al sabiondo de turno. Y la verdad es que ha sido divertido.

Havelock se rio. Toleraba bien que le vacilaran. Era eso lo que lo hacía tan bueno en los deportes de equipo como el fútbol, el baloncesto o la política.

La clase de cosas que a Miller no se le daban muy bien.

Ceres, la ciudad portuaria del Cinturón y los planetas exteriores, tenía unos doscientos cincuenta kilómetros de diámetro y decenas de miles de kilómetros de túneles superpuestos unos sobre otros. Giraba a 0,3 g gracias a un proyecto en el que habían trabajado las mentes más brillantes de Tycho Manufacturing durante media generación y del que todavía se seguían vanagloriando. Ceres había pasado a contar con más de seis millones de residentes fijos y tenía un tráfico portuario de más de mil naves todos los días, lo que incrementaba su población hasta los siete millones.

Platino, acero y titanio del Cinturón. Agua de Saturno, carne y vegetales de los invernaderos abastecidos por la energía de los espejos colectores en las lunas Ganímedes y Europa. Células de energía de Ío, helio-3 de las refinerías de Rea y Jápeto. Ceres era un torrente de poder y riquezas sin parangón en la historia de la humanidad. Con un comercio de tan alto nivel, era inevitable que también hubiera crímenes. Y donde había crímenes, había fuerzas de seguridad para mantenerlos a raya. Hombres como Miller y Havelock, cuyo oficio consistía en desplazarse en carretas eléctricas por las amplias rampas, habituarse a que la falsa gravedad del giro se les escapara bajo los pies y preguntar a prostitutas ostentosas de baja estofa lo que ocurrió la noche que Bomie Chatterjee dejó de recaudar dinero para la protección del Club de la Rama Dorada.

La sede central de las Fuerzas de Seguridad Star Helix, cuerpo de policía y cuartel militar de la estación Ceres, se encontraba unos tres niveles hacia el interior del asteroide, ocupaba dos kilómetros cuadrados y llegaba a tal profundidad de la roca que Miller podía echar a andar desde su escritorio y descender cinco niveles más sin salir de las oficinas. Havelock entregó la carreta mientras Miller iba a su cubículo para descargar la grabación de la entrevista con la chica y volver a escucharla. A mitad de camino, su compañero lo alcanzó.

—¿Has sacado algo en claro?

—No mucho —respondió Miller—. A Bomie lo asaltaron unos gamberros locales que no pertenecen a ningún grupo. Pero un don nadie como Bomie podría contratar matones para simular un ataque y librarse de ellos en plan héroe. Mejora la reputación. A eso se refería la chica al decir que parecía una coreografía. Los tipos que fueron a por él parecían de esos, solo que en vez de dárselas de puto amo ninja, Bomie huyó y no se le ha vuelto a ver el pelo.

—¿Y ahora qué?

—Ahora nada —respondió Miller—. Por eso no lo pillo. Alguien se ha librado de un recaudador de la Rama Dorada y no ha habido consecuencias. Vale que Bomie es un sacacuartos de poca monta, pero...

—Pero si eliminan a los de poca monta, los importantes empezarán a recibir menos dinero —continuó Havelock—. ¿Por qué la Rama Dorada no ha impartido justicia como buenos mafiosos?

—Esto no me gusta —dijo Miller.

Havelock rio.

—Estos cinturianos... —dijo Havelock—. Se tuerce lo más mínimo y ya creen que el ecosistema entero se viene abajo. Si la Rama Dorada está demasiado débil para hacerse respetar, mejor que mejor. Son los malos, ¿recuerdas?

—Sí, vale —respondió Miller—. El crimen organizado será lo que tú quieras, pero al menos es organizado.

Havelock se sentó en una pequeña silla de plástico junto al escritorio de Miller y se inclinó para ver el vídeo.

—Bueno —dijo Havelock—. Y ¿qué coño es eso de uno-dos?

—Es un término de boxeo —respondió Miller—. Se refiere a un golpe que nadie ve venir.

El ordenador dio un pitido y se escuchó la voz de la capitana Shaddid por los altavoces.

—Miller, ¿está ahí?

