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El Dios Tullido. Malaz X (Malaz: El Libro de los Caídos 10)

Steven Erikson

Fragmento

Dramatis personae

Dramatis personae

Además de aquellos en Polvo de sueños

Los malazanos

Mudesto Peniques

Sargento Ojoflaco

Cabo Costilla

Giro de Cintura

Triste

Cuerda Quemada

La Hueste

Ganoes Paran, Alto Puño y Maestro de la Baraja

Mago supremo Noto Furúnculo

Escolta Hurlochel

Puño Rythe Bude

Capitana Arroyodulce

Artista imperial Ormulogun

Caudillo Mathok

Guardaespaldas T’morol

Gumble

Los khundryl

Viuda Jastara

La serpiente

Sargento Cellows

Cabo Nithe

Sharl

Los t’lan imass: los no vinculados

Urugal el Hilado

Thenik el Desmenuzado

Berok Dulcevoz

Kahlb el Cazador Silencioso

Halad el Gigante

Los tiste andii

Gathras

Sanad

Varandas

Haut

Suvalas

Aimanan

Embozado

Los forkrul assail: los inquisidores legítimos

Reverencia

Serenidad

Equidad

Serenidad

Diligencia

Tolerancia

Envuelo

Calma

Desmiento

Libertad

Grave

Los aguados: los superiores de los assail menores

Inapropiado

Urgente

Hestand

Festian

Kessgan

Trissin

Melest

Haggraf

Los tiste liosan

Kadagar Fant

Aparal Forja

Iparth Erule

Gaelar Agonía

Eldat Pressan

Otros

Absi

Spultatha

K’rul

Kaminsod

Munug

Silanah

Apsal’ara

Tulas Pelado

D’rek

Gallimada

Korabas

Libro primero: «Fue un soldado»

Se me conoce

en la religión de la rabia.

Adoradme cual charco

de sangre en vuestras manos.

Apuradme de un trago.

Pues se trata de una furia amarga

que hierve y abrasa.

Pequeñas eran vuestras dagas

mas numerosas.

Se me nombra

en la religión de la rabia.

Adoradme en vuestros

tajos improvisados

cuando lleve tiempo muerto.

Pues es un canto de sueños

que se derrumban en cenizas.

Desbordantes eran vuestros anhelos

mas ahora solo resta el vacío.

Se me ahoga

en la religión de la rabia.

Adoradme hasta la muerte

e incluso en huesos apilados.

El más puro de los libros es aquel que jamás se ha abierto.

Que no quede carestía desatendida

en el día frío y sagrado.

Se me encuentra

en la religión de la rabia.

Adoradme en un caudal de maldiciones.

Fe tenía este necio

y en sueños hubo de llorar.

Mas recorremos un desierto

empedrado de acusaciones

donde nadie se consume

con odio en los huesos.

La noche del poeta I.IV

El Libro de los Caídos de Malaz

Pescador kel Tath

Capítulo uno

CAPÍTULO UNO

Si jamás conocieses

los mundos que en mi mente habitan

pequeño sería el pesar

provocado por la pérdida

y en la senda quedaría nuestro recuerdo.

Toma lo que se te ofrece

y vuelve esa cara arrugada.

No me la merezco,

no importa cuán estrecha sea la playa

de tu costa íntima.

Si lo haces lo mejor posible

habré de mirarte a los ojos.

Lo que despierta mi desconfianza

es el manojo de flechas

tras la sonrisa que se acerca en el camino.

Nuestro encuentro no acontece en pesar

o en cualquier otra sutura

que traza cicatrices.

No hemos danzado sobre el mismo

hielo quebradizo

mas mi compasión para con tus amarguras

te la ofrezco libremente, sin esperar

reciprocidad o contrapeso en la balanza.

Resulta lo más justo, eso es todo.

Aunque actuar de semejante guisa

sea extraño al parecer de muchos.

Mas secretos habrá

que nunca supiste

y que yo no aceptaría de otro modo.

Todas mis flechas están enterradas y ancho es el borde arenoso

y todo lo que es privado se refresca sujeto al altar

Hasta las gotas han desaparecido,

el retoño de anhelos

con una mente repleta de mundos

y sus lágrimas enrojecidas.

Cómo odio los días en los que me siento mortal.

Los días en mis mundos

son aquellos en los que vivo eternamente

y si ha de llegar el albor

habré de despertar bajo su luz

en la piel de un renacido.

La noche del poeta III.IV

El Libro de los Caídos de Malaz

Pescador kel Tath

Cotillion extrajo dos puñales. Su mirada descendió hacia ambas hojas. Las dos superficies de hierro ennegrecido parecían formar remolinos, dos ríos del tono del peltre que fluían por fosas y ranuras, los filos irregulares allá donde armaduras y huesos se habían interpuesto en sus tajos. Escrutó durante un momento más los estridentes reflejos de aquel cielo enfermizo, y luego dijo:

—No tengo ninguna maldita intención de explicar nada. —Volvió a alzar la vista y lo miró a los ojos—. ¿Entendido?

El ser frente a él era incapaz de componer expresión alguna. Los tendones podridos y jirones de piel colgaban inanes de los huesos de sus sienes, pómulos y mandíbula. En sus ojos no había nada, nada en absoluto.

Mejor eso, decidió Cotillion, que enfrentarse a un hastiado escepticismo. De eso sí que estaba harto.

—Dime —prosiguió—, ¿qué crees que ves ante ti? ¿Desesperación? ¿Pánico? ¿Una voluntad que se quiebra, algún tipo de declive inevitable que termina derrumbándose hasta convertirse en incompetencia? ¿Acaso crees en el fracaso, Caminante del Filo?

El aparecido continuó en silencio por unos instantes, para a continuación hablar con una voz rota, rasposa:

—No serás tan... audaz.

—Te he preguntado si crees en el fracaso, porque yo desde luego no.

—Incluso si te alzases victorioso, Cotillion... contra todo pronóstico, incluso contra todo deseo... aun así, de lo que hablarán será de tu fracaso.

Él envainó los puñales.

—Ya sabes lo que son capaces de hacerse a sí mismos.

El ser echó la cabeza hacia atrás. Hilos de cabellos cimbrearon y oscilaron.

—¿Arrogancia?

—Aptitud —espetó Cotillion por toda respuesta—. Atrévete a ponerlo en duda, por tu cuenta y riesgo.

—No te creerán.

—Me trae sin cuidado, Caminante del Filo. Esto es lo que es.

Cuando echó a andar, no le sorprendió que el guardián inmortal siguiera sus pasos. Ya hemos hecho esto antes. Cada paso levantó pequeñas nubes de polvo y ceniza. El viento se había convertido en un lamento, cual si estuviera atrapado en una cripta.

—Casi es la hora, Caminante del Filo.

—Ya lo sé. No puedes ganar.

Cotillion se detuvo y miró por encima de su hombro. Le mostró una sonrisa devastada.

—Eso no implica que tenga que perder, ¿verdad?

Ella caminaba. Remolinos de polvo se alzaron a su paso. Docenas de macabras cadenas colgaban de sus hombros: huesos doblados, retorcidos hasta formar eslabones irregulares, huesos antiguos de un millar de tonalidades que oscilaban entre el blanco y el marrón oscuro. Incontables individuos formaban cada cadena, cráneos deformes tocados por matas de pelo, columnas fundidas, largos huesos que traqueteaban y repiqueteaban. Su estela se alargaba tras ella como el legado de un tirano, y dejaban a su paso una madeja de surcos enmarañados que se alargaba varias leguas.

No aminoró su marcha, tan constante como la del sol al arrastrarse hacia el horizonte frente a ella, tan inexorable como la oscuridad que la dominaba. Indiferentes le eran conceptos como la ironía o el amargo regusto de la burla irreverente capaz de aguijonear el paladar. En aquella empresa solo tenía lugar el más hambriento de los dioses: la necesidad. Había sido aprisionada; la memoria permanecía fiera, pero los recuerdos no pertenecían a muros de cripta y tumbas obscurecidas. Había habido oscuridad, en efecto, pero también presión. Una presión terrible, inaguantable.

La locura era un demonio que habitaba un mundo de indefensa necesidad, de un millar de anhelos desatendidos, un mundo sin propósito. La locura. Sí, había conocido a aquel demonio. Habían comerciado con monedas de dolor, monedas salidas de un arcón que jamás se vaciaba. Tal era la riqueza que en su día había conocido.

Y aun así, la oscuridad proseguía.

Ella caminaba, un ser con la coronilla calva, la piel del tono del papiro emblanquecido, alargadas extremidades que se movían con una cadencia insólita. El paisaje a su alrededor estaba vacío, llano en todas direcciones, salvo frente a ella, en donde la garra vacilante de una desgastada cadena de colinas descoloridas se alzaba por el horizonte.

Llevaba consigo a sus ancestros, que resonaban en un caótico coro. No había dejado tras de sí a uno solo de ellos. Cada tumba de su linaje se abría ahora en un bostezo tan vacío como los cráneos que había extraído de cada sarcófago. El silencio hablaba siempre con voz de ausencia. El silencio era el enemigo de la vida, y por eso ella lo rechazaba por completo. No, sus ancestros, sus perfectos ancestros, hablaban con murmullos y rasposos arañazos; eran las voces de su canción privada las que mantenían a raya al demonio. Se había cansado de comerciar.

Hacía mucho tiempo, esto lo sabía, los mundos, pálidas islas en el Abismo, estaban repletos de criaturas. Sus pensamientos eran toscos y simples. Más allá de esos pensamientos nada había más que negror, un abismo de ignorancia y miedo. Cuando los primeros resplandores despertaron en medio de aquella confusa tiniebla, no tardaron en prender con fuerza como si de hogueras se tratase. Mas la mente no despertó en sí misma en un estallido de gloria. Ni la belleza, ni siquiera el amor. Nada reverberó con el sonido de la risa o el triunfo. Aquellas llamas que prendieron pertenecían a una cosa y nada más.

La primera palabra consciente fue justicia. Una palabra que alimentó la indignación. Una palabra que empoderaba la voluntad de cambiar el mundo y todas sus crueles circunstancias, una palabra capaz de llevar rectitud a la infamia más brutal. La justicia emergió a la vida con un restallido desde el negro barro de la indiferente naturaleza. Justicia capaz de unir familias, de construir ciudades, de inventar y defender, de crear leyes y prohibiciones, de amartillar el indomable coraje de los dioses en el yunque de las religiones. Todas las creencias prescritas brotaron en ramas retorcidas desde aquella única raíz, hasta perderse en el cielo cegador.

Mas ella y sus congéneres habían permanecido enroscados alrededor de la base de aquel enorme árbol, olvidados, aplastados. Y desde aquel lugar, bajo piedras, atados a las raíces y la negra tierra, fueron testigos de la corrupción de la justicia, de su pérdida de significado. De su traición.

Dioses y mortales retorcieron las verdades en una hueste de hazañas que mancharon lo que en su día fue puro.

Pues bien, el final se acercaba. El final, queridos, queridas, se acerca. Ya no habría más niños que se alzasen entre huesos y escombros para volver a construir lo que se había perdido. A fin de cuentas, ¿acaso había aunque fuese uno entre todos ellos que no hubiese mamado del pezón de la podredumbre? Oh, por supuesto que se dedicaban a alimentar sus fuegos interiores, si bien se aprovisionaban de la luz, de la calidez, como si la justicia solo les perteneciese a ellos.

Ella se encontraba perpleja. Ardía de puro rencor. La llama de la justicia, incandescente en su interior, en un fuego que crecía a cada día que pasaba, a medida que el miserable corazón del Encadenado goteaba interminables regueros de sangre. Doce Puros eran los que quedaban. Doce Puros, alimentándose. Quizá había otros, perdidos en lugares remotos, pero nada sabía ella de esos. No, aquellos doce serían los rostros de la tormenta final. Y, presidiéndolos a todos, ella se alzaría en el centro de la tormenta.

Le habían otorgado su nombre precisamente para este propósito, hacía ya mucho tiempo. Si había algo que tuvieran los forkrul assail, era paciencia. Pero la paciencia era ya otra virtud perdida más.

Con su reguero de cadenas hechas de hueso, Calma caminó por la llanura, mientras la luz del día moría a su espalda.

—Dios nos ha fallado.

Aparal Forja sentía náuseas, como si algo frío y extraño le corriese por las venas. Entre temblores, apretó la mandíbula para reprimir una réplica. Esta venganza es más antigua que cualquier causa que quieras inventarte. Da igual cuántas veces musites esas mismas palabras, Hijo de la Luz, bajo el sol las mentiras y locuras se abren como flores. Y ante mí no veo más que lujuriantes campos de rojo chillón que se extienden en todas direcciones.

