Aquí hay luz
Como los gusanos que, según dicen, fecundan, ciegos, la tierra que atraviesan, las historias pasan de boca a oído y dicen, desde hace mucho tiempo, aquello que ninguna otra cosa puede decir. Algunas culebrean y se enroscan en el seno de un mismo pueblo y no salen de ahí. Otras, como hechas de una materia sutil, atraviesan las murallas invisibles que nos separan, ignoran el tiempo y el espacio, y, simplemente, se perpetúan. De este modo, el conocido gag circense en el que un payaso busca en un círculo luminoso un objeto que ha perdido, no porque ese objeto se haya perdido en ese lugar, sino porque «aquí hay luz», aparece en libros árabes e indios desde el comienzo de nuestra era. Consignemos también que esa historia tiene un significado oculto, como el objeto que se busca. Más allá de la anécdota, nos dice que es mejor buscar donde hay luz. Si no encontramos el objeto perdido, tal vez encontremos otra cosa; en la oscuridad no encontraremos nada.
Esta historia —como otras miles— ha sobrevivido a las guerras, a las invasiones, a la desaparición de los imperios. Ha resistido a los siglos, a los incendios, a las modas literarias, a las revoluciones culturales. Se ha abierto camino por nuestra memoria, al igual que muchos de nuestros secretos.
Si el cuento, placer antiguo y universal que reclamamos desde la infancia, conserva esa persistencia, esa tenacidad, es sin duda porque encierra cierta virtud. Según me cuentan, hoy en día se recurre a ellos incluso en el ámbito de los negocios y en el de la ciencia para explicar fenómenos y para seducir.
Y también en política: las grandes potencias, Estados Unidos, por ejemplo, emplean a «guionistas», encargados de imaginar las consecuencias de una u otra decisión. La imaginación ocupa un lugar en el Pentágono; el resultado es de todos conocido.
¿Otorgarán algún día un Oscar a la mejor guerra?
La fuerza básica de una historia es transportarnos mediante unas cuantas palabras a otro mundo, un mundo donde imaginamos las cosas en lugar de padecerlas, en el que dominamos el espacio y el tiempo, ponemos en movimiento a personajes imposibles, poblamos otros planetas, introducimos criaturas bajo las hierbas de los estanques y entre las raíces de los robles, penden salchichas de los árboles, y los ríos remontan su cauce, y pájaros parlanchines se llevan a los niños, e inquietos difuntos regresan en silencio para reparar un olvido; un mundo sin límites y sin reglas, donde organizamos a nuestro placer los encuentros, los combates, las pasiones, las sorpresas.
El narrador es ante todo alguien que procede del exterior, que congrega en la plaza de un pueblo a aquellos que no saldrán jamás de él, que les hace ver otras montañas, otras lunas, otros miedos, otros rostros. Es el propagador de las metamorfosis, centra la atención porque aporta otra cosa, es otro ojo y otra voz.
En este sentido, mediante el «Érase una vez» la posibilidad de trascender el mundo —dicho en otras palabras, la metafísica— se introduce en la infancia de cada individuo, y acaso también en la de los pueblos, a menudo hasta el punto de hundir una raíz tan profunda que mantenemos nuestras invenciones humanas a lo largo de toda nuestra vida como una realidad incuestionable. Tras la admiración y la entrega, la historia que nos han contado es la base misma de nuestras creencias cuya fuerza ciega conocemos.
Sin embargo, la historia no se limita a ese ir más allá, o a esta transgresión. De modo inevitable, ya que es esencialmente una relación entre seres humanos, nos remite siempre al público que escucha, y en ocasiones incluso, aunque de forma menos visible, más secreta, al propio narrador. Es como uno de esos objetos mágicos que tan a menudo aparecen en ella, como, por ejemplo, un espejo que habla.