—Uf... —resopló Havelock—. Eso no ha sonado bien.

—¿Cómo dice? —preguntó la capitana, elevando la voz. Nunca había llegado a superar sus prejuicios contra los orígenes interianos de Havelock.

Miller levantó una mano para indicar a su compañero que lo dejara hablar.

—Aquí estoy, capitana. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Venga a mi despacho, por favor.

—Voy enseguida —respondió él.

Miller se levantó y Havelock se dejó caer en la silla. No dijeron nada. Sabían que si la capitana Shaddid quisiera que Havelock estuviera presente, lo habría dejado claro. Era otra razón por la que aquel hombre nunca conseguiría un ascenso. Miller lo dejó solo con el vídeo mientras intentaba relacionar las rebuscadas claves entre clase social, puesto de trabajo, orígenes y raza. Era un tema inabarcable.

La decoración del despacho de la capitana Shaddid tenía un toque femenino y acogedor. En las paredes había tapices de tela de verdad, y también un olor a café y canela que venía de un accesorio colocado en el filtro de aire y que costaba una décima parte del precio de las sustancias a las que olía. La capitana tenía un aspecto informal, con el pelo suelto cayéndole por los hombros, a pesar de que no estaba permitido por las normas de la empresa. Si hubiera tenido que describirla, seguro que en algún momento Miller habría usado las palabras «coloración engañosa». La capitana señaló una silla con la cabeza, y él se sentó.

—¿Qué ha averiguado? —preguntó, aunque tenía la mirada fija en la pared de detrás. Aquello no era un examen sorpresa, solo intentaba romper el hielo.

—A la Rama Dorada le ocurre lo mismo que a los hombres de Sohiro y los Loca Greiga. Siguen en la estación, pero... están como distraídos, diría yo. Se han vuelto muy permisivos. Tienen a menos matones rondando y han aflojado el control. Tengo una lista con media docena de mandos intermedios que han desaparecido.

Aquello llamó la atención de la capitana.

—¿Están muertos? —preguntó—. ¿Cree que la APE está detrás?

Que la Asociación de Planetas Exteriores estuviera detrás de algo era la peor pesadilla de los cuerpos de seguridad de Ceres. Como había ocurrido con Al Capone, Hamás, el IRA y los Militares Rojos, la APE contaba con el beneplácito de los ciudadanos a los que ayudaba y el terror de quienes se oponían a ellos. Era parte movimiento social, parte intento de estado, parte banda terrorista y no tenía ninguna conciencia institucional. Aunque a la capitana Shaddid no le gustara Havelock porque provenía de un pozo de gravedad, era capaz de trabajar con él. La APE lo habría lanzado por una esclusa de aire. A gente como Miller les dedicarían solo un disparo en el cráneo, y con balas buenas de plástico. Nada que pudiera dejar metralla en los conductos.

—No creo —respondió—. No tiene pinta de ser una guerra. Es más bien... La verdad, señora, es que no tengo ni la más remota idea de qué puede ser, pero los números han mejorado. Han bajado la extorsión y las apuestas ilegales. Cooper y Hariri han cerrado el burdel de menores que había en el seis y parece que no hay intenciones de que vuelva a abrir. Es cierto que hay más problemas con los independientes, pero, quitando eso, todo marcha bien. Lo único es que huele un poco raro.

La capitana asintió, pero su mirada había vuelto a la pared. Había perdido el interés con la misma facilidad con que lo había adquirido.

—Bueno, olvídese del tema —dijo—. Tengo otra cosa entre manos. Un trabajo nuevo, solo para usted. Sin Havelock.

Miller se cruzó de brazos.

—Un trabajo nuevo —repitió, despacio—. ¿Eso qué quiere decir?

—Quiere decir que Fuerzas de Seguridad Star Helix ha aceptado un trabajo independiente de la seguridad de Ceres y, como jefa de la empresa en la zona, soy la encargada de asignárselo.

—¿Estoy despedido? —preguntó.

La capitana Shaddid hizo una mueca de dolor.

