Desearía poder estar recorriendo la distancia hacia la casa de Brianna para llevarle algo de desayunar, como cada mañana, en lugar de permanecer aquí encerrado.
Preferiría mil veces estar hundiendo los pies en las últimas nieves de la temporada en mi trayecto hacia la choza de su abuela, con un hatillo con algo de queso fresco y pan recién horneado, por mucho que no fuese a servir de nada, porque ni siquiera me abre la puerta cuando llamo. Hay ocasiones en las que incluso dudo que esté allí; pienso que quizá se haya ido y abandonado todo lo conocido. Pero entonces, con la frente apoyada en la puerta, oigo su respiración al otro lado de la madera, unas pisadas recelosas o el retumbar de su corazón acelerado cuando me escucha llamarla por el nombre con el que se siente cómoda. Y el nudo de mi garganta se aprieta un poco más.
No habla conmigo, no quiere saber nada de mí, y no la culpo, no después de lo que le hice. Pero si tan solo me diera la oportunidad de explicarle mi historia, qué me llevó a urdir semejante telaraña de mentiras en la que yo mismo me quedé atrapado... Si me permitiese contarle por qué accedí a trabajar para el Hada Madrina, quizá, y solo quizá, la pátina de desconfianza y resquemor que la inunda por dentro se desharía aunque fuera un poco.
No puedo pedirle que me perdone, pese a que eso sea lo que mi instinto me lleve a hacer una y otra vez. Y aun así, tampoco puedo dejar de esforzarme en demostrarle que lo que hubo antes de la dichosa bruma, de los maleficios y de las dictaduras era tan real como el aire que respiramos.
Alguien da un par de palmadas para llamar la atención de los demás y que se acallen los murmullos. Apenas me esfuerzo en alzar la vista para comprobar que se trata de Maese Gato, con esos ojos lechosos y ciegos, la sonrisa sempiterna y de pie frente a la enorme mesa redonda que nos reúne. Suspiro con algo de resignación y levanto la cabeza para centrarme lo mínimo indispensable, a pesar de que lo que me pide el cuerpo es salir de aquí y acudir a mi cita diaria no correspondida con Brianna.
La sala de reuniones del Palacio de Cristal es fría y aséptica, con paredes de vidrio opaco y mobiliario a juego, y me veo rodeado de personas que me achacan la responsabilidad total de la situación. Y yo ni siquiera sé por qué.
La Reina de Corazones me habló a mí claramente, pero no sé qué le hace querer que sea yo en persona el que vaya a buscarlas. Puedo imaginar que se deleita con las torturas mentales, como lleva haciendo con mis sueños, o más bien pesadillas, desde que caí en el dichoso letargo. Porque cuando el Hada Madrina me maldijo con el sueño inducido, mi mente abandonó mi cuerpo y viajó al País de las Maravillas para someterse a una tortura indescriptible. A pesar de que apenas estuve así unas horas, por lo que sé, a mí me parecieron vidas enteras, solo que al despertarme con el beso, mi mente bloqueó esos sucesos para protegerme. No obstante, cuando vi a la Reina de Corazones al otro lado del espejo... los recuerdos acudieron en tropel.
Y desde entonces, cada noche me enfrento a una agonía que no me deja descansar, que me arranca temblores y me mantiene en un punto de extenuación insostenible.
Pero yo no sé qué puede querer la Reina de Corazones con todo esto más allá de sembrar el caos, como todas las malditas villanas. Aunque creo recordar que el Hada Madrina tenía contacto con ella, o alguna vez me pareció escucharla hablar al respecto, tampoco era el asistente personal de esa mujer como para conocer sus secretos. ¿Algunos? Sí. Demasiados, para mi propio bien. Pero no todos.
En cualquier caso, la responsabilidad última de esta situación tendría que ser de las propias princesas, y no mía, ya que yo no rompí un trato que nos sumió a todos, a mí entre ellos, en la maldición que nos borró los recuerdos y nos ancló en el tiempo.
Y me veo en el punto de mira cuando no puedo hacer más de lo que hacen ellos, a pesar de que me exigen muchas más responsabilidades por haber trabajado para el Hada. Pero los aquí presentes han olvidado que cambié de opinión antes siquiera de recuperar la primera de las tres reliquias con las que se forjó la Rompemaleficios. Me puse de su parte y, maldita sea, literalmente di la vida por ellos.
Nada de eso parece importar.
—¿Habéis averiguado algo al respecto de la situación? —pregunta Gato con voz tensa, mirándonos a unos y a otros.
La respuesta llega en forma de silencio y paseo la vista por las personas que me rodean, que me lanzan miraditas de soslayo. Los príncipes lo hacen con gesto reprobatorio, irascible y de pena profunda, según cada cuál; Campanilla no se deshace de ese ceño fruncido que parece tatuado en su cara; la reina Áine, líder de las hadas, presenta una calma insondable que me da muy mal rollo. Pero lo que más me duele es la mirada triste de Pulgarcita, que intenta con todas sus fuerzas que algo que identifico como decepción no rezume por cada poro de su piel.
Me fijo en el asiento vacío reservado para Brianna y su ausencia se me clava en el pecho. He acudido en su ayuda más veces de las que me gustaría reconocer, y en todas me he llevado la misma respuesta: silencio.
—¿Vos no sabéis nada nuevo, reina Áine? —pregunta Felipe, soberano de la Comarca del Espino, por enésima vez en este mes.
Ella niega con solemnidad, las manos cerradas frente al cuerpo.
—Me temo que mi conocimiento no traspasa las barreras de la muerte, puesto que nosotras..., bueno, hasta antes de que cayésemos en el olvido, no moríamos por causas naturales.
—Supongo que lo de romper el espejo para evitar que esa maldita psicópata venga hasta aquí, tal y como prometió, sigue sin ser una opción —apunta Campanilla.
El Príncipe Azul le lanza una mirada furibunda ante la que el hada alza el mentón.
—Lo dejaremos como último recurso —interviene Florián, monarca del Bosque Encantado—, por si pudiese resultar en una vía de entrada hacia el País de las Maravillas. Además de que, durante años, se ha empleado como medio de comunicación con otras zonas. No podemos deshacernos de él sin más, es un bien demasiado preciado.
Me sorprende que el Príncipe Azul se mantenga al margen, con la vista fija en ninguna parte y gesto taciturno.
Lo de utilizar el Espejo Encantado, el Oráculo de Regina, para cruzar a aquel mundo es ridículo. Ninguno de los aquí presentes tenemos la magia que haría falta para conseguirlo, porque a pesar de que, según he leído, hay espejos mágicos que actúan de puente entre sí, este no es uno de ellos. O al menos eso nos dijo el propio Oráculo. Aunque fue más que parco en palabras, puesto que no le pedimos un vaticinio. Y no hemos llegado al punto de desesperación como para hacer eso.
Todavía.
—Pero lo mantenéis a buen recaudo, ¿verdad? —pregunto con cierto temor, porque la mera idea de que la Reina de Corazones venga a buscarme me pone muy mal cuerpo.
—Sí, nadie tiene acceso a él sin permiso expreso mío —explica Florián con calma.
Mejor así, porque después de la visita de la Reina de Corazones, ni siquiera hemos querido volver a reunirnos en el Bosque Encantado y hemos convocado el consejo en el Principado de Cristal para mantenernos alejados de esa posible vía de entrada y salida.
—¿Los interrogatorios a Maléfica siguen sin dar sus frutos? —interviene la reina Áine.
Felipe niega y coge aire despacio.
—Lo hemos probado todo y nada, ni siquiera con vuestros conjuros, alteza.
—Supuse que nuestra magia no serviría —cavila la reina en voz alta—. Nuestro poder no es destructor, no puede quebrar una voluntad para obligarla a hablar. Doy gracias por que nuestras salvaguardas hayan conseguido mantenerla retenida en su forma humana y hayan contenido sus poderes.
La única forma de hacer que esa mujer hable será mediante la tortura, pero los príncipes se niegan a maltratar así el cuerpo de Aurora, por mucho que dentro se encuentre otra persona.
—¿Qué vamos a decirle al pueblo? —pregunta Pulgarcita pasados unos segundos de silencio.
