Prólogo
Provincia de Mpumalanga,
Sudáfrica, 13 de junio
Petrus Jacobus Willems se disponía a iniciar su última ronda cuando saltó la alarma haciendo añicos el sopor de aquel día de verano: un sonido agudo, casi insoportable. Chaka, la perra, emitió un gruñido que se transformó en gañido. Unos espasmos le recorrieron el lomo pero, curiosamente, en vez de precipitarse hacia la amenaza como era costumbre en ella hizo ademán de recular y el vigilante tuvo que dar un tirón seco a la cadena.
Echó una ojeada para evaluar la situación. Tras los cristales de la primera planta parpadeaba con furia una luz rojiza. «Alerta máxima», pensó, petrificado aún. Era la primera vez que pasaba algo desde que se había incorporado al servicio, hacía seis meses, y sintió una oleada de excitación. En caso de producirse algún incidente, las órdenes eran muy claras: acordonar el recinto después de que hubiese salido todo el personal, no entrar en el edificio, cerrar la verja exterior con llave y marcharse. Punto.
La puerta se abrió de golpe. Salieron tres hombres con batas blancas, con la cara cubierta por la máscara de protección. Corrieron en dirección al aparcamiento ubicado detrás del laboratorio. Luego salió una mujer. Estaba llorando. Petrus Jacobus se acercó a ella, procurando mantener la calma para no alterarla más.
—¿Puedo ayudarla?
Ella respondió que no con la cabeza; jadeando, como si le faltara el aliento. Mientras la verja de la entrada se abría lentamente, un sonido de roce de telas hizo que Petrus Jacobus se volviera. En su precipitación, dos de los tres trabajadores del laboratorio habían chocado entre sí. ¡Vaya par de idiotas! Alzó la vista al cielo, sin entender cómo se podía ser tan tonto, y luego centró de nuevo la atención en la mujer de la cara bañada en lágrimas. Pero ella corría ya hacia su Ford polvoriento.
Cuando arrancó, el vigilante se fijó en que aún quedaban dos vehículos aparcados al pie de los árboles; uno era el suyo: una pickup que había conseguido por una miseria a cambio de un «servicio especial». Chaka soltó un ladrido de protesta y él sacudió su cadena una vez más para obligarla a andar. El doctor apareció en el umbral del laboratorio. Tenía la tez como una máscara de cera; los ojos, enrojecidos, fuera de las órbitas. No habían cruzado más de cincuenta palabras en seis meses, pero el sujeto supuestamente dirigía aquel lugar así que, en caso de emergencia, debía hablar con él.
—¿Qué está pasando aquí?
—Limítese a cerrar y lárguese.
—¿Y Andries? ¿Le espero?
Andries Joubert era el otro vigilante de día, un tío cuadriculado que casi nunca hablaba.
—No hace falta. Lo entenderá al ver la verja. Pero lo llamaré, por si acaso. Usted márchese.
—¿Y la alarma? ¿La dejamos pitando?
—¡Joder! ¡Es un mecanismo automático! ¡Espabile!
El hombre giró sobre sus talones y echó a correr. Se montó en su descapotable de chulito, arrancó y salió zumbando, levantando una polvareda que envolvió al vigilante y su perra.
La alarma seguía sonando con su pitido taladrante. Sin embargo, ahora le parecía menos agresivo. «Espabile», le había dicho el doctor. Petrus Jacobus no lo tragaba… La puerta blindada del edificio se había quedado abierta. Para hacerlo tenían que introducir un código, pero él no había sido capaz de descifrarlo. Era la primera oportunidad en seis meses. «La única», pensó. Dudó. Chaka parecía haberse calmado. Total, ¿a qué se arriesgaba? El laboratorio se encontraba en una zona desértica, se habían ocupado de que así fuera, y Andries, en caso de que no hubiera recibido el aviso, tardaría media hora larga en aparecer. No se le presentaría una ocasión igual en mucho tiempo.
Después de una última ojeada a su alrededor, el vigilante se decidió a entrar. Chaka le pisaba los talones, aplicadamente, pero él podía percibir su reticencia.
—Tranquila, bonita, una vuelta y nos vamos.