—Es un encargo adicional —respondió—. Seguirá encargándose del mismo trabajo en Ceres que hasta ahora. Es solo eso, algo adicional. Mire, Miller, a mí me huele igual de mal que a usted. No le quito sus responsabilidades en la estación ni quiero que deje de lado el caso en el que está trabajando. Se trata de un favor que ha pedido un accionista a alguien de la Tierra.

—¿Ahora también hacemos favores a los accionistas? —preguntó Miller.

—Usted sí —respondió la capitana Shaddid, ya sin rastro del tono conciliador y la suavidad. Sus ojos habían perdido el brillo.

—Pues vale —dijo Miller—. Me encargaré.

La capitana Shaddid levantó su terminal portátil. Miller se revolvió en su asiento, sacó el suyo y aceptó la transferencia por haz estrecho. Fuera lo que fuese aquello, Shaddid no lo quería en la red general. Apareció en la pantalla una nueva carpeta llamada jmao.

—Es un caso de hijita desaparecida —explicó la capitana Shaddid—. La hija de Ariadne y Jules-Pierre Mao.

Aquellos nombres le sonaban de algo. Miller tocó con la punta de los dedos la pantalla de su terminal portátil.

—¿Mercancías Mao-Kwikowski? —preguntó.

—La misma.

Miller silbó por lo bajo.

Puede que Maokwik no fuera una de las diez empresas más importantes del Cinturón, pero sí que estaba entre las cincuenta primeras. Había empezado como agencia jurídica implicada en el estrepitoso fracaso de las ciudades flotantes venusianas. Y habían usado el dinero de aquel litigio que duró décadas para diversificarse y expandirse, en gran medida hacia el negocio del transporte interplanetario. En la actualidad, la estación de la sede de la empresa era independiente y flotaba entre el Cinturón y los planetas interiores con la ceremoniosa majestuosidad de un transatlántico en mares antiguos. El simple hecho de que Miller supiera tanto sobre ella significaba que tenían dinero suficiente para comprar y vender los servicios de hombres como él sin tener que ocultar nada.

Acababan de comprar sus servicios.

—Tienen la sede en la Luna —dijo la capitana Shaddid—. Cuentan con los mismos derechos y privilegios que los ciudadanos de la Tierra. Pero tienen muchos contratos de transporte por aquí.

—¿Y se les ha perdido una hija?

—La oveja negra —respondió la capitana—. Cuando llegó a la universidad, se metió en un grupo llamado Fundación Horizontes Lejanos. Estudiantes activistas.

—Una tapadera de la APE —dijo Miller.

—Están asociados —lo corrigió Shaddid. Miller no insistió, pero tuvo una punzada de curiosidad. Se preguntó en qué bando estaría la capitana Shaddid en caso de un ataque de la APE—. La familia pensó que se trataba de algo pasajero. Tienen otros dos hijos mayores interesados en dirigir la empresa, por lo que no había problema en que Julie se paseara por el vacío creyéndose una adalid de la libertad.

—Pero ahora quieren encontrarla —dijo Miller.

—Eso es.

—¿Qué ha cambiado?

—No parecen muy dispuestos a compartir esa información.

—Pues vale.

—Según la información más reciente, tenía trabajo en la estación Tycho, pero también pagaba un apartamento aquí. He encontrado su partición en la red y la he bloqueado. Tiene la contraseña en los archivos.

—De acuerdo —repitió Miller—. ¿Cuál es la misión?

—Encontrar a Julie Mao, detenerla y mandarla a casa en una nave.

—Un secuestro, vaya —dijo él.

—Sí.

Miller bajó la cabeza hacia su terminal portátil y empezó a abrir los archivos sin ton ni son para darles un vistazo rápido. Se le formó un extraño nudo en la garganta. Llevaba dieciséis años trabajando en las fuerzas de seguridad de Ceres, y no es que al principio estuviera muy motivado. Se solía afirmar que en Ceres no había leyes, sino policía. Miller no era trigo limpio, al igual que la capitana Shaddid. En ocasiones la gente se caía por esclusas de aire. A veces las pruebas desaparecían de los depósitos. No era tan importante que estuviera bien o mal como que estuviera justificado. Cuando uno se pasaba la vida en una burbuja de piedra con la comida, el agua y hasta el aire enviado desde lugares tan distantes que ni se podían ver con un telescopio, una cierta flexibilidad moral se hacía imprescindible. Pero aquella era la primera vez que le encargaban un secuestro.

