Criadero de gordos (Flash Relatos)

Orson Scott Card

Fragmento

cap-1

La recepcionista se sorprendió de que regresara tan pronto.

—Vaya, señor Barth, me alegro de verle —dijo.

—Querrá usted decir que se sorprende de verme —replicó Barth. La voz rodaba desde los rollos de grasa que se plegaban bajo la barbilla.

—Estoy encantada.

—¿Cuánto ha pasado? —preguntó Barth.

—Tres años. El tiempo pasa volando.

La recepcionista sonrió, pero Barth le vio la cara de repulsión que ponía al estudiarle el inmenso cuerpo. En su trabajo veía gente obesa todos los días. Pero Barth sabía que era especial. Estaba orgulloso de ser especial.

—De vuelta al criadero de gordos —rió.

El esfuerzo de reírse le cortó el aliento y jadeó mientras la recepcionista oprimía un botón y anunciaba:

—Ha vuelto el señor Barth.

Barth no se molestó en buscar una silla. Ninguna silla tenía tamaño suficiente. Pero se apoyó en una pared. Estar de pie representaba un esfuerzo ímprobo.

Pero no había regresado al Centro de Salud de Anderson porque tuviera dificultades respiratorias ni porque se agotara ante el menor esfuerzo. Estaba acostumbrado a ser gordo y le complacía la sensación de amplitud, la impresión que causaba cuando las muchedumbres le cedían el paso. Compadecía a los que sólo podían ser rollizos, las personas de baja estatura que no soportaban el peso. Con más de dos metros, Barth podía alcanzar una gloriosa gordura, una gordura apabullante. Tenía treinta guardarropas y le encantaba pasar de uno al otro mientras le crecían el vientre y las caderas. A veces pensaba que si seguía aumentando podría adueñarse del mundo. A la hora de comer era un conquistador que rivalizaba con Genghis Khan.

No lo había llevado su gordura, pues. Pero la gordura era un obstáculo para otros placeres. La chica con quien había estado la noche anterior lo había intentado una y otra vez, pero Barth no había podido. Señal de que era hora de renovar, remozar, reducir.

—Soy hombre amante de los placeres —jadeó.

La recepcionista, cuyo nombre él jamás se había molestado en preguntar, le sonrió.

—El señor Anderson vendrá enseguida.

—¿No es irónico que un hombre como yo, capaz de cumplir todos sus deseos, jamás esté satisfecho? —rió Barth, jadeando de nuevo—. ¿Por qué nunca nos hemos acostado juntos?

Ella lo miró irritada.

—Siempre pregunta lo mismo al entrar, señor Barth. Pero nunca lo pregunta al salir.

Era verdad. Al salir del Centro de Salud de Anderson, Barth no la encontraba tan atractiva como al entrar.

Llegó Anderson, efusivamente apuesto, abrumadoramente cálido, cogió la carnosa manaza de Barth y la sacudió con entusiasmo.

—Uno de mis mejores clientes —declaró.

—Lo de costumbre —dijo Barth.

—Desde luego. Pero el precio ha subido.

—Si alguna vez quiebra —dijo Barth, siguiendo a Anderson—, avíseme con antelación. Sólo me permito engordar tanto porque sé que usted está aquí.

—Oh —rió Anderson—. Nunca quebraremos.

—Qué va. Podría mantener toda su empresa con lo que me cobra a mí.

—Usted no paga sólo

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