Aquella no era ni su batalla ni su guerra. ¿Quién se inventó la ley que dice que el hijo ha de alzar la espada de su padre? Y, querido padre, ¿realmente querías que esto sucediese? ¿Acaso ella no abandonó a su consorte y te tomó a ti? ¿No nos guiaste a todos hasta alcanzar la paz? ¿No nos dijiste a todos tus hijos que habríamos de ser uno bajo el cielo recién nacido de tu unión?

¿Qué crimen nos ha llevado a esto?

Ni siquiera lo recuerdo.

—¿Lo sientes, Aparal? ¿Sientes el poder?

—Lo siento, Kadagar.

Se habían apartado de los otros, pero no tanto como para evadirse de los gritos de agonía, de los gruñidos de los Mastines, o del feroz aliento del frío en sus espaldas, que se colaba entre las rocas destrozadas en ráfagas espectrales. La barrera infernal se alzaba frente a ellos. Un muro de almas prisioneras. Una ola rompiente de eterna desesperación. Aparal contempló los rostros boquiabiertos a través de aquel velo moteado, escrutó el profundo horror en sus ojos. Tú no eras muy diferente, ¿verdad? Cargada con tu torpe legado, la pesada hoja cimbrea entre este y aquel lado en tu mano.

¿Por qué habríamos de pagar por el odio de otra persona?

—¿Qué te atribula, Aparal?

—No podemos saber la razón de la ausencia de dios, señor. Estimo presuntuoso por nuestra parte considerar que haya fallado.

Kadagar Fant permaneció en silencio.

Aparal cerró los ojos. No debería haber hablado. Nunca aprenderé. Ha recorrido un camino lleno de sangre hasta gobernar, y los charcos en el barro aún brillan de rojo puro. El aire alrededor de Kadagar aún es quebradizo. Esta flor tiembla con vientos secretos. Es peligroso. Muy peligroso.

—Los sacerdotes mencionaron impostores y embusteros, Aparal. —El timbre de Kadagar era monótono, desprovisto de inflexiones. Era la voz que usaba cuando estaba furioso—. ¿Qué dios permitiría algo así? Nos ha abandonado. El camino ante nosotros ya no pertenece a nadie, las decisiones ahora son nuestras.

Nuestras. Sí, tú hablas por todos nosotros, incluso cuando nos estremecemos de vergüenza ante nuestras propias confesiones.

—Perdonad mis palabras, señor. Me siento enfermo... tengo en la boca un regusto...

—En eso no tuvimos decisión alguna, Aparal. Lo que te enferma es el amargo sabor de su dolor. Pasará. —Kadagar sonrió y le palmeó la espalda—. Comprendo tu flaqueza momentánea. Habremos de olvidar tus dudas, ¿verdad? Y no volveremos a mencionarlas nunca. A fin de cuentas, somos amigos, y tildarte de traidor no me causaría más que pesar. Verme obligado a lanzarte más allá de la Muralla Blanca... acabaría de rodillas y entre lágrimas, amigo mío. En verdad te digo que así sería.

Un espasmo de furia ajena siseó en el interior de Aparal y lo hizo estremecerse. ¡Por el Abismo! ¡Ahora te entiendo, Melena del Caos!

—Mi vida es vuestra para que la comandéis a vuestro antojo, señor.

—¡Señor de la Luz!

Tanto Aparal como Kadagar giraron sobre sus talones.

Con un reguero de sangre manando de su boca, Iparth Erule se tambaleó hacia ellos, los ojos desorbitados fijos en Kadagar.

—Mi señor, Uhandahl, el último en beber, acaba de morir. Se ha... ¡se ha desgarrado su propia garganta!

—Todo se ha consumado, pues —replicó Kadagar—. ¿Cuántos?

Iparth se lamió los labios, y el sabor de su sangre le hizo dar un respingo. Luego añadió:

—Sois el Primero de los Trece, señor.

Con una sonrisa, Kadagar se alejó a Iparth.

—¿Y Kessobahn aún respira?

—Sí. Se dice que es capaz de sangrar durante siglos...

—Pero ahora su sangre es veneno puro —dijo Kadagar con un asentimiento—. La herida ha de estar fresca, y el poder puro. Trece, afirmas... excelente.

Aparal escrutó al dragón ensartado en la ladera más allá de Iparth Erule. Las enormes lanzas que lo clavaban a la tierra estaban renegridas de entrañas y sangre seca. Podía sentir el dolor del eleint; manaba de la criatura en ráfagas. Intentaba alzar la cabeza una y otra vez, con llamas en los ojos y mandíbulas batientes, pero la descomunal trampa lo retenía. Los cuatro Mastines de Luz que habían sobrevivido trazaban círculos a buena distancia, el lomo erizado solo de contemplar al dragón. Al verlos, Aparal se abrazó a sí mismo. Otra apuesta desesperada. Otro amargo fracaso. Kadagar Fant, Señor de la Luz, tienes una cuenta pendiente en el más allá.

Más allá de aquella terrible visión, de cara al océano vertical que componían aquellas almas inmortales como si de una imitación demente se tratase, se alzaba la Muralla Blanca, que contenía los restos decrépitos de la ciudad liosan de Saranas. Las tenues y alargadas formas oscuras que la salpicaban, visibles justo detrás de sus murallas almenadas, era lo poco que podía distinguir de aquellos hermanos y hermanas que habían sido condenados por traición a la causa. Bajo sus cadáveres marchitos se extendían las manchas de todo aquello que sus cuerpos habían absorbido de los revestimientos de alabastro. Así que acabarías de rodillas y entre lágrimas, ¿no, amigo mío?

—Señor —dijo Iparth—, ¿hemos de dejar al eleint de esa guisa?

—No. Se me ocurre algo más adecuado. Reúne a los demás. Vamos a tomar una nueva dirección.

Aparal lo miró, pero no se volvió.

—Señor...

—Nos hemos convertido en los hijos de Kessobahn, Aparal. Un padre nuevo que reemplazará al que nos ha abandonado. Para nosotros, Osserc ha muerto, y así ha de quedarse. Hasta nuestro Padre Luz ha acabado de rodillas, roto, ciego e inútil.

Los ojos de Aparal seguían clavados en Kessobahn. Solo hace falta seguir soltando semejantes blasfemias para se conviertan en banales y ya no ultrajen a nadie. Así pierden su poder los dioses, y así ocupamos nosotros su lugar. Aquel dragón ancestral lloraba sangre, y nada había en aquellos ojos enormes que no fuera rabia. Nuestro padre. Tu dolor, tu sangre, es nuestra ofrenda para ti. Por desgracia, es la única ofrenda que somos capaces de comprender.

—¿Y una vez tomemos esa nueva dirección?

—Oh, Aparal. Entonces haremos pedazos al eleint.

Aparal ya esperaba una respuesta así, y se limitó a asentir. Nuestro padre.

Tu dolor, tu sangre, nuestra ofrenda. Celebra nuestro renacer, oh, Padre Kessobahn, con tu muerte. Pues para ti no habrá retorno de ella.

Nada tengo para negociar. ¿Qué es lo que te trae ante mí? No, ya lo veo. Este siervo quebrado mío no puede viajar muy lejos, ni siquiera en sueños. Tullidos, sí, así están mi preciosa carne y mis huesos sobre este mundo desastrado. ¿Has contemplado su rebaño? ¿Qué bendición podría siquiera otorgar? Nada más que miseria y sufrimiento, y aun así se siguen reuniendo, verdaderas muchedumbres, clamores, masas suplicantes. Oh, en su día yo también los contemplé con desdén. Yo también me deleité en su patetismo, en sus pobres decisiones y su escasa suerte. En su estupidez.

»Mas nadie elige hasta dónde llega su entendimiento. Todos y cada uno de ellos nacieron con lo que tienen, con eso y nada más. A través de mi siervo me asomo a sus ojos, al menos cuando me atrevo a hacerlo, y me devuelven una mirada... una mirada extraña, una que por mucho tiempo fui incapaz de comprender. Hambrienta, por supuesto, repleta hasta los bordes de carestía. Mas yo soy el Dios Forastero. El Encadenado. El Caído. Y mi sacrosanta palabra es Dolor.

»Y aun así, esos ojos me imploraron.

»Ahora lo comprendo. ¿Qué es lo que me piden? Esos necios insípidos de rutilantes miedos, esas expresiones de horror capaces de avergonzar a quien las contemple. ¿Qué es lo que quieren? Yo te lo diré. Lo que quieren es mi lástima.

»Ellos comprenden, ¿sabes? Comprenden que la bolsa de su ingenio no contiene más que unas pocas y ridículas monedas. Saben que les falta inteligencia, y que esa falta los ha maldecido, a ellos y a sus vidas. Lo han intentado con todas sus fuerzas, desde el principio. No, no me mires así. Tú eres de pensamiento fácil y sutil, tú otorgas tu piedad con demasiada rapidez, y por ello escondes tu fe tras tu propia superioridad. No habré de negarte tu agudeza; es tu compasión lo que pongo en duda.

»Ellos ansiaban mi lástima. Pues ya la tienen. Soy el dios que responde a las plegarias. ¿Conoces a algún otro que pueda hacer la misma afirmación? Mira cómo he cambiado. Mi dolor, al que me aferro casi con egoísmo, se tiende ahora cual mano quebrada. El conocimiento hace que nos toquemos, y que nos encojamos al mero contacto. Ahora soy uno con ellos.

»Me sorprendes. No creí que esto te resultase de valor alguno. ¿Qué valor ha de tener la compasión? ¿Cuántas torres de monedas equilibrarían la balanza? Mi siervo soñó cierta vez con riquezas, un tesoro escondido en las colinas. Sentado sobre sus piernas marchitas, suplicó a los paseantes en plena calle. Ahora mírame aquí, demasiado roto para moverme, en las últimas, mientras el viento sacude sin cesar estos muros. No hay nada que negociar. Ni a mi siervo ni a mí nos quedan ganas de suplicar. ¿Es mi lástima lo que ansías? Tómala. Te la entrego sin esperar nada a cambio.

»¿Hace falta que te hable de mi dolor? Miro en tus ojos y veo la respuesta.

»Esta es mi última jugada, pero tú eso ya lo has comprendido. La última. Si fracaso...

»Muy bien. Esto no es un secreto. Reuniré el veneno, pues. En medio del trueno de mi dolor, así es. ¿Cómo si no?

»¿La muerte? ¿Desde cuándo es la muerte un fracaso?

»Perdona estas toses. Lo que pretendía era reírme. Vete, entonces, estruja tus promesas con esos advenedizos.

»Eso y nada más es la fe, ¿sabes? Lástima a cambio de almas. Pregúntale a mi siervo y te lo dirá. Dios te mira a los ojos. Y se encoge.

Tres dragones encadenados por sus pecados. La mera idea hizo que Cotillion soltase un suspiro, de repente taciturno. Se encontraba a veinte pasos de distancia, hundido hasta los tobillos en aquellas cenizas esponjosas. La ascensión, pensó, no suponía un camino tan largo desde lo mundano como hubiera preferido. Notaba la garganta prieta, como si los conductos por los que pasaba el aire se encontrasen obstruidos. Le dolían los músculos de los hombros y un trueno sordo latía tras sus ojos. Contempló al eleint aprisionado, que yacía demacrado y moribundo entre nubecillas de polvo. Se sentía... mortal. Que el Abismo me lleve, qué cansado estoy.

Caminante del Filo se detuvo a su lado, silencioso, espectral.

—Huesos y poco más —murmuró Cotillion.

—Que no te engañe —le advirtió Caminante del Filo—. La carne y la piel no son más que atuendos. Se desgastan o se desprenden como lo que son. ¿Ves esas cadenas? Ya las han puesto a prueba antes. Cabezas que se alzan... el aroma de la libertad.

—¿Y cómo te sentiste tú, Caminante del Filo, cuando todo lo que tenías se te escapó de las manos y se hizo pedazos? ¿Llegó el fracaso hasta ti como si de un muro de fuego se tratase? —Se giró hacia la aparición—. Esos jirones tienen pinta de haber sido abrasados, ahora que me fijo. ¿Te acuerdas del momento en el que lo perdiste todo? ¿Llegó el mundo a levantar siquiera un eco ante tu aullido?

—Si lo que pretendes es atormentarme, Cotillion...

—No, no se me ocurriría. Perdóname.

—En cualquier caso, si esos son tus miedos...

—No lo son. En absoluto. Son mis armas.

Caminante del Filo pareció estremecerse, o quizá alguna alteración en la ceniza bajo sus mocasines podridos reverberó con un temblor en todo su cuerpo, y le arrebató el equilibrio por un breve instante. Cuando se recompuso, el ancestral clavó en Cotillion la negrura marchita de sus ojos.

—Pero tú, señor de los asesinos, no eres sanador.

No. Que alguien acabe con esta ansiedad que siento, por favor. Dadme un corte limpio, extraed de mí todo mal y libradme de ello. Lo desconocido nos enferma, pero el conocimiento puede llegar a ser venenoso. Y estar perdido entre ambos no es mucho mejor.