—¿Algún problema, inspector? —preguntó la capitana Shaddid.

—No, señora —respondió—. Yo me encargo.

—Tampoco le dedique demasiado tiempo —añadió ella.

—Bien, señora. ¿Algo más?

La mirada de la capitana Shaddid se apaciguó, como si se pusiera una máscara. Sonrió.

—¿Va todo bien con su compañero?

—Havelock está bien —respondió Miller—. El contraste de tenerlo cerca nos hace mejores a la gente como yo. Me gusta.

El único cambio en la sonrisa de la capitana fue que pasó a ser un poco más sincera. No hay nada como un poco de racismo compartido para afianzar los vínculos con la jefa. Miller asintió con respeto y se marchó.

Su hueco estaba en el octavo nivel, situado en un túnel residencial de cien metros de ancho dividido a lo largo por un parque verde de cincuenta metros cuidado con esmero. El techo abovedado del pasillo principal tenía luces refractantes y estaba pintado de un azul que, según Havelock, se parecía mucho al cielo estival de la Tierra. Vivir en la superficie de un planeta, sentir el peso de cada uno de tus huesos y tus músculos y sin nada más que la gravedad para retener el oxígeno a tu alrededor parecía una manera muy rápida de volverse loco. Aunque aquel azul le parecía bien.

Había quienes imitaban a la capitana Shaddid y perfumaban el aire de sus hogares. No siempre con aromas a café y canela, por supuesto. El hueco de Havelock olía a pan recién horneado. Otros optaban por aromas florales o semiferomonas. Candace, la ex mujer de Miller, prefería algo llamado TerriLirio, que a él siempre le recordaba a los niveles donde se reciclaban los residuos. Miller se había limitado a dejar el olor algo áspero de la propia estación. Un aire reciclado que había pasado por millones de pulmones. Un agua del grifo tan limpia que podría usarse en un laboratorio, aunque en realidad viniera de la orina, la mierda, las lágrimas o la sangre, cosas en las que se volvería a convertir. El círculo de la vida en Ceres era tan pequeño que podía distinguirse la curva. Y a él le gustaba así.

Se preparó un vaso de whisky de musgo, un licor autóctono de Ceres que se fabricaba con levadura artificial, se quitó los zapatos y se echó en la cama de gomaespuma. Aún podía ver a Candace frunciéndole el ceño y oír su resoplido. Hizo un gesto, como para pedir perdón a sus recuerdos, y se puso a trabajar.

Juliette Andromeda Mao. Repasó su vida laboral y sus registros académicos. Una excelente piloto de pinaza. Había una fotografía suya de cuando tenía dieciocho años en la que llevaba un traje espacial sin el casco: era una niña bonita, con la complexión típica de los selenitas y el pelo negro y largo. Tenía una sonrisa tan amplia que parecía que el propio universo acababa de darle un beso. El texto de la fotografía aseguraba que acababa de quedar primera en algo llamado la Parrish/Dorn 500K. Hizo una búsqueda rápida. Era una carrera que solo los más ricos se podían permitir. Su pinaza, la Jabalí, había batido el récord anterior y lo había mantenido durante dos años.

Miller tomó un trago de whisky y se preguntó qué le podría haber pasado por la cabeza para venir a Ceres a una chica con la riqueza y el poder suficientes para tener su propia nave. Había todo un mundo entre competir en lujosas carreras espaciales y que te enviaran a casa en una cápsula amarrada como un puerco. O quizá no.

—Pobre niñita rica —dijo Miller a la pantalla—. Menuda putada ser tú, ¿verdad?

Cerró los archivos y continuó bebiendo en silencio y con seriedad, mientras miraba hacia el techo vacío que tenía encima. La silla donde Candace solía sentarse y preguntarle qué tal había ido el día estaba vacía, pero él seguía viéndola allí. Ahora que no estaba para hacerle hablar, era más fácil respetar el impulso. Miller había comprendido demasiado tarde que ella se sentía sola. En su imaginación, Candace puso los ojos en blanco.

