Festín de cuervos (Canción de hielo y fuego 4)

George R.R. Martin

Fragmento

Este ha sido jodido.

Ofrezco de nuevo mi gratitud y reconocimiento a esas almas perseverantes, mis supervisores editoriales: Nita Taublib, Joy Chamberlain, Jane Johnson y en especial Anne Lesley Groell, por su apoyo, su sentido del humor y su inmensa tolerancia.

También agradezco a mis amables lectores todos sus mensajes de correo electrónico de apoyo, así como la paciencia.

En particular, inclino mi yelmo ante Lodey de los Tres Puños; Pod el Conejito Diabólico; Trebla y Daj, los Reyes del Trivial; la encantadora Caress del Muro; Lannister el Mataardillas, y el resto de la Hermandad Sin Estandartes, esa ebria y alocada compañía de valientes caballeros y damas adorables que año tras año tras año organizan las mejores fiestas de la Worldcon.

Y suenen fanfarrias en honor de Elio y Linda, quienes parecen conocer los Siete Reinos mejor que yo; la base de datos de concordancia de su web westeros.org es una gozada y una maravilla que me ayuda a mantener la coherencia de la serie.

Y gracias a Walter Jon Williams por su guía en nuevas mares océanas; a Sage Walker por las sanguijuelas, las fiebres y los huesos rotos; a Pati Nagle por el HTML, los escudos giratorios y su rapidez a la hora de subir mis noticias, y a Melinda Snodgrass y Daniel Abraham por servicios que van mucho más allá del deber. Voy saliendo del paso with a little help from my friends.

Para Parris no me bastan las palabras: me ha soportado tanto en los días buenos como en los malos, durante todas y cada una de estas condenadas páginas. Solo me cabe decir que no podría cantar esta Canción sin ella.

Prólogo

Prólogo

—Dragones —dijo Mollander. Cogió del suelo una manzana arrugada y se la pasó de una mano a otra.

—Lánzala —le dijo Alleras el Esfinge, apremiante. Sacó una flecha del carcaj y la centró en la cuerda del arco.

—Cuánto me gustaría ver un dragón. —Roone era el menor de todos, tan solo un chiquillo regordete al que aún le faltaban dos años para llegar a la edad viril—. No sabéis cuánto me gustaría.

«Y a mí me gustaría dormir abrazado a Rosey —pensó Pate. Cambió de postura en el banco, inquieto. Tal vez la chica fuera suya al amanecer—. Me la llevaré lejos de Antigua, al otro lado del mar Angosto, a una de las ciudades libres.» Allí no había maestres; allí nadie lo acusaría.

Alcanzó a oír la risa de Emma, que se colaba a través de los postigos cerrados de una ventana situada más arriba, mezclada con otra voz más grave, la del hombre al que estaba atendiendo. Era la mayor de las mozas de El Cálamo y el Pichel, cuarenta años como poco, pero aún conservaba cierta belleza pulposa. Su hija Rosey tenía quince años y acababa de florecer. Emma había decretado que la virginidad de Rosey costaría un dragón de oro. Pate había ahorrado nueve venados de plata y un cuenco de estrellas de cobre y calderilla, pero de gran cosa le iba a servir. Le resultaría más fácil empollar un dragón de verdad que ahorrar monedas suficientes para obtener uno de oro.

—Si querías dragones, naciste demasiado tarde, chaval —le dijo a Roone Armen el Acólito. Armen llevaba en torno al cuello una tira de cuero engarzada con eslabones de peltre, cinc, plomo y cobre, y por lo visto pensaba, como la mayoría de los acólitos, que lo que tenían los novatos sobre los hombros era un nabo, no una cabeza—. El último murió durante el reinado de Aegon III.

—El último de Poniente —insistió Mollander.

—Tira la manzana —volvió a apremiarlo Alleras.

El Esfinge era un joven atractivo. Las mozas lo mimaban y consentían. Hasta Rosey le rozaba a veces el brazo cuando le servía vino, y Pate tenía que apretar los dientes y fingir que no se daba cuenta.

—El último dragón de Poniente fue el último dragón, y punto —insistió Armen—. Eso lo sabe cualquiera.

—¡Venga, esa manzana! —pidió Alleras—. ¿O te la vas a comer?

—Venga.

Arrastrando el pie zambo, Mollander dio un saltito, giró sobre sí mismo y lanzó la manzana hacia la bruma que pendía sobre el Aguamiel. De no ser por el pie habría sido caballero, igual que su padre. Fuerza le sobraba, como demostraban aquellos brazos gruesos y hombros anchos. La manzana voló lejos, veloz...

... pero no tanto como la flecha que surcó el aire tras ella: cuatro palmos de vara de madera dorada con plumas de color escarlata. Pate no la vio acertar a la manzana, pero sí oyó el impacto, un ligero chunk que despertó ecos al otro lado del río antes de que llegara el ruido de la fruta contra el agua.

Mollander silbó.

—Le has sacado el corazón. Qué belleza.

«No tanta como la que tiene Rosey.» Pate adoraba aquellos ojos color avellana, aquellos pechos incipientes, la manera en que le sonreía al verlo. Adoraba los hoyuelos que tenía en las mejillas. A veces servía las bebidas descalza para notar la sensación de la hierba en los pies. Eso también lo adoraba. Adoraba su olor limpio y fresco, la manera en que se le rizaba el pelo detrás de las orejas. Hasta adoraba los dedos de sus pies. Una noche, la muchacha le había dejado que se los masajeara y jugara con ellos, y Pate había inventado una historia divertida sobre cada dedo, todo con tal de que no dejara de reírse.

Tal vez fuera mejor no cruzar el mar Angosto. Con el dinero que había ahorrado podía comprar un burro; Rosey y él lo montarían por turnos y recorrerían Poniente. Cierto era que Ebrose no lo consideraba digno del eslabón de plata, pero Pate sabía entablillar un hueso y aplicar sanguijuelas para unas fiebres. El pueblo llano le agradecería su ayuda. Si aprendía a cortar el pelo y afeitar, hasta podría trabajar de barbero.

«Con eso me bastaría —se dijo—, si tuviera a Rosey.» Rosey era todo lo que deseaba en el mundo.

No siempre había pensado lo mismo. En otros tiempos soñó con ser el maestre de un castillo, al servicio de algún señor generoso que lo honraría por su sabiduría y le regalaría un hermoso caballo blanco para agradecerle sus servicios. Qué alto, qué orgulloso cabalgaría, sonriendo desde arriba a la gente sencilla cuando se la cruzara en los caminos...

Una noche, en la sala común de El Cálamo y el Pichel, después de la segu

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