Prólogo
Yo, cuando era yo
Nos quedamos sin tiempo, mi amor. Terminemos con el final del mundo, ¿te parece? Sí. Vamos allá.
Aun así, es extraño. Mis recuerdos son como insectos fosilizados en ámbar. Vidas congeladas, antaño olvidadas y que rara vez están intactas. A veces solo soy capaz de ver una pata; otras, un ala membranosa; otras, la parte inferior del abdomen... La imagen al completo es algo que hay que deducir de dichos fragmentos y termina por ser un borrón que se cavila entre hendiduras sucias y aserradas. Cuando entrecierro los ojos y me concentro en los recuerdos, veo caras y acontecimientos que deberían significar algo para mí, y tienen sentido, pero... también es cierto que no lo tienen. La persona que los contempló de primera mano soy yo, pero, al mismo tiempo, no soy yo.
En dichos recuerdos era otra persona, de igual manera que la Quietud era un mundo diferente. Antes y ahora. Tú y tú.
Antes. Este mundo estaba formado por tres masas de tierra, que se encontraban casi en la misma posición que lo que más tarde se conocería como la Quietud. Las continuas Estaciones terminarían por crear más hielo en los polos, reducir el nivel del mar y hacer que lo que llamas «Árticas» y «Antárticas» fuese mayor y más frío. Pero eso fue antes...
... ahora, siento que el ahora es lo que yo recuerdo como antes. A eso me refería cuando te dije que era extraño...
Ahora, en esta época antes de la Quietud, los lejanos norte y sur son buenas tierras de labranza. Lo que llamas las Costeras occidentales son, en su mayor parte, pantanos y bosques pluviales que se marchitarán durante el próximo milenio. Parte de las Normelat aún no existe y se creará con los efluvios volcánicos a lo largo de miles de años de erupciones intermitentes. ¿Y el lugar que se convertirá en Palela, tu hogar? No existe. Tampoco se puede decir que las cosas hayan cambiado mucho, pero es que ese ahora del que hablo es muy reciente a nivel tectónico. Cuando afirmo que «es el fin del mundo» recuerda que suele ser mentira. Al planeta no le pasa nada.
¿Cómo llamamos a ese mundo olvidado, ese ahora, en lugar de la Quietud?
Primero, déjame hablarte de una ciudad.
Es una ciudad mal construida si nos ceñimos a tus patrones. Se extiende de una manera que ninguna comu moderna podría permitirse, ya que requeriría muchos kilómetros de muros. Y las afueras más alejadas de esta ciudad han quedado divididas por ríos y otros accidentes de la orografía para formar urbes adicionales, de igual manera que el moho se divide y se extiende por superficies de tierra fértil. Demasiado hacinados, pensarás. Un territorio demasiado solapado; unas ciudades en expansión con su nociva prole que están demasiado conectadas y que no podrían sobrevivir por su cuenta si perdieran el contacto con el resto.
En ocasiones, esas ciudades inmaduras cuentan con sobrenombres locales, sobre todo en aquellos lugares en los que tienen un tamaño o una antigüedad suficiente como para haber alumbrado por su cuenta otras de esas ciudades inmaduras, pero es algo insustancial. La manera en que percibes la forma en que se conectan es certera: tienen la misma infraestructura, la misma cultura, los mismos anhelos y los mismos temores. Cada ciudad es igual que el resto de ciudades. De hecho, todas las ciudades son la misma ciudad. En este mundo, en este ahora, la ciudad se llama Syl Anagist.
¿Eres capaz de llegar a comprender de lo que es capaz una nación, hija de la Quietud? La Antigua Sanze al completo cuando unió por fin los fragmentos de cientos de civilizaciones que habían vivido y perecido entre el antes y el ahora no sería nada en comparación. Tan solo un grupo de ciudades-estado paranoicas y comunidades que a veces estarían de acuerdo en compartir cosas con la esperanza de sobrevivir. Ay, las Estaciones estaban a punto de reducir el mundo a unas fantasías tan miserables.
Aquí, ahora, esas fantasías no tienen límite. Los habitantes de Syl Anagist dominan las energías de la materia y su composición, han moldeado la propia vida a su antojo, han explorado tanto los misterios del cielo que se han aburrido de él y vuelto a centrarse en el suelo que yace bajo sus pies. Y Syl Anagist está viva, vaya si lo está: el ajetreo de las calles, un comercio interminable y edificios que a tu mente le costaría identificar como tal. Esos edificios cuentan con paredes de celulosa estampada que son difíciles de distinguir debajo de las hojas, el musgo, la hierba y los racimos de frutas o de tubérculos. En algunas azoteas ondean banderolas que en realidad son flores fúngicas inmensas y desplegadas. En las calles pululan cosas que quizá no fueses capaz de reconocer como vehículos hasta que descubrieras que sirven para viajar y como medios de transporte. Algunas de ellas caminan sobre patas como artrópodos gigantescos. Otras son poco más que unas plataformas abiertas que se deslizan sobre un colchón formado por la transferencia de energía... Bueno, eso tampoco lo entenderías. Solo te diré que esos vehículos flotan unos pocos centímetros sobre el suelo. No hay animales que tiren de ellos. Tampoco los alimentan ni el vapor ni ningún otro tipo de combustible. Si algo, ya sea una mascota o un niño, pasa por debajo, deja de existir por un instante y luego aparece al otro lado sin haber reducido la velocidad, ni consciente de lo ocurrido. Nadie considera que aquello se pareciese a la muerte.
Hay algo en el lugar que seguro reconoces, algo que sobresale de su núcleo. Se trata del objeto más alto y brillante en kilómetros a la redonda, y todo camino y vía está conectado a él de una forma u otra. Es tu viejo amigo, el obelisco de amatista. No flota; aún no. Está posado, no del todo inactivo, en la hendidura. De vez en cuando late de una manera que te recordaría a Allia. Es un latido más saludable que aquel, pues el de amatista no está dañado y moribundo como el granate. Aun así, si dicho parecido hace que te estremezcas, es una reacción de lo más normal.
A lo largo y ancho de las tres extensiones de tierra yace un obelisco en el centro de todos los lugares en los que hay un nódulo de Syl Anagist del tamaño suficiente. Salpican la superficie del mundo como doscientas cincuenta y seis arañas posadas en doscientas cincuenta y seis telas de araña, dan energía a cada una de las ciudades y, al mismo tiempo, también reciben energía.
Podrías considerarlas telarañas de vida. Como bien habrás visto, la vida es sagrada en Syl Anagist.