Una hora más tarde, con la calidez de la bebida en la sangre, se calentó un plato de arroz de verdad y judías falsas (la levadura y los hongos podían parecerse a cualquier cosa después del suficiente whisky), abrió la puerta de su hueco y cenó mirando el tráfico que recorría la suave curva. El segundo turno entraba a raudales en las estaciones de metro y otros salían de ellas. Los niños que vivían dos huecos por debajo del suyo, una niña de ocho años y su hermano de cuatro, se reunieron con su padre entre abrazos, gritos, acusaciones mutuas y lágrimas. La luz refractante del techo azul brillaba inerte, estática, reconfortante. Un gorrión aleteó por el túnel, flotando de una manera que Havelock le había asegurado que era imposible en la Tierra. Miller le tiró una judía falsa.

Intentó pensar en la hija de Mao, pero la verdad era que no le importaba mucho. Ocurría algo con las familias del crimen organizado de Ceres, y eso sí que lo ponía muy nervioso.

¿Lo de Julie Mao? Para él, era secundario.

leviatan-4

3

Holden

Después de pasar casi dos días enteros en alta gravedad, a Holden le dolían las rodillas, la espalda y el cuello. Y también la cabeza. Joder, hasta los pies. Atravesó la compuerta que daba a los camarotes de la Caballero justo cuando Naomi subía por la escalerilla desde la bodega. La ingeniera sonrió y levantó un pulgar.

—El mecha de salvamento está asegurado —dijo—. El reactor se está calentando. Estamos listos para volar.

—Bien.

—¿Ya tenemos piloto? —preguntó ella.

—Alex Kamal está de guardia hoy, así que es nuestro hombre. A mí me habría gustado que fuera Valka, en realidad. No es tan buen piloto como Alex, pero es más callado y me duele la cabeza.

—Me gusta Alex. Es un nervio —dijo Naomi.

—No sé a qué te refieres con «nervio», pero si es a la forma de ser de Alex, a mí me cansa.

Holden empezó a subir por la escalerilla que llevaba al centro de mando y la cabina. Vio la sonrisita que le lanzaba Naomi desde su espalda reflejada en la brillante superficie negra de la consola de pared desactivada. No podía comprender cómo los cinturianos, delgados como fideos, eran capaces de recuperarse de una gravedad tan alta en tan poco tiempo. Décadas de práctica y selección natural, supuso.

En el centro de mando, Holden se amarró a la consola de control y el asiento de colisión se ajustó a su cuerpo en silencio. Ade los había dejado a medio g para el acercamiento final, y en esas circunstancias la gomaespuma era cómoda. Dejó escapar un pequeño gemido. Los interruptores, fabricados en metal y plástico para soportar aceleraciones duras y cientos de años, chasquearon con brusquedad. La Caballero respondió con el brillo de una fila de indicadores de diagnóstico y un zumbido casi imperceptible.

Unos minutos después, Holden levantó la vista y vio el escaso pelo negro de Alex Kamal, seguido de su cara rechoncha y alegre, que era de un marrón tan oscuro que ni décadas a bordo de una nave eran capaces de hacer palidecer. Alex se había criado en Marte y su complexión era mucho más robusta que la de un cinturiano. Era delgado en comparación con Holden pero, aun así, el traje de vuelo le apretaba su vientre prominente. Alex había formado parte del ejército marciano, pero saltaba a la vista que había dejado la rutina del ejercicio militar.

—Qué hay, segundo —dijo arrastrando las palabras. Tenía un acento del viejo Oeste que era propio de los habitantes del Valles Marineris y que molestaba mucho a Holden. No quedaban vaqueros en la Tierra desde hacía un siglo, y en Marte no había ni una brizna de hierba que no estuviera bajo una cúpula ni caballo que no estuviera en un zoo. El Valles Marineris lo habían colonizado indios, chinos y un pequeño grupo de texanos. Al parecer, aquella inflexión en la voz se había hecho viral y había contagiado a todos ellos—. ¿Cómo anda el viejo lobo?