La historia es pública. Y, al contarse, habla. Narciso, que no piensa en otra cosa que en sí mismo, que no ve otra cosa que a sí mismo, no puede ni inventar ni contar. Está perdido en su reflejo mudo, no escucha nada. El relato de una historia, ese acto público que ayuda a mantener la coherencia de las naciones, está hoy muy presente en las películas que nos muestra sin cesar la televisión o que vemos en diferentes soportes. Nunca en el pasado hemos tenido tantos dramas, tantas comedias, tantos folletines, tantas sagas históricas al alcance de nuestros ojos. En cantidad, la historia rivaliza con la omnipresente imagen, a la que, desde hace cien años, se ha unido. Sólo en cantidad: en cuanto al resto, nada se puede decir. Es una cuestión de gusto.
Hay hombres que seducen a algunas mujeres mientras dejan a otras indiferentes. Pasa lo mismo con las historias. Más difundido que nunca, tal vez más debilitado y vulgarizado (pero no siempre), el relato subsiste en los medios de comunicación modernos y se propaga por internet. Si nos preguntamos por qué, pensamos inmediatamente en la diversión, es decir, en la desviación de nuestro pensamiento, de nuestras preocupaciones. El relato está ahí para hacernos olvidar la sangrante y extrema fealdad del mundo o su monótona estupidez. Es la evasión, nos transporta al país del olvido.
Pero, cuando es hábil, nos reconduce rápidamente a ese mundo del que habíamos creído liberarnos. Aparece el espejo así como la mano que lo sujeta. No tardamos en reconocernos en la ficción.
Es más, si bien la historia —invención construida según cierto orden, que bautizamos como «ficción»— es a menudo anunciada claramente como tal, también puede ser clandestina. Puede no revelarse, esconderse en todas partes. Puede estar aquí sin que lo sepamos.
Porque todo es historia, incluso la Historia con mayúscula. Todo es narrado como una serie de acciones sucesivas, en las que un hecho sigue a otro, al que borra y reemplaza. Así funciona el mundo. Sucedió esto, después lo otro. Los periódicos —que equivalen a la persona de un intérprete, relator de buenas y de malas noticias— están inevitablemente dramatizados. Un secuestro de rehenes, una negociación difícil, un asesino acorralado, una hazaña deportiva, son otros tantos relatos, otros tantos dramas. Hoy vivimos la guerra de Troya en directo, con entrevistas a Aquiles por un lado, y a Helena por el otro, ¿tal vez incluso a los mismos dioses?
Narramos del mismo modo en que se hizo en el pasado. Y en que, sin duda, se hará durante mucho tiempo más. Ante todo, queremos mantener la atención del otro. Es evidente, también, que nos gusta contarnos a nosotros mismos. ¿Sabes lo que me ocurrió ayer? ¿No? Pues escúchame. Y nosotros escuchamos. A menudo incluso, cuando vivimos con otra persona, la escuchamos pacientemente referir la historia que ya conocemos a amigos distintos. Hacemos ese amable sacrificio. Sabemos que a él (o a ella) le gusta esto, situarse en el centro de un relato. Captar, durante unos minutos, la atención. Es un momento de genuina existencia.
Vivimos dentro de una historia, la nuestra, y también dentro de la historia de algunas personas cercanas a nosotros. Y también vivimos dentro de otras historias, que compartimos con nuestros vecinos, con nuestro país, a veces con el mundo entero. Unas historias en las que no somos más que figurantes.
Y no estamos satisfechos con nuestros narradores; con nuestros guionistas, por ejemplo. Es normal. Ningún espejo puede ser totalmente satisfactorio. A todos los pueblos, en todos los tiempos, les han decepcionado sus autores, sus narradores. Todos han deseado historias mejores. Porque están hechos de esta sustancia. Se reconocen en ella, se identifican con ella. Quisieran que sus historias fueran mejores, porque se sueñan a sí mismos mejores.
Obviamente, nuestra vida también está hecha de otros elementos. No somos sólo relatos. Pero sin relato, y sin posibilidad de contar ese relato, no somos nada, o somos muy poco. Y, dado que una historia es ante todo movimiento de un punto a otro punto, que no deja nunca las cosas tal como eran al comienzo, vivimos en este fluir, en este movimiento. Tenemos un principio y tendremos un final.