Ahora, imagina que alrededor de la base del de amatista hay un complejo de edificios. No se parecerá en nada a ninguna cosa que seas capaz de imaginar, pero imagina algo bonito y ya está. Ahora céntrate en uno en concreto, ese que se encuentra en el extremo sudoeste del obelisco, el que está sobre un montículo inclinado. En las ventanas de cristal del edificio no hay barrotes, pero figúrate que el material blanquecino está cubierto por una capa algo más oscura de tejido. Son nematoquistes, una manera muy popular de proteger las ventanas de contactos indeseados, y solo se encuentran en la cara externa, para evitar la entrada a los intrusos. Escuece, pero no mata. (La vida es sagrada en Syl Anagist.) En el interior, no hay guardas en las puertas. Da igual, porque los guardas son ineficaces. El Fulcro no es la primera institución que ha aprendido una de las grandes certezas de la especie humana: los guardas no son necesarios cuando eres capaz de convencer a los demás de que colaboren por voluntad propia.
Dentro de esa bonita prisión hay una celda.
No lo parece, lo sé. Hay un mueble de factura impecable que quizá llamarías sillón, aunque no tiene respaldar y está formado por una serie de piezas modulares. Los demás muebles son cosas normales que sí reconocerías; todos los pueblos necesitan sillas y mesas. A través de la ventana se ve un jardín sobre la azotea de uno de los otros edificios. A esa hora del día, el jardín recibe la luz del sol que atraviesa el gran cristal, y las flores que crecen allí se han plantado y cuidado con ello en mente. La luz púrpura baña los caminos y los parterres, y las flores parecen brillar con luz tenue al reaccionar con el color. Algunas de esas pequeñas luces que emanan de las flores titilan, y por eso el jardín centellea como el cielo nocturno.
Hay un niño que mira esas flores centelleantes a través de la ventana.
En realidad, se trata de un joven. Parece adulto de una manera superficial, de una manera algo intemporal. Tiene una apariencia maciza pero no fornida. Tiene la cara ancha y redonda, con la boca pequeña. Es del todo blanco: su piel incolora, su pelo incoloro, sus ojos geliris, sus prendas de factura elegante. Todo en la estancia es blanco: los muebles, las alfombras, el suelo debajo de las alfombras. Las paredes son de celulosa descolorida y no hay nada que crezca en ellas. El único lugar del que emana algo de color es la ventana. Dentro de ese espacio estéril, a la luz púrpura que se refleja en el exterior, el chico es lo único que parece estar vivo.
Sí, ese chico soy yo. La verdad es que no recuerdo su nombre, pero sí que recuerdo que tenía muchas letras, por el óxido. Vamos a llamarlo Houwha, la misma fonética rodeada de todo tipo de letras mudas que ocultan otros significados. Se parece lo suficiente, y simboliza muy bien...
Vaya. Estoy más enfadado de lo que debería. Qué fascinante. Vamos a cambiar de tema, pasemos a uno menos peligroso. Volvamos al ahora que será, a un lugar muy diferente de aquel donde nos encontramos.
Estamos en el ahora de la Quietud, y las reverberaciones de la Hendidura no han dejado de repetirse. El lugar donde nos encontramos no es exactamente la Quietud, sino una caverna justo encima de la cámara magmática principal de un volcán enorme y antiguo. Podría decirse que es el núcleo del volcán, si lo prefieres y te gustan las metáforas. Si no, se trata de una vesícula oscura, profunda e inestable en medio de la roca que apenas se ha enfriado después de los miles de años transcurridos desde que el Padre Tierra la eructó. Me encuentro dentro de dicha caverna, fundido en parte con un montículo de roca para así tener más conciencia de la más mínima perturbación o de las grandes deformaciones que pronostican un derrumbamiento. No necesito hacerlo. Hay ciertos procesos imparables que no tienen nada que ver con lo que he hecho aquí. Pero sé lo que es estar solo cuando estás confundido, aterrado e inseguro de lo que sucederá a continuación.
No estás sola. Nunca lo estarás, a menos que así lo desees. Sé lo que es importante aquí, en el fin del mundo.
Ah, amor mío. Un apocalipsis es algo relativo, ¿verdad? Que la tierra se quiebre es un desastre para la vida que depende de ella, pero no tanto para el Padre Tierra. Cuando un hombre muere, debería ser un acontecimiento devastador para la niña que en algún momento lo llamaba padre, pero se convierte en algo irrelevante cuando la han llamado monstruo tantas veces que se reconoce en dicho término. Cuando un esclavo se rebela, apenas tiene importancia para las personas que leen sobre ello a posteriori. No son más que meras palabras en una mera página de papel ajado que se ha deshecho debido a la erosión de la historia. («Erais esclavos, ¿y qué?», susurran. Como si fuese irrelevante.) Pero las personas que sobreviven a una rebelión de esclavos, los que dan por hecho el control que ejercen sobre ellos hasta que se vuelve en su contra cuando menos se lo esperan, y los que prefieren ver el mundo arder antes que tener que soportar un minuto más en «esa situación»...
No es una metáfora, Essun. Ni tampoco una hipérbole. Vi el mundo arder. No me interesan los espectadores inocentes, el sufrimiento inmerecido o la venganza insensible. Cuando se construye una comu sobre una falla geológica, ¿les echas la culpa a los muros cuando estos se derrumban sin remedio sobre la gente que vive en el interior? No. A quien culpas es al estúpido irresponsable que creyó que podía desafiar por siempre las leyes de la naturaleza. Pues algunos mundos se construyen sobre una falla de dolor, sobre pesadillas. No te lamentes cuando esos mundos queden destruidos. Enfurécete porque estuviesen condenados desde el momento en el que los construyeron.
Ahora te voy a contar la manera en la que quedó destruido ese mundo, Syl Anagist. Te diré cómo llegó a su fin o, al menos, cómo quedó tan destrozado como para que tuviese que empezar de nuevo y reconstruirse desde cero.
Te diré cómo abrí el Portal, cómo desvié la Luna y cómo sonreía mientras lo perpetraba.
Y te contaré con todo detalle cómo, más tarde, a medida que la muerte se cernía sobre nosotros, susurré:
«Se acabó.»
«Se acabó.»
Y la Tierra me respondió también entre susurros:
«Arded.»
1
Tú, despiertas y sueñas
Ahora. Recapitulemos.