—Hay más de un camino que lleva a la salvación.

—Qué curioso.

—¿El qué?

—Tus palabras... con otra voz, si las pronunciara... alguien distinto, servirían para calmar a tu interlocutor, para hacerlo sentirse seguro. Viniendo de ti, por desgracia, bastarían para helar un alma mortal hasta lo más hondo.

—Yo soy quien soy —dijo Cotillion.

Caminante del Filo asintió.

—Eres quien eres, sí.

Cotillion avanzó otros seis pasos, los ojos fijos en el dragón más cercano. Los huesos resplandecientes del cráneo eran visibles entre las tiras de pellejo podrido.

—Eloth —dijo—. Quiero oír tu voz.

—¿Vienes a hacer un trato, usurpador?

La voz era masculina, pero semejantes detalles solían cambiar al antojo de aquellas criaturas. En cualquier caso, Cotillion frunció el ceño, mientras intentaba recordar la última vez.

—¿Es Eloth quien habla conmigo?

Yo soy Eloth. ¿Qué hay en mi voz que tanto te desconcierta, usurpador? Desde aquí siento la sospecha en ti.

—Tengo que estar seguro —replicó Cotillion—. Y de hecho ya lo estoy. Tú no eres Eloth, eres Mockra.

Una nueva voz draconiana soltó una risa que retumbó en el cráneo de Cotillion, y luego dijo:

Ten cuidado, asesino. Es la señora del engaño.

Las cejas de Cotillion se alzaron.

—¿Engaño? Espero que no, por favor. Soy demasiado inocente para saber nada sobre tales menesteres. Eloth, veo que estás encadenado, y aun así tu voz ha sido oída en reinos mortales. Parece que ya no estás tan prisionero como antes.

El sueño escapa a las cadenas más crueles, usurpador. Mis sueños ascienden en un batir de alas y hacen de mí un ser libre. ¿Acaso vas a decirme que semejante libertad no es más que una ilusión? La sorpresa alienta mi incredulidad.

Cotillion compuso una mueca.

—Kalse, ¿y tú con qué sueñas?

Con hielo.

¿Debería sorprenderme?

—¿Y tú, Ampelas?

Con una lluvia que abrasa, señor de los asesinos, desde lo más profundo de las sombras. Y qué sombras tan horripilantes. ¿Quieres que los tres te susurremos nuestros augurios? Todas mis verdades están aquí encadenadas conmigo, lo único que vuela libre son las mentiras. Mas hubo un sueño, uno que aún arde con fuerza en mi cabeza. ¿Quieres que te lo confiese?

—Mi cuerda no está tan deshilachada como crees, Ampelas. Mejor cuéntale tu sueño a Kalse. Considera este consejo como un regalo que te hago. —Hizo una pausa, le dedicó a Caminante del Filo una mirada por encima del hombro y volvió a girarse hacia los dragones—. Así pues, hagamos un trato.

—Nada de lo que ofreces tiene valor —dijo Ampelas—. No tienes nada que darnos.

—Sí que tengo.

Caminante del Filo habló de pronto a su espalda:

—Cotillion...

—La libertad —dijo Cotillion.

Silencio.

Cotillion sonrió.

—Qué buen comienzo. Eloth, ¿accederás a soñar por mí?

Kalse y Ampelas comparten tu regalo. Se miran entre ellos con rostros de piedra. Ha habido dolor. Ha habido fuego. Un ojo se abrió y se asomó al Abismo. Señor de los puñales, mis hermanos encadenados están... sin palabras. Señor, soñaré por ti. Cuéntame.

—Escucha con atención, pues —dijo Cotillion—. Así es como debe ser.

Las profundidades del cañón estaban en sombras, deglutidas por la noche eterna más allá de la superficie del océano. Las fisuras se abrían en medio de las tinieblas, el declive y la muerte de un mundo se derramaba en una lluvia sin fin, y las corrientes se sacudían en fieros torrentes que removían los sedimentos hasta convertirlos en vórtices giratorios que se alzaban como remolinos. Flanqueada por los peñascos sumergidos de los acantilados destrozados del cañón, una planicie se extendía, y en su centro prendió una lúgubre llama roja, solitaria, casi perdida en medio de aquella enormidad.

Mael cambió de posición la carga casi ingrávida que descansaba sobre uno de sus hombros, y se detuvo a contemplar aquel improbable fuego. Luego echó a andar en su dirección.

Una lluvia inerte caía a las profundidades. Las corrientes salvajes la devolvían de un latigazo hacia la luz, donde las criaturas vivas se alimentaban de aquel delicioso potaje, solo para acabar muriendo y hundiéndose una vez más. Era aquel un elegante intercambio entre los vivos y los muertos, entre la luz y las tinieblas, entre el mundo superior y el mundo inferior. Casi parecía haber sido planeado por alguien.

Ahora Mael llegaba a atisbar una figura encorvada junto a las llamas, con las manos extendidas frente al dudoso calor. Un enjambre de diminutas criaturas marinas se movía alrededor de la flor rojiza de las llamas como si de polillas se tratase. El fuego emergía entre pulsaciones de un desgarro en mitad del suelo del cañón, y un reguero de gases ascendía en forma de burbuja.

Mael se detuvo frente a la figura, y se desprendió del cadáver envuelto con el que había cargado al hombro. Al posarse en el cieno, pequeños carroñeros se abalanzaron sobre él, mas se alejaron al instante sin llegar a posarse. Tenues nubecillas se expandieron a medida que el cuerpo se aposentó en el barro.

La voz de K’rul, dios ancestral de las sendas, emergió desde las profundidades de su capucha.

—Si toda la existencia es un diálogo, ¿cómo es que aún queda tanto por decir?

Mael se rascó la barba incipiente que le crecía en la mandíbula.

—A mí lo que es mío, a ti lo que es tuyo, a él lo que es suyo, y aun así no hay manera de convencer al mundo de su inherente absurdidad.

K’rul se encogió de hombros.

—A él lo que es suyo. Sí. Qué extraño que, de todos los dioses, él fuera el único que descubriese este secreto demente, este secreto enloquecedor. Cuando llegue el alba... ¿habríamos de dejárselo a él?

—Bueno... —gruñó Mael— primero hemos de sobrevivir a la noche. He traído a quien buscabas.

—Lo veo. Gracias, viejo amigo. Ahora, dime, ¿qué ha pasado con la vieja bruja?

Mael le hizo una mueca.

—Otra vez lo mismo. Lo está intentando de nuevo, pero el que ha escogido... bueno, digamos que Onos T’oolan posee profundidades que Olar Ethil no podrá jamás comprender. Me temo que acabará lamentando haberlo elegido.

—Hay otro hombre que cabalga ante él.

Mael asintió.

—Hay otro hombre que cabalga ante él. Le rompe a uno... el corazón.

—«Incluso la absurdidad flaquea ante un corazón roto.»

—«Pues las palabras se agostan.»

Unos dedos aletearon en medio del resplandor.

—«Un diálogo de silencio.»

—«Un silencio ensordecedor» —Mael oteó en la sombría distancia—. Ciego Gallan y sus malditos poemas. —Por todo el suelo descolorido marchaban ejércitos de cangrejos ciegos, atraídos por la extraña luz y el calor. Mael los miró de reojo—. Muchos murieron.

—Errastas tenía sus sospechas, lo cual es lo único que necesita el Errante. Una desgracia terrible, o quizá un empujón mortal. Se comportaron justo como ella dijo que lo harían. Sin testigos.

K’rul alzó la cabeza, de manera que la capucha vacía apuntó hacia Mael.

—Entonces ¿ha ganado?

Las enjutas cejas de Mael se alzaron.

—¿Acaso no lo sabes?

—A tan poca distancia del corazón de Kaminsod, las sendas son una maraña de heridas y violencia.

La mirada de Mael descendió hasta el cuerpo envuelto.

—Brys estuvo allí. Lo vi todo a través de sus lágrimas. —Se quedó en silencio durante un largo momento, mientras revivía las memorias de otra persona. De pronto se abrazó a sí mismo y dejó escapar una ráfaga de aliento exhausto—. ¡En el nombre del Abismo, esos Cazahuesos resultaron ser todo un espectáculo!

En el interior de la capucha, los leves indicios de un rostro parecieron tomar forma, el brillo de una dentadura.

—¿En serio? Mael... ¿en serio? —En sus palabras viajaba el gruñido de una emoción—. Esto no ha acabado. Errastas ha cometido un terrible error. ¡Por los dioses, todos ellos lo han cometido!

Tras una larga pausa, K’rul suspiró, y su mirada regresó al fuego. Sus pálidas manos se cernieron sobre el brillo pulsátil de la roca ardiente.

—No habré de permanecer ciego. Dos niños. Gemelos. Mael, todo indica que habremos de contravenir el deseo de la consejera Tavore Paran de permanecer fuera de nuestra vista, de la vista de cualquiera. ¿A qué se deberá este deseo de quedar en el anonimato? No lo comprendo.

Mael negó con la cabeza.

—Hay tanto dolor en su interior... no, no me atrevo a acercarme. Se plantó frente a nosotros, en el salón del trono, como un retoño con un terrible secreto, una culpa y una vergüenza más allá de toda medida.

—Quizá mi invitado aquí presente tenga la respuesta.

—¿Es por eso por lo que lo querías? ¿Para resolver tu mera curiosidad? ¿Estamos jugando a un juego de fisgones, K’rul? ¿Con el corazón roto de esa mujer?

—En parte —reconoció K’rul—. Pero no por crueldad, o por la atracción de lo prohibido. Su corazón ha de seguir siendo cosa suya, inmune a cualquier asalto. —El dios echó un vistazo al cadáver envuelto—. No, la carne de este está muerta, pero su alma se mantiene fuerte, atrapada en su propia pesadilla culpable. Yo habré de liberarlo.

—¿Cómo?

—Listo para actuar, cuando llegue la ocasión. Listo para actuar. Una vida por una muerte, tendrá que servir.

Mael profirió un suspiro desigual.

—Entonces todo caerá sobre sus hombros. Una mujer solitaria. Un ejército que ya ha sido barrido. Con aliados enfebrecidos del ansia por la guerra inminente. Un enemigo que los aguarda a todos, indoblegable, con inhumana seguridad, ávido por hacer saltar la trampa perfecta. —Se llevó una mano al rostro—. Una mujer mortal que rechaza hablar.

—Y sin embargo, la siguen.

—La siguen.

—Mael, ¿crees que tienen alguna posibilidad?

Él miró a K’rul.

—El Imperio malazano los ha reunido de la nada. La Primera Espada de Dassem, los Abrasapuentes, y ahora los Cazahuesos. No sé qué decirte. Es como si hubieran nacido en otra época, una edad dorada perdida en el pasado, y la cosa es que ni siquiera lo saben. Quizá sea por eso por lo que ella prefiere que nadie contemple sus acciones.

—¿Qué quieres decir?

—La consejera no quiere que el resto del mundo recuerde lo que fue antaño.

K’rul pareció estudiar el fuego. Al cabo, dijo:

—En estas aguas oscuras es imposible notar las propias lágrimas.

Amarga fue la réplica de Mael:

—¿Por qué razón si no iba a vivir yo aquí?

Si no me he desafiado a mí mismo, si no me he esforzado por dar todo lo que tengo, que el mundo me juzgue mientras inclino la cabeza. Pero si se me acusa de ser más listo de lo que soy, aunque cómo sería posible tal cosa, o bien, los dioses no lo quieran, demasiado consciente de cada eco que se lanza hacia la noche, que rebota y brinca, que reverbera como el filo de una espada en el borde de un escudo... si, en otras palabras, se me castiga por seguir la estela de mis sensibilidades... en ese caso, algo se enciende como fuego dentro de mí. Me vuelvo, y aquí empleo la palabra de la forma más consciente, furibundo.

Udinaas soltó un resoplido. La página estaba arrancada tras este último párrafo, como si la rabia del autor o la autora lo hubiera empujado a un rabioso frenesí. Se preguntó por los posibles detractores de aquel escriba desconocido, ya fueran reales o imaginarios, y su mente voló a aquellos tiempos lejanos en los que alguien se encargó de ponerlo en su sitio tras una muestra de ingenio que se pasase de rápida y afilada. Prestos eran los niños en notar semejantes cosas, en sentir que un chico era demasiado listo para su propio bien, y vaya si sabían lo que había que hacer al respecto. Dadle fuerte, chavales. Le está bien empleado. Por ello, Udinaas no podía sino sentir compasión por el espíritu de aquel escriba muerto largo tiempo atrás.

—Y sin embargo, viejo necio, los chicos que te pegaron no son ya más que polvo, mientras que tus palabras siguen vivas. ¿Quién se ríe ahora?