Estaba adentrándose por el pasillo, alicatado con baldosas blancas, cuando le llegaron los primeros gritos y golpes, como si estuvieran intentando derribar las paredes. Con todo aquel jaleo, entre la alarma y los chillidos, daba la sensación de que el aire mismo vibraba. Petrus Jacobus se planteó dar la vuelta, pero se había empeñado y además sabía que allí había animales. Estaba seguro de eso, pues había visto media docena de entregas. Por último, los gritos eran de gran ayuda, así sabía hacia dónde encaminarse.
Los nervios fueron apoderándose de él a medida que avanzaba. Era una oportunidad demasiado golosa, la ocasión de pagarse unas vacaciones de lujo o un rifle nuevo como el de Gus, su colega cazador. Curiosamente, la docilidad de Chaka hacía que quisiera continuar. La boerboel le seguiría hasta el infierno… Mientras estuviera con él, podía estar tranquilo.
De la sala de la que provenían los gritos salía un olor almizclado. Las puertas batientes se habían quedado abiertas tras la huida de los trabajadores del laboratorio. Los animales estaban ahí. Se fijó en la placa en amarillo y negro que indicaba peligro, en la cerradura magnética, de las buenas, y después distinguió una segunda sala, al fondo, con la puerta también de par en par, así como los peldaños de una escalera de hierro. Los monos, unos veinte, estaban encerrados en sus jaulas. Capuchinos, gibones, babuinos y tres monos verdes, medio locos de espanto. También un chimpancé; por supuesto, estaba prohibido usar esa especie para experimentos. ¡Pero a esos tipos la legalidad de los procedimientos les traía sin cuidado!
Antes de acercarse, Petrus Jacobus lo observó con mirada de experto. El animal era el único que no chillaba y esto lo terminó de decidir. Debería haber ido al coche a por su material, una red y el cesto, pero ya había perdido demasiado tiempo y no era cuestión de dar marcha atrás. Rebuscó en los bolsillos del uniforme y sacó un par de guantes que acostumbraba a llevar encima. El cuero era lo bastante grueso para protegerlo en caso de que pretendiera morderle.
La jaula estaba cerrada con un pestillo simple. Abrió con prudencia la portezuela de rejilla. El animal, con los ojos algo empañados, lo miró de arriba abajo. Debían de haberlo drogado. Él metió la mano en el habitáculo y lo atrajo tirando suavemente. De pronto fue como si el chimpancé despertara y lo empujó para salir de un salto. Pero al ver a la perra, se quedó inmóvil. Chaka gruñó y se colocó en posición de ataque.
—¡Quieta, Chaka! ¡Siéntate!
Pero la boerboel no lo escuchaba, erguida frente al simio, que había empezado a chillar y a balancearse con violencia sobre las patas traseras.
Todo sucedió en cuestión de segundos. El primate se abalanzó, la perra soltó un gemido que se transformó en ladrido furibundo y a Petrus Jacobus ni siquiera le dio tiempo a intervenir.
—¡Maldito bicho, te ha mordido!
El chimpancé se refugió en lo alto de un armario metálico y entonó un lamento histérico. Fue entonces cuando el vigilante se dio cuenta de que la alarma había dejado de sonar y que los monos enjaulados ya no gritaban. Estaban todos mirando hacia él, como fascinados por el enfrentamiento que acababa de tener lugar.
Sería de idiotas largarse con las manos vacías, sobre todo ahora que el zoo había recuperado la calma. El chimpancé permanecería encaramado si no se sentía agredido. Y, además, un capuchino sería más fácil de revender.
Sin dejar de mirar de reojo el armario, Petrus Jacobus se decantó por un macho que no tenía signos de maltrato. Abrió la jaula y, con el doble de prudencia, agarró al simio. Pero el animal se acurrucó contra él y metió la cabecita entre los pliegues de su chaqueta.
—¡Vámonos!
Chaka no se hizo de rogar y gimió con impaciencia. Él se tomó la molestia de cerrar la puerta al salir y escuchó el chasquido del cierre metálico. Ya se las apañarían los otros con el chimpancé, eso ya no era asunto suyo.