Eres Essun, la única orogén con vida que ha sido capaz de abrir el Portal de los Obeliscos. Nadie esperaba que te aguardase un destino tan esplendoroso. Perteneciste al Fulcro, pero nunca tuviste una carrera tan meteórica como Alabastro. Eras una feral a la que encontraron sola, y eras única porque tenías unas capacidades innatas superiores a las de muchos orogratas nacidos de manera fortuita. Aunque empezaste bien, no tardaste en estancarte, por ninguna razón aparente. Sencillamente, no tenías el ansia por innovar ni el deseo de destacar, o de eso se lamentaban los instructores de puertas adentro. Eras demasiado rápida para ajustarte al sistema del Fulcro. Te limitaba.
Lo cual es bueno, ya que de lo contrario no te habrían enviado a esa misión con Alabastro. Ese hombre les asustaba, vaya por el óxido si lo hacía. Pensabas... pensaban que tú eras una de las seguras, una vez te dominaran y te entrenaran para obedecer, que no destruirías una ciudad por accidente. Acertaron de pleno, ¿verdad? ¿Cuántas ciudades llevas destruidas ya? Una de ellas, casi a propósito. Las otras tres han sido accidentes, pero ¿acaso importa? A los muertos, seguro que no.
A veces sueñas con que no has hecho nada. Con que no has agitado el obelisco granate en Allia y, en lugar de ello, contemplas cómo unos niños negros felices juegan entre las olas de una playa de arena negra mientras tú te desangras por culpa del cuchillo de un Guardián. Con que Antimonio no te ha llevado a Meov, sino que en lugar de eso has vuelto al Fulcro para dar a luz a Corindón. Lo habrías perdido después del parto y nunca habrías estado con Innon, pero tal vez ambos siguieran vivos. (Bueno. Todo lo «vivo» que podría estar Corin si lo hubiesen llevado a un nódulo.) Pero de ser así nunca habrías vivido en Tirimo, nunca habrías dado a luz a Uche para que muriese a manos de su padre, nunca habrías criado a Nassun para que la raptase su padre, nunca habrías acabado con los que eran tus vecinos cuando intentaron matarte. Se habrían salvado muchas vidas si te hubieses quedado en tu celda. O muerto cuando te hubiese llegado la hora.
Aquí y ahora, libre desde hace mucho de las restricciones formales impuestas por el Fulcro, te has vuelto muy poderosa. Has salvado a la comunidad de Castrima a cambio de sacrificar la propia Castrima, un pequeño precio que pagar comparado con la sangre que habría derramado el ejército enemigo en caso de haber vencido. Has conseguido la victoria después de desencadenar la energía concatenada de un mecanismo arcano más antiguo que la (tu) historia escrita y, como eres quien eres, al conseguir dominar dicho poder acabaste con la vida de Alabastro Decanillado. No querías hacerlo. Sospechabas que él sí quería que lo hicieras. Sea como fuere, está muerto, y esta cadena de acontecimientos te ha convertido en la orogén más poderosa del planeta.
También significa que ese calificativo de «más poderosa» acaba de adquirir una fecha de caducidad, porque te ha empezado a ocurrir lo mismo que a Alabastro: te estás convirtiendo en piedra. Por ahora, solo tu brazo derecho. Podría ser peor. Será peor la próxima vez que abras el Portal o incluso la próxima vez que uses mucha de esa plata no orogénica que Alabastro llamaba magia. Pero no tienes elección. Tienes un trabajo que hacer, cortesía del propio Alabastro y de esa facción indeterminada de los comepiedras que, en silencio, han intentado que concluya la guerra ancestral entre la vida y el Padre Tierra. Tu trabajo es el más sencillo de los dos, o eso crees. Solo tienes que atrapar la Luna. Sellar la Hendidura de Yumenes. Reducir el impacto que se espera de la Estación actual de miles o millones de años a algo más manejable, algo que otorgue una oportunidad de sobrevivir a la especie humana. Terminar para siempre con las quintas estaciones.
Pero ¿qué quieres hacer tú? Pues encontrar a Nassun, tu hija. Arrebatársela al hombre que asesinó a tu hijo y la ha arrastrado por medio mundo en medio del apocalipsis.
Al respecto, tengo buenas y malas noticias. Pero en breve hablaremos de Jija.
En realidad no estás en coma. Eres la pieza clave de un sistema complejo que acaba de experimentar un gigantesco y descontrolado flujo total concatenado al iniciarse y luego un apagado de emergencia con poco tiempo para enfriarse, lo que ha creado una fase de resistencia arcanoquímica con respuesta mutagénica. Necesitas tiempo para... reiniciarte.
Esto significa que no estás inconsciente. Es más parecido a un periodo de vigilia, para que lo entiendas mejor. En cierto modo, eres consciente de las cosas. De los balanceos y de los empellones ocasionales. Alguien te mete comida y agua en la boca. Por suerte, tienes la capacidad suficiente para masticar y tragar, ya que una carretera cubierta de ceniza en el fin del mundo es un mal sitio para llevar una sonda nasogástrica. Unas manos te visten y hay algo que se ciñe a tus caderas: un pañal. También es un mal lugar y un mal momento para eso, pero tienes a alguien que te cuida, y no te importa. No sientes hambre ni sed antes de que te proporcionen ese sustento, y tampoco se puede decir que tus deposiciones te aporten alivio alguno. La vida sigue, pero no necesita hacerlo con tanto entusiasmo.
Poco a poco, los periodos de conciencia y de sueño se vuelven más pronunciados. Hasta que un día abres los ojos y ves el cielo que tienes sobre ti. Te balanceas hacia delante y hacia atrás. En ocasiones te tapan la vista unas ramas marchitas. Ves la tenue sombra de un obelisco entre las nubes: el de espinela, sospechas. Ahora que ha vuelto a la forma e inmensidad naturales. Vaya, y te sigue como una mascota abandonada ahora que ha muerto Alabastro.
Mirar el cielo termina por aburrirte, por lo que giras la cabeza e intentas comprender lo que sucede a tu alrededor. Hay figuras que se mueven, oníricas y bañadas de un color grisáceo y blanquecino... No. Llevan ropas normales, pero los cubre una ceniza nívea. Y llevan mucha ropa porque hace frío; no el suficiente para helar el agua, pero casi. Han transcurrido casi dos años desde el comienzo de la Estación, dos años sin luz del sol. La Hendidura calienta mucho la tierra alrededor del ecuador, pero no lo suficiente para sustituir a la enorme bola de fuego de los cielos. Aun así, sin ella, el frío sería peor: muy por debajo del punto de congelación del agua en lugar de ese frío helado. Una pequeña ayuda.