Ninguna respuesta vino de la madera podrida que lo rodeaba. Udinaas suspiró y tiró aquel fragmento a un lado. Contempló cómo los trozos de pergamino flotaban como cenizas.

—Bah, ¿qué ha de importarme? No queda mucho, no queda mucho más.

La lámpara de aceite iba menguando, y el frío empezaba a hacerse presente. Ya no sentía las manos. Nadie era capaz de sacudirse aquellos antiguos legados que atacaban a traición con una mueca.

Ulshun Pral había vaticinado nieve, y nieve era lo que Udinaas más había llegado a despreciar.

—Es como si el mismo cielo estuviera muriendo. ¿Oyes eso, Temor Sengar? Casi estoy listo para creerme tu relato. ¿Quién podría haber imaginado semejante legado?

Con un gemido causado por la rigidez de sus extremidades, Udinaas trepó por el casco de la nave y aterrizó en la cubierta inclinada. El viento azotaba su rostro.

—Mundo de blancura, ¿qué quieres decirnos? Que nada de esto es justo. Que los hados nos han acorralado.

Había adoptado el hábito de hablar consigo mismo. De ese modo, nadie tenía que acabar llorando. Estaba harto de tantas lágrimas resplandecientes en caras largas. Cierto era que le bastaba un puñado de palabras para derretirlas, pero el calor en su interior, bueno, digamos que no tenía adónde ir, ¿verdad? Prefirió entregárselo a aquel aire gélido y vacío. Ni una sola lágrima congelada a la vista.

Udinaas escaló por el lado de la nave y saltó al manto de nieve que llegaba hasta la rodilla, para entonces trazar una ruta nueva hasta el campamento que se alzaba a cubierto entre las rocas. Con aquellos mocasines, gordos y forrados de piel, era imposible no caminar con andares de pato a medida que se abría camino entre las pilas de nieve. Desde allí olía a humo de leña.

Cuando aún le falta medio camino hasta el campamento, atisbó a los emlavas. Los dos enormes felinos estaban agazapados sobre las rocas más altas; sus lomos plateados se confundían con la blancura del cielo. Lo vigilaban.

—Vaya, así que habéis vuelto. No es buena señal, ¿a que no?

Sintió que los ojos de aquellos animales lo seguían mientras avanzaba. El tiempo se ralentizaba. Sabía que tal cosa no era posible, mas podía imaginar un mundo entero sepultado en las profundidades de la nieve, un lugar desprovisto de animales, en el que las estaciones se congelaban hasta confundirse en una sola, interminable, para siempre. Se imaginó cómo se irían ahogando todas las posibilidades hasta que no quedase más que una.

—Si un hombre puede hacerlo, ¿por qué no iba a conseguirlo un mundo entero?

No hubo respuesta del viento ni de la nieve, aparte de la réplica brutal que suponía su indiferencia.

Ahora, entre las rocas, con el azote de aquel viento amargo, el picor del humo le avivó el olfato. Había hambre en el campamento, y blancura en el resto del mundo. Y sin embargo, los imass cantaban sus canciones.

—No es suficiente —murmuró Udinaas con el aliento plomizo—. No lo es, amigos míos. Aceptadlo, ella se está muriendo. Nuestra pequeña se muere.

Se preguntó si Silchas Ruina lo había sabido todo el tiempo, si sabía de aquel inminente fracaso.

—Todos los sueños acaban por morir. Si alguien debería saberlo en todo el mundo, soy yo. Sueños de duermevela, sueños del futuro, tarde o temprano llega el frío y duro albor.

Pasó junto a las yurtas medio sepultadas por la nieve, el ceño fruncido a causa del zumbido de las canciones que se escapaban de las cortinas de pellejo batiente en las entradas, y enfiló hacia el sendero que desembocaba en la cueva.

Una costra de hielo sucio como espuma congelada cubría las fauces de la cueva. Una vez entre sus muros, sintió el aire templado del interior, húmedo y cargado con aroma de sales. Dio un par de pisotones para librarse de la nieve en sus mocasines y se internó por el retorcido corredor de piedra, las manos extendidas a los lados y los dedos acariciando la piedra mojada.

—Oh —dijo en voz baja—, pero si no eres más que un vientre helado, ¿verdad?

Oyó voces más adelante o, mejor dicho, una voz. Haz caso ahora a tus sentidos, Udinaas. Ella sigue siendo indomable, siempre indoblegable. Supongo que esto es lo que el amor es capaz de conseguir.

Las manchas antiguas seguían salpicando el suelo de piedra, recordatorios eternos de la sangre derramada y las vidas perdidas en aquella miserable estancia. Casi podía oír los ecos, espada y lanza, los jadeos de alientos desesperados. Casi podría jurar que tu hermano está aquí, Temor Sengar. Con Silchas Ruina retrocediendo entre tambaleos, paso a paso, su ceño manchado de incredulidad, como una máscara que nunca se hubiera puesto antes. Y, ¿acaso no era una máscara que no se ajustaba del todo a él? Por supuesto que lo era. Onrack T’emlava estaba de pie junto a su esposa. A la izquierda de Kilava, agachado, se encontraba Ulshun Pral. Y frente a todos ellos, a poca distancia, se alzaba una construcción enclenque y desastrada. Casa moribunda, tu caldero está roto. Ella ha resultado ser una semilla defectuosa. Kilava se volvió hacia él cuando llegó, sus ojos oscuros y animales se entornaron como los de un gato listo para saltar sobre su presa.

—Pensé que te habrías largado, Udinaas.

—Los mapas no llevan a ningún lugar, Kilava Onass. Imagino que el capitán lo mencionó cuando llegasteis al centro de la planicie. ¿Acaso existe algo más desolador que una nave fondeada?

—Amigo Udinaas —dijo Onrack—, tu sabiduría es bienvenida. Kilava habla del despertar de los jaghut, el hambre de los eleint, y la mano de los forkrul assail, que jamás ha vacilado. Rud Elalle y Silchas Ruina han desaparecido. Kilava ya no siente su presencia, y se teme lo peor.

—Mi hijo sigue vivo.

Kilava dio un paso al frente.

—Eso no lo sabes.

Udinaas se encogió de hombros.

—Rud Elalle recibió de su madre más de lo que Menandore llegó a imaginar. Cuando se enfrentó a la hechicera malazana, cuando intentó absorber su poder, bueno... digamos que aquella fue una de las varias sorpresas letales de aquel día.

Su mirada se hundió entre aquellas piedras ennegrecidas.

¿Qué sucedió con nuestro heroico resultado, Temor? ¿Qué pasó con la salvación por la que sacrificaste la vida? «Si no me he desafiado a mí mismo, si no me he esforzado por dar todo lo que tengo, que el mundo me juzgue mientras inclino la cabeza.» Sin embargo, cruel es el juicio del mundo.

—Estamos considerando realizar un viaje desde este reino —dijo Onrack.

Udinaas le lanzó una mirada a Ulshun Pral.

—¿Tú estás de acuerdo?

El guerrero dejó libre una mano que se afanó en un caudal de gestos acuosos.

Udinaas soltó un gruñido. Antes de la palabra, antes de las canciones, esto es lo que había. Mas la mano habla en una lengua quebrada. Aquí el código recae en su postura, esa manera de estar agazapado, como un nómada. A ninguno de ellos les asusta caminar, como tampoco les asusta la posibilidad de un nuevo mundo en el camino. Que el Errante me lleve, su inocencia te apuñala el corazón.

—No os gustará lo que os aguarda más adelante. Ni la bestia más fiera de este mundo puede hacer nada contra mis congéneres. —Le echó una mirada a Onrack—. ¿Cuál crees que era la naturaleza del Ritual?

—¿Te refieres al que le robó la muerte a los tuyos?

—Por más que hieran sus palabras —gruñó Kilava—, Udinaas dice la verdad. —Se volvió de nuevo hacia el Azath—. Estamos en disposición de defender este portal. Podemos detenerlos.

—Y morir —saltó Udinaas.

—No —replicó, y se giró para encararse a Udinaas—. Tú habrás de guiar a mis hijos desde aquí, Udinaas. Los llevarás a tu mundo. Seré yo quien se quede.

—Creía que habías dicho «nosotros», Kilava.

—Invoca a tu hijo.

—No.

Una llama ardió en sus ojos.

—Búscate a alguien más que te acompañe en tu última batalla.

—Yo me quedaré con ella —dijo Onrack.

—No, no lo harás —siseó Kilava—. Eres mortal...

—¿Y tú no, amor mío?

—Soy una invocahuesos. Mis entrañas llevaron a un héroe primero que se convirtió en un dios. —Su rostro se contrajo, pero en sus ojos habitaba la angustia—. Esposo, habré de invocar aliados para esta batalla. Tú, en cambio, has de ir con tu hijo y con Udinaas. —Apuntó al letherii con un dedo convertido en garra—. Llévalos hasta tu mundo. Encuentra un lugar para ellos...

—¿Un lugar? Kilava, en mi mundo no son más que bestias. ¡No quedan sitios para ellos!

—Habrás de encontrar uno.

¿Estás oyendo esto, Temor Sengar? Después de todo, no seré como tú. No, he de adoptar el papel de Casco Beddict, otro hermano condenado. «¡Seguidme! ¡Atended a mis promesas! Morid.»

—No hay lugar alguno —dijo, la garganta tensa de pesar—. En todo el mundo... nada. Nunca dejamos nada en buen estado. Jamás. Los imass pueden reclamar tierras vacías, sí, hasta que alguien les lance una mirada codiciosa. Entonces empezarán a mataros a todos. Reunirán vuestros pellejos, vuestros cueros cabelludos. Envenenarán vuestra comida. Violarán a vuestras hijas. Todo en el nombre de la pacificación, del reasentamiento, o de cualquier otro tipo de eufemismo de mierda de bhederin que se les ocurra escupiros. Y cuanto antes muráis todos, mejor, para que así puedan olvidar que exististeis. La culpa es la primera hierba que arrancamos, para que nuestro jardín siga aromático y apacible. Es lo que hacemos, no podéis detenernos. Jamás podríais conseguirlo, nadie puede.

El semblante de Kilava no se había alterado.

—Sí que se os puede detener. Y se hará.

Udinaas negó con la cabeza.

—Llévalos a tu mundo, Udinaas. Lucha por ellos. No quiero caer aquí, y si piensas que no soy capaz de proteger a mis hijos, es que no me conoces.

—Me estás condenando, Kilava.

—Invoca a tu hijo.

—No.

—Entonces eres tú quien se condena a sí mismo, Udinaas.

—¿Seguirás hablando con tanta frialdad cuando mi condena sea la misma que la de tus hijos?

Cuando pareció que no habría respuesta a esa pregunta, Udinaas dejó escapar un suspiro y giró sobre sus talones. Salió al frío y a la nieve, a la blancura y a aquel tiempo congelado. Para su angustia, Onrack fue tras él.

—Amigo mío.

—Lo siento, Onrack. Nada útil puedo decirte, nada que ponga paz en tus pensamientos.

—Aun así —retumbó el guerrero—, crees poseer una respuesta.

—Apenas.

—Y sin embargo...

Por los codazos del Errante, no hay manera. Oh, quién me viera marchar con semejante resolución. Sí, habré de guiaros a todos. El arrojado Casco Beddict ha regresado, solo para repetir sus múltiples crímenes una vez más.

¿Sigues a la caza de héroes, Temor Sengar? Más vale que te des media vuelta.

—Habrás de guiarnos, Udinaas.

—Eso parece.

Onrack soltó un suspiro.

Más allá de la entrada de la caverna, la nieve caía.

Había intentado encontrar una salida. Se había lanzado lejos de la conflagración. Sin embargo, ni siquiera el poder de los Azath había podido penetrar Akhrast Korvalain, así que Icarium había acabado arrojado a la lejanía, con la mente hecha pedazos ahogados en medio de un océano de sangre ajena. ¿Llegaría a recuperarse? Calma no podía estar segura, pero no pensaba correr el menor riesgo. Además, el poder latente en el interior de Icarium seguía siendo peligroso, una amenaza para todos los planes de Calma. Podía ser usado en contra de ellos, lo cual no era aceptable.

No, mucho mejor hacer que el arma cambie de manos, hacerme dueña de ella y usarla contra los enemigos que sé que pronto se enfrentarán a mí. O bien, si resulta que la necesidad no es tan grande, simplemente matarlo.

En cualquier caso, antes de que nada de eso ocurriese, Calma tendría que regresar aquí. Y llevar a cabo lo que debe hacerse. Me encargaría de hacerlo ahora mismo si el riesgo no fuera tan grande. Si él se despierta, si me obliga a... no, es demasiado pronto. Aún no estamos listos para ello.

Calma estaba de pie ante el cuerpo. Estudiaba las facciones angulosas, los colmillos, el leve rubor que quizá indicaba fiebre. Entonces se dirigió a sus ancestros.