—Suficiente tienen con preocuparse por recuperar sus recuerdos ahora que saben cómo hacerlo —dice Florián, masajeándose el puente de la nariz.
«No deberíamos haber transmitido la clave para despejar la bruma», rumio por dentro.
—El pueblo no debería haberse enterado de cómo romper la maldición. —La voz de Campanilla se hace eco de mis pensamientos y revolotea por encima de la mesa hasta llegar al centro—. Habríamos ganado algo de tiempo con su ignorancia. Ahora que muchos han recuperado la memoria, las exigencias de compensación por lo que las propias princesas les arrebataron con sus decisiones son cada vez mayores y están empezando a buscar responsables en cualquier parte.
La reina Áine asiente despacio, como si hubieran acordado sacar a relucir este tema. Si los rumores son ciertos, la ira del pueblo por los actos del Hada se está redirigiendo a cualquier portador arcano que no consiguió romper el maleficio antes, como si el simple hecho de poseer magia te concediera poderes infinitos. Y las hadas están en el centro de un huracán que no hace más que crecer.
—¿Y qué habrías sugerido, Campanilla? —El hada endereza la espalda nada más oír el tono neutro del príncipe Felipe—. No podíamos permitir que siguieran viviendo en la ignorancia. Vosotras mismas estuvisteis de acuerdo, necesitabais que os recordaran.
Por mucho que vivieran al margen de todo durante el siglo que duró el maleficio, las hadas se estaban muriendo simplemente porque nadie sabía de su existencia. La magia de las feéricas como ellas necesita de la fe de los demás para nutrirse, y tras tanto tiempo viviendo en el anonimato, a duras penas podían considerarse hadas como tal. Por eso la aludida hace un mohín con los labios y se cruza de brazos al mismo tiempo que sus mejillas se vuelven del color de la grana.
Paseo la vista por los presentes y mis ojos se encuentran con los de Pulgarcita, que me mira fijamente. Siento un retortijón en las entrañas y continúo con el escrutinio. Hay demasiados asientos vacíos, no solo el de Brianna: el de la general de Nueva Agrabah, el del duque De la Bête...
—Pero también necesitábamos que alguien se hiciese con el control de la situación —murmura Pulgarcita con una valentía que me hace abrir mucho los ojos. Una pulla directa a la mala gestión de los príncipes, desconocedores de cómo conseguían ganarse al pueblo las princesas.
—Como la amenaza de la Reina de Corazones de levantar a los muertos en el reino de los vivos no parece funcionar, veamos si la mía sí surte efecto —comenta el Príncipe Azul en tono impertérrito e ignorando a Pulgarcita.
Acto seguido, mis ojos se clavan en él con recelo y mi cuerpo se pone en alerta, la punta de las garras de mi lobo saliendo al exterior.
—¿A qué os referís, príncipe? —pregunto con la voz tan tensa y grave que apenas la reconozco.
Porque sus palabras han sido una amenaza clara que me está costando un esfuerzo tremendo obviar.
—Le debes demasiado a los Tres Reinos como para seguir soportando tu indiferencia con respecto a esta situación —continúa, ignorándome.
«Está confundiendo indiferencia con terror».
El Príncipe Azul se levanta despacio, con las palmas apoyadas sobre la mesa. No me pasa desapercibido que tanto Felipe como Florián rehúyen mi mirada, y que su lenguaje corporal parece indicar que no están de acuerdo con lo que sea que vaya a suceder.
Da un par de palmadas vigorosas que me crispan y hacen que estudie todos los puntos vitales del hombre por puro instinto. Transcurren unos segundos de un silencio tan tenso que asfixia, en los que mis músculos se contraen, preparados para luchar si es necesario. Porque acorralar a un lobo nunca ha sido un movimiento inteligente.
Cojo aire profundamente para decirle que se deje de patrañas y el corazón me da un vuelco al olerla. Giro la cabeza hacia la entrada en el mismo momento en el que las puertas se abren y dos soldados arrastran a Brianna, maniatada y amordazada, hasta el centro de la sala.
Si creía haber sentido terror por pensar en el País de las Maravillas, verla así me genera auténtico pavor.
—¡Roja! —exclama Pulgarcita con un grito ahogado al mismo tiempo que las hadas alzan el vuelo.
Antes de darme cuenta, estoy desenvainando la espada. Aunque un brazo, que se cierra con fuerza en torno al mío, me lo impide. Miro a Gato con rabia desmedida, porque no me importa nada que sacar un arma en presencia de los monarcas sea considerado un acto de traición que se pene con la muerte. Pero él tiene los ojos clavados al frente, con los labios apretados y el ceño muy fruncido.
—¿Qué significa esto, alteza? —inquiere.
Miro hacia él con violencia, los dientes rechinando por la presión de mis mandíbulas, los ojos viajando del Príncipe Azul a Brianna de forma frenética. Entonces me doy cuenta de cómo me mira ella, cómo sus ojos se ven atrapados por los míos, y el nudo de la garganta se deshace por completo.
—Soltadla ahora mismo —lo amenazo sin tapujos.
El príncipe entrecierra los ojos y sus labios se estiran en una sonrisa ladina.
—No sienta bien que jueguen con lo que aprecias, ¿verdad?
Mátalomátalomátalomátalo. Me está costando demasiado esfuerzo ignorar al animal que llevo dentro y no atravesar la distancia convertido en lobo para clavarle los dientes en el gaznate.
Para beneficio de todos, Felipe se levanta y coloca la mano sobre el hombro de su compañero. Intercambian una mirada larga y el Príncipe Azul chasquea la lengua y vuelve a sentarse.
—Liberadla —les indica a los guardias.
En cuanto las ataduras se deshacen en torno a las muñecas de Brianna, esta se gira hacia ellos para asestar dos puñetazos rápidos: uno en el abdomen del guardia de la izquierda y otro en la nariz del de la derecha. Me pregunto si ese torrente de violencia será mérito completo de la bestia que vive dentro de ella o si habrá parte de Brianna en esa toma de decisiones que puede resultar muy estúpida. Hago amago de acudir en su ayuda, pero Gato me lo impide.
—Suéltame ahora mismo si no quieres que te corte la mano —siseo hacia el hombre de infinita paciencia.
Él cabecea hacia delante y me señala la escena, en la que Brianna se masajea los nudillos sin apartar la vista del torrente de sangre que le mana de la nariz al último guardia. Entonces deslizo la mirada hacia un lado y me doy cuenta de que Felipe tiene la mano en alto para contener las posibles represalias hacia Brianna.
Ella se zafa de la mordaza con un tirón furibundo, sus ojos jade centelleando con violencia.
—¿A qué coño estáis jugando? —le recrimina al Príncipe Azul, que sonríe con mayor diversión.
Esta vez es Florián el que se encarga de mediar y se interpone entre ella y su objetivo, con las palmas en alto en un gesto conciliador que va a servir de poco.
—Comprendemos que las formas de traerte hasta aquí no han sido las más cívicas —explica Florián—, y te pedimos disculpas por ello. Pero era nuestro último recurso.
—¡¿Último recurso para qué?!
—Si hubieses venido a cualquiera de las reuniones anteriores, lo sabrías —suelta Campanilla con mordacidad.
Brianna se gira hacia ella al instante, su rabia reconducida en dirección al hada.
—Sé muy bien qué está pasando con las princesas. Él me lo dijo. —Me apunta con un dedo que siento como acusatorio—. Y me importa una mierda.
—Eres la Rompemaleficios —interviene Felipe con tacto—. Te necesitamos.
—Yo no tengo nada que ver con esto. Ya hice y di suficiente con la anterior plaga. Mi deuda con los Tres Reinos está saldada.
—Pero la suya no —apunta el Príncipe Azul con sus fríos ojos oscuros clavados en mí—. Y tú eres el salvoconducto para que él le ponga más empeño. —Los nervios se me crispan y el lobo aúlla en mi interior, revuelto. Los ojos de Brianna conectan con los míos y sus facciones se endurecen—. A partir de ahora —su voz se torna felina, maliciosa—, la vida de las princesas está ligada a la de Roja.
—Príncipe, os ruego que lo reconsideréis. —Una petición.
—No... —Un murmullo trémulo.