Echó a correr hacia la salida, precedido por la perra. En el largo pasillo el silencio resonaba de un modo siniestro y esa ausencia total de sonidos le resultó peor que el ruido. Todo aquel lío por un capuchino… De no haber sido por aquel maldito pánico, habría podido registrar la sala del fondo. A lo mejor habría descubierto allí reptiles, más fáciles de colocar aún.
Cuando cruzó la puerta principal, sintió un alivio tan grande que se le deshizo de golpe toda la tensión y tuvo que pararse a recuperar el aliento. Chaka resopló con vigor y soltó un ladrido con la cabeza vuelta hacia el aparcamiento, visiblemente interesada en alejarse lo antes posible de allí. Tendría que examinarle la herida. Las mordeduras de simio podían resultar peligrosas, aunque había pocas probabilidades de que el chimpancé hubiese contraído la rabia en el laboratorio. El miedo lo había vuelto agresivo, nada más.
Después de depositar al mono en el cesto y de meter a Chaka en la trasera de la camioneta, Willems volvió para cerrar la puerta de la entrada, tal como le habían recomendado, sirviéndose de una llave especial que funcionaba sin el código. Según el doctor, dos medidas de seguridad eran mejor que una. El vigilante no entendía el motivo. El laboratorio no parecía contener nada de especial valor, salvo puertas y cerraduras. Con algo de suerte, después de este jaleo le concederían unos días libres, lo justo para deshacerse del capuchino. El mono podría salir en el siguiente envío. Con todo aquel desbarajuste, ¿a quién se le ocurriría acusarlo?
Oyó un estrépito proveniente del interior del edificio, como si se hubiera caído un mueble de hierro. ¿El armario? Se desató un griterío agudo que espantó a un par de aves que alzaron el vuelo batiendo las alas con fuerza. Seguramente el chimpancé habría abierto alguna jaula y habría liberado a uno de sus congéneres… No era problema suyo.
Petrus Jacobus arrancó el motor, de pronto sintió prisa por llegar a casa. Se tomaría una cerveza y curaría a Chaka. O al revés.
PRIMERA PARTE
PRIMEROS SÍNTOMAS
1
Pretoria, 10 de julio
Cathy Crabbe se disponía a irse de puente cuando vio un paquete encima de su mesa del laboratorio. Alguien lo había dejado allí mientras ella recogía sus cosas. Suspiró, irritada. ¿Es que no podían entregarlo en la recepción o pasárselo a otro investigador? Hacía siglos que no veía la luz del día y, justo cuando ya se marchaba, le endilgaban otro regalito de última hora.
A sus cuarenta y pico años, Cathy, responsable de la Unidad de Investigación de Zoonosis, o enfermedades infecciosas entre animales, era una trabajadora nata. Alta y más bien atlética, transmitía una imagen de eficacia y vitalidad ganada a pulso. En el laboratorio era bien sabido, y algunos se aprovechaban para desviarle las urgencias. Pero esta vez no pensaba ceder, el análisis esperaría hasta su vuelta. Cogió el paquete, lo metió en la cámara frigorífica reservada para los productos en espera y cerró la puerta, orgullosa de su osadía. ¡Vacaciones! Al día siguiente, a primera hora, estaría en el aeropuerto rumbo a la falda del Drakensberg, la espléndida cordillera que se extendía en paralelo a la costa sudeste del país.
Antes de irse decidió pasar un momento por el animalario para despedirse de su ayudante. Así aprovecharía para decirle que no estaría localizable. Mike Jones era un estudiante de gran valía, casi tan currante como ella y, a pesar de haber tenido una trayectoria atípica, prometía llegar lejos. Con el transcurso de los meses se había convertido en su hombre de confianza, su adjunto, su cuidador y su secretario.
Los babuinos acababan de comer y recibieron a la doctora con una salva de chillidos que le taladró los tímpanos. Acostumbrada como estaba, Cathy no les prestó atención. Ya era hora de cambiar de aires y de ritmo… Sobre la puerta de cada jaula, un letrero indicaba el tipo de agente patógeno que recorría las venas del animal correspondiente. De pasada, Cathy echó un vistazo al de una hembra.