—Tomadlo. Atadlo. Liberad vuestra hechicería y que permanezca inconsciente. El riesgo de que despierte es demasiado grande. No tardaré mucho en regresar. Tomadlo. Atadlo.

Las cadenas de huesos se agitaron como serpientes, mientras se zambullían en el duro suelo. Se liaron en las extremidades del cuerpo, alrededor del cuello, por el torso. Quedó pegado a la ladera en aquella posición de águila con las alas abiertas.

Calma advirtió el temblor en los huesos.

—Sí, comprendo. Su poder es inmenso. Esa es la razón de que deba permanecer inconsciente, mas hay otra cosa que puedo hacer.

Se acercó y se agachó junto al cuerpo. Su mano derecha salió disparada y los dedos, rígidos como puñales, abrieron un agujero en el costado del hombre. Calma soltó un jadeo y casi llegó a retroceder. ¿Había sido demasiado? ¿Lo había despertado?

De la herida manó sangre.

Pero Icarium no se movió.

Calma dejó escapar un suspiro largo e inquieto.

—Que siga manando la sangre —les dijo a sus ancestros—. Alimentaos de su poder.

Se puso en pie y alzó la mirada para escrutar el horizonte en todas direcciones. Las antiguas tierras de los elan habían quedado arrasadas; ya nada quedaba más que enormes peñascos elípticos que en su día afianzaron las paredes de las tiendas, restos ruinosos de tiempos muy anteriores. Ni un solo animal gigantesco quedaba de los rebaños que en su día habitaron aquella planicie, ya fuera doméstico o salvaje. Se dio cuenta de que había una perfección admirable en el estado en que se encontraban ahora las cosas. Sin criminales no puede haber crimen. Sin crimen, no hay víctimas. El viento lanzaba su lamento, y nadie había para dar respuesta alguna.

Una sentencia perfecta, con regusto a paraíso.

Renacido. Un paraíso renacido. De esta planicie vacía, el mundo. De esta promesa, el futuro.

Pronto.

Echó a andar. La colina quedó a su espalda, y con ella el cuerpo de Icarium, atado a la tierra con cadenas de hueso. Cuando regresase de nuevo a aquel lugar, lo haría ahíta de victoria. O bien en busca desesperada de ayuda. Si acababa siendo lo segundo, lo despertaría. En el primer caso, tomaría la cabeza de Icarium entre sus manos y, de un único y salvaje movimiento, rompería el cuello de aquella abominación.

No importaba qué decisión la aguardase; cuando eso sucediese, sus ancestros cantarían de gozo.

Encorvado sobre un montículo de despojos, el trono del alcázar ardía en el patio inferior. El humo, gris y negro, ascendía en una columna que se alzaba más allá de las murallas, donde el viento se encargaba de deshacerlo y enviaba jirones como estandartes sobre todo el valle devastado.

Niños medio desnudos campaban entre las almenas. Sus voces atravesaban los repiqueteos y gemidos que llegaban desde el portón principal, donde los mamposteros se encargaban de reparar el daño del día anterior. Ahora tenía lugar el cambio de guardia, y el puño supremo oía a su espalda las órdenes que latigueaban como banderas al viento. Parpadeó para limpiarse los ojos de sudor, con la boca llena de mugre, y se inclinó con cierta cautela sobre el deteriorado merlón. Sus ojos estrechos estudiaron el campamento enemigo que se extendía en perfecta formación por todo el valle.

Desde la plataforma en el tejado de la torre cuadrada a su derecha, un niño de no más de nueve o diez años forcejeaba con lo que en su día debía de haber sido una cometa indicadora. Ponía todo su esfuerzo en levantarla sobre su cabeza, hasta que de repente el dragón de seda harapienta se alzó en el aire con un sonoro aleteo y empezó a dar vueltas sin parar. Ganoes Paran le dedicó una mirada de ojos entornados. La luz del mediodía arrancaba destellos plateados a la larga cola del dragón. La misma cola, recordó, que había sobrevolado la fortaleza en el día de su conquista.

¿Qué habrían estado señalizando los que la defendían?

Peligro. Ayuda.

Contempló cómo la cometa ascendía cada vez más. Hasta que un ramalazo de humo arrastrado por el viento la devoró.

Una maldición que ya había oído antes resonó en sus oídos. Giró sobre sus talones, solo para ver al mago supremo de la Hueste atravesar a duras penas un puñado de chiquillos que se arremolinaban en lo alto de las escalinatas, con la cara retorcida en una mueca de asco, como si medrase entre una muchedumbre compuesta por leprosos. La espina de pescado sujeta entre sus dientes se agitaba arriba y abajo. Se aproximó con una carrerilla hasta el puño supremo.

—Juro que se han multiplicado desde ayer. ¿Cómo es posible? No suelen estar tan creciditos cuando se caen de entre las caderas de sus madres, ¿verdad?

—Siguen saliendo a rastras de las cuevas —dijo Ganoes Paran, toda su atención puesta de nuevo entre las filas enemigas.

Noto Forúnculo soltó un gruñido.

—Esa es otra. ¿A quién se le ocurrió que una cueva iba a ser un buen sitio para vivir? Aire rancio, goteos por todas partes, llenas de alimañas... nos van a asolar las enfermedades, puño supremo. Acordaos de mis palabras. Y de enfermedades la Hueste ya ha tenido bastante.

—Comunicad a la puño Bude que ha de convocar un grupo de soldados limpios —dijo Paran—. ¿Qué pelotones alcanzaron la tienda de rones?

—Séptimo, décimo y tercero, de la Segunda Compañía.

—Los zapadores de la capitana Arroyodulce.

Noto Forúnculo se quitó la espina de la boca y estudió la punta rosada. Entonces se apoyó en el muro y escupió un manchurrón rojo.

—Así es, señor. Los suyos.

—En ese caso... —Paran sonrió.

—Sí, señor, les está bien empleado. Si llegan a aventar a más alimañas...

—Son niños, mago, no ratas. Niños huérfanos.

—¿De veras? Algunos de ellos, los más blancuzcos y huesudos, me ponen la piel de gallina, señor. Es lo único que digo. —Se metió una vez más la espina entre los dientes, y arriba y abajo que volvió a moverse—. Volved a decirme en qué medida ha mejorado nuestra situación desde Aren.

—Noto Forúnculo, como puño supremo que soy, no respondo más que ante la emperatriz.

El mago soltó un resoplido.

—Lástima que esté muerta.

—Eso solo significa que no respondo ante nadie, ni siquiera ante ti.

—Pues habéis dado en el centro de la diana, señor: ese es el problema. En el mismo centro de la diana. —Su réplica pareció dejarlo satisfecho, porque a continuación señaló con un cabeceo y un movimiento fugaz de la espina de pescado en su boca—. Veo mucho ajetreo por ahí. ¿Se estará gestando otro ataque?

Paran se encogió de hombros.

—Siguen... alterados.

—Si se les ocurre jugársela a que vamos de farol...

—¿Quién dice que voy de farol, Forúnculo?

El hombre mordió algo que lo hizo retorcerse.

—Lo que quiero decir, señor, es que nadie niega que tenéis vuestros talentos, pero digamos que si esos dos comandantes de ahí se cansan de lanzar aguados y confesos contra nosotros... si se limitan a levantar el culo y empiezan a marchar en nuestra dirección, en persona... bueno... eso es lo que quería decir, señor.

—Creía haberte dado una orden no hace mucho.

Noto frunció el ceño.

—La puño Bude, sí. Las cuevas. —Giró sobre sus talones para marcharse, pero se volvió tras una pausa—. Pueden veros. Lo sabéis, ¿verdad? Os ven ahí de pie, día tras día. Vuestra presencia es un insulto para ellos.

—Me pregunto... —musitó Paran, la atención puesta de nuevo en el campamento enemigo.

—¿Sí, señor?

—Pensaba en el asedio de Pale. Engendro de Luna se limitó a quedarse flotando sobre la ciudad. Su señor nunca llegó a asomarse, al menos no hasta el día en que Tayschrenn decidió que estaba listo para ponerlo a prueba. Pero piensa lo siguiente: ¿y si lo hubiera hecho? ¿Y si, cada maldito día, hubiese salido y se hubiese colocado sobre aquella cornisa, para que Unbrazo y los demás hubiesen podido detenerse un segundo, alzar la mirada y verlo de pie allí arriba? Con su cabellera de plata ondeante, y con Dragnipur como una condenada mancha negra sobresaliendo sobre su espalda.

Noto Forúnculo le dio juego al palillo de espina por un momento. Al cabo, dijo:

—¿Y qué si lo hubiera hecho, señor?

—El miedo, mago supremo, se toma su tiempo. El miedo de verdad, el que devora el coraje, el que debilita las piernas. —Negó con la cabeza y miró a Noto Forúnculo—. Da igual, ese nunca fue su estilo, ¿verdad? Lo echo de menos, ¿sabes? —Soltó un gruñido—. Qué cosas.

—¿A quién, a Tayschrenn?

—Noto, ¿entiendes algo de lo que digo? ¿Alguna vez?

—Me esfuerzo por no entenderlo, señor. Sin ánimo de ofender. Es por eso del miedo que decíais antes.

—No pises a ningún niño al bajar.

—Eso será cosa suya, puño supremo. Además, nos vendría bien reducir un poco la población.

—Noto.

—Lo único que digo es que somos un ejército, no una guardería. Un ejército bajo asedio. Nos superan en número, somos demasiados para estas dependencias, estamos confusos y aburridos... eso cuando no estamos aterrorizados. —Volvió a extraer aquella espina de pescado—. Cuevas llenas de niños. ¿Qué estaban haciendo con ellos? ¿Dónde están sus padres?

—Noto.

—Lo único que digo es que deberíamos devolverlos, señor.

—¿No te has percatado de que hoy es el primer día en que empiezan a comportarse como niños normales? ¿Qué te sugiere eso?

—Nada en absoluto, señor.

—La puño Rythe Bude. Ahora.

—Sí, señor, voy a por ella.

Ganoes Paran devolvió su atención al ejército que los asediaba, a aquellas precisas hileras de tiendas como teselas de hueso en un suelo laminado, las figuras diminutas como pulgas que correteaban arriba y abajo entre los trabuquetes y las grandes carretas. El aire podrido de la batalla no parecía abandonar jamás aquel valle. Parecen listos para volver a intentarlo. ¿Valdrá la pena una nueva salida? Mathok no deja de ensartarme con su mirada hambrienta. Quiere lanzarse sobre ellos. Se restregó una mano por el rostro. El tacto de su propia barba lo sorprendió una vez más y le arrancó una mueca. A nadie le gustan demasiado los cambios, ¿verdad? Pues a eso precisamente me refería.

El dragón de seda atravesó la línea de su visión, recién surgido de las columnas de humo. Volvió a mirar al chico en la torre y lo vio forcejear para cuadrar los pies. Un muchacho esquelético, de los del sur. Un confeso. Si ves que no puedes más, chico, asegúrate de soltarla.

De pronto hubo una agitación en el campamento lejano. Destellos de picas, los esclavos encadenados se colocaban en los yugos de las grandes carretas. Aparecieron los altos aguados, rodeados de corredores. Nubes de polvo se alzaron entre los trabuquetes a medida que se ponían en marcha.

Pues sí que siguen alterados, sí.

Hace mucho tiempo, conocí a un guerrero. Tras una herida en la cabeza, se despertó pensando que era un perro, y, ¿qué son los perros sino pura lealtad y poco seso? Así que aquí estoy, mujer, con los ojos llenos de lágrimas. Por aquel guerrero, que era mi amigo, y que murió pensando que era un perro. Demasiado leal para regresar a casa, demasiado lleno de fe para marcharse. Estos son los caídos del mundo. Cuando sueño, los veo a miles, cómo mordisquean sus propias heridas. Así que no me hables de libertad. Él tenía razón, siempre la tuvo. Vivimos encadenados. Creencias que son grilletes, juramentos que nos estrangulan, la jaula de una vida mortal... este es nuestro destino. ¿Y a quién culpo yo? A los dioses. Los maldigo con fuego en el corazón.

»Cuando ella venga a mi encuentro, cuando me anuncie que ha llegado la hora, habré de empuñar mi espada. Dices que soy hombre parco en palabras, pero contra el mar de anhelos, las palabras son tan débiles como la arena. Así que ahora, mujer, háblame otra vez de tu hastío, de esta cadena de días y noches fuera de una ciudad obsesionada con el luto. Ante ti me hallo, en mis ojos el dolor por un amigo perdido, y no recibo más que este asedio de silencio.

Ella dijo:

Vaya mierda de manera de intentar convencerme de que te despeje el camino hasta mi cama, Karsa Orlong. Está bien, ven aquí. Pero no me destroces.

Solo destrozo aquello que no deseo.

¿Y si los días de esta relación están contados?

Lo están —replicó él, y compuso una mueca—, no así las noches.