—Seguro que hay otra forma de solucionarlo. —Una mediación.
Todo el mundo habla al mismo tiempo, pero yo solo tengo oídos para lo que pronuncian los labios del Príncipe Azul:
—Y tienes dos lunas llenas para recuperarlas. Si para entonces no las has traído de vuelta, Roja será juzgada por traición a la Corona. —Me quedo lívido en el sitio, y no soy el único—. Y os sugiero que no consideréis siquiera la opción de huir, porque Regina dejó tras de sí muchos objetos mágicos muy interesantes.
—No queríamos tener que llegar a esta sit... —dice Felipe.
—¡Y una mierda! —espeta Brianna—. Estáis deseando hacerme pagar por no haber ayudado a las princesas antes de que recayera el maleficio del Hada.
El Príncipe Azul a duras penas reprime una sonrisa autosuficiente, pero Felipe y Florián intercambian una mirada apenada. Y sé que ha dado en el clavo.
Brianna aprieta los puños con fuerza y después se marcha, en un revoltijo de caperuza roja.
Los asistentes a la reunión empiezan a hablar entre ellos, a cada cual más alto en una discusión acalorada, incluso creo que Pulgarcita me llama, pero tan solo tengo ojos para mi objetivo.
Me zafo del agarre de Gato, que aún me sostenía del brazo, conmocionado, y recorro la distancia que me separa del Príncipe Azul de cinco zancadas amplias. Ni siquiera le da tiempo a levantarse de la mesa cuando lo cojo por el cuello de su traje militar de gala y del brazo, lo incorporo y le retuerzo la extremidad a la espalda al mismo tiempo que le estampo la cara contra la superficie de la mesa, ahora agarrándolo de la cabeza.
Acto seguido, los guardias desenfundan sus armas y se acercan a mí para atacarme, pero no les presto atención. Simplemente no puedo.
—Soy vuestro último recurso —gruño con una voz que es más animal que humana.
—¡Alto! —grita Felipe acto seguido.
Con una sonrisa arrogante, acerco la cara a la del príncipe, que se retuerce en vano bajo mi agarre, para susurrar sobre su oído:
—Ten por seguro que esta jugada te va a salir muy cara. Porque crees tener la sartén por el mango, pero lo que no sabes es que quien tiene pleno poder soy yo. —Se revuelve de nuevo y aprieto su cabeza contra la mesa con más fuerza—. Porque podrías intentar castigarme por esto matando a Brianna, pero entonces no tendrías correa alguna con la que atarme. —Le retuerzo más el brazo, él gime de dolor—. Y sin ese salvoconducto, estarías ya más que muerto. Así que dale otra vuelta antes de volver a amenazarme. A amenazarla —siseo con voz tan grave y ronca que me retumba en el pecho—. Porque podría ser lo último que hicieras. Y me da igual si después de que tú mueras, voy yo. —Lo suelto con brusquedad y él resbala sobre la mesa hasta el suelo, con gesto de pavor.
Me incorporo y clavo los ojos en Felipe, que me dedica un cabeceo de labios tensos que interpreto como una disculpa por haberme metido en esto que no va a verbalizar por su honor. Y sin perder más tiempo, me doy la vuelta y salgo de la sala en su busca.
—Roja, ¡espera! —grito cuando, siguiendo su rastro, la veo al final de un pasillo, y tengo que hacer un esfuerzo inmenso para no llamarla por su verdadero nombre.
Se le crispan los nervios, lo sé por la tensión en sus hombros según me acerco a grandes zancadas y porque ni siquiera se da la vuelta para verme llegar. De hecho, en cuanto es consciente de que se ha detenido ante mi llamada, la mía en concreto, retoma la marcha sin mirar atrás. La alcanzo, la agarro del codo para que se detenga y me coloco frente a ella. Clava la vista en mis dedos y luego, con desprecio, la sube lentamente hasta mi rostro. Y ese gesto me duele más que si se hubiese zafado de mí de un tirón.
Todo en ella sigue siendo igual y, al mismo tiempo, demasiado diferente. La melena castaña, mucho más corta que la última vez que la vi, ahora le llega por encima de los hombros en un corte recto y afilado. Y bendita sea Luna, empaparme de su aroma a madreselva y a pomelo rosado, que me rodea en cuanto me acerco, y tenerla frente a mí después de un mes de silencio, de haber escuchado por fin su voz por mucho que haya sido en medio de una pelea, me ha trastocado más de lo que estoy dispuesto a admitir. Verla aquí, a un paso de distancia, hace que regresen a mi mente todos los recuerdos habidos y por haber que hemos compartido juntos. Y los que más duelen son los últimos, emponzoñados por mi traición.
No puedo evitar recordar sus labios cálidos y sentidos, mis mejillas empapadas por sus propias lágrimas cuando su beso de amor verdadero me despertó del terrible letargo en el que me sumió el Hada cuando intenté matarla.
«Te despertaré en un mundo en el que no exista ella —me susurró la tirana al oído justo antes de maldecirme—, y me deleitaré con tu sufrimiento por toda la eternidad, porque su muerte será culpa tuya. Y lo sabes».
La suelto sin necesidad de que me diga nada y nos observamos durante un instante.
—Siento mucho lo que ha pasado ahí dentro —me sincero.
—¿De verdad lo sientes? —pregunta con inquina—. ¿O todo ha salido a la perfección para ti? Porque ahora tienes lo que querías: vas a poder verme todos los días.
El odio que destilan sus ojos no es nada comparado con el dolor que me atraviesa el pecho ante sus palabras, que se entremezcla con la ira que ya me bullía por dentro. Pero sé que lo hace a propósito, que quiere desahogarse por lo ocurrido ahí dentro y, además, devolverme el daño que yo le he causado a ella multiplicado por tres. Y eso es lo peor de la gente a la que amas y que te ama: que sabe exactamente dónde apuntar para hacerte sangrar.
Me obligo a coger aire a un ritmo pausado y a soltarlo en la misma cadencia para serenarme, porque si no ignoro lo que la influencia de la bestia le obliga a escupir por esa boca envenenada por el odio, acabaremos peor de como empezamos.
—Al menos, que nos veamos a diario significará que habrás dejado de recluirte mientras sigues lamiéndote las heridas.
«Mierda».
Sé que me he excedido en el preciso momento en el que he terminado de hablar. Pero me ha salido solo; no puedo remediar verme arrastrado a ese tira y afloja que siempre nos ha caracterizado. Ahora quien tiene que reunir toda su paciencia es ella, y no voy a negar que me divierte ver su reacción furibunda. El esfuerzo que tengo que hacer por controlar mis labios para que no se estiren en una sonrisa socarrona es enorme.
—¿Qué quieres? —suelta de mala gana.
Una de sus cejas se arquea pasados unos segundos y sé que este no es el mejor momento para abordar el tema, lo sé demasiado bien, pero no resulta fácil coincidir con ella y este asunto también es de vital importancia. Y supongo que es mejor darle todos los disgustos al mismo tiempo.
—Tenemos que hablar.
—¿Tú crees? ¿Has aprendido a no decir mentiras?
—Si en algún momento te decidieras a escucharme, lo averiguarías. —Mi paciencia también se está agotando a pasos agigantados—. Pero no es de eso de lo que tenemos que hablar, sino de tus responsabilidades.
La que se divierte ahora es ella, lo sé por cómo me mira. No obstante, también sé que es una diversión sarcástica. Todo en ella destila sarcasmo incrédulo.
—¿De verdad tienes los cojones de decirme qué tengo que hacer? ¿Eh?
—Sí, porque tú ni siquiera comprendes cuáles son esas responsabilidades.
—Ah, ¿no? Por si con una vez no fuera suficiente, vuelvo a tener sobre mis hombros la responsabilidad de salvar a los malditos Tres Reinos. Y si me apuras, a toda Fabel a este paso. ¿Y te crees que no lo sé?, ¿que no me ha quedado claro ahí dentro?
Señala hacia atrás con ímpetu y furia, al pasillo por el que hemos venido. Ahora, al abrirse su caperuza y ver la ropa que lleva debajo, me doy cuenta de que tan solo porta una de sus dagas rojas, lo que me sugiere que la pillaron un tanto desprevenida. ¿Le harían daño? La rabia vuelve a recorrerme las venas con fuerza y alzo la vista despacio hacia sus ojos, que refulgen de un verde esmeralda intenso, examinándola por el camino.