Su ayudante apenas giró la cabeza para mirarla. Estaba concentrado en su pequeño protegido, un gibón de pelaje negro con un collarín blanco espectacular que se asemejaba a una barba superantropomórfica.
—Mike, me marcho ya. No me llevo el portátil. Si estos días hay alguna emergencia avisa a Bob y os las ingeniáis sin mí, ¿entendido?
—Y si se declara una epidemia ¿qué hacemos? —preguntó en broma.
—Pues me daría lo mismo. Apáñatelas sin mí. No estoy para nadie, así se trate de un brote de Ébola, un maremoto o el Premio Nobel. Me largo a hacer trekking sin portátil ni conexión, ¡mi sueño hecho realidad!
—Ningún problema, Cathy. Si hay alguien aquí que necesita relajarse eres tú… Ah, espera, antes de que te vayas: mira a este pillín.
Volvió a meter al gibón en su jaula, cerró la portezuela y le ofreció un boli. Luego se quedó mirándolo, haciendo esfuerzos para disimular la ternura que le inspiraba. El mono había vivido en casa de un particular hasta que el servicio veterinario de aduanas lo requisó, y conservaba de su vida anterior un grado evidente de sociabilidad. No tendría que estar ahí, entre las cobayas… De todos modos, Mike se guardaba su opinión para sí. Era mejor no mostrarse excesivamente sentimental al respecto. En su entorno, estas sensiblerías se toleraban bastante mal, sobre todo teniendo en cuenta que los comandos pro-animales ahora jugaban a los espías y se infiltraban en los laboratorios de investigación para grabar vídeos que después subían a internet y se hacían virales.
El mono levantó, con un gesto repetido mil veces, el cierre del pestillo con el boli y empujó la portezuela de la jaula. Una vez liberado, extendió la mano para recibir su recompensa, un plátano. A continuación, se puso a pelarlo con gesto serio.
—No estoy segura de que sea buena idea, Mike. ¿Y si se escapa?
—Dentro de nada le chutarán cualquier cosa, ¿no?
—Desde luego, pero esa no es la cuestión. Y ya sabes lo que pienso sobre este tipo de flechazos.
—Sí, lo sé, pero… es que Kanzi es especial, ¿no te parece?
—Pues no, la verdad.
Mike optó por no insistir. La jefa era amigable hasta cierto punto, siempre que no se jugara con el reglamento. Volvió a cerrar la jaula y con ayuda de un cordón improvisó un cierre de seguridad.
—Vale. A propósito de especial, has estado a punto de cruzarte con alguien.
Cathy, con la mente ya en otra parte, preguntó por preguntar:
—¿Ah, sí? ¿Con quién?
—Con el viejo Dany Abiker. Quería verte.
—¿Dany Abiker, el responsable del refugio del parque Kruger?
—El mismo.
—¿Y qué quería?
—Ha traído unas muestras.
—¡Mierda! Entonces ¿has sido tú el que ha dejado el paquete en mi mesa?
—Sí. Ya sé que no debería haberlo hecho, pero si te soy sincero, ni me acordaba de que te ibas unos días. Y esa es la prueba de que trabajas demasiado.
—Pensándolo bien, prefiero que haya venido de ti. ¿Está enfermo alguno de los animales?
—Sí.
—¿Te ha dado detalles?
—No.
Dividida entre las ganas de salir pitando y sus escrúpulos de investigadora puntillosa, Cathy decidió partir al niño por la mitad y evaluar por sí misma la urgencia de las muestras. Dany Abiker realizaba una importante labor en el refugio del parque Kruger, el Wildlife Center, y no era cuestión de dejarlo plantado sin hacer antes unas mínimas comprobaciones.
—Está bien, les echaré un vistazo.
—Lo siento, no quería estropearte el momento de irte de vacaciones.
—Tranquilo, será cosa de media hora como mucho.
Mike se quedó mirándola mientras Cathy se alejaba con paso rápido en dirección a su laboratorio y se alegró una vez más de poder trabajar con ella. Era la persona de la que más había aprendido desde que empezó en el mundo de la investigación, y eso le motivaba para emplearse a fondo. No solo era una de las investigadoras más eficaces y capaces del momento, sino que además no tenía reparos en contarle sus experiencias, cosa que no era frecuente… Sí, realmente era una suerte estar con ella.