Se dice —sin pruebas— que el Arte con mayúscula es un desafío al tiempo que nos arrastra y nos corroe, que las pirámides de Gizeh son un anhelo de eternidad, como los versos de Rimbaud o el techo de la capilla Sixtina, pero no estoy seguro. Lo ponemos todo en el mismo cesto, y «el duro deseo de durar» (ya que yo no perduro, que al menos perdure alguna de mis obras) no lo explica todo, ni mucho menos.
La historia popular, contada de viva voz, y de autor anónimo, no tiene esta ambición de permanencia. Se pliega a la negligencia y a los largos meandros del olvido. Si se pierde, mala suerte. Habrá otras. Sobre todo no culpemos a nadie. Un antiguo poeta sufí lo expresó así: «La noche ha terminado y mi historia no está terminada. ¿Qué culpa tiene la noche?».
Contar una historia, además de impulsarnos hacia otro lugar, es una forma particular de deslizarse en el tiempo negándolo a la vez. Un tiempo de narración se ha instalado, casi sin esfuerzo, en el lecho del irresistible tirano. Éste parece perder por un instante toda influencia, toda capacidad de acción sobre nosotros. Nosotros estamos en él, en la cresta de su ola, nosotros somos él. Toda gran obra dramática capaz de apasionarnos anula el tiempo, al que el aburrimiento, guardián atento, nos devuelve cuando llega el caso.
El interés dramático, ese viejo motor, tiene probablemente mucho que ver con la afirmación implícita, que el narrador nos repite a cada instante, de su dominio sobre el tiempo, por tanto, sobre la vida.
Un día le pregunté al neurólogo Oliver Sacks que consideraba él un hombre normal. Cuestión que parecía irrelevante. Pero, en su calidad de neurólogo, Oliver Sacks tenía un punto de vista. Dudó un momento y luego me contestó que un hombre normal quizá era aquel capaz de contar su propia historia. Sabe de dónde procede (tiene un origen, un pasado, una memoria ordenada), sabe dónde está (su identidad) y cree saber adónde va (tiene proyectos, y la muerte al final). Está situado, por lo tanto, en el curso de un relato, es en sí mismo una historia, y puede contarse.
Si esta relación individuo-historia se rompe por alguna razón psicológica o mental, el relato se quiebra, la historia se extravía, la persona se ve proyectada más allá del devenir del tiempo. Ya no sabe nada, ni quién es ni lo que tiene que hacer. Se aferra a sucedáneos de existencia. El individuo se muestra, a los ojos del médico, a la deriva. Aunque sus mecanismos corporales funcionen, se ha extraviado en el camino, ha dejado de existir.
¿Podemos decir de una sociedad lo que se dice de un individuo? Algunos lo creen así. No poder contarse, identificarse, situarse con normalidad en el curso del tiempo podría ocasionar que pueblos enteros se borrasen, se vieran cercenados de los otros pueblos y sobre todo de sí mismos, por falta de una memoria constantemente reavivada. Como ocurre hoy con los pueblos africanos, sudamericanos. Están en peligro de enmudecer. Expuestos a la censura número uno, que es la comercial, y que avanza bajo la bandera de la «libre competencia» (California y Malí son «libres», por ejemplo de rivalizar en el terreno de la producción televisiva: ¿qué significa esto realmente?, ¿no es, acaso, una vez más, el zorro libre en el gallinero libre?), son muchísimos los narradores hoy amordazados. Purificación estética y étnica siempre han ido de la mano. A esto se añade en estos momentos el pretendido liberalismo, que en realidad se limita a decirnos: Cállense, para añadir a continuación: y escúchennos.
Por todas estas razones —y algunas más, puro capricho— nace la tentación, cuando uno es narrador profesional, de hacer un día una recopilación de sus historias favoritas.
Pero ¿qué historias, qué cuentos escoger? ¿Cómo señalar y preferir en el mar unas gotas a otras? Es necesario, aunque a veces lo lamentemos, elegir y eliminar.
Las historias que he reunido y he contado a mi manera (que es una manera como tantas otras, en un momento dado, en un lugar determinado) no son historias míticas. Aunque a veces conserven huellas de la gran preocupación por el origen, de la obligación de referirse a ella, no proceden de ese inmenso territorio, tan metódicamente explorado en el momento mismo en que se desvanece, ese territorio que permitió a algunos hombres, durante largo tiempo, tranquilizar a sus parientes y a sus vecinos asegurándoles, mediante historias generalmente fabulosas, que no estaban en este mundo por casualidad ni por error, que un vínculo antiguo y sobrenatural los unía a su rinconcito de tierra y que un nacimiento preciso les constreñía a determinada manera de vivir juntos, primera conciencia de la humanidad.