—No me refiero a eso —consigo decir después de comprobar que parece intacta—. Sino a tus responsabilidades para con el clan. —Frunce el ceño con tanta fuerza que sus cejas casi se juntan. Y después, todo su rostro destila estupefacción, así que me apresuro a hablar antes de que pueda hacerlo ella—. Mucha gente de las manadas recobró la memoria una vez se divulgó la forma de romper el hechizo. —Emite un gruñido que ignoro—. Y te están esperando para que ocupes tu lugar al mando. Te concedieron tiempo tras la muerte de tus padres y luego excusaron tus deberes para que cuidaras de tu abuela, pero ya es hora.
—Perdona, ¿de qué deberes estás hablando exactamente?
—Tienes que asumir tu rol de alfa del clan. Es tuyo por derecho de nacimiento.
Nos sobrevienen unos segundos de silencio que se ven rotos por las carcajadas que se escapan de su garganta.
—Venga, no me hagas reír.
Me da una palmadita en el hombro y pasa junto a mí despidiéndose con la mano con indiferencia. Aprieto los puños y me obligo a contar hasta cinco antes de darme la vuelta y alcanzarla de nuevo, con amplias zancadas.
—Hablo en serio, Roja. El clan no puede sobrevivir sin liderazgo, las manadas no son nada sin un alfa.
Omito la parte de que los lobos en realidad necesitamos a una pareja alfa y me escudo en que dependemos de que ella asuma su rol, porque yo ya asumí el mío, y el suyo, por extensión y negación, cuando nos casamos. Y no es mentira, solo que no la necesitan a ella sola, sino a ella conmigo.
Se detiene de repente y casi choco contra su espalda.
—¿Y quién se ha estado encargando de todo eso en mi lugar? ¿Eh?
—¿Qué? Pues... yo.
—¿Tú? —Arquea una ceja y cruza los brazos ante el pecho—. ¿Por qué tú?
Maldita sea, no puedo decirle la verdad, ni así ni ahora. Si lo hago, si le digo que estamos casados y que yo, como esposo, tuve que asumir la totalidad de ese papel, me odiará más. Qué digo, me matará como se entere de que somos marido y mujer, porque soy muy consciente de que ella es la única persona que conozco que no ha recuperado la memoria al descubrir su verdadero nombre.
El día que Brianna me devolvió el mío, el día que lo pronunció con esos mismos labios que ahora no puedo dejar de observar, lo recordé todo. Y ser consciente de que mi rol en el clan durante un siglo no había estado completo por la ausencia de ella fue... complicado de comprender.
Cuando desperté de la bruma en medio del bosque, enterrado en la nieve y convertido en lobo, no recordaba nada. Y después de mi encontronazo con Brianna en aquel claro, después de todo lo que le siguió a eso, al llegar a la colonia, los miembros del clan me observaron con reverencia, como si se esperara más de mí. Y al final, terminó siendo algo natural. Las manadas asumieron mi papel y yo también.
Si yo he necesitado de este tiempo para digerir lo que somos y lo que eso conlleva, ella va a necesitar el doble o el triple.
—Pues... porque éramos amigos, ¿acaso ya no lo recuerdas? —Sabe que le estoy mintiendo. ¿Cómo puede saber cuándo miento si no oye mis latidos, a diferencia de mí con los suyos? ¿O acaso a partir de ahora no se va a creer nada de lo que le diga?
Entrecierra los ojos para observarme.
—Claro, ¿cómo iba a olvidarlo? Parece que éramos tan buenos amigos como para que asumieras semejante papel y para que folláramos más de una vez.
Se me atasca la respiración en la garganta por su tosquedad y solo con la mera mención de esa palabra, por la fuerza con la que la pronuncia, algo primario se enciende dentro de mí.
—Sí —digo como única respuesta, ignorando lo demás por nuestro propio bien.
Ahí vuelve a estar esa ceja alzada con escepticismo. Tengo que dejar de mentirle. Pero es que no está preparada para escuchar la verdad, no mientras siga tan poco receptiva. De igual modo, ¿se considera mentir no decir toda la verdad?
—Espero que se te diera bien el cargo, Lobo, porque es todo tuyo, yo no lo quiero.
Retoma la marcha y vuelve a dejarme atrás, aunque en esta ocasión me esfuerzo en seguirla bien de cerca.
—No podemos estar así para siempre, y lo sabes.
—Te odié durante un siglo. Nada me impide seguir odiándote lo que me resta de existencia, que es mucho menos que ese tiempo.
El desprecio que rezuman sus palabras me sobrepasa de tal forma que la estoy agarrando del codo antes de ser consciente de ello. Me mira con odio y de manera desafiante, y cuando quiero darme cuenta, tengo la punta de su daga debajo de la barbilla. Es condenadamente rápida, y eso me excita de una forma perversa.
—Veo que no hemos perdido las viejas costumbres... —Paladeo cada sílaba, mis labios se estiran en una sonrisa pícara que la turba. Y la satisfacción de verse perdida en mi boca... Por toda la magia. Eso que nos une me arrastra a inclinarme hacia ella, hacia su oído, ignorando por completo la amenaza del arma. Ella inhala con fuerza y cierra los ojos un segundo, yo me deleito con esa fragancia suya que me vuelve tan loco. La punta de su daga se aprieta justo debajo de mi nuez, pero no me importa—. Teniendo en cuenta eso de que follamos en más de una ocasión —sus mejillas se sonrojan, el pantalón me aprieta—, me sorprende que sigas teniendo las pataletas propias de una cría.
Se ha enfadado. Mucho. Y me divierte y horroriza a partes iguales. ¿Es que acaso no puedo mantener la bocaza cerrada? Es superior a mí, no puedo evitar provocarla y llevar su ingenio al límite.
—¿Tendría que dejar de hacerlo solo porque tú lo digas?, ¿porque te mereces que te haga caso?
Un poco más centrado en la conversación que tenemos entre manos, una vez reprimido el instinto animal que llevo dentro, me enderezo y recupero la distancia habitual que separa nuestros rostros.
—No, porque tú te mereces saber la verdad. Toda la verdad.
Y eso último no podría ser más sincero. Por muchas mentiras que me vea obligado a decir, ella, más que nadie en Fabel, merece algo de verdad.
Entreabre los labios un par de veces, como buscando una respuesta, y las ganas que me entran de besarla son irrefrenables. O lo habrían sido si no se hubiera soltado de un tirón y hubiera puesto un paso de distancia entre nosotros.
—¿Acaso puedes entregarme algo que no sean medias verdades?
—Sí —sentencio con cierta dureza—. A mí. Entero.
Retiene el aire en el pecho y los ojos le brillan por la sorpresa. Sé que el corazón le ha dado un vuelco porque lo he oído a la perfección, y eso hace que crezca un destello de esperanza en mi interior.
Por mucho que ella no sepa que estamos casados, sí sabe que compartimos un pasado juntos, porque me lo dijo en la masía del duque. También sé que es plenamente consciente de que entre nosotros renació algo antes de que descubriera mi traición y que ambos sucumbimos de forma irremediable ante esos sentimientos. Y es imposible que hayan desaparecido por completo en este tiempo.
—No te quiero, gracias —responde con odio.
Reemprende la marcha a lo largo del pasillo y, esta vez sí, me veo sin fuerzas para seguirla. Adiós a la diversión y a mis respuestas ingeniosas. A fin de cuentas, me lo he ganado a pulso.
Pocas mentiras me han dolido más que lo último que le digo a Axel antes de alejarme por el pasillo, incapaz de enfrentarme a él por la vorágine de sentimientos que llevo dentro.
Cuando esos malnacidos entraron a la fuerza en la casa de la abuelita, arrasando con todo a su paso, a duras penas tuve tiempo para defenderme, porque me pillaron reorganizando las madejas de lana que acumuló en el dormitorio. Y ese error mínimo, haber bajado la guardia por estar centrada en mis sentimientos, me ha salido muy caro.