En el contenedor de polietileno, el viejo Dany había metido dos tubos con sangre, una nota escrita a mano y un sobre.
Cathy, ¿podría analizar esto? La sangre es de una cría de elefante gravemente enferma, aquejada de una anomalía anatómica bastante horrenda, como verá.
NB: Mi hija lleva un alojamiento rural a unos kilómetros de aquí. Si sigue con ganas de visitar mi refugio de animales, ya sabe dónde tiene su casa.
El sobre contenía unas cuantas fotos del animal. La anomalía era evidente. La cría de elefante contaba con cuatro defensas. Debajo del par normal, un segundo par, más corto, descendía desde el labio inferior. Una simple malformación genética, concluyó Cathy después del impacto inicial. La preocuparon más las llagas purulentas que le surcaban la piel. Repasó mentalmente la lista de enfermedades que podían provocar semejantes lesiones. ¿Una fiebre con hemorragia causada por un virus? Ese tipo de infecciones, muy raras en animales, transformaba la piel en una papilla de células. En sus variantes más espantosas, como el Ébola o el Lassa, el animal moría en cuestión de días.
Preparó una muestra de sangre e inoculó el hemocultivo mientras intentaba relativizar sus malas sensaciones. No tenía sentido sacar conclusiones a la ligera. El hecho de que la cría de elefante tuviese una malformación podía deberse a otras razones, quizá se tratase de una complicación relativamente benigna… De todas maneras, el director del parque era lo bastante experimentado para declararlo en cuarentena, si es que no lo había hecho ya.
Una vez puesto en marcha el procedimiento, bajó a avisar a Mike sobre lo que había que hacer a continuación:
—He dejado listo el hemocultivo con las muestras de Dany Abiker. Haz un estudio de ADN vírico y de anticuerpos y luego un análisis a partir de un mono, y lo vemos cuando vuelva.
El joven bajó la cabeza sin rechistar. El suspiro que soltó parecía un sollozo.
—¿Qué pasa? ¿Estás preocupado?
—No, es que… —Lanzó una mirada en dirección a la jaula de Kanzi y añadió en un susurro—: Todos participan ya en pruebas. Todos menos él…
—¿Entiendes ahora por qué te lo advertí? No podemos encariñarnos con los monos, aquí no. Una cosa es tratarlos bien, procurar en lo posible que no sufran, pero los límites están claros y con este gibón te los has saltado al convertirlo en tu pequeño protegido.
Mike meneó la cabeza, sonriendo con valentía. Parecía un niño llevándose una regañina.
—Lo sé… ¿Me puedes decir para qué cepa es?
—Es una muestra tomada de un elefante enfermo.
La doctora dulcificó el gesto, súbitamente conmovida por su cara de pena.
—No te preocupes, en teoría no debería ser nada serio. Creo yo…
En teoría… El ayudante esperó a que su jefa se marchara para hacer una mueca de dolor pensando en Kanzi. No iba a poder evitarle una infección, y, para colmo, acababa de llevarse un buen rapapolvo. ¡Ay, Dios, por qué no se habría estado quietecito!
Suspiró, se encogió de hombros y se volvió hacia la jaula, fingiendo que no pasaba nada para no inquietar al gibón.
—No sufras, precioso. Es de un elefante y, ya has oído a la jefa, no hay la menor probabilidad de que pilles su virus de gigante.
*
Cinco días después, de regreso de su periplo, bronceada y con las pilas cargadas, a Cathy Crabbe le duró poco el buen sabor de boca. En el laboratorio todo estaba patas arriba, como era costumbre los días de mucho follón. Y no había ni rastro de Mike. Se preguntó si lo habría hecho adrede, para vengarse por haberle encargado los preparativos con los animales del laboratorio.
Pero al menos el ayudante le había dejado una nota. Tenía fecha del día anterior por la tarde y parecía más bien alarmante:
Las pruebas sobre el virus y los anticuerpos no han dado ningún resultado, pero hay un problema: las células enfermas de la cría de elefante han proliferado.
—¡Mierda! —dijo ella.