He renunciado a estos relatos míticos, o mitológicos, no por falta de interés, sino por falta de espacio. A menudo son bastante largos y adolecen de oscuridad, la famosa niebla de los orígenes, donde podemos extraviarnos. A lo que se añade el hecho de que ya hay colecciones excelentes, en diferentes países, que reúnen esos relatos sobre los orígenes.
También he dejado de lado, casi en su totalidad, el inmenso grupo de relatos maravillosos, cuentos de hadas, de genios, de fantasmas escoceses o chinos, de espectros graves, de monstruos, de hechiceras malignas, de princesas dormidas, de falsas ranas y auténticos demonios, que pueblan el edificio nunca acabado donde nuestra imaginación busca otro mundo, que prolonga el nuestro y lo amenaza.
Si estos cuentos tienen un sentido, más allá del maleficio o el hechizo que nos muestran, este sentido es sin duda secreto, incluso para los autores. Al menos eso es lo que nos dicen analistas convencidos. Nuestros miedos reales son clandestinos. Se manifiestan como pueden, muy cerca de nuestros oscuros deseos.
En lo que se refiere a estos cuentos que llamamos «fantásticos», o sea, producto de la fantasía, también se puede —pero con prudencia— hablar de ingenuidad, de una necesidad infantil y persistente de soñar, de una grieta en la opresiva objetividad, de un juego sutil y continuo entre el terror y la felicidad. Desde hace ya mucho tiempo los historiadores han señalado la complejidad de este campo. Han reconocido que una serie de acontecimientos no bastan para explicar un pueblo. También nuestros monstruos revelan lo que somos. La realidad en sentido estricto —lo que hemos hecho, lo que ha acontecido— es incapaz de rendir cuentas de lo que fuimos, si nuestros sucesivos imaginarios, por fuerza enmarañados, no vienen a iluminarla.
Todas estas aproximaciones son fértiles. Nuestra infancia es constantemente renovada, constantemente acunada y exaltada. Somos lo que somos y también somos lo que soñamos ser. Pero el río de lo fantástico es tan largo que sería precisa una larga serie de volúmenes para brindar una selección aceptable. Y el otro mundo puede resultar, a la larga, tan fastidioso y decepcionante como éste.
Salvo en una docena de casos, también he eliminado las historias breves que a mi parecer tendían a una enseñanza moral, una vulgar recomendación de prudencia; en primer lugar, las fábulas, compuestas con una finalidad precisa, para sacar una conclusión, dar un consejo, para expresar una pobre idea de lo que es conveniente o de lo que es sensato. A pesar de su éxito en todo el mundo —del Panchatantra a La Fontaine—, estas fábulas me parecen más dadas a cerrar que a abrir. No me suelen gustar demasiado. Me aburren, no me sorprenden. Ofrecen una vida estrecha y limitada.
La moralidad me parece siempre ficticia, discutible y en cualquier caso inútil. La sabiduría de las naciones es prudentemente contradictoria. En ella lo encontramos todo y todo lo contrario: «A quien madruga Dios le ayuda» y «No por mucho madrugar amanece más temprano». Todos los refranes y proverbios son reversibles como guantes. Se los puede girar del revés. Y también los antiproverbios, que caen en la trampa que ellos mismos han tendido. «Verdad a un lado de los Pirineos, error al otro.» He aquí una gran verdad que nos dijo Pascal. Pero ¿a qué lado de los Pirineos nos situamos?
Poco a poco, mientras iba dando forma a este libro, que me ha llevado más de veinticinco años, fui descubriendo que buscaba otro tipo de cuentos y de historias, presentes en casi todas partes, pero tan difíciles de clasificar que no sabía qué nombre darles. ¿Historias de sabiduría? Era anodino y plano como una distribución de premios. ¿Historias de saber vivir? ¿Aleccionadoras? ¿Historias entretenidas e instructivas, como se decía antaño? ¿Historias divertidas? Eso habría sugerido una compilación de chistes. ¿Historias del tiempo y del espacio? ¿De aquí y de allá? ¿De ayer y de siempre? Ningún título funcionaba.
