Niños perdidos (Flash Relatos)

Orson Scott Card

Fragmento

cap-1

Niños perdidos

Durante mucho tiempo me he preguntado si debía narrar esta historia como ficción o realidad. Las cosas resultarían más fáciles para varias personas —yo entre ellas— si la contara con nombres supuestos. Pero ocultar a mi niño perdido detrás de un nombre falso sería como borrarlo. Así que lo contaré como sucedió, y al cuerno con las cosas fáciles.

Kristine y los chicos nos mudamos a Greensboro el uno de marzo de 1983. Yo estaba bastante contento con mi empleo, aunque no estaba seguro de querer un empleo. Pero la crisis había sembrado el pánico entre las editoriales, y nadie ofrecía anticipos lo bastante jugosos como para que yo consagrara el tiempo necesario a escribir una novela. Tal vez podría haber producido setenta y cinco mil palabras mensuales de basura para publicarlas bajo un seudónimo, pero Kristine y yo decidimos que sería mejor obtener un empleo para capear el temporal. Además, mi doctorado se había ido al garete. Me iba bastante bien en Notre Dame, pero cuando tuve que tomarme unas semanas en medio de un semestre para terminar Esperanza del Venado, el departamento de inglés fue tan comprensivo como cabe esperar en gente que prefiere autores muertos o domesticados. ¿No puede alimentar a su familia? Qué pena. ¿Es usted escritor? Ah, pero nadie ha escrito un ensayo académico acerca de usted. ¡Hasta la vista, amigo!

Como decía, pues, me entusiasmaba mi empleo, pero mudarme a Greensboro también significaba que había fracasado. No tenía modo de saber que mi carrera de novelista no había terminado. Quizá me pasara el resto de mi vida corrigiendo y escribiendo libros acerca de ordenadores. Quizá la narrativa fuera sólo una etapa que debía superar antes de conseguir un trabajo en serio.

Greensboro era una bella ciudad, sobre todo para una familia del desierto del oeste. Tantos árboles que ni siquiera en invierno se notaba que era una ciudad. Kristine y yo nos enamoramos de ella enseguida. Claro que había problemas —la gente peroraba sobre la tasa de criminalidad de Greensboro y hablaba de las tensiones raciales y todo eso—, pero nosotros veníamos de una ciudad industrial del norte agobiada por la depresión y los disturbios en las escuelas secundarias, así que para nosotros esto era el Edén. Corrían rumores de que un secuestrador múltiple era responsable de la desaparición de varios niños, pero en esa época publicaban fotografías de niños desaparecidos en los cartones de leche. Esas historias circulaban por doquier.

Nos costó encontrar una vivienda aceptable por un precio asequible a nuestro bolsillo. Tuve que pedir prestado a la empresa, a cuenta de futuras ganancias tan sólo para mudarme. Terminamos en la casa más fea de Chinqua Drive. Todos conocen esas casas: tablones de madera barata en un vecindario de ladrillo, vivienda de una sola planta en medio de casas de varios niveles y dos pisos. Con suficientes años para parecer derruida, pero no los suficientes para tener un aspecto exótico. Pero tenía un gran patio con cerca y suficientes habitaciones para los niños y para mi estudio, pues aún no habíamos renunciado del todo a mi carrera de escritor.

Los pequeños —Geoffrey y Emily— pensaban que era toda una aventura, pero Scotty, el mayor, tenía ciertos problemas. Había cursado el parvulario y la mitad del grado en una magnífica escuela privada a media manzana de nuestra casa de South Bend. Ahora reiniciaba a mitad de curso, perdiendo a todos sus amigos. Tenía que coger un autobús escolar con desconocidos. Se opuso a la mudanza desde un principio y se negaba a aceptarla.

Desde luego, no era yo quien veía este problema. Yo estaba trabajando, y pronto aprendí que el éxito en Compute! Books significaba renunciar a ciertas cosas, como ver a mis hijos. Esperaba corregir libros escritos por personas que no supieran escribir. Lo que me asombró fue corregir libros acerca de ordenadores escritos por personas que no sabían programar. No todas, claro, pero tantas que pasé más tiempo escribiendo programas para que tuvieran sentido —para que al menos funcionaran— del que pasaba puliendo el idioma. Empezaba a las ocho y media o las nueve, trabajaba hasta la nueve y media o las diez de la noche. Mis comidas eran golosinas y patatas fritas de la máquina expendedora del comedor. Mi ejercicio consistía en escribir a máquina. Cumplía los plazos, pero engordaba medio kilo a la semana, mis músculos se atrofiaban y sólo veía a mis hijos por la mañana, antes de ir a trabajar.

Excepto a Scotty. Como él se iba e

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