En cualquier caso, una de las figuras bañadas en ceniza parece darse cuenta de que estás despierta, o al menos sentir que te has agitado. Una cabeza envuelta en una máscara con gafas se gira hacia ti para echar un vistazo y luego vuelve a mirar hacia delante. Las dos personas que tienes enfrente murmuran algo que no entiendes. No hablan en otro idioma. No estás del todo consciente y la ceniza que cae a tu alrededor ahoga parte del sonido.
Alguien habla detrás de ti. Te sobresaltas y miras atrás, donde ves otra cara con máscara y gafas. ¿Quiénes son esas personas? (No se te pasa por la cabeza tener miedo. Al igual que el hambre, es uno de esos sentimientos tan viscerales a los que ahora eres un tanto indiferente.) Y en ese momento te das cuenta de algo y lo recuerdas. Estás en una camilla, formada tan solo por dos postes con un pedazo de piel cosido entre ambos, y te llevan entre cuatro personas. Uno de ellos grita, y otro responde a lo lejos. Se oyen muchos más gritos. Mucha gente.
Otra persona chilla más a lo lejos, y los que cargan contigo se detienen. Se miran entre ellos y te bajan al suelo con el cuidado y la sincronización de unas personas que han practicado muchas veces la misma maniobra. Sientes que la camilla se posa en una capa suave y pulverulenta de ceniza que se encuentra sobre otra más densa que, a su vez, está sobre lo que podría ser una carretera. Al cabo, tus camilleros se apartan, abren unas maletas y efectúan un ritual que te resulta familiar debido a los meses que pasaste en la carretera. Un descanso.
Conoces el ritual. Deberías levantarte. Comer algo. Comprobar si tienes agujeros o piedras en las botas o llagas en los pies en los que no hayas reparado. Asegurarte de que la máscara... Un momento, ¿llevas una? Si todos los demás la llevan... La tienes en tu portabastos, ¿no? ¿Dónde está tu portabastos?
Aparece alguien entre la ceniza y el ambiente plomizo. Es alto, ancho y ordinario, su identidad está cubierta por la ropa y la máscara; identidad que recobra gracias a la melena encrespada y familiar de color soplocinéreo. Se agacha junto a tu cabeza.
—Vaya. Al fin y al cabo, no está muerta. Supongo que he perdido la apuesta con Tonkee.
—Hjarka —dices. Tu voz suena más ronca que la de ella.
Supones que acaba de sonreír, por la manera en la que se retuerce su máscara. Se te hace raro percibir la sonrisa sin sentir la amenaza tácita de su dentadura afilada.
—Y al parecer tu cerebro sigue intacto. He ganado la apuesta con Ykka, al menos. —Echa un vistazo alrededor y grita—: ¡Lerna!
Intentas levantar una mano para agarrarlo del pantalón. Es como si intentases mover una montaña. Eres capaz de mover montañas, así que te concentras y la consigues levantar un poco, pero a esas alturas ya no recuerdas por qué querías llamar la atención de Hjarka. En ese momento, echa un vistazo alrededor y, por suerte, ve que has levantado la mano. Te tiembla debido al esfuerzo. Después de pensarlo un instante, suspira, te la coge y luego aparta la mirada, como si estuviese avergonzada.
—Ocurrido —consigues decir.
—Por el óxido si lo sé. No necesitábamos otro descanso tan pronto.
No te referías a eso, pero te costaría demasiado esfuerzo pronunciar el resto. Por eso te quedas allí tumbada mientras te sostiene la mano una mujer a la que no le apetece nada estar ahí pero que se ha dignado a mostrarte compasión porque cree que la necesitas. No es el caso, pero te alegras por lo que ha hecho.
Dos figuras más surgen entre aquel torbellino y reconoces la familiaridad de su apariencia. Una pertenece a un hombre menudo; la otra, a una mujer rolliza. El enjuto aparta a Hjarka de al lado de tu cara y se inclina para quitarte las gafas que no te habías dado cuenta de que llevabas puestas.
—Dame una roca —dice. Es Lerna, y sus palabras no tienen sentido.
—¿Qué? —preguntas.
No te hace caso. Tonkee, la otra persona, le da un codazo a Hjarka, quien suspira y rebusca en su mochila hasta que encuentra algo pequeño. Se lo ofrece a Lerna.
Te pone una mano en la mejilla mientras levanta el objeto. La cosa empieza a brillar con un tono familiar de luz blanca. Te das cuenta de que es un pedazo del cristal de Bajo-Castrima, que resplandece porque es lo que hacen esos cristales cuando están en contacto con los orogenes, y ahora Lerna está en contacto contigo. Qué ingenioso. Con la luz, se inclina sobre ti y te mira los ojos de cerca.
—Las pupilas se contraen con normalidad —murmura. Te toca la mejilla con la mano—. No tiene fiebre.
—Me pesa el cuerpo —dices.
—Estás viva —comenta Lerna, como si fuese una respuesta del todo razonable. Parece que hoy nadie habla un idioma que seas capaz de entender—. La motricidad es algo torpe. La cognición...
Tonkee se inclina sobre ti.
—¿Con qué soñaste?
Tiene el mismo sentido que «dame una roca», pero intentas responder porque estás demasiado ida como para darte cuenta de que no deberías.
—Con una ciudad —murmuras. Te cae un poco de ceniza en las pestañas y sacudes la cabeza. Lerna te vuelve a poner las gafas—. Estaba viva. Había un obelisco sobre ella. —¿Sobre ella?—. En su interior, quizá. Creo.
Tonkee asiente.
—Los obeliscos no suelen merodear los asentamientos humanos. Tenía un amigo en la Séptima que sostenía algunas teorías al respecto. ¿Quieres oírlas?
Al fin te das cuenta de que has hecho algo estúpido: motivar a Tonkee. Haces un esfuerzo más que deliberado por fulminarla con la mirada.
—No.
Tonkee mira a Lerna.
—Parece que conserva las facultades. Un poco lenta, quizá, pero no deja de ser ella.
—Sí, gracias por confirmarlo. —Lerna termina de hacer lo que quisiera que estuviese haciendo y se sienta sobre los talones—. ¿Quieres probar a caminar, Essun?
—¿No es muy pronto? —pregunta Tonkee. Tiene el ceño fruncido, visible a pesar de que lleva puestas las gafas—. Ya sabes. Hace nada estaba en coma.
—Sabes tan bien como yo que Ykka no le va a conceder mucho más tiempo para recuperarse. Puede que incluso sea bueno para ella.