Cuando volvía a los relatos que realmente me gustaban, veía que siempre se situaban en este mundo, pero que a menudo lo trascendían, lo trastornaban. Ofrecían un significado, o incluso varios significados ocultos unos detrás de otros. Se trataba de historias pensadas y elaboradas para ayudar a vivir, eventualmente a morir, concebidas y contadas en sociedades organizadas y tranquilas, que se creían duraderas, y por ende civilizadas. Las historias de esta recopilación —nunca sabremos qué desconocido genio las inventó un día— pueden sembrar la duda, reforzar o quebrantar las leyes, afinar y pervertir nuestras relaciones familiares y sociales, desorientar la política, convocar incansables al más allá, que se guarda muy mucho de responder. Circulan por las calles, sobre todo de noche. Introducen lo inesperado, la curiosidad, un suplemento de inquietud en el aparente bienestar. Tocan con gracia todos los interrogantes que se plantea el ser humano, como chispas alrededor de un mismo fuego. Me parece que se merecen el nombre de «cuentos filosóficos».
A menudo estas historias nos sorprenden, nos hacen reír, que es una manera de ponernos en alerta y también de desarmarnos. El que se ríe, acepta más fácilmente lo inaceptable y también lo insolente y oscuro.
A menudo concluyen con una nota indefinida, que parece negarse a concluir, que ensancha nuestra mirada, que prolonga la situación hasta las fronteras del misterio. A menudo son hermosas —es cuanto podemos decir de ellas—, pero su belleza es, ante todo, evidentemente filosófica.
Su antigüedad es muy variable y el origen con frecuencia desconocido, ya que constituyen un bien que se roba de un pueblo a otro. No he vacilado en poner junto antiguas parábolas e historias que hoy en día llamamos divertidas, algunas de las cuales trastocan con placer las universales estructuras de la mente.
Esta contigüidad parecerá sin duda artificial a quienes pretenden ignorar que lo muy viejo habita en nosotros todos los días y nos impulsa a actuar. Y, sin embargo, así es. Venimos de muy lejos. Del mismo modo en que se observa en astrofísica una «luz fósil», que centellea a nuestro alrededor desde el comienzo de los tiempos, podemos escuchar, si abrimos bien nuestros oídos, murmullos anteriores a la historia.
Los sueños de antaño son parientes de los nuestros. Si todos, o casi todos, soñamos a veces que caemos, esto podría proceder, nos dicen, de tiempos antiguos en los que todavía éramos lemúridos, o alguna especie de simios, que dormían por la noche en los árboles, temerosos de caer en cualquier instante en las fauces abiertas de las fieras. Quién sabe si, en las páginas que siguen, no se encuentran algunos relatos que ya se contaban en las cavernas de la prehistoria, donde hacían reír o temblar, hace trescientos siglos o incluso más, cuando no existía todavía ningún Estado, ninguna sociedad parecida a la nuestra, pero cuando las pinturas rupestres brillaban ya en todo su esplendor.
Entre la cueva de Chauvet, en Ardèche, y la de Lascaux, en el Périgord (que a nuestros ojos se parecen como dos hermanas), han pasado ciento sesenta siglos, tanto como entre Lascaux y nosotros: ¡qué relatos se debieron de contar entre estas sombras!
Así, aun reconociendo en estas historias una calidad social, o intelectual, nos vemos obligados a remitirnos con torpeza a nuestro origen, tan lento, tan largo y tan difícil de desentrañar. ¿En qué etapa comienza una civilización? ¿Por qué signos la reconocemos? Quizá con este indicio concreto: un hombre, o una mujer, o un grupo de hombres y mujeres, se aparta, en un momento dado, de la tradición mítica, de la repetición de las verdades primeras, para inventar una situación, unos personajes, una acción estructurada, una palabra final, una historia.