El débil tañido de las campanas de la ciudad lanzó su lamento a la caída de la oscuridad, y en las calles y callejones iluminados por resplandores azulados, los perros aullaron.

En la cámara más profunda de palacio del señor de la ciudad, ella se ocultaba en las sombras. Contempló cómo él se alejaba de la lumbre, sacudiéndose el carbón de las manos. No había confusión alguna en su legado de sangre, y parecía que el peso que su padre había cargado descansaba ahora como un viejo manto sobre los hombros sorprendentemente anchos de su hijo. Ella jamás entendería a aquellas criaturas. Su disposición al martirio. Las cargas con las que medían la propia valía. Aquel abrazo del deber.

El hombre se aposentó en la silla de respaldo alto y estiró las piernas. La luz de aquel fuego que empezaba a desperezarse lamía los broches de sus botas altas de cuero. Echó la cabeza hacia atrás y, con los ojos cerrados, habló:

—Sabrá el Embozado cómo te las has arreglado para entrar aquí. Imagino que la piel del pescuezo de Silanah se está erizando en este mismo momento, mas si no estás aquí para matarme, hay vino en la mesa a tu izquierda. Tú misma.

Ella frunció el ceño y emergió de entre las sombras. De pronto la habitación parecía demasiado pequeña, los muros amenazaban con cerrarse con fuerza a su alrededor. Abandonar por voluntad propia el cielo a favor de la pesada piedra y la madera ennegrecida... no, era incapaz de comprender semejante comportamiento.

—¿Nada más que vino?

En su voz hubo un leve crujido, lo cual le recordó que hacía bastante tiempo que no la usaba.

Los ojos alargados del hombre se abrieron y la observaron con genuina curiosidad.

—¿Qué prefieres?

—Cerveza.

—Lo siento. Para eso tendrás que ir a las cocinas en los niveles inferiores.

—Leche de yegua, pues.

Las cejas del hombre se alzaron.

—Desciende hasta la puerta del palacio, gira a la izquierda, camina medio millar de leguas, a ver si ves alguna. Aunque a decir verdad, es más una suposición.

La mujer se encogió de hombros y se acercó un poco más al hogar.

—El regalo lucha.

—¿Regalo? No comprendo.

Ella hizo un gesto hacia las llamas.

—Ah —dijo él con un asentimiento—. Bueno, te encuentras bajo el aliento de Madre Oscuridad. —Se sobresaltó—. ¿Sabe ella que estás aquí? Por otro lado —volvió a dejarse caer—, ¿cómo no iba a saberlo?

—¿Sabéis quién soy? —preguntó ella.

—Una imass.

—Soy Apsal’ara. Durante su noche dentro de la espada, su única noche, me liberó. Se tomó su tiempo para hacerlo. Para mí. —Se dio cuenta de que estaba temblando.

Él se dedicaba a estudiarla.

—Así que por eso has venido aquí.

Ella asintió.

—No te habías esperado algo así de él, ¿verdad?

—No. Vuestro padre... no tenía razón alguna para el arrepentimiento.

Entonces el hombre se levantó, fue hasta la mesa y se sirvió un cáliz de vino. Permaneció así, de pie, contemplando el cáliz en su mano.

—Sabes... —murmuró—, ni siquiera ansío esto. Esta necesidad... de hacer algo. —Resopló—. «No tenía razón alguna para el arrepentimiento»... en fin...

—Lo buscan a él... en vos, ¿verdad?

—A él lo encontrarás hasta en mi nombre —gruñó—. Nimander. No, no soy su único hijo. Ni siquiera el favorito. No creo que tuviera ninguno, ahora que lo pienso. Y sin embargo... —hizo un gesto con el cáliz— aquí estoy, sentado en su silla, ante su hoguera. Se me antoja que este palacio es como...

—¿Sus huesos?

Nimander dio un respingo y apartó la vista.

—Demasiadas habitaciones vacías, nada más.

—Necesito ropas —dijo ella.

—Ya me he dado cuenta —asintió él de forma distraída.

—Pieles, cueros.

—¿Está en tus planes quedarte, Apsal’ara?

—A vuestro lado, sí.

Ante esa frase, Nimander se giró. La miró con fijeza.

—Pero —añadió ella— no habré de ser su carga.

Una sonrisa sardónica.

—¿Serás, pues, la mía?

—Nombrad a vuestros consejeros más cercanos, señor.

Él apuró medio cáliz de un trago y lo apoyó sobre la mesa.

—La sacerdotisa suprema. Ahora ha hecho voto de castidad, y se me antoja que no lo está llevando bien. Garrapata de Piel, un hermano. Desra, una hermana. Korlat, Spinnock, los sirvientes en los que mi padre más confiaba.

—Tiste andii.

—Por supuesto.

—¿Y el de abajo?

—¿El de abajo?

—¿Ha llegado a aconsejaros aunque sea una vez, señor? ¿Os quedáis frente a los barrotes de la reja en la ventana, solo para verlo murmurar y corretear? ¿Lo atormentáis? Quiero saber a qué tipo de hombre voy a servir.

Ella vio rabia pura en el rostro de Nimander.

—¿Qué piensas ser ahora, mi bufona? He oído que las cortes humanas tienen semejantes profesiones. ¿Me cortarás los tendones de las piernas y te reirás cuando tropiece y caiga? —Hizo una mueca de dientes apretados—. Si mi rostro de la conciencia ha de ser el tuyo, Apsal’ara, ¿no habrías de ser más bella?

Ella echó la cabeza hacia atrás, mas nada replicó.

La rabia de Nimander se quebró abruptamente, y sus ojos descendieron.

—Es el exilio que ha elegido. ¿Has intentado abrir la cerradura de esa puerta? Se cierra desde dentro. Sin embargo, nosotros no tenemos problema alguno en perdonarlo. Está en mi poder indultar a los condenados, y sin embargo tú has visto las criptas bajo palacio. ¿Cuántos prisioneros se arrastran bajo mi mano de hierro?

—Uno.

—Y soy incapaz de liberarlo. Eso debe de valer un par de chanzas.

—¿Acaso está loco?

—¿Clip? Posiblemente.

—Entonces, no, ni siquiera vos podéis librarlo. Vuestro padre se llevó tajos por las cadenas de Dragnipur. Tajos como este tal Clip.

—Me atrevería a decir que él nunca llegó a denominarlo libertad.

—Ni piedad —replicó ella—. Ambas están más allá del alcance del poder de un señor, incluso del de un dios.

—Entonces les fallaremos a todos, tanto a señores como a dioses. Fallaremos a nuestros hijos rotos.

En aquel momento ella se dio cuenta de que no sería fácil servir a aquel hombre.

—Vuestro padre atrajo a otros hacia sí. Otros que no eran tiste andii. Me acuerdo de ellos, en su corte, en Engendro de Luna.

Los ojos de Nimander se entornaron.

—Ciega es vuestra raza para con muchas cosas. Necesitáis a otros cerca de vos, señor. Sirvientes que no sean tiste andii. Yo no me cuento entre estos... bufones de los que habláis. Mas tampoco puedo ser vuestra conciencia, según parece, fea como soy ante vuestros ojos.

Él alzó una mano.

—Perdóname por decir eso, te lo suplico. Intentaba herirte y me permití decir una falsedad, solo para zaherirte.

—Creo que fui yo quien os zahirió primero, señor.

Nimander volvió a echar mano del vino y se quedó contemplando las llamas del hogar.

—Apsal’ara, dama de los ladrones. ¿Abandonarás tu vida y te convertirás en consejera de un señor tiste andii? ¿Solo porque mi padre, al final, se mostró piadoso contigo?

—Nunca lo culpé de lo que hizo. No le di opción alguna. No me liberó por piedad, Nimander.

—¿Por qué, entonces?

—No lo sé. —Negó con la cabeza—. Pero pretendo averiguarlo.

—Así que este empeño en encontrar... una respuesta... es lo que te ha traído aquí, a Coral Negro. A... mí.

—Así es.

—Y, ¿cuánto tiempo te quedarás a mi lado, Apsal’ara, mientras gobierno una ciudad, firmo mandatos, debato políticas? ¿Mientras me pudro lentamente a la sombra de un padre a quien apenas conocí y un legado a cuya altura jamás podré llegar?

Los ojos de ella se ensancharon.

—Señor, ese no es vuestro destino.

Nimander se giró hacia ella.

—¿De veras? ¿Por qué no? Por favor, aconséjame.

Ella volvió a echar la cabeza hacia atrás, y escrutó al alto guerrero de ojos amargos, desamparados.

—Largo tiempo habéis rezado los tiste andii por recibir la mirada amorosa de Madre Oscuridad. Largo tiempo habéis anhelado renacer a un propósito, a la vida misma. Fue él quien os lo devolvió. Todo ello. Fue él quien hizo lo que había que hacer, por vosotros. Por vos, Nimander, y todos los demás. Y ahora estáis sentado aquí, en su silla, en su ciudad, entre sus hijos. Y el divino aliento de vuestra madre os envuelve a todos. ¿Queréis que os proporcione la poca sabiduría que tengo? Muy bien. Señor, ni siquiera Madre Oscuridad puede aguantar la respiración para siempre.

—Ella no...

—Cuando nace un niño, ha de llorar.

—Tú...

—Con su voz, el niño entra en el mundo, y debe entrar en el mundo. Así pues —cruzó los brazos—, ¿seguiréis escondiéndoos en esta ciudad? Soy la dama de los ladrones, señor. Me conozco cada sendero, todos los he recorrido y he visto todo lo que hay que ver. Si vos y vuestro pueblo os escondéis aquí, señor, moriréis todos. Y también Madre Oscuridad. Sed su aliento. Convertíos en un desterrado.

—¡Pero nos encontramos en este mundo, Apsal’ara!

—Un mundo no es suficiente.

—Entonces ¿qué hemos de hacer?

—Lo que vuestro padre quería.

—¿Y eso qué es?

Ella sonrió.

—¿Lo averiguamos?

—Agallas no te faltan, señor de dragones.

Desde más adelante en el sendero se oyó el alarido de un niño.

Sin siquiera volverse, Ganoes Paran suspiró y dijo:

—Estás asustando a los niños otra vez.

—Más asustados deberían estar. —La puntera de hierro de su bastón golpeó con fuerza la piedra—. ¡Así son las cosas, je, je, je!

—Creo que no me gusta este nuevo título que usas para denominarme, Tronosombrío.

El dios, apenas una leve mancha oscura, se acercó a Paran y se detuvo a su lado. La resplandeciente cabeza del bastón dominó todo el valle con un gruñido de plata.

—Señor de la Baraja de los Dragones. Demasiado rimbombante. Son vuestros... abusos. Me molesta sobremanera la gente impredecible. —Volvió a soltar una risita—. La gente. Los ascendientes. Los dioses. Los perros de cráneo duro. Los niños.

—¿Dónde está Cotillion, Tronosombrío?

—A estas alturas ya deberíais estar harto de semejante pregunta.

—De lo que estoy cansado es de esperar a que la respondas.

Entonces ¡dejad de hacérmela! —El estridente chillido del dios reverberó por toda la fortaleza, recorrió de forma salvaje los corredores y salones antes de regresar como un eco hasta el lugar sobre la muralla en el que se encontraban.

—Eso sí que ha captado su atención —señaló Paran tras un cabeceo hacia la carreta lejana junto a la que habían aparecido dos figuras altas y esqueléticas.

Tronosombrío olisqueó en el aire.

—No ven nada. —Lanzó una risotada que más bien era un siseo—. Cegados por la justicia.

Ganoes Paran se rascó la barba.

—¿Qué es lo que quieres?

—¿De dónde proviene vuestra fe?

—¿Perdón?

El bastón repiqueteó sobre la piedra.

—Os aposentáis con la Hueste en Aren mientras ignoráis todas las llamadas imperiales. Y luego se os ocurre asaltar las sendas con esto. —Soltó una risotada repentina—. ¡Deberíais haber visto la cara del emperador! ¡Y todas las cosas que os llamó! ¡Oh, hasta los escribas de la corte se encogieron! —Hizo una pausa—. ¿Dónde estaba? Ah, sí, os estaba regañando, señor de dragones. ¿Acaso sois un genio? Permitid que lo ponga en duda, lo cual no me deja más alternativa que concluir que sois un idiota.

—¿Habéis terminado?

—¿Se encuentra ella ahí fuera?

—¿No lo sabéis?

—¿Lo sabéis vos?

Paran asintió con lentitud.

—Ahora lo entiendo. Todo se reduce a un asunto de fe. Imagino que es un concepto al que no estáis acostumbrado.

—¡Este asedio no tiene el menor sentido!

—¿De veras?

Tronosombrío siseó y alargó una mano etérea como si quisiera atrapar con ella el rostro de Paran. En lugar de eso, planeó cerca de él, la giró y la convirtió en algo vagamente parecido a un puño.