Tonkee suspira, pero es una de las que asiste a Lerna cuando te pasa el brazo por debajo y te ayuda a incorporarte para dejarte sentada. Un esfuerzo nimio que dura eones. Te mareas al erguirte, pero se te pasa. Parece que algo va mal. Quizá sean las consecuencias de todo aquello por lo que has pasado, quizá por eso hayas empezado a acostumbrarte a una postura encorvada, a tener el hombro derecho caído y arrastrar el brazo como si
como si estuviese hecho de
Oh. Vaya.
Los demás se alejan de ti cuando te das cuenta de lo que ha ocurrido. Miran cómo levantas el hombro todo lo que puedes, cómo intentas arrastrar el brazo derecho para verlo mejor. Pesa. Te duele el hombro cuando lo haces, aunque la mayor parte de la articulación sigue formada por carne, te duele porque el peso tira de esa carne. Algunos de los tendones se han transformado, pero aún están unidos a un hueso orgánico. Unas partes rechinantes se raspan en el interior de algo que debería ser una suave articulación esfera-cavidad. No duele tanto como pensabas, sobre todo después de haber visto el sufrimiento de Alabastro. Menos mal.
Alguien te ha roto la camisa y arrancado la manga del resto del brazo para dejarlo al descubierto, y ya casi no lo reconoces. Es tu brazo, estás segura. Ves que sigue unido a tu cuerpo y que más o menos tiene la forma que recuerdas. No es tan grácil ni esbelto como cuando eras joven. Tuviste una época muy corpulenta que dejó un antebrazo algo rechoncho y la piel caída en la cara interna del brazo. Tienes el bíceps más definido que antes, después de haber tenido que sobrevivir los últimos dos años. La mano está cerrada en un puño y el codo un tanto flexionado. Siempre cerrabas el puño cuando hacías algo muy complicado con la orogenia.
Pero aquel lunar que tenías en medio del antebrazo y que era parecido a una pequeña diana negra ha desaparecido. No puedes girar el brazo para mirarte el codo, así que lo palpas. No notas la cicatriz queloide de aquella vez que te caíste, aunque debería sobresalir un poco entre la piel que la rodea. Ese nivel de definición ha dado paso a una textura áspera y densa, similar a arenisca sin pulir. Lo frotas sin saber muy bien si te harás daño, pero no te quedan partículas pegadas entre los dedos: es más sólido de lo que parece. Tiene un color gris parejo que no se parece en nada al de tu piel.
—Ya estaba así cuando te trajo Hoa —dice Lerna, quien se había quedado en silencio mientras te examinabas—. Dice que necesita tu permiso para... Vaya.
Dejas de frotarte la piel de piedra. Quizá sea a causa de la conmoción, quizás el miedo te haya privado de la conmoción o quizá ya no sientas nada.
—Dime —le comentas a Lerna. El esfuerzo de sentarte y mirarte el brazo te ha devuelto un poco la conciencia—. Según tu... docta opinión, ¿qué debería hacer en un caso así?
—Creo que deberías dejar que Hoa se lo coma o dejarnos destrozarlo con una almádena.
Haces una mueca de dolor.
—Eso es un poco exagerado, ¿no crees?
—Dudo que nada más ligero sea capaz de hacerle siquiera una muesca. Olvidas que tuve mucho tiempo para examinar a Alabastro mientras le ocurría lo mismo.
De pronto te viene a la mente que había que recordarle a Alabastro que tenía que comer, porque ya no sentía hambre. No es relevante, pero lo recuerdas.
—¿Te dejó hacerlo?
—No le di elección. Necesitaba saber si era contagioso, ya que parecía estar extendiéndose por todo el cuerpo. En una ocasión tomé una muestra y bromeó con que Antimonio, la comepiedras, me iba a decir que se la devolviese.
Seguro que no había sido una broma. Alabastro siempre sonreía cuando decía las verdades más crudas.
—¿Se lo devolviste?
—No me quedó más remedio. —Lerna se pasa una mano por el pelo y cae al suelo una pila de ceniza—. Mira, tenemos que envolverte el brazo para que no se reduzca tu temperatura corporal por la noche. Te han salido estrías en el hombro, por la parte en la que tira de tu piel sospecho que ha empezado a deformar los huesos y a estirar los tendones. La articulación no lo soportará. —Titubea—. Podemos cortártelo ahora y dárselo a Hoa más tarde, si quieres. No veo razón alguna para que tengas que... estar así.
Consideras probable que Hoa se encuentre en algún lugar debajo de ti en ese mismo instante, y que lo haya oído. Pero Lerna aborda el asunto con bastantes escrúpulos. ¿Por qué?
—No me importa que Hoa se lo coma —comentas. No solo lo dices por Hoa. Además, lo sientes así de verdad—. Si le va a sentar bien y, al mismo tiempo, le quita este peso de encima, ¿por qué no?
Algo cambia en la expresión de Lerna. Su rictus impertérrito se retuerce y ves de repente que le asquea la idea de pensar en Hoa masticándote el brazo. Bueno: visto así, es una imagen muy desagradable. Pero también una forma de verlo muy limitada. Demasiado atávica. Sabes muy bien lo que le ocurre a tu brazo debido a las horas que pasaste entre las células y las partículas del cuerpo de Alabastro mientras se transformaba. Lo único que ves al mirarlo son líneas de magia plateadas conformadas por partículas infinitesimales y la energía de la que está hecha tu sustancia, que se mueven y se alinean en la misma posición que el brazo para formar un complejo entramado que lo unifica todo. Sea cual sea el proceso que realiza, es demasiado preciso y poderoso como para considerarlo fortuito... o como para que la ingesta de Hoa pueda considerarse un hecho tan grotesco como lo que Lerna cree. Pero no sabes cómo explicárselo, y, aunque pudieras, ni siquiera tienes la energía para intentarlo.
—Ayúdame a ponerme en pie —dices.
Tonkee te sujeta con cuidado del brazo de piedra y ayuda a sostenerlo para que no se mueva ni se desplome, lo que te destrozaría el hombro. Fulmina con la mirada a Lerna hasta que al fin se sobrepone y te vuelve a pasar un brazo por debajo. Consigues ponerte en pie gracias a la ayuda de ambos, pero te cuesta mucho. Acabas jadeando y te tiemblan mucho las rodillas. La sangre de tu cuerpo no parece responder bien y, por un momento, te mareas y te quedas aturdida. En ese momento, Lerna comenta:
—Muy bien. Vamos a bajarla otra vez.
De pronto te das cuenta de que vuelves a estar sentada, te falta el aire y el brazo te tira del hombro hasta que Tonkee lo coloca bien. Esa cosa pesa muchísimo.