—Bien por ahora. Necesitamos un plan de vuelo. Ade nos dejará en parada relativa dentro de unos... —Miró las lecturas de tiempo—, cuarenta, así que ponte a ello. Quiero salir de aquí, hacer el trabajo y devolver a la Cant a su ruta original hacia Ceres antes de que se empiece a oxidar.

—Entendido —dijo Alex, subiendo hacia la cabina de la Caballero.

Los auriculares de Holden chasquearon antes de que llegara la voz de Naomi.

—Amos y Shed ya están a bordo. Todo listo por aquí abajo.

—Gracias. Esperamos a que Alex haga los últimos cálculos y listos para partir.

La tripulación era la mínima necesaria: Holden como comandante, Alex para llevarlos y traerlos, Shed por si había supervivientes que necesitaran ayuda médica y Naomi y Amos para llevarse la nave en caso de que no.

Poco después, se escuchó la voz de Alex.

—Volando a hervores será un viaje de unas cuatro horas. Usaremos un treinta por ciento del combustible, aunque tenemos el tanque lleno. Tiempo total de la misión: once horas.

—Recibido. Gracias, Alex —dijo Holden.

«Volar a hervores» era como llamaban en jerga de la marina a utilizar los propulsores de maniobra, que empleaban vapor supercalentado como masa de reacción. Era muy peligroso usar la antorcha de fusión de la Caballero tan cerca de la Canterbury, y también un desperdicio para un viaje tan corto. Aquellas antorchas eran motores de fusión anteriores al de Epstein y mucho menos eficientes.

—Solicitando permiso para dejar el nido —dijo Holden, mientras cambiaba las comunicaciones del sistema interno de la Caballero al puente de la Canterbury—. Aquí Holden. La Caballero está lista para volar.

—De acuerdo, Jim, adelante —dijo McDowell—. Ade ya está acabando de detener la nave. Tened cuidado ahí fuera, niños. Esa lanzadera es cara y Naomi siempre me ha hecho un poco de tilín.

—Recibido, capitán —respondió Holden. Volvió a cambiar las comunicaciones a los sistemas internos de la nave y abrió un canal con Alex.

—Venga, sácanos de aquí.

Holden se reclinó en la silla y escuchó los chirridos de las últimas maniobras de la Canterbury, el ruido del acero y la cerámica, tan atronadores y ominosos como las planchas de madera de un barco. O como las articulaciones de un terrícola después de someterlas a gravedades altas. Por un momento, Holden sintió compasión por la nave.

En realidad no se detenían, por supuesto. En el espacio las cosas jamás se detienen de verdad, solo se quedan orbitando alrededor de algo. Habían pasado a seguir a CA-2216862 en su feliz viaje milenario alrededor del Sol.

Ade les dio luz verde y Holden vació el aire del hangar y cerró las puertas. Alex los sacó del muelle entre conos blancos de vapor supercalentado.

Partieron en busca de la Scopuli.

CA-2216862 era una roca de medio kilómetro de diámetro que había escapado del Cinturón y se había topado con la enorme fuerza gravitatoria de Júpiter. Poco a poco había conformado su lenta órbita propia alrededor del Sol, en la amplia zona entre el Cinturón y Júpiter, un sector demasiado vacío hasta para tratarse del espacio.

Cuando vio la Scopuli posada tranquilamente a un lado del asteroide y sostenida por la minúscula gravedad de aquella roca, Holden sintió un escalofrío. Aunque volara a ciegas y con los sistemas apagados, la probabilidad de dar con un cuerpo como aquel por casualidad era, de remota, casi imposible. Era como encontrarse con medio kilómetro de carriles bloqueados en una autopista de millones de kilómetros de anchura. No estaba ahí por casualidad. Se rascó los pelillos que se le habían erizado en la nuca.

—Alex, mantennos a dos klicks —ordenó Holden—. Naomi, ¿qué me puedes decir sobre esa nave?

—La estructura del casco concuerda con la información del registro. Es la Scopuli, sin duda. No hay radiación electromagnética ni de infrarrojos. Solo esa pequeña baliza de emergencia. Parece que el reactor está apagado. Debe de haber sido manual y no debido a ningún daño, porque tampoco se detectan fugas de radiación —explicó Naomi.