Eso quería decir que el agente patógeno no figuraba en su base de datos, cosa que no auguraba nada bueno. Rápidamente, fue a por una de las placas de los cultivos y colocó la muestra bajo el objetivo de un microscopio. Lo que vio la hizo estremecerse de espanto. Algunas células se habían desintegrado y en el líquido nutritivo flotaban fragmentos de sus membranas. Como si hubiesen explotado. En cuestión de días…
¿Qué agente patógeno podía ser tan potente? La viróloga descartó de entrada que se tratase de una bacteria. Se habría visto con claridad al microscopio y, sin embargo, en la muestra no había el menor vestigio. Entonces ¿un virus? Solo un tipo de patología viral era capaz de causar semejantes estragos: las fiebres hemorrágicas. Precisamente era la opción que descartó para poder irse de senderismo. Algún tipo de Ébola que no figuraba en ningún registro… Cerró un momento los ojos y respiró para apaciguar el arranque de pánico. No. No podía tratarse de una variante del virus del Ébola, era imposible. Se le tenía que estar escapando algo.
Considerando esta teoría, Cathy volvió a observar la muestra con más atención. Pero por mucho que la estudiara, solo podía confirmar que reunía todos los elementos de una fiebre muy fea. Giró la rueda de aumento para enfocar una célula muscular intacta en el centro del campo de visión del microscopio. Lo que ocurrió entonces ante sus ojos fue asombroso: el agente patógeno, en lugar de hacer explotar la célula, parecía estar sometiéndola a una transformación. Movió un milímetro la muestra y pestañeó unos segundos, en vano. En menos de dos minutos, la célula se había alargado hasta adquirir la forma de un balón de rugby, con los extremos estirándose como dos rabitos finos. Aquello no tenía ni pies ni cabeza. Pero fuera como fuese, la metamorfosis era un hecho: el agente patógeno acababa de operar una mutación radical y lo que antes era una célula muscular, ahora era… ¡otra cosa! Una cosa que se parecía a una célula nerviosa como se parecen dos gotas de agua. «¡Músculo convertido en neurona!», pensó, con el corazón a mil por hora.
Repitió la prueba tres veces. Resultado: un cuarto de las células mutó en neuronas. Las demás sufrieron una transformación diferente que solo podría determinarse con un estudio en profundidad.
La investigadora se enderezó. Estaba desconcertada. Por un momento, se preguntó si no se habrían cambiado las muestras. Pero era absurdo. Tal vez Mike estuviera contrariado, pero no le haría una jugarreta como esa, aunque solo fuera por conservar el empleo. Dándose impulso, se desplazó en la silla con ruedas hasta el teléfono de la pared y marcó su número. Sonaron varios tonos de llamada y a continuación saltó el contestador.
«Este es el contestador automático de Mike Jones. Deje su mensaje y lo llamaré lo antes posible.»
Al no saber muy bien cómo abordar la cuestión, Cathy se quedó callada unos segundos. No servía de nada enfadarse antes de haber obtenido una explicación.
—Hola, Mike. Soy yo, Cathy. Estoy ya en el laboratorio y acabo de examinar la citología de la cría de elefante. Las conclusiones son francamente preocupantes, y quería asegurarme de que no ha habido ningún problema con las muestras. ¿Dónde narices te has metido?
No le dio tiempo a colgar el auricular cuando la puerta se abrió a su espalda. El ayudante, con el móvil en la mano, la miró con gesto contrariado.
—Pedí en recepción que me avisaran en cuanto llegaras. Teníamos una entrega. Ratas, perros, monos.
—Pues se les ha olvidado y yo me he encontrado esto, que parecía una casa de locos. Acabo de dejarte un…
Mike la interrumpió. Estaba serio.
—Le ha pasado una cosa a Kanzi.
—¿La inyección? —preguntó ella, preocupada.
—Sí. Dos horas después de que te marcharas, le dio fiebre y por la noche entró en coma. Luego…
Se encogió, incómodo. Lo que Cathy había interpretado como malhumor parecía más bien un estado de angustia teñido de perplejidad.
—¿Luego qué? No me digas que se ha muerto… ¿Tan rápido?