(Tu brazo, no «esa cosa». Es tu brazo derecho. Has perdido el brazo derecho. Eres consciente y no tardarás en lamentarlo, pero por ahora es más fácil pensar que es algo que no te pertenece. Una prótesis ya inservible. Un tumor benigno que hay que extirpar. Son afirmaciones correctas, pero también es tu brazo, por el óxido.)
Estás sentada, jadeas y esperas a que el mundo deje de girar, pero en ese momento oyes cómo se acerca alguien más. Esta persona habla muy alto y grita para que todo el mundo empiece a recoger. Se acabó el descanso. Necesitan recorrer otros ocho kilómetros antes de que oscurezca. Es Ykka. Levantas la cabeza. La mujer se acerca y, en ese momento, te das cuenta de que la consideras una amiga. Te das cuenta porque te tranquiliza oír su voz y verla salir de ese revoltijo de ceniza. La última vez que la viste corría un grave peligro, a punto de que la asesinasen los comepiedras hostiles que atacaban Bajo-Castrima. Es una de las razones por las que te enfrentaste a ellos y usaste los cristales de Bajo-Castrima para atraparlos: querías que ella, todos los orogenes de Castrima y, por extensión, todas las personas de la ciudad que dependían de esos orogenes sobrevivieran.
Sonríes. Es una sonrisa débil. Estás débil. Y por eso te duele cuando Ykka se vuelve hacia ti y hace una mueca inconfundible de asco con la boca.
Se ha quitado la tela que le cubre la parte inferior de la cara. Debajo ves el lápiz de ojos gris con el que se sigue maquillando pese enfrentarse al fin del mundo, y no eres capaz de distinguir su mirada debajo de las gafas improvisadas que lleva: un par de lentes sobre las que ha colocado unos harapos para evitar la ceniza.
—Mierda —le dice a Hjarka—. No vas a dejar de echármelo en cara, ¿verdad?
Hjarka se encoge de hombros.
—No, hasta que saldes la deuda.
Miras fijo a Ykka, y la sonrisa ligera e incierta se borra de tu gesto.
—Se recuperará del todo —aventura Lerna. Lo dice con tono neutro y, al instante, notas que también habla con cierta cautela. Una cautela propia de alguien que camina sobre la lava—. Eso sí, tardará unos días en ponerse en pie.
Ykka suspira al tiempo que se lleva una mano a la cadera y busca de forma manifiesta algo que decir. Lo que comenta al final también suena con ese tono neutro:
—Ampliaré las rotaciones de las personas que llevan la camilla. Pero haz que camine lo antes posible. En esta comu, todos tenemos que ser capaces de sostenernos en pie. Si no, sabemos que nos dejarán atrás.
Se gira y se marcha.
—Sí, verás... —susurra Tonkee cuando Ykka se ha marchado—. Está algo enfadada porque destruiste la geoda.
Te estremeces.
—Destruí... —Vaya, debió de ser por encerrar a todos esos comepiedras en los cristales. Querías salvarlos a todos, pero Castrima era una máquina, una máquina muy antigua y delicada que no comprendías. Y ahora te encuentras en el exterior y deambulas por la ceniza...
—Por el óxido de la Tierra, fue culpa mía.
—¿Acaso no lo sabías? —Hjarka ríe un poco, con cierto resquemor—. ¿Es que pensabas que toda la oxidada comu estaba aquí arriba y viajaba hacia el norte pasando frío y a través de la ceniza por gusto?
Se marcha sin dejar de agitar la cabeza. Ykka no es la única que está molesta.
—Yo no... —empiezas a decir. No querías, pero te interrumpes. Porque nunca quieres, pero siempre da igual.
Lerna te mira a la cara y deja escapar un pequeño suspiro.
—Rennanis destruyó la comu, Essun. No es culpa tuya. —Te ayuda a tumbarte de nuevo, pero no te mira a los ojos—. La perdimos en el instante en que llenamos de burbubajos Alto-Castrima para salvarnos. No se habrían marchado y tampoco nos habrían dejado nada por la zona para alimentarnos. De habernos quedado en la geoda, habríamos estado condenados de una forma u otra.
Es cierto, y también muy racional. Pero la reacción de Ykka es la prueba de que algunas cosas no dependen de lo racional. No puedes arrebatarle a la gente las casas y la sensación de seguridad de una manera tan trágica y repentina y esperar que vean otros culpables sin enfadarse primero.
—Lo superarán. —Parpadeas y ves que Lerna sí te mira ahora, con ojos tranquilos y gesto sincero—. Si yo he podido hacerlo, ellos también. Solo tardarán algo de tiempo.
No te habías fijado en que él había escapado de Tirimo.
Hace caso omiso de la manera en que lo miras y gestos a las cuatro personas que se han acercado. Ya estás tumbada, por lo que acomoda tu brazo de piedra junto a ti y se asegura de que está cubierto por las mantas. Los camilleros empiezan a trabajar de nuevo. Tienes que controlar tu orogenia, que ahora que estás despierta no deja de reaccionar ante cada agitación como si se tratase de un terremoto. La cabeza de Tonkee aparece sobre ti cuando te empiezan a mover.
—Oye, ya verás que no pasa nada. A mí me odia mucha gente.
No es nada tranquilizador. También te ofusca descubrir que te importa y que otros vean que te importa. Antes eras una persona mucho más fría.
Pero sabes por qué no lo eres, lo recuerdas de pronto.
—Nassun —le dices a Tonkee.
—¿Qué?
—Nassun. Sé dónde está, Tonkee. —Intentas levantar el brazo derecho para coger el suyo, y notas un dolor que te recorre el hombro, como si se te rasgara. Oyes un repiqueteo. No duele, pero te maldices en silencio por haberte olvidado—. Tengo que encontrarla.
Tonkee mira al instante a los camilleros y luego en la dirección en la que se marchó Ykka.
—No levantes la voz.
—¿Qué?
Ykka sabe muy bien que vas a querer ir detrás de tu hija. Fue casi lo primero que le dijiste.
—Pues sigue hablando si quieres que te dejen tirada a un lado del camino, por el óxido.
Al oírlo, te quedas en silencio y sigues esforzándote por reprimir tu orogenia. Vaya. Parece que Ykka está muy enfadada.