Holden echó un vistazo a las imágenes que les proporcionaban las cámaras de la Caballero, y también a las que la Caballero creaba al hacer que un láser rebotara en el casco de la Scopuli.

—¿Y qué me dices de eso que parece un agujero a un lado?

—Pues... —respondió Naomi—. Según el radar láser, es un agujero a un lado.

Holden frunció el ceño.

—Vale. Vamos a quedarnos aquí un momento y echar otro vistazo a los alrededores. ¿Ves algo por las cámaras, Naomi?

—Nada. Y los sistemas de la Canterbury podrían detectar a un niño que tirara piedras en la Luna. Becca dice que ahora mismo no hay nadie en veinte millones de klicks a la redonda —respondió Naomi.

Holden tamborileó con los dedos un ritmo complicado en el reposabrazos de la silla y flotó un poco hacia arriba en los amarres. Tenía calor y acercó la cara a la boquilla de aire más cercana. Un cosquilleo recorrió su cuero cabelludo a medida que el sudor se evaporaba.

«Pero si ves algo raro ahí fuera, no te vuelvas a hacer el héroe. Recoge los juguetitos y vuélvete para casa.» Esas eran sus órdenes. Miró la imagen de la Scopuli y el agujero en uno de sus flancos.

—De acuerdo —afirmó—. Alex, llévanos a un cuarto de klick y mantén la nave ahí. Nos acercaremos a la superficie con el mecha. Ah, y ten la antorcha calentada y a punto. Si hay algo feo escondido en esa nave, quiero poder escapar tan rápido como podamos y de paso achicharrar lo que sea que venga detrás. ¿Recibido?

—Alto y claro, jefe. La Caballero se queda en modo poner pies en polvorosa hasta nueva orden —respondió Alex.

Holden echó un vistazo a la consola de control una vez más, con la esperanza de encontrar la luz de advertencia roja y parpadeante que le permitiría volver a la Cant. Pero todo seguía de un verde suave. Se desabrochó las hebillas y se impulsó para levantarse de la silla. Luego empujó la pared con un pie para llegar hasta la escalerilla y descendió bocabajo dando golpecitos en los escalones.

En la cabina de tripulantes, Naomi, Amos y Shed seguían amarrados a los asientos de colisión. Holden se agarró a la escalerilla y rotó para que la tripulación no tuviera que hablar con él del revés. Todos empezaron a desabrocharse.

—Vale, así están las cosas. Agujerearon la Scopuli y alguien la dejó flotando al lado de esta roca. No se ve a nadie en los monitores, así que es probable que haya ocurrido hace tiempo y ya se hayan marchado. Naomi, tú manejarás el mecha de rescate, y nosotros tres nos engancharemos a él para que nos baje hasta los restos. Shed, tú te quedas con el mecha a menos que encontremos algún herido, lo que no parece muy probable. Amos y yo entraremos en la nave por ese agujero y echaremos un vistazo. Si encontramos algo que tenga el mínimo indicio de ser una trampa, volveremos al mecha, Naomi nos traerá de vuelta a la Caballero y saldremos de aquí. ¿Alguna pregunta?

Amos levantó una de sus robustas manos.

—¿No cree que deberíamos ir armados, segundo? Por si hay piratas o algo por el estilo rebuscando en la nave.

Holden rio.

—Bueno, si los hay, se han quedado sin nave a la que volver. Pero si así te sientes más seguro, por mí no te cortes de llevar un arma.

Que aquel mecánico terrícola gigantón y corpulento llevara un arma también lo hacía sentirse más seguro a él, pero mejor no decirlo en voz alta. Que pensaran que la persona al cargo las tenía todas consigo.

Holden usó su llave de oficial para abrir la taquilla de las armas, y Amos cogió una automática de alto calibre que disparaba munición autopropulsada, no tenía retroceso y estaba diseñada para ser usada en gravedad cero. Había antiguos lanzacachos que eran mucho más fiables, pero en gravedad se comportaban como propuls

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