—¡No comprendéis nada!

—Hay una cosa que sí entiendo —replicó Paran—. Los dragones son criaturas del caos. No puede existir ningún señor de dragones, por lo que el título carece de significado.

—Exacto. —Tronosombrío echó mano de un manojo de telarañas que se amontonaban bajo el revestimiento de la muralla. Lo sostuvo entre los dedos; en apariencia se dedicaba a contemplar la carcasa de los restos del cadáver reseco de un insecto.

Pedazo de mierda miserable.

—Te diré qué es lo que sé, Tronosombrío. Aquí comienza el final. ¿Te atreverás a negarlo? No, no eres capaz. Si así fuera, dejarías de seguirme como una aparición...

—Ni siquiera vos podéis quebrar el poder que rodea esta fortaleza —dijo el dios—. Os habéis cegado. Abrid de nuevo los portones, Ganoes Paran. Encontrad otro lugar donde acuartelar a vuestro ejército. Esto ha dejado de tener sentido. —Tiró lejos el resto de la telaraña e hizo un gesto con la cabeza de su bastón—. A esos dos no podéis derrotarlos; ambos lo sabemos.

—Pero ellos no lo saben, ¿verdad?

—Os pondrán a prueba tarde o temprano.

—Sigo esperando.

—Puede que ocurra hoy.

—¿Apostarías a que así será, Tronosombrío?

El dios soltó un resoplido.

—Nada tenéis que yo ansíe.

—Mentiroso.

—Será entonces que nada tengo yo que vos ansiéis.

—Pues verás, resulta que...

—¿Acaso ven vuestros ojos una correa entre mis manos? Él no está aquí. Se ha ido a ocuparse de otros menesteres. Somos aliados, ¿entendéis? ¡Una alianza, no un maldito matrimonio!

Paran hizo una mueca.

—Por raro que os parezca, no estaba pensando en Cotillion.

—En cualquier caso, sería una apuesta absurda. Si perdéis, morís. O abandonáis a vuestro ejército a la muerte, cosa que no creo que hagáis. Además, no sois ni una fracción de lo taimado que puedo ser yo. ¿Queréis apostar? ¿De veras? Incluso si pierdo, gano. Incluso si pierdo... ¡gano!

Paran asintió.

—Lo cual siempre ha sido tu juego, Tronosombrío. Te conozco mejor de lo que piensas, ¿sabes? Sí, sí que haría esa apuesta. No será hoy cuando me pongan a prueba. Habremos de rechazar su asalto... una vez más. Morirán más aguados y confesos. Seguiremos siendo una mosca detrás de su oreja.

—¿Y todo porque tenéis fe? ¡Necio!

—Esas son las condiciones de la apuesta. ¿Te atreves?

La forma del dios pareció alterarse hasta casi desvanecerse por un momento, pero al instante volvió a reaparecer. El bastón arrancó esquirlas del borde gastado del merlón.

—¡Y tanto!

—Si tú ganas y yo sobrevivo —prosiguió Paran—, habré de darte aquello que deseas de mí, sea lo que sea, siempre y cuando esté en mi potestad entregarlo. Si yo gano, me darás lo que deseo de ti.

—Siempre y cuando esté en mi potestad...

—Lo está.

Tronosombrío murmuró algo por lo bajo y después siseó:

—Está bien, dime qué es lo que deseas.

Y Paran se lo dijo.

El dios soltó una risotada.

—¿De verdad crees que está en mi poder? ¿No crees que Cotilion tendrá algo que decir en el asunto?

—Si lo tiene, más vale que se lo preguntéis. En caso contrario —añadió Paran—, tal y como sospechaba, no tienes ni idea de adónde ha ido tu aliado. En cuyo caso, señor de Sombra, habrás de hacer lo que te pido, y ya responderás ante él más tarde.

—¡No habré de responder ante nadie! —Otro chillido, más ecos reverberantes.

—Mi querido Tronosombrío —Paran sonrió—, entiendo muy bien cómo te sientes. Ahora, dime, ¿qué es lo que ansías de mí?

—Ansío la fuente de la que mana vuestra fe. —El bastón se meneó en el aire—. Saber que está ahí fuera. Que busca lo mismo que buscáis vos. Que, una vez en la Planicie de Sangre y Cadenas, la encontraréis y os plantaréis frente a ella... casi como si los dos lo hubiérais planeado todo este tiempo, ¡aunque bien sé que no ha sido así! ¡Si ni siquiera os gustáis el uno a la otra!

—Tronosombrío, no puedo venderte fe.

—Pues mentidme, ¡maldita sea, pero de manera convincente!

Paran oía el batir de alas de seda, el sonido de jirones del propio viento. Un chico con una cometa. Señor de dragones. Gobernante de todo aquello que no puede gobernarse. Cabalga el caos aullante y di que es pericia. ¿A quién quieres engañar? Chico, suelta la cuerda. Es demasiado. Pero no la soltaba, ni siquiera sabía cómo hacerlo.

El hombre de la barba grisácea observa, mas nada puede decir.

Peligro.

Miró a su izquierda con el rabillo del ojo, pero la sombra había desaparecido.

Un estruendo desde el patio inferior llamó su atención. El trono, un mazacote de llamas, había acabado por hundir el montículo sobre el que se asentaba. El humo ascendía hacia el cielo como una bestia desencadenada.

Capítulo dos

CAPÍTULO DOS

Contemplo a los vivos

silentes, atadas

sus manos y rodillas a la piedra

por aquello que encontramos

¿Ha habido noche tan agotadora

como cualquiera de las ya pasadas?

¿Ha habido alba más cruel

que la que trae este espanto?

Por tu mano permaneces

lo cual es justo

mas tus palabras de sangre

demasiado amargas son al oído

Cantos de Pesares Inadvertidos

Plaga napaniana

A partir de aquí ya no podía confiar en el cielo. La alternativa, caviló mientras examinaba el estado pútrido y disecado de sus extremidades, invitaba al desaliento. Tulas Pelado miró alrededor y captó con leve consternación las líneas quebradas que cubrían el paisaje hasta donde alcanzaba la vista, una aflicción que aquejaba a todos aquellos condenados a caminar por la maltrecha superficie de la tierra. Aquellas cicatrices que había contemplado desde gran altura hacía poco tiempo se tornaban ahora en sobrecogedores obstáculos, una hueste de surcos y simas profundas, hendiduras escarpadas que se interponían el camino que pretendía atravesar.

Ella está herida, mas no sangra. Al menos, aún no. No, ahora lo veo. Esta carne está muerta; y sin embargo, una atracción me lleva a este lugar. ¿Por qué? Siguió caminando entre titubeos hasta el borde de la grieta más próxima. Echó un vistazo abajo. Oscuridad, ráfagas de un aliento fresco y ligeramente tintado del amargor de la podredumbre. Y... algo más.

Tras una pausa momentánea, Tulas Pelado dio un paso al frente y cayó a plomo al fondo.

El aire sacudió sus ropas harapientas, las hizo latiguear mientras su cuerpo chocaba contra ásperas superficies, derrapaba y rebotaba en una maraña de extremidades marchitas. Rodó entre arenas y gravillas siseantes, entre los ligeros trazos de verdor y raíces salientes, entre las piedrecillas que se desprendían a su paso y se derramaban por la pendiente tras él.

Sus huesos se quebraron al impactar contra el suelo de roca del fondo de la grieta. Por todas partes cayó una lluvia de arena al son de un siseo serpentino.

Durante largo rato, no se movió. Nubes de polvo medraron entre la penumbra hasta volver a posarse. Al cabo, irguió la espalda hasta quedar sentado. Una de sus piernas se había roto justo por encima de la rodilla. La parte inferior seguía pegada al resto por poco más que un par de jirones de piel y tendones. Unió los dos extremos del miembro roto y esperó hasta que, lentamente, volvieron a quedar soldados. Las cuatro costillas rotas que ahora asomaban sus huesudas puntas por el costado derecho de su pecho no resultaban particularmente incapacitantes, así que prefirió ahorrar algo de su poder y dejarlas como estaban.

Poco después consiguió ponerse de pie. Sus hombros arañaron los muros. Distinguía el típico montoncito de huesos que solía alfombrar los suelos irregulares de todos los barrancos, mas aquellos restos en concreto eran de poco interés. Fragmentos de almas animales se pegaban a ellos, retorcidos como gusanos fantasmales, perturbados por primera vez por las nuevas corrientes de aire que su caída había provocado.

Echó a andar en pos del particular aroma que había captado desde arriba. Allí abajo era mucho más potente, por supuesto, y cada paso vacilante en aquel pasillo recorrido por el viento despertó en él una cierta anticipación que casi podía denominarse emoción. Ya estaba cerca.

La calavera estaba ensartada en el asta de bronce corroído de una lanza clavada en el suelo, que se alzaba hasta la altura de su pecho y bloqueaba el camino. El resto del esqueleto se amontonaba en la base de la lanza. Cada hueso había sido destrozado con meticulosidad.

Tulas Pelado se detuvo a dos pasos del cráneo.

—¿Tartheno?

Su propia voz le reverberó en la cabeza al hablar, aunque lo hizo en el idioma de los imass.

Bentract. Skan Ahl te saluda, redivivo.

—Tus huesos son demasiado grandes para un t’lan imass.

Así es, pero eso tampoco sirvió para salvarme.

—¿Quién acabó contigo, Skan Ahl?

El cuerpo de ella descansa a pocos pasos de mí, redivivo.

—Si llegaste a herirla en vuestra lucha hasta el punto de causarle la muerte, ¿cómo es que llegó a destruir tu cuerpo de forma tan vigorosa?

Yo no he dicho que esté muerta.

Tulas Pelado dudó, y luego dio un resoplido.

—No, aquí no hay nada vivo. O está muerta, o se ha marchado.

No habré de discutir contigo, redivivo. Limítate simplemente a mirar detrás de ti.

Desconcertado, Tulas obedeció. Nada más que rayos de luz solar intentando desesperadamente alcanzar el suelo a través de nubes de polvo.

—No veo nada.

Ahí radica tu privilegio.

—No comprendo.

La vi pasar a mi lado. Me dejó atrás. La oí deslizarse hasta el suelo. Oí su grito de dolor, y su llanto, y cuando este cesó, nada quedó más que su aliento, hasta que empezó a ralentizarse. Sin embargo... aún puedo oírlo. Oigo cómo su pecho se alza y desciende cada vez que la luna asciende, cada vez que su pálida luz nos alcanza... ¿cuántas veces ha ocurrido semejante cosa? Muchas. He perdido la cuenta. ¿Por qué sigue ella aquí? ¿Qué es lo que quiere? No ha de responder. Ella nunca responde.

Sin mediar palabra alguna, Tulas Pelado bordeó la lanza y aquella cabeza polvorienta. Cinco pasos más adelante, se detuvo y miró abajo.

—¿Está dormida, redivivo?

Tulas se agachó, despacio. Alargó una mano y tocó la delicada caja torácica que yacía en una leve depresión del suelo justo a sus pies. Eran los huesos de un recién nacido. La piedra calcificada los había pegado al suelo. Naciste con las mareas de la luna, ¿no, pequeña? ¿Acaso llegaste a proferir aunque fuese un aliento? No lo creo.

—T’lan imass, ¿acabó aquí tu persecución?

Ella era formidable.

—Una mujer jaghut.

Fui el último en perseguirla. Fracasé.

—¿Y ese fracaso es lo que te atormenta, Skan Ahl? ¿O acaso es que ahora su fantasma te persigue, siempre detrás de ti, oculta para siempre a tu vista?

—¡Despiértala! O, mejor aún, acaba con ella, redivivo. Destrúyela. Bien podría ser la última jaghut, que nosotros sepamos. Si la matas, la guerra acabará y yo habré de alcanzar la paz.

—Poca paz hay en la muerte, t’lan Imass.

Ah, querido mío, el viento te atraviesa en sus correrías nocturnas, ¿verdad? El mismísimo aliento de la noche te embruja por toda la eternidad.

Redivivo, gira al menos mi cráneo. Que pueda volver a verla.

Tulas Pelado se irguió.

—No seré yo quien se interponga entre vosotros dos y vuestra guerra.

Pero ¡está en tu mano acabarla!

—No puedo hacer tal cosa. Y está claro que tú tampoco. Skan Ahl, he de dejarte. —Echó un vistazo a los restos de pequeños huesos—. He de dejaros a ambos.

No he recibido un solo visitante desde mi fracaso, redivivo. Eres el primero que me encuentra. ¿Tan cruel eres que me condenarás a una eternidad en este estado? Ella me derrotó, eso lo acepto. Pero te imploro, concédeme la dignidad de estar cara a cara con mi asesina.