La ceniza no deja de caer y termina por cubrir del todo tus gafas, ya que no tienes las fuerzas necesarias para limpiarlas. En la penumbra grisácea resultante se impone la necesidad de tu cuerpo por recuperarse y vuelves a quedarte dormida. Al despertar y limpiarte la ceniza de la cara, ves que te han vuelto a dejar en el suelo y hay una roca o una rama que se te clava en los riñones. Te afanas por incorporarte sobre un hombro y no te cuesta demasiado, aunque tampoco eres capaz de mucho más.
Se ha hecho de noche. Varias docenas de personas se instalan en una especie de afloramiento rocoso que se encuentra en mitad de un bosque un tanto despoblado. Al sesapinarlas, las rocas te suenan de tus exploraciones orogénicas de las afueras de Castrima, lo que te ayuda a orientarte: os encontráis en un levantamiento tectónico reciente que se encuentra a poco más de doscientos cincuenta kilómetros al norte de la geoda de Castrima. Gracias a ello descubres que el viaje debe de haber comenzado hace unos pocos días debido a lo nutrido del grupo, y también que solo puede haber un lugar al que os dirigís si vais hacia el norte. Rennanis. De alguna manera, deben de haber descubierto que ahora se encuentra vacía y habitable. O quizá solo aspiren a encontrarla así y eso sea lo único que les haga mantener la esperanza. Bueno, al menos es un asunto con el que puedes darles buenas noticias... si te hacen caso.
La gente que te rodea ha empezado a encender hogueras, colocar espetones para cocinar y montar letrinas. A lo largo del campamento hay pequeñas pilas de burdos cristales de Castrima que aportan iluminación adicional; es bueno saber que aún quedan bastantes orogenes como para que sigan funcionando. Parte de esa actividad no es del todo eficiente cuando la realizan personas que no están acostumbradas a hacerlo, pero en general todo está bien organizado. Que la mayor parte de los habitantes de Castrima supiesen arreglárselas con la vida en la carretera ha resultado ser una bendición. Pero tus camilleros te han dejado sola en el lugar en el que te soltaron, y aún no hay nadie que te haya encendido un fuego ni traído comida. Ves a Lerna agachado en medio de un pequeño grupo de personas que también están tumbadas, pero el hombre está ocupado. Claro, seguro que hubo muchos heridos después de que los soldados de Rennanis entraran en la geoda.
Bueno, tampoco es que necesites un fuego. Ni tienes hambre. Por eso la indiferencia de los demás aún no es un problema, pero sí que te afecta a nivel emocional. Lo que te molesta es no tener portabastos. Has cargado con esa cosa durante más de la mitad de la Quietud, guardabas en ella tus viejos anillos de rango y hasta lo salvaste de quedar reducido a cenizas cuando un comepiedras se transformó en tu habitación. En el interior no quedaban muchas cosas que te importasen, pero a esas alturas tenía cierto valor sentimental en sí mismo.
Bueno, todo el mundo pierde cosas.
De repente percibes una montaña. A pesar de todo, no puedes evitar sonreír.
—Me preguntaba cuándo ibas a pasarte por aquí.
Hoa está delante de ti. Aún te sorprendes al verlo con esa apariencia: un adulto de tamaño mediano en lugar de un niño, de aspecto marmóreo ribeteado de venas negras en lugar de carne. De alguna manera, es sencillo percibirlo como la misma persona: su cara tiene la misma forma, los mismos ojos evocadores de color geliris, la misma rareza inefable, el mismo aroma de latente extravagancia... Es igual al Hoa que conoces desde hace un año. ¿Qué ha cambiado? ¿Que ahora un comepiedras no te parece tan ajeno? En él, solo es algo superficial. En ti, lo es todo.
—¿Cómo te sientes? —pregunta.
—Mejor. —Notas cómo el brazo tira de ti cuando te incorporas, como un recordatorio constante del contrato tácito que habéis firmado—. ¿Has sido tú quien les ha contado lo de Rennanis?
—Sí. Y también los guío hacia allí.
—¿Tú?
—Al menos, cuando Ykka me hace caso. Creo que prefiere que los comepiedras sean amenazas silenciosas en lugar de aliados activos.
Eso te arranca una carcajada. Pero.
—¿Eres un aliado, Hoa?
—Para ellos, no. Pero es algo que Ykka también sabe.
Sí. Puede que por eso sigas viva... de momento. Mientras Ykka te mantenga a salvo y bien alimentada, Hoa los ayudará. Volvéis a la carretera y todo se convierte en un oxidado compromiso. La comu que era Castrima aún vive, pero lo cierto es que ya no es una comunidad, sino un grupo de viajeros con motivaciones similares que colaboran para sobrevivir. Quizá más tarde se convierta de nuevo en una verdadera comu, cuando vuelva a haber un hogar que defender, pero ahora sabes por qué Ykka está enfadada. Se ha perdido algo íntegro y bonito.
Bueno. Bajas la mirada hacia tu cuerpo. Ahora tú tampoco estás íntegra, aunque puedes fortalecer lo que queda de ti. Pronto podrás partir en busca de Nassun, pero lo primero es lo primero.
—¿Vamos a hacer eso?
Hoa se piensa la respuesta.
—¿Estás segura?
—El brazo no me sirve de nada tal y como está.
Se oye un ruido muy tenue. Piedra que chirría contra piedra, lenta e inexorable. Una mano muy pesada que desciende y se posa sobre tu hombro a medio transformar. Te da la sensación de que, no obstante el peso, es un toque delicado para los estándares de los comepiedras. Hoa tiene mucho cuidado contigo.
—Aquí no —dice, y te lleva al interior de la tierra.
Solo dura un instante. Siempre hace que los viajes por la tierra sean rápidos, y es probable que sea porque cuanto más duran más difícil es respirar... y permanecer cuerdo. En aquella ocasión no es más que una sensación de movimiento desdibujada, un parpadeo en la oscuridad, un olorcillo a fertilizante mucho más intenso que el de la acre ceniza. Cuando pasa, estás tumbada en otro afloramiento rocoso, que tal vez sea el mismo en el que se ha asentado el resto de Castrima, pero en un lugar alejado del campamento. Allí no hay fogatas y la única luz proviene del reflejo rubicundo de la Hendidura en las sofocantes nubes que hay en el cielo. Tu vista se adapta al instante, aunque no hay mucho que ver aparte de las rocas y la sombra de los árboles cercanos. Y una silueta humana, que ahora se encuentra agachada junto a ti.
Hoa sostiene tu brazo de piedra con suavidad, de manera casi reverencial. A tu pesar, sientes la solemnidad de aquel instante. ¿Y por qué no debería ser solemne? Es el sacrificio que demandan los obeliscos. El pedazo de carne que debes pagar por la deuda de sangre de tu hija.