Ha nacido el autor, aunque sea anónimo. Es el primer mentiroso colectivo (conoceremos millones más). Su historia es una falsedad, una fabulación, pero ha gustado, será repetida, acaba de penetrar sin esfuerzo en la existencia cotidiana, de la que no se desgajarán jamás. La mentira, bajo una forma narrativa, se convierte así en el aliado de todos, el maestro de la vida, el lazo de unión, lo inseparable.
No ha bastado el mito, ni la fábula, ni la epopeya. Tomando elementos de unos y otros, ha aparecido otro tipo de historias, que incluso podríamos llamar metafísicas, ya que nos obligan también a deformar este mundo, a darle sabor, a abandonarlo para regresar mejor a él, como si la única forma de comprenderlo y domesticarlo fuera mirarlo de lejos un instante, no ver en él más que la débil copia de otra cosa, un modelo perdido, un ideal frustrado.
En el preciso instante en que la civilización se afirma, en que inscribe en la piedra su gloria, algo nos advierte, de forma irónica y discreta, que sólo tenemos en las manos un borrador, o un desecho.
Repitamos que el verdadero peligro en el arte de inventar cuentos radica en que podemos acabar por preferir aquel mundo a éste. Podemos refugiarnos —¿quién no conoce decenas de ejemplos?— en la compañía de los ángeles o de las hadas, acoger espectros todas las noches, hablar con los planetas. También podemos abandonar realmente este mundo —lo hemos visto varias veces en este fin de siglo— cabalgando audazmente a lomos de un cometa que pasa, buscando un descanso (definitivo) en una lejana Sirio.
En un punto extremo, nuestro espíritu se repliega sobre sí mismo y creemos en la realidad de nuestros propios sueños. Nuestro imaginario es tan vasto, y a trechos tan positivo, tan preciso, que viene a suplantar una realidad engañosa y enmascarada, y a pretender ser —él, que es pura niebla— la verdad suprema, inalterable, autoritaria. Los dioses, o Dios, personajes cambiantes de una historia humana, también vienen a destronar a sus inventores, y nos postramos vanamente ante nuestros fantasmas. Somos como Balzac, que, según dicen, pedía en su lecho de muerte auxilio a uno de sus personajes, Horace Bianchon, único médico en quien todavía confiaba.
Felizmente, las historias que nos hemos contado a nosotros mismos son a menudo conscientes de esta desviación, de esta perversión. Si permanecen siempre abiertas a otra cosa, como una ventana entornada por donde se deslizan una noche de verano los perfumes entremezclados del jardín y los ecos amortiguados de una fiesta, saben devolvernos a nosotros mismos cuando es necesario, saben mostrarse severas e irrisorias. Nos recuerdan a cada instante su engaño y su carácter ilusorio.
Están vivas, son desconcertantes, ligeras. Son como flores, o golosinas, que los comensales intercambian sonrientes al final del banquete, sin pretensión de constituir pensamientos muy profundos, lejos del sermoneo, de la pesadez, del didactismo. Montaigne decía que él «contaba», no «enseñaba». El narrador que anuncia la obra, al principio de la Kaïdara, el jantol peul, nos previene amablemente: «Soy futil, útil, instructivo».
Son como monedas que pasamos de mano en mano y que al final constituyen un tesoro.
¿De dónde proceden?
Algunos pueblos han amado las historias con pasión, y han puesto en ellas la mayor parte de sus verdaderas preocupaciones, y por consiguiente de su saber vivir.
En este libro figuran en primer lugar las historias recogidas del budismo zen o de la tradición sufí, ya que en ambos casos el relato ha sido considerado instrumento del conocimiento. Evidentemente en este caso las historias, especialmente concebidas y contadas, aspiran a una enseñanza a distintos niveles. Para alcanzarla, excitan y a menudo decepcionan a la mente.
Pero estas dos fuentes son relativamente recientes, y beben de manantiales más antiguos, que estarán aquí ampliamente representados: primero la tradición india, de la que a veces hemos creído (absurdamente) que estaba en el origen de todas las historias conocidas, y también la tradición africana y la china. El mundo islámico —además del sufismo— ha refinado maravillosamente el arte del relato, lo ha tejido, ornamentado, bordado de oro y sombra.