—Ven a ver, mejor…
Entraron en la zona de los animales. Mike señaló a un primate fornido que tenía los brazos anormalmente cortos y se agitaba nervioso en su jaula. Cathy sacudió la cabeza, no entendía nada.
—¿Es uno de los recién llegados? Deberías haberlo puesto en otra parte. ¿Y Kanzi?
—Lo tienes delante.
—¿Me estás tomando el pelo?
Lo había dicho demasiado alto. El animal enloqueció de repente y se puso a gesticular en su angosto habitáculo, lanzando unos chillidos ensordecedores, enseñando rabiosamente los dientes. Cathy hizo caso omiso y trató de concentrarse, pese a su sensación de haber perdido pie. «Conservar una mirada neutral, observar con rigor.» Entonces se fijó en que el animal tenía una cola de unos treinta centímetros. Ninguna especie de gibón tenía una cola así, en principio… Había una razón lógica que explicaba esa variación, no podía ser de otra manera. Aun así, no cabía duda: era una cola en toda regla, no un sucedáneo. Para no ceder a la perturbadora idea que estaba pujando por formarse en su mente, buscó una hipótesis aceptable. No dio con ninguna. Solo quedaba la opción de una mutación… Pero eso era imposible… ¡Tan imposible como que una célula muscular se hubiese transformado en una célula nerviosa!
Al final tuvo que rendirse a la evidencia. De alguna forma, el agente patógeno había provocado una metamorfosis y el gibón había mutado bajo los efectos del virus, no solo en el rango de unas cuantas células, sino a escala de todo el organismo.
De pronto, las fotos enviadas por Dany Abiker cobraron sentido. La cría de elefante con dos colmillos de más no padecía ninguna malformación genética, sino los efectos de su patología.
—¿Cómo ha podido crecerle este apéndice con tanta rapidez? ¿Y a qué se debe semejante transformación? —preguntó, fascinada.
—El cómo no lo sé, pero antiguamente los gibones tenían cola…
—Te equivocas de especie, Mike.
—Te estoy hablando de hace trece millones de años.
—Entonces… según tú, se trataría de una especie de… ¿regresión?
El joven, por toda respuesta, se encogió de hombros. Parecía superado por la situación.
—¿Has hablado de esto con Bob?
—No. Preferí esperar a que volvieras.
—Bien hecho. Escucha, que no cunda el pánico…
La viróloga era consciente de que tenía que actuar deprisa, pero sin precipitarse. Sobre todo era necesario que Bob Terrence, su colega, realizase una contra-comprobación de sus observaciones; después tenía que contactar con Jonathan Joss, el director del Instituto de Enfermedades Infecciosas de Johannesburgo. Ese hombre era una enciclopedia andante, capaz de describir de memoria cientos de agentes patógenos. Si ese tipo de efectos se había documentado alguna vez, seguro que él había oído hablar de ellos.
Mientras elaboraba una estrategia, la agitación del primate había evolucionado hacia una crisis de rabia. Se lanzaba contra los barrotes con la fuerza de un jugador de rugby. De pronto cambió de técnica, lanzó un brazo hacia delante y le dio un manotazo a Mike. El ayudante soltó un grito y retrocedió de un brinco, con la mano en la oreja. Cathy vio que titubeaba.
—¿Estás bien?
—Sí. Solo me ha pellizcado, creo. ¿Tengo sangre?
La investigadora examinó la piel enrojecida pero no vio ningún rasguño, por lo que soltó un suspiro de alivio. Solo faltaba que Mike resultase infectado.
—Todo bien. Creía que te había herido. Pero me parece que te ha birlado algo.
En efecto, el gibón había aprovechado el ataque para coger un rotulador del bolsillo de su bata y, súbitamente apaciguado, estaba olisqueándolo.
—Intenta quitárselo. Como le dé por forzar la cerradura, nos arriesgamos a que cause daños, y tal como está…
*
A eso de las once y media, a pesar del cansancio, Cathy Crabbe se dispuso a redactar su informe de alerta. Acababa de obtener los resultados de la observación con el microscopio electrónico. No todos los virus eran lo bastante grandes para verse con ese microscopio, pero este sí. Era incluso monstruoso. La imagen en blanco y negro mostraba una especie de filamento de diez micrómetros de largo, el equivalente a una vigésima parte, más o menos, del grosor de un cabello. Por un extremo estaba rematado por un grupo de tres rabitos, por lo que recordaba un tridente. Debido a su forma longilínea, pertenecía a la familia de los filovirus, igual que el Ébola y el Marburgo.