—Esto no es lo que crees —dice Hoa, y por un instante te preocupa que pueda leerte la mente. Quizá se deba a que en realidad es más antiguo que las mismísimas colinas y que es capaz de leer tu expresión—. Ves lo que hemos perdido, pero también lo que hemos ganado. No es tan atroz como parece.
Te da la impresión de que te va a comer el brazo. No te importa, pero te gustaría comprenderlo.
—Entonces, ¿qué? ¿Por qué...? —Niegas con la cabeza, insegura de cómo plantear la pregunta. Quizá no importe. Quizá no puedas comprender. Quizá sea algo que no está a tu alcance.
—No lo hacemos para alimentarnos. Para vivir, solo necesitamos vida.
Lo último que ha dicho no tiene sentido, por lo que te aferras a la primera parte.
—Si no es para alimentaros, entonces...
Hoa se vuelve a mover muy despacio. Es algo que no hacen a menudo, los comepiedras. El movimiento es algo que enfatiza su naturaleza insólita, tan parecidos a la humanidad pero tan radicalmente diferentes. Sería más sencillo si fuesen más extraños. Cuando se mueven de esa manera aprecias lo que eran en otra época, y el hecho de darse cuenta es una amenaza para todo lo humano que hay en tu interior.
Y aun así. Ves lo que hemos perdido, pero también lo que hemos ganado.
Te levanta la mano con las dos suyas, coloca una debajo de tu codo y con la otra te rodea el puño cerrado y resquebrajado suavemente con los dedos. Despacio, muy despacio. Lo hace de tal manera que no te duele el hombro. Cuando está a mitad de camino de su cara, mueve la mano que tiene debajo del codo y la abre para colocar en ella la parte inferior de tu brazo. Su piedra se desliza sobre la tuya con un tenue sonido chirriante. Para tu sorpresa, te resulta sensual a pesar de que no sientes nada.
Luego notas que tu puño descansa entre sus labios. Labios que no se mueven mientras dice, desde las profundidades de su pecho:
—¿Tienes miedo?
Te lo piensas durante un buen rato. Deberías tenerlo, ¿verdad? Pero...
—No.
—Bien —dice él—. Lo hago por ti, Essun. Todo es por ti. ¿Lo crees?
Al principio no lo tienes claro. El impulso hace que levantes la mano buena y le pases los suaves dedos por su mejilla fría y pulida. Te cuesta verlo, negro en la oscuridad, pero tanteas sus cejas con el pulgar y llegas hasta la nariz, que tiene más larga en su forma adulta. En una ocasión te comentó que se considera humano a pesar de lo extraño de su cuerpo. Has tardado en darte cuenta de que también has decidido considerarlo humano. Eso convierte la escena en algo diferente de un acto de depredación. No estás segura de en qué, pero... te parece un regalo.
—Sí —respondes—. Te creo.
Abre la boca. Grande, más grande, más de lo que se puede llegar a abrir la boca de un humano. En una ocasión te preocupaste porque su boca era demasiado pequeña, pero ahora tiene la anchura suficiente para que quepa un puño. Esos dientes que tiene, pequeños y de una transparencia diamantina, relucen a luz roja del atardecer. Detrás de los dientes, solo ves oscuridad.
Cierras los ojos.
La mujer estaba de mal humor. La edad, me había dicho una de sus hijas. Aseguró que solo se debía al estrés de intentar advertir a la gente que no quería escuchar cuando se les decía que se acercaban malos tiempos. No era mal humor, era un privilegio que había adquirido gracias a la edad, mantenerse al margen con una falsa cordialidad.
—En esta historia no hay villano —dijo.
Estábamos sentados en la cúpula jardín, que era una cúpula porque ella había insistido en que lo era. Los Escépticos Syl no han dejado de afirmar que no hay pruebas de que las cosas se vayan a desarrollar como ella aseguraba, pero la mujer no se había equivocado con ninguna de sus predicciones, y ella era más Syl que ellos, así que... Bebía salva, como si diese su visto bueno a los productos químicos.
—Es imposible encontrar una única adversidad a la que culpar o un solo instante en el que cambiase todo —continuó—. Las cosas se complicaron, luego se volvieron terribles, luego mejoraron, pero luego volvieron a ir mal y entonces volvieron a ocurrir una y otra vez, porque nadie las detuvo. Pero se pueden... ajustar. Se puede hacer que el bien dure más, y predecir y reducir las malas épocas. A veces se puede prevenir lo terrible conformándonos con lo que solo es un poco malo. He dejado de intentar deteneros. Me he limitado a enseñar a mis hijos a recordar, aprender y sobrevivir... hasta que al fin alguien rompa el ciclo para conseguir algo bueno.
Estaba confundida.
—¿Se refiere a la Catástrofe?
Al fin y al cabo, esa era la razón por la que había ido a hablar con ella. Había predicho que ocurriría dentro de cien años, hace cincuenta. ¿Qué podía haber más importante?
Ella se limitó a sonreír.
Transcripción de una entrevista, traducida por el
constructor de obeliscos C, encontrada en las ruinas de
la llanura Tapita, número 723 por Shinash Innovador
Dibars. Fecha desconocida. Transcriptor desconocido.
Especulación: ¿El primer acervista? Personal:
Bastro, ojalá pudieras ver este lugar. Hay tesoros
históricos por todas partes. La mayoría de ellos se han
degradado y son imposibles de descifrar. Aun así...
Ojalá estuvieses aquí.
2
Nassun se siente libre
Nassun se inclina sobre el cuerpo de su padre, si es que se puede llamar cuerpo a un amasijo revuelto de joyas resquebrajadas. Se tambalea un poco. Le duele la cabeza porque la herida del hombro —donde lo apuñaló— le sangra en abundancia. Esa puñalada es el resultado de una elección imposible que el hombre le había pedido: ser su hija o ser una orogén. Ella rechazó cometer un suicidio existencial. Él rechazó el sufrimiento de tener que vivir con un orogén. No hubo malicia alguna en ninguno de los dos en aquel último momento, tan solo la nefasta violencia de lo inevitable.
A un lado de aquella imagen se encuentra Schaffa, el Guardián de Nassun, quien contempla los restos de Jija Resistente Jekity con una mezcla de sorpresa y apática satisfacción. Al otro lado de Nassun está Acero, su comepiedras. Ya es apropiado considerarlo así, suyo, ya que ha acudido a ella cuando más lo necesitaba. No para ayudar, para eso no, sino para aportarle algo a pesar de todo. Lo que él