Pregón de la rosa (Flash Relatos)

José Luis Sampedro

Fragmento

Ilustrísimo señor, autoridades, señoras y señores, amigos todos:

Me permito decirlo así porque la recepción que se me ha hecho es verdaderamente de amistad. No podía suponer que gozaba de tantos afectos todos se han volcado de una manera que me resulta conmovedora.

Quiero expresar mi gratitud a la ciudad con una emoción que ustedes advertirán. Emoción que además aumenta por el hecho de que, como han oído ustedes, soy un barceloní, y eso se debe a que en 1917, año en que ocurrieron muchas cosas en Barcelona, ocurrió una de una importancia tremenda, no para nadie, pero sí para mí, y es que nació un niño en ese día y empezó a pronunciar, no sé si en catalán o en castellano, pero empezó a decir ciertas cosas. Han pasado 93 años y ese niño, que ha venido muchas veces a Barcelona, e incluso ha tenido el honor de ser recibido antes en este salón, se encuentra en este lugar privilegiado, privilegiado por la historia, privilegiado por las personas, privilegiado por el carácter del acto, y se encuentra verdaderamente deudor de todos ustedes. Y trataré simplemente de responder a esa deuda.

Yo, con el Teatro del Liceo muy cerca de aquí, me encuentro casi en la situación del tenor que canta a Puccini y al final de Tosca hace el «Adiós a la vida»; así pues, mi situación actual es hacer ese canto, y no podía encontrar un lugar mejor para ello.

Voy a hablar, naturalmente, de San Jordi; voy a hablar de los libros, de la palabra, pero no empezaré contando, porque no es necesario, la leyenda del santo y la forma en que mata al dragón y libera a la doncella. Lo que ocurre es que, para remozar un poco las cosas, si les parece, podemos dar una versión moderna de aquella situación, porque se trata de una situación permanente en la vida humana, la del poder secuestrando a la libertad. Y esa situación que se repite todos los días, que se repite entre todos, porque la vida es una colección de desequilibrios de poder y de enfrentamientos, afortunadamente pacíficos la mayoría de las veces, tiene una manifestación en esa leyenda. Y si la tomamos a lo moderno, el dragón no sería un dragón, sería un hombre poderoso; podría ser un financiero —y que no se enfaden conmigo, yo he trabajado en un banco—, podría ser un general, podría ser un obispo, podría ser una persona poderosa; una persona poderosa que está reteniendo a la libertad contra su voluntad, a la libertad ajena. Porque el poder quiere siempre para él la libertad más absoluta, y en cambio quiere impedir que esa libertad esté disponible para todos los demás.

Pues bien, aparece el santo, que en aquel momento no era santo todavía —lo será después—, y este santo que podemos suponer educado de una manera estricta y rigurosa y acostumbrado a obedecer y a servir, de pronto se encuentra con esta mujer hermosa retenida, detenida por el poder; entra violentamente, exige que la liberen, y cuando le presentan en contra toda una serie de argumentos (quizá documentos, hipotecas, contratos, etc.) él esgrime un libro —en la leyenda esgrime una espada o una lanza, pero eso ya no se gasta—; en nuestro tiempo, el santo esgrime un libro y con ese libro anula todos los contratos leoninos, anula todos los trucos legales del poder. Porque él esgrime el libro de la justicia, y a esa mujer la están reteniendo con los documentos de la ley.

La ley y la justicia son cosas bastante diferentes entre sí. A veces coinciden, pero todos ustedes saben de sentencias injustas. Y el santo será santo después porque defendió la justicia y la libertad. Porque al salir —esto ya no lo cuenta la leyenda, pero lo añado yo— con esa mujer hermosa, charlan, hablan, salen a la calle, y la calle de hoy, lo saben ustedes mejor que yo, bulle de vida efervescente, una vida llena de puestos de libros entre los que se puede navegar y asomarse a cualquier cosa de aquellas que hace el hombre: a v

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