—Lo que me pides plantea un dilema —dijo Tulas Pelado tras considerar un momento sus palabras—. Lo que tú consideras piedad podría resultar ser todo lo contrario, si llego a aceptar. Y además, no suelo inclinarme demasiado por la piedad, Skan Ahl. Hacia ti no, al menos. ¿Entiendes la tesitura en la que me hallo? Por supuesto que podría alargar la mano y voltear tu cráneo, mas con eso podrías acabar maldiciéndome por toda la eternidad. O podría optar por no hacer nada, por dejarlo todo tal cual me lo he encontrado, como si nunca hubiese estado aquí, y así ganarme tu resentimiento más profundo. En cualquier caso, me verás como alguien cruel. Es verdad que cómo me veas no me ofende en demasía. Como ya he dicho, la amabilidad no se cuenta entre mis inclinaciones. Así pues, la pregunta es: ¿qué grado de crueldad deseo alcanzar?

Piensa en lo que te he dicho antes del privilegio, redivivo. La simple capacidad de poder girarte, de ver lo que se esconde a tu espalda. Ambos comprendemos que lo que se ve puede no ser agradable.

—T’lan imass —gruñó Tulas Pelado—, mucho sé sobre mirar por encima de mi hombro. —Se acercó al cráneo—. ¿Habré de actuar como si fuese una racha de viento, pues? Un simple giro, y un mundo entero se revelará ante ti.

—¿Se despertará ella?

—No lo creo —replicó. Alargó la mano y plantó un único dedo marchito contra el enorme cráneo—. Pero eres libre de intentar despertarla.

Un leve aumento en la presión, y el cráneo giró con un chirrido estridente.

Tulas Pelado se alejó por el estrecho pasillo. En su camino quedaron los aullidos del t’lan imass.

Los regalos nunca son lo que parecen. ¿Y qué hay de la mano que castiga? Tampoco suele ser lo que parece. Sí, ambos pensamientos merecen largos ecos, que se alarguen hasta nuestro miserable futuro.

Como si alguien fuese a oírlos.

En su mano, la venganza, como si de una lanza bien herrada se tratase. Cómo ardía su contacto. Ralata sentía su calor abrasador. El dolor era un regalo, podía alimentarse de él, como un cazador acuclillado frente a una presa recién cazada. Había perdido su caballo. Había perdido a su gente. Le habían arrebatado todo, todo excepto aquel regalo definitivo.

La luna quebrada era un manchurrón apenas perdido en medio del resplandor verdoso de los Extraños en el Cielo. De pie, la barghastiana tajopiel encaraba al este, de espaldas a los carbones ardientes de la lumbre. Contempló la planicie, que parecía humear bajo aquella luz de jade y plata.

Tras ella, aquel guerrero de pelo oscuro llamado Draconus conversaba en voz baja con el gigante teblor. Intercambiaban palabras en algún tipo de lenguaje extranjero, supuso que letherii, aunque jamás le había interesado lo más mínimo aprenderlo. Incluso la lengua de los comerciantes más sencilla le daba dolor de cabeza, pero de vez en cuando solía captar alguna palabra letherii que se abría camino en medio de toda la jerga mestiza que usaban. Así supo que estaban hablando del camino que les esperaba.

Este. De momento, le convenía viajar con ellos, a pesar de tener que poner freno una y otra vez a las torpes intentonas de seducción del teblor. Draconus parecía ser capaz de buscarse las habichuelas en los ambientes más inhóspitos. Podía extraer agua hasta de las grietas de aquel suelo de piedra. Era más que un guerrero. Un chamán. Y en aquella vaina de madera del color de la medianoche que colgaba de su espalda llevaba una espada mágica.

Ella la deseaba. Estaba decidida a hacerse con ella. Un arma digna de la venganza que ansiaba. Con un arma semejante, podría acabar con los asesinos alados que habían acabado con sus hermanas.

Se planteaba diferentes situaciones en su cabeza. Un cuchillo que rasgase la garganta de aquel hombre mientras dormía, más una puñalada en el ojo para el teblor. Sencillo, rápido, y así tendría lo que tanto anhelaba. Si no fuera por el vacío de aquella tierra. Si no fuera por el hambre y la sed que vendrían después... no, de momento Draconus tenía que seguir vivo. En cuanto a Ublala, en cambio, si pudiera sufrir un terrible accidente, ya no tendría que preocuparse por él la noche en que decidiese ir a por la espada. Sin embargo, aún no había conseguido encontrar el modo de que aquel patán sufriera un destino fatal en medio de aquella tierra yerma. Mas aún tenía tiempo.

—Regresa al fuego, querida —llamó el teblor—, y bebe un poco de té. Tiene hojas de verdad, y cositas que huelen bien.

Ralata se masajeó las sienes por un momento, y luego se giró.

—No me llames querida. No pertenezco ni perteneceré nunca a nadie.

Frunció el ceño al ver la media sonrisa en el rostro de Draconus mientras tiraba otro pedacito de estiércol seco al fuego. Se acercó a los dos hombres, se acuclilló junto a ellos y cogió la taza que Ublala le tendía.

—Es de mala educación —dijo— hablar en un idioma que no comprendo. Por lo que a mí respecta, podríais estar planeando violarme y matarme.

Las cejas del guerrero se enarcaron.

—¿Y para qué íbamos a querer hacer semejante cosa, barghastiana? Además —añadió—, Ublala te está haciendo la corte.

—Pues más vale que lo deje. No quiero nada con él.

Draconus se encogió de hombros.

—Ya le he explicado que la mayor parte de lo que entendemos por hacer la corte se reduce a estar disponible. Que te encuentres con él cada vez que te das la vuelta, hasta que su compañía te parezca la cosa más natural del mundo. «El cortejo es el arte de extenderte como el moho en el corazón de aquel a quien deseas.» —Hizo una pausa y se rascó la barba incipiente—. No puedo decir que esa frase sea mía, pero tampoco recuerdo quién la dijo.

Ralata lanzó un escupitajo al fuego para expresar así su repugnancia.

—No todas somos como Hetan, ¿sabes? Ella solía decir que medía el atractivo de los hombres imaginándose qué aspecto tendría su rostro enrojecido y con los ojos hinchados encima de ella. —Volvió a escupir—. Soy una tajopiel, me dedico a matar, colecciono el cuero cabelludo de mis enemigos. Cuando miro a un hombre, lo que me imagino es qué aspecto tendrá después de que le arranque la piel de la cara.

—No es muy agradable, ¿verdad? —le preguntó Ublala a Draconus.

—Se esfuerza por no serlo, querrás decir.

—Me dan muchas más ganas de hacerle el amor.

—Así funcionan estas cosas.

—Eso es tortura. No me gusta. No, sí que me gusta. No, no me gusta. Me gusta. Ay, voy a sacarle brillo a mi maza.

Ralata contempló a Ublala. El gigante se alzó y se alejó a trompicones.

—Se refiere literalmente a su maza, por cierto —dijo Draconus en voz baja y en el lenguaje de los barghastianos Caras Blancas.

Ella le lanzó una mirada y resopló:

—Ya lo sé. Le faltan entendederas para nada más. —Dudó un segundo, y luego dijo—: Su armadura parece cara.

—Así es, Ralata, costó bastante. Y la lleva bien, mejor de lo que cabría esperar. —Asintió, Ralata pensó que más para sí mismo que para ella, y dijo—: Cuando llegue el momento, estará a la altura.

Recordó cuando el guerrero había matado a Sekara la Vil, cómo le rompió el cuello a la vieja. La facilidad con la que había hecho el movimiento, el modo en que había parecido sostenerla para que no cayese, como si su cuerpo inerte aún se aferrase a un resto de dignidad. No era un hombre fácil de entender.

—¿Qué es lo que andas buscando? Te encaminas hacia el este. ¿Por qué?

—Existen infortunios en el mundo, Ralata.

Ella frunció el ceño.

—No entiendo qué significa eso.

Él suspiró y escrutó el fuego.

—¿Alguna vez has pisado algo sin querer? Sales por una puerta y, de pronto, un crujido bajo tu pie. ¿De qué se trataba? ¿Un insecto? ¿Un caracol? ¿Un lagarto? —Alzó la cabeza y le clavó aquellos ojos oscuros que reflejaban las brasas de un modo horripilante—. Nada que mereciese más de un pensamiento breve, ¿verdad? Así son los caprichosos bandazos de esta vida. Una hormiga que sueña con la guerra, una avispa que devora una araña, un lagarto que acecha a una avispa. Semejantes dramas, y de pronto, crac, todo se acabó. ¿Qué significado tiene todo? Ninguno, supongo. Si es que no careces de corazón, te quedas con un poco de remordimiento y sigues con tu camino.

Ella negó con la cabeza, desconcertada.

—¿Tú has pisado algo?

—Es una forma de hablar. —Removió las brasas y contempló cómo ascendían las chispas—. Da igual. Algunas hormigas sobrevivieron. No hay manera de acabar con esas pequeñas cabronas, de hecho. Podría triturar un millar de nidos con el talón y no supondría la menor diferencia. —Volvió a clavarle la mirada—. ¿Eso me convierte en un hombre frío? Me pregunto qué es lo que dejé atado a aquellas cadenas, aún engrilletado a ellas, un manojo de virtudes abandonadas... da igual. Últimamente estoy teniendo unos sueños muy extraños.

—Yo no sueño más que con la venganza.

—Cuanto más sueñes con algo especialmente agradable, Ralata, más rápido se volverá anodino. Se le gastan los bordes, pierde el lustre. Si quieres superar tus obsesiones, sigue soñando con ellas.

—Hablas como un viejo, como un chamán barghastiano. Acertijos y consejos baratos. Onos Toolan hizo bien en despreciarlos a todos.

Ralata casi hizo ademán de mirar hacia el oeste, sobre su hombro, como si allí fuese a encontrar a su pueblo y al caudillo, avanzando al unísono en su dirección. En lugar de hacerlo, apuró el té de su taza.

—Onos Toolan —murmuró Draconus—. Un nombre imass. Un caudillo extraño entre los barghastianos... ¿me contarías su historia, Ralata?

—No tengo pericia alguna a la hora de contar historias —gruñó ella—. Hetan lo tomó como esposo. Era de la Reunión, de cuando los t’lan imass respondieron a la llamada de Zorraplateada. Ella le devolvió la vida y acabó con su inmortalidad. Fue entonces cuando Hetan lo encontró, después de la guerra painita. El padre de Hetan era Humbrall Taur, el que unió a los clanes de barghastianos Caras Blancas, pero se ahogó al llegar a las orillas de este continente.

—Espera un momento, te lo ruego. ¿Vuestras tribus no son oriundas de este continente?

Ella se encogió de hombros.

—Algún tipo de peligro llamó la atención de los dioses barghastianos. Llenaron de pánico las mentes de los chamanes como si de pis amargo se tratase. Tuvimos que regresar aquí, a nuestra tierra original, para enfrentarnos a un enemigo ancestral. Eso nos dijeron, aunque tampoco añadieron mucho más. Creímos que ese enemigo eran los tiste edur. Luego pensamos que eran los letherii, y más adelante, los akrynnai. Pero no se trataba de ninguno de ellos, y ahora nos han destruido. Y si Sekara dijo la verdad, Onos Toolan está muerto, y también lo está Hetan. Han muerto todos. Espero que los dioses barghastianos hayan muerto con ellos.

—¿Puedes contarme algo más de esos t’lan imass?

—Hincaron la rodilla frente a un hombre mortal. En medio de la batalla, le dieron la espalda al enemigo. No habré de decir más de ellos.

—Y sin embargo, elegiste seguir a Onos Toolan.

—No era uno de ellos. Él se enfrentó solo a Zorraplateada, poco más que un saco de huesos, y le exigió...

Sin embargo, Draconus se había echado hacia delante, casi sobre el fuego.

—¿Un saco de huesos? T’lan... ¡Tellann! ¡Por las profundidades del Abismo!

Se levantó de repente, lo cual sobresaltó a Ralata. La mujer lo vio caminar arriba y abajo. De pronto parecía que de la vaina en su espalda había empezado a manar tinta negra, formando una mancha que dolía incluso mirar.

—Esa zorra —dijo en un gruñido grave—. ¡Maldita bruja egoísta y rencorosa!

Ublala oyó el exabrupto y apareció de pronto junto al resplandor quedo del fuego, con la enorme maza apoyada en el hombro.

—¿Qué te ha hecho, Draconus? —preguntó mirando a Ralata—. ¿Qué hago, la mato? Si está siendo rencoísta y egotosa... por cierto, ¿qué significa eso de violar? ¿Tiene que ver con hacer el sexo? ¿Puedo...?

—Ublala —lo cortó Draconus—. No me refería a Ralata.

—No veo a nadie más, Draconus. —El teblor miró alrededor—. ¿Está escondida? Quien sea, la odio, a no ser que sea guapa. ¿Es guapa? Si son malas pero guapas no importa.

El guerrero miraba a