Bob había confirmado sus conclusiones. Y también había hablado con Jonathan Joss.
Ahora la viróloga tenía que ponerle nombre al virus. En el mundo de la biología, la tradición dictaba que había que bautizarlo con el nombre del lugar en el que había sido descubierto.
Cuando terminó, una hora después, adjuntó a su mensaje de correo electrónico la imagen del tridente y, con un simple clic del ratón, informó a todos los integrantes de la red de vigilancia sanitaria a la que pertenecía su laboratorio.
DECLARACIÓN DE ENFERMEDAD DESCONOCIDA
Sujetos de observación: Una cría de elefante (análisis de sangre y estudio de fotografías) y un gibón (inoculación de la sangre de la cría de elefante).
Naturaleza de la observación: Patología deformante. En apariencia, es como si el animal hubiese experimentado una «regresión», desde un punto de vista evolutivo (conclusión basada en la observación del gibón; imposible concluir tal cosa respecto de la cría de elefante). Véanse las descripciones y las fotografías adjuntas.
Vía de contagio: Sanguínea.
Período de incubación: Unas horas.
Vector: Se desconoce.
Posibilidad de contagio a humanos: Test realizado con células sanguíneas. Ninguna reacción aparente.
Lugar de observación: Sudáfrica, refugio de animales Wildlife Center, en la reserva salvaje del parque Kruger, y laboratorio de virología médica de Pretoria.
Tipo de agente patógeno: Filovirus.
Nombre del agente: Se propone el nombre de VIRUS KRUGER.
2
Stephen Gordon se frotó los ojos durante un buen rato. Necesitaba concentrarse al máximo para manejar del mejor modo posible el rumor que corría desde hacía varios días por los pasillos de la Organización Mundial de la Salud, en Ginebra. La información provenía, al parecer, de unos funcionarios sudafricanos del Ministerio de Sanidad. Un laboratorio de virología de Pretoria habría identificado un virus que causaba malformaciones en el animal infectado. Según la autora del hallazgo, esas malformaciones recordarían antiguos rasgos morfológicos que existieron en la especie infectada millones de años atrás. La conclusión, cuando menos osada, apuntaba a que el agente patógeno tendría la facultad de resucitar dichos rasgos. La bióloga en cuestión, una tal Cathy Crabbe, se había convertido en blanco de burlas y su «virus Kruger» había sido rebautizado como el «virus de las cavernas».
A priori, a Stephen Gordon le parecía una historia del todo increíble. Pero su cargo como responsable del Departamento de Enfermedades Infecciosas lo obligaba a no correr ningún riesgo. Más le valía zanjar el asunto cuanto antes. Así pues, en vez de cargarle el muerto a otro, como hacían casi todos sus colegas directivos, decidió comprobar las informaciones directamente con la fuente y llamar por teléfono a la tal señora Crabbe, por mucho que contraviniera la tradición. A sus cuarenta y ocho años, el inglés, provisto de un sentido del humor típicamente británico, gozaba de una reputación de eficacia que, a decir verdad, no era un rasgo característico de su institución. Médico de formación, habituado a pisar el terreno, jamás recurría al lenguaje retórico (que él aseguraba no entender) y no les daba importancia a las ventajas que acarreaba el cargo. Huía de las reuniones siempre que podía, se trabajaba cada caso hasta el punto de conocer los matices más insignificantes y nunca se conformaba con los informes diplomáticos. Con todo, si desentonaba dentro de la OMS era a causa de su trayectoria. Había dedicado quince años de su vida a seguirles la pista a los virus que iban apareciendo en África tropical, en las regiones más recónditas de la selva. Durante una misión en el Congo, contrajo paludismo y por poco no se deja allí el pellejo, anulado por culpa de unas fiebres galopantes en una aldea dejada de la mano de Dios. Sabía que ese parásito lo acompañaría el resto de su vida, agazapado en su hígado, acechándolo con una re