No esperaba que me condujeran frente a los mismísimos príncipes, mucho menos que se estuviese celebrando un consejo. Pero lo que jamás podría haber imaginado es que él estuviera ahí y que me mirara como si la magia en sí misma hubiese tomado forma. Para mi desgracia, he descubierto que tampoco esperaba sentirme tan mal por odiarlo cuando es lo mínimo que se merece por mi parte.
Soy consciente de cómo ha reaccionado en cuanto me ha visto maniatada, cuando la amenaza se ha hecho tangible. Y eso me hace sentir... sucia. Porque el corazón me ha dado un vuelco al verlo tan dispuesto a sacrificarlo todo por mí, a pesar de nuestras diferencias y de lo mal que lo he tratado en este último mes, cuando él solo ha intentado explicarse.
Y sé bien que lo perdoné. Cuando lo tuve muerto sobre mi regazo después de la Batalla de las Reliquias, perdoné el daño que me había hecho en un acto desesperado fruto de la aflicción más desgarradora.
Pero el dolor es tan grande, el peso de la traición me constriñe tanto que... simplemente no puedo terminar de cerrar esa herida, de pasar página.
Aún no.
Inmóvil en la penumbra del pasillo, aguardo hasta que ya no oigo sus latidos, hasta que su esencia se convierte en un rastro y dejo de verme tentado a seguirla de cerca. Solo así, con la certeza de que vuelve a estar lejos, consigo moverme de nuevo, en dirección contraria a la suya, para buscar a cualquiera que me entretenga y haga que me calme. Porque como no lo consiga, el lobo saldrá contra mi voluntad e irá a buscarla para obligarla a escuchar todo lo que tengo que decir. Y luego me lamentaría por ello profundamente.
Recorro un par de pasillos siguiendo otra esencia que, tras lo vivido, me resulta muy familiar, y la encuentro en una amplia sala, amueblada con una mesa de té y varias estanterías, que se abre a una enorme terraza. El aire gélido me trepa por la piel y me arranca un escalofrío. Gato y Pulgarcita hablan con las hadas, que me observan en cuanto me detengo en el umbral y ese vistazo hace que la chica mire en mi dirección para dedicarme un gesto cálido. No termino de comprender cómo es posible que no me odie del mismo modo en que lo hace Brianna.
La reina Áine le entrega a Pulgarcita un recipiente diminuto, como un dedal cerrado con un botón, se despide de mí con un cabeceo cortés, molestia que Campanilla no se toma, y salen del palacio a través de la terraza. Con un suspiro que solo mi oído más desarrollado me permite oír, Pulgarcita cierra las puertas y apoya la frente sobre ellas antes de girarse hacia mí con una sonrisa radiante que no se le transmite a los ojos.
Gato, por su parte, le palmea el hombro un par de veces y se dirige a los butacones orejeros frente a la chimenea del lateral.
—Siento el espectáculo que he montado —digo mientras me froto la nuca. Y a pesar de que la disculpa me incomode, es totalmente sincera, porque no me gusta mostrarme tan temperamental y cegado por la ira. Pero no lo he podido remediar. Es ver a Brianna en peligro y pierdo cualquier control sobre mí.
Gato hace un gesto al aire para restarle importancia y Pulgarcita toma asiento junto a él.
—No tienes nada de lo que disculparte, muchacho. Cualquiera en tu situación habría reaccionado del mismo modo.
—¿Cualquiera en mi situación?
Pulgarcita nos mira de hito en hito, pero se mantiene al margen.
Él esboza una sonrisa leve y luego suspira.
—No hay que ser muy listo para ver que entre Roja y tú hay algo muy fuerte. Ya no es solo que Mia me hablara de su hija y de cómo le iba todo —hace una pausa para que comprenda que se refiere a que le hablaba de mí—, sino porque entre vosotros hay una química que solo un ciego de corazón podría no percibir.
Cabeceo en señal de asentimiento con la vista perdida en las llamas de la chimenea.
—Igualmente, no me gusta actuar de esa manera, así que lamento mi comportamiento. Sobre todo por haberme ido de ese modo y dejaros solos con los príncipes. Seguro que habrá habido alguna represalia.
—No te preocupes —interviene Pulgarcita—. El Príncipe Azul es muy temperamental, pero tanto el príncipe Florián como el príncipe Felipe son mucho más calmados. Nos han explicado que no veían otra opción para que... te involucrases de verdad en esto.
Aprieto los puños a ambos lados del cuerpo.
—¿Y estáis de acuerdo con sus métodos? —Mi voz suena tensa cuando abandona mis labios.
—Para nada —dice Gato—. Por eso he intentado que los... términos sean mejores. No hemos conseguido que levanten la sentencia, pero al menos han accedido a prestar toda la ayuda que esté en sus manos.
—Tenemos carta blanca para pedir lo que queramos siempre que esté relacionado con la investigación —prosigue Pulgarcita—. Sufragio de cualquier menester, alojamiento en el palacio para poder dedicarle más horas, acceso a la biblioteca privada...
—Vaya, qué generosos —mascullo, sarcástico.
Gato coge aire y se levanta despacio, sus huesos quejándose aunque ellos no puedan oírlos.
—Menos es nada, muchacho. Al menos hemos conseguido que la situación sea menos tensa mientras estemos aquí.
—Ya. —Pasa junto a mí para salir por la puerta—. Gracias.
Él me mira por encima del hombro sin llegar a verme y asiente con la cabeza una única vez antes de seguir su camino por el pasillo enmoquetado.
Pulgarcita y yo nos quedamos callados, en un silencio que hace un mes habría sido natural y que ahora, por momentos, me va resultando agobiante y asfixiante.
—¿Cómo estás?
He preguntado lo primero que se me ha pasado por la cabeza, porque ni siquiera tiene sentido que le pregunte algo así cuando llevamos un rato juntos. Y por cómo se agrandan sus ojos, diría que a ella también le ha descolocado un poco, aunque Pulgarcita es demasiado amable y educada como para hacérmelo saber.
—Bien, ¿y tú?
—Bien, bien.
Cierro las manos a la espalda para no denotar nerviosismo y nos quedamos mirándonos unos instantes, tensos los dos. La complicidad que demostramos tener en las primeras fases de la misión de las reliquias ha desaparecido, pero ¿qué esperaba?
—¿Necesitas algo más? —pregunta con cortesía.
—Pues... La verdad es que sí. Disculparme contigo.
En sus labios se forma una o diminuta, fruto de la sorpresa, que trata de esconder, pero que a mi vista no se le ha escapado. A pesar de habernos reunido en varias ocasiones para intentar resolver el problema de las princesas, nunca he encontrado la ocasión ni las fuerzas para estar con ella a solas y hablar como es debido. Pero ahora que he visto a Brianna de nuevo, ahora que las cosas se van a complicar más, es el mejor momento para hacerlo.
—No tienes por qué disculparte, ya lo hemos habl...
—Por eso no —la interrumpo.
Pulgarcita parpadea un par de veces, un tanto confundida, y extiende la mano hacia delante para señalar el butacón libre frente a ella. Asiento mientras me muerdo el labio inferior y me acerco al hogar, con las palmas extendidas, como si necesitase calentarlas a pesar de que mi cuerpo ya es cálido de por sí. Ella me mira con cierto recelo y aguarda en silencio, a la espera de que hable. Yo me veo incapaz de quedarme quieto.
«Ni siquiera sé por dónde empezar».
—¿Qué tal por el principio?
La miro un poco perplejo y entonces me doy cuenta de que lo he dicho en voz alta. Me obligo a coger aire despacio para armarme de valor.
—Lo siento —suelto con fuerza, como si las palabras me quemasen en la garganta y necesitara escupirlas cuanto antes—. Por todo. Por mentiros. Por traicionaros. Por... trabajar para ella.
Pulgarcita aprieta los labios y me dedica un gesto maternal que le pega demasiado, por mucho que sea la más joven.
—Acepto tus disculpas.
—¿Sí?
—Sí... —dice, riendo entre dientes.
—¿Y ya está? ¿No necesitas explicaciones?
Hace un mohín y parece pensarlo unos segundos antes de volver a hablar.
—Creo que la primera persona que merece conocer las motivaciones que te llevaron a aceptar un trato con Lady Rumpelstiltskin es Brianna, no yo.
Aprieto la mandíbula. Eso también lo saben... Necesito ponerme al día cuanto antes.
—¿Cómo lo averiguasteis?
—¿No te lo ha contado Roja? Supuse que te habría explicado todo lo que pasó.
Algo incómodo, clavo los ojos en la danza hipnótica del fuego frente a nosotros. Mi silencio le vale como respuesta. Por mucho que haya coincidido con este extraño consejo a lo largo del último mes, nadie ha tenido a bien explicarme qué me perdí después de separarme de ellas, más allá de la mayor consecuencia de matar a la tirana: que las princesas están secuestradas por la Reina de Corazones. Y, para ser sincero, yo tampoco me he visto en la posición de exigir respuestas. Así que no, apenas sé nada de lo que pasó desde que Brianna me echó de la segunda residencia del duque, mucho menos sé qué sucedió mientras yo estaba sumido en ese horrible letargo.
—Entiendo. —Coge aire nuevamente y tengo la sensación de que incluso a ella le está costando hablar conmigo como si no hubiera pasado nada. Supongo que aceptar las disculpas y perdonar no llevan el mismo proceso—. Después de forjar la Rompemaleficios, teníamos que convocar al Hada Madrina pronunciando su apellido tres veces. —Asiento con la cabeza al recordar la explicación que nos dio Tahira en la posada—. Y la reina Áine nos dijo cuál era. —Ahora quien entreabre los labios por la sorpresa soy yo, porque ni siquiera yo era conocedor de esa información, y eso que compartimos muchas... intimidades—. Así fue como Roja pudo convocarla el día de la batalla para... —Calla y frunce el ceño. Sus ojos viajan de sus dedos nerviosos a mi cara—. Espera, ¿cómo supiste dónde estábamos?
—Os seguí. Bueno, la seguí. Todo el tiempo.
—¿Y la encontraste incluso habiéndose trasladado a la Hondonada con un deseo?
Alzo la cabeza al techo, porque es una pregunta complicada, y me fijo en los intrincados frescos en tonos pálidos que decoran la estancia.
—No importa dónde vaya o dónde esté, podría encontrarla en cualquier parte del mundo. Cueste lo que cueste. —No sé por qué le estoy confesando algo tan íntimo, pero desde el principio me resultó fácil hablar con Pulgarcita, y creo que se merece que confíe en ella, que me abra para recuperar parte de lo que hemos perdido por mi culpa—. Cuando a mí también me afectaba la bruma, no comprendía por qué siempre estaba de mal humor, por qué no era capaz de experimentar casi nada de felicidad, por qué me la encontraba una y otra vez, fuese donde fuese. Pero luego lo recordé todo, y ahora tengo claro que es porque es mi vínculo.
—¿Tu vínculo?
Parece que voy a hablar más de lo que esperaba, así que ahora, más calmado después de haberme atrevido a disculparme, sí que me siento en la butaca junto a ella.
—Sí. Es algo que a veces pasa entre licántropos. Cuando encontramos a alguien especial, surge un vínculo que nos une a esa persona. Es como una cuerda invisible, como una fuerza etérea que no sé bien explicar.
—¿Como estar enamorado? —aventura.
Los labios se me estiran en una sonrisa ladeada y niego con la cabeza.
—No, va más allá, porque no siempre se da como vínculo romántico. A veces es una amistad muy fuerte o incluso un lazo familiar. Y cuando se reconoce, esa persona se convierte en... tu todo. Tu compañera o compañero.
—Entiendo... —Frunce el ceño un poco, con la vista perdida en el fuego mientras piensa en lo que le he dicho—. Pero Roja no es una licántropa, ¿no? —Sus ojos vuelven a mí raudos, con un brillo especial, y a juzgar por lo deprisa que le late ahora el corazón diría que es por un ápice de temor.
—Creo que eso le corresponde a ella contártelo. Si quiere.
—Ya, tienes razón.
Nos quedamos en silencio de nuevo, acompañados únicamente por el chisporroteo de la leña al prender. Y entonces caigo en la cuenta de algo que ha dicho.
—¿Cómo...? ¿Cómo sabes que hice un trato con el Hada?
Y ahí está otra vez, esa sonrisa dulce que tanto la caracteriza y que en esta ocasión sí que se le transmite a los ojos.
—Porque en los días que pasamos juntos creo haberte conocido lo suficiente como para saber que no estuviste en el lado equivocado de la balanza porque sí. Aunque tus decisiones no me resulten las más inteligentes en este momento, estoy convencida de que algo te obligó a trabajar para ella, ¿me equivoco? —Entreabro los labios, sorprendido, y niego con la cabeza—. Y estoy segura de que quisiste contárnoslo. Sobre todo a ella.
Me recuesto contra el asiento y vuelvo a clavar la vista en los frescos del techo, un poco derrumbado.
—Varias veces. Pero me daba tanto miedo perderla... Y al final la he perdido igualmente.
—No creo que la hayas perdido. No del todo, al menos. Al fin y al cabo, su beso de amor verdadero te despertó.
—Ya, me aferro a eso. Pero no la conoces como yo, no te ofendas. —Niega con un cabeceo sutil—. Sé que cabe la posibilidad de que, por mucho que pueda quererme, me despertara solo para no deberme nada. Llevaba una cuenta, ¿sabes? De las veces que yo había tenido la oportunidad de matarla y no lo hice y viceversa. —Río con amargura—. Y la cuenta estaba a mi favor. Con el beso, se igualaron las cosas.
—Con ella nunca se sabe, pero me parece demasiado retorcido. Y, aun así, aunque fuese cierto, los besos de amor verdadero no se pueden fingir. Eso significa que te quiere.
—O que me quería y ese sentimiento desapareció después de resucitarme.
El silencio que acompaña a esas palabras me resulta pegajoso, porque no quiero creer que sea una posibilidad siquiera, por mucho que la parte que intenta protegerme a cualquier coste me empuje a esa versión de los hechos.
—De todos modos —dice al cabo de un rato indeterminado—, no sabrás si ese fue el motivo si no se lo preguntas.
—Ni siquiera me deja explicarme.
—Dale tiempo.
Suspiro con resignación y giro la cabeza hacia ella.
—Supongo que no me queda más remedio que ser paciente.
—Las heridas tardan su tiempo en cicatrizar. Más si son demasiado profundas.
Quizá no debería olvidar tan alegremente que los humanos no sanan sus heridas en cuestión de horas, y ella es medio humana. Quizá debería aferrarme a esas palabras para no acabar volviéndome loco o desesperándome por sus desplantes y sus borderías, que espero que sean cosa de la bestia.
—Bueno, me alegro de haber podido hablar contigo. Ojalá... Ojalá las cosas hubieran sido diferentes —me sincero. Y ella me dedica un gesto de comprensión—. Espero, de verdad, poder enmendar mis errores contigo.
Me levanto de la butaca con cierto ímpetu, deseoso por salir de aquí después de tanta sinceridad y confesiones, y doy dos pasos hacia la puerta.
—¿A dónde vas? —pregunta, extrañada.
—A... ¿mi casa?
—¿No te vas a quedar aquí?
—Creí... Creí que no querríais verme a todas horas.
Chasquea la lengua y niega con la cabeza.
—Cuantas más cabezas pongamos a pensar durante más tiempo, mejor que mejor, ¿no crees?
—No sé qué le parecerá a Roja esa idea.
—Pues que se aguante. —Sus palabras me arrancan una carcajada sincera que me reverbera en el pecho y, a juzgar por cómo se le relaja el rostro, le complace—. Dicen que nunca llueve a gusto de todos, así que puede tragarse su mal humor. Además, de este modo a lo mejor tenemos una oportunidad para que consigas explicarte.
Pulgarcita se pone en pie y da dos zancadas en mi dirección.
—¿Vas a ayudarme? —pregunto con interés.
—A ver, me costó mucho emparejaros en su momento como para olvidarlo ahora.
Una sonrisa nostálgica me nace en el rostro al recordar cómo nos vistió a juego para el baile del solsticio de invierno. Han sucedido tantas cosas desde entonces que parece haber pasado una eternidad. Y eso, para alguien que ha vivido más de un siglo siendo consciente del transcurso de los días, es mucho tiempo.
A pesar del temor profundo y visceral que me genera enfrentarme a todo lo relacionado con el País de las Maravillas, termino diciendo:
—Está bien. Me quedaré y me pondré a trabajar en ello, pero antes tengo que resolver unos asuntos.
Asiente y los labios se le estiran en una sonrisa sincera, la primera que alguien que considero de confianza me dedica en mucho tiempo. La respiración se me atasca un segundo en el pecho y le devuelvo el gesto, aliviado por cómo ha ido la conversación, agradecido por lo buena que es esta mujer. Y solo se me ocurre una cosa que decir:
—Me alegro de haberte conocido.
No me apetece lo más mínimo ir a la colonia a explicar, una vez más, que Brianna no va a asumir su papel como colíder, por mucho que por sus venas corra la sangre del alfa. Por lo que sé, ya resultó complicado, en su momento, que el clan aceptara a Mia como pareja de Aidan y, en consecuencia, alfa por extensión. Porque tener a una humana, compañera de un licántropo, como pareja alfa al mando de las cinco manadas de nuestro clan es... único. Pero ellos demostraron con creces el poder que atesoraban, su capacidad para que este clan, en sintonía con los otros clanes que conforman la colonia, saliera adelante. Literalmente se dejaron la piel por nosotros.
Y a Brianna le concedieron el rol de alfa por herencia, porque, para los lobos, honrar la memoria de nuestros antepasados es clave para seguir comportándonos como un único ser. Lo excepcional de todo esto es que llevemos años con un solo alfa —yo— al mando, en lugar de una pareja, como suele ser habitual. Le dieron una tregua cuando fallecieron sus padres, porque aún era pequeña; después nos casamos, pero seguía siendo responsable de su abuela, así que asumí ese rol yo solo. Y ahora que Lianna también ha muerto, están nerviosos por que Brianna no acepte su cometido. Y, sinceramente, después de esta nueva negativa, me veo sin fuerzas de defenderla.
A pesar de que el clan de la Luna Parda le deba mucho a Aidan, su padre, y a todo su linaje, ahora... Ahora no sé qué va a pasar. Ni siquiera sé si en algún momento de nuestra historia se ha dado una situación así: que una alfa no quiera asumir la mitad de su rol. Lo peor es que esa falta de interés tan prolongada ya generaba rencillas incluso antes de que recayera la bruma. Ahora que están recuperando los recuerdos y que el ambiente está caldeado..., no me quiero ni imaginar qué va a pasar cuando me vean aparecer sin ella.
Me centro en el paisaje que me rodea para apartar distracciones y evitar acabar estrellado contra un árbol. El bosque se difumina a mi alrededor según lo voy dejando atrás, trotando con todas mis fuerzas para llegar cuanto antes a la colonia. Siento el viento recortando contra mi pelaje, mojado por los débiles copos que gotean del cielo nocturno; las patas se me hunden en las últimas nieves y voy levantando la tierra húmeda bajo mi paso. Permito que los aromas del bosque me embriaguen, los diferentes rastros de posibles presas: un jabato de tres cuernos solitario, una rapicua cavernosa, varios gatos arbóreos... La boca se me hace agua ante tanto estímulo y me saliva.
¿Podría desviarme un poco para...?
La razón se impone sobre el animal con la antelación suficiente como para no cambiar mi rumbo en el último segundo. Poco después, a lo lejos, percibo el fulgor de las antorchas de la colonia y la tensión por la conversación que me veré obligado a mantener se une a la calma de estar en casa. El olor típico de los lobos se entremezcla con el de la carne cocinada, con el de la madera al quemarse, con el de la tierra mojada. Ralentizo el paso hasta ir al trote, con la lengua colgándome por un lado y la respiración acelerada. Oigo un aullido a lo lejos, de algún centinela que ha captado mi esencia y avisa a los demás de mi llegada. Me cuesta horrores no unirme a ese canto, pero lo reprimo.
Paso por entre las tiendas de lona, dejando atrás a un par de cachorros que juegan a morderse y a algunos vecinos que estiran los últimos minutos del día reunidos alrededor de una hoguera. Todos me miran mientras camino hacia la tienda del consejo de mi clan y los murmullos curiosos empiezan a crecer a mi alrededor. Las orejas se me mueven solas intentando captar cualquier palabra, pero igualmente los ignoro y me adentro en la construcción de telas tupidas, donde, a juzgar por los olores, sé que se encuentra Diot, la portavoz del consejo y tía abuela de Bri. Desde que fallecieron los padres de Brianna y hasta que nos casamos, ella y su pareja fueron las encargadas de liderar a las cinco manadas de nuestro clan, y aún me pregunto por qué delegó esa responsabilidad en mí.
La ubico al fondo, sentada a la mesa circular en completa penumbra y estudiando unos papeles, tan concentrada que ni siquiera levanta la cabeza con mi llegada. Pero es evidente que sabe que estoy aquí.
—Cuéntame.
Cojo aire para enfrentarme al cambio y tiro de mi forma humana para poder explicárselo todo.
La mutación hoy es especialmente dolorosa no solo por el cansancio, sino por un nuevo rechazo por parte de Brianna que ha alterado mi concentración y mi estado anímico. Los huesos se me empiezan a romper uno a uno y a reubicarse en una reacción en cadena; un calor insoportable me invade y siento la sangre casi hirviéndome en las venas, como todas las veces que cambio. El pelaje se retrae, las encías me sangran momentáneamente al resguardar los caninos y la boca me sabe ferrosa; los ojos me escuecen y mis facciones se contraen, se aprietan entre sí para esconderse en mi interior. Cuando he terminado, de entre los labios se me escapa un jadeo tembloroso y me obligo a recobrar la compostura y a calmar mis latidos desbocados.
Con los últimos coletazos de la metamorfosis, me inclino hacia delante para recoger mis pertenencias que, como siempre, llevaba atadas al cuello, y me visto despacio, siendo consciente de cómo los nuevos músculos se flexionan y contonean con cada movimiento. Siempre resulta un tanto extraño cambiar de una forma a otra, acostumbrarse a unos sentidos diferentes a los que tenía segundos antes. Todo a mi alrededor está mucho más en silencio que hace un instante.
—Será mejor que convoquemos al consejo —digo por fin.
Diot asiente mientras inspira hondo y clava sus ojos dorados en los míos.
—¿No traes buenas noticias? —Se levanta sirviéndose de la mesa como apoyo y las rodillas le crujen por los años.
—Las esperadas.
—Está bien. Puedes servirte de mi plato si quieres. No lo he tocado.
Señala un recipiente de madera lleno de jugosa carne estofada y un trozo de pan. La boca se me hace agua solo de pensarlo, pero no es el momento de comer. Le dedico un cabeceo y la anciana sale de la tienda para ir en busca de los demás miembros del consejo. Habría ido yo mismo, pero como líder no es mi tarea. Sin poder remediarlo, me quedo mirando el lugar por donde se ha marchado, dando gracias mentalmente porque aquí nadie sepa lo que hice por el Hada Madrina. Aún no sé cómo lo he logrado, porque llevar una doble vida durante un siglo es de las cosas más complicadas que he hecho en mi vida. El primer puesto lo tiene haberle mentido tantísimo a Brianna.
Derrotado por la carrera y una tarde llena de emociones, me derrumbo sobre una de las sillas y hojeo los papeles que Diot estaba estudiando. Son inventarios de víveres y bienes cultivados y recolectados, censos de defunciones —demasiadas— y de nacimientos —inexistentes—, y un sinfín más de documentación de la que sé que debería encargarme yo. Si no encontramos la forma de regular la situación, el clan acabará muriendo y los otros clanes con los que convivimos en la colonia terminarán por echarnos del terreno, por débiles.
Con la reactivación del flujo del tiempo tras la muerte de la tirana, muchos de nuestros miembros más longevos murieron al encontrar el fin de sus días. Porque aunque el tiempo estuviese congelado, los cuerpos y las mentes se fueron deteriorando muy despacio y, al final, el ciclo de la vida acabó imponiéndose. Incluso yo, que he sido consciente de todo en este siglo, a veces pierdo la noción de dónde y cuándo estoy, como si mis recuerdos se apelotonasen en un mismo punto, unos encima de otros, y, a su vez, tuviese tantos acumulados que se evaporasen de repente. Y a eso hay que sumarle que, si bien durante ese siglo no murió nadie por vejez, tampoco hubo nuevos alumbramientos; además de las crecientes rencillas entre la ciudad y las colonias que vivimos en la periferia, como viene siendo costumbre, por exigencias de abastecimiento absurdas. Como si los licántropos les debiéramos algo a esa escoria que no es capaz ni de conseguirse su propio alimento.
Me masajeo las sienes para intentar paliar el incipiente dolor de cabeza sin dejar de pasear la vista de un documento a otro. Esto es insostenible y yo no estoy hecho para estar aquí. No tengo lo que hay que tener para liderar a toda una comunidad, para imponer medidas que puedan sacarnos de esta. Y, sobre todo, no tengo la capacidad de ser el alfa que la colonia necesita, al menos yo solo. Debería contar con alguien fuerte a mi lado, que compensase mis flaquezas. Debería estar acompañado de Brianna.
Justo cuando creo que la cabeza me va a explotar, las solapas de la tienda se abren y el consejo hace acto de presencia. Cada anciano que toma asiento representa a una de las parejas de betas encargadas de supervisar a cada una de las cinco manadas que conforman el clan de la Luna Parda. Diot, la tía abuela de Brianna, beta de nuestra propia manada, abre la marcha, seguida de Brendan, Finna, Nora y Roi. Me saludan con cortesía, e incluso me preguntan cómo me encuentro, pero sus palabras son tensas, porque todos saben que las noticias que porto no son buenas.
—No nos demoremos más —empieza diciendo Diot—. Cuéntanos, ¿cuál es la situación en palacio?
—Lo que ya suponíamos. —Suspiro y paseo la vista entre ellos—. Un completo caos. Las exigencias de compensación hacia las princesas están escalando de forma flagrante y no hay nadie para responder a esas demandas. Los príncipes no saben qué hacer, nunca han ostentado el poder de ellas; las princesas eran las que se encargaban del pueblo, de las políticas entre reinos, de... todo. Y las villanas, dentro de lo mal que lo hicieron, fueron funcionales. Consiguieron mantener una paz medianamente estable, por mucho que sus medidas económicas fuesen abusivas. Por lo que he oído, se van a seguir manteniendo esos diezmos hasta que la situación se calme. Para entonces prometen tiempos mejores.
—Promesas, promesas y más promesas —se queja Roi, con su espesa barba gris trenzada hasta el pecho—. Las colonias nos conocemos ese cuento viejo. Siempre prometen que después del sufrimiento llegará la calma, y lo que sucede en realidad es que los tiempos convulsos se normalizan y la gente acaba resignándose a esa vida de mierda.
Escupe en el suelo y se cruza de brazos. El resto del consejo le da la razón y yo no puedo hacer más que asentir.
—No nos queda más remedio que esperar a que la situación se estabilice.
—Y mientras, ¿qué? —interviene Finna. Por mucho que su voz suene dulce y melosa, toda ella rezuma autoridad—. ¿Dejamos que las aldeas y ciudades nos vengan con exigencias y amenazas de destrucción? No podemos permitirnos volver a pasar por otra crisis como la que sufrimos cuando aún vivían los alfas.
Aidan y Mia. Porque yo no soy un alfa de verdad.
Aprieto los labios y clavo la vista en ninguna parte. Tenía trece años cuando sufrimos el invierno más crudo que recuerdo, cuando los cultivos se helaron, los animales hibernaron más de la cuenta y apenas quedó alimento para nadie. Fue entonces cuando se exigió a las colonias de licántropos y cambiaformas de la periferia que ayudaran a los demás suministrándoles bienes de caza que a nosotros nos resultaban más fáciles de conseguir. Cuando la situación se hizo insostenible, estalló todo y Mia y Aidan acabaron muriendo en una de las revueltas.
—¿Qué hay de su hija? —pregunta Brendan con los ojos escondidos entre los pliegues de la piel—. ¿Está preparada para asumir sus responsabilidades ya?
Me obligo a respirar con calma para refrenar el vuelco que ha estado a punto de darme el corazón, porque todos los aquí presentes lo habrían oído, y chasqueo la lengua.
—Ese es el segundo problema. Le han pedido que encuentre el modo de traer de vuelta a las princesas.
—Y está claro que habrá aceptado —dice Nora con una risa tosca—, porque la codicia le puede a esa chica. ¿Cuál ha sido el precio que le han ofrecido esta vez? Prefiere tener los bolsillos llenos de reales en lugar de ayudar a los suyos. Antes de la bruma ya os dije que no nos podíamos fiar de una mestiza.
—¿Acaso no sabes atar a tu mujer en corto? —apunta Roi.
A duras penas, reprimo el estallido de ira que me sobreviene por ese ataque y lo transformo en un gruñido gutural y primario que hace que el aire a nuestro alrededor se enrarezca. Puede que yo por mí mismo no posea el poder de una pareja de alfas, y ninguno de ellos tampoco, pero me otorgaron el liderazgo durante un tiempo y no pienso permitir que nadie hable así de mi esposa.
—Estoy convencida de que Brianna tendrá motivos para retrasar sus obligaciones —intercede Diot al ver que soy incapaz de pronunciar palabra por la frustración y la rabia que me ha trepado por la garganta. Y se lo agradezco con una mirada cómplice—. ¿No es así, Axel?
Asiento muy despacio, contando hasta diez para controlar mis instintos y que las garras vuelvan a replegarse. Al separarse de la mesa, donde se han clavado, emiten un chirrido muy molesto y varias astillas se desprenden de ella. Aún no sé cómo fui capaz de controlar todo esto durante el tiempo que fingí que el maleficio me afectaba, pero está claro que estar separado de Brianna hace que mis instintos se descontrolen más de lo deseado. Y si encima hablan mal de ella...
—Exacto —consigo decir, con la voz más ronca y grave de lo habitual—. El príncipe... No recuerdo su nombre, el marido de Cenicienta, amenazó a Brianna con juzgarla por traición si no conseguimos traer de vuelta a las princesas.
Los rostros de todos se ensombrecen de golpe, porque por mucho que puedan odiarla, repudiarla y considerarla una niña malcriada, nadie amenaza a un licántropo sin sentir la ira de su clan, de las cinco manadas. Y aunque ella no quiera asumir su papel de alfa, le corresponde por derecho.
—¿Y ha aceptado? —pregunta Nora, más calmada.
—No le ha quedado más remedio. Ella no ha recuperado sus recuerdos —confieso por fin.
—¿No le has dicho su nombre?
—Lo hice.
—¿Y?
—Que no sucedió nada. Por el motivo que sea, ella no ha conseguido despejar la bruma. No ha encontrado la forma de unir sus dos mitades divididas ni siquiera al saber su nombre.
—Tampoco me sorprende —dice Nora—. Ni cuando era pequeña hacía caso cuando alguien la llamaba así.
—Creo... Creo que Brianna murió el mismo día en que asesinaron a sus padres.
Todos se me quedan mirando, con ojos entristecidos o cargados de ira por los recuerdos del pasado. Porque hubo un antes y un después tras ese fatídico suceso. Aunque Bri siempre ha sido muy temperamental, cuando mataron a sus padres se volvió más recelosa, taciturna e independiente.
—Pues hay que devolverle los recuerdos a esa chica —comenta Diot, como si fuera lo más sencillo del mundo.
Se me escapa una risa incrédula al oírla y enarca una ceja. Por mucho que yo sea el líder en funciones, esta mujer me cuadriplica la edad —si no contamos el siglo anclado— y le debo cierto respeto. Porque si no estuviese casado con Brianna, yo sería un omega y ella seguiría siendo la beta de mi manada. E incluso puede que ella misma y su pareja ya hubiesen aceptado el rol de pareja alfa de nuevo de no haber sido tan mayores, porque readaptar al clan al cambio para que solo dure diez o veinte años más sería duro.
—No me malinterpretéis —comienzo diciendo—, pero no creo que seáis capaces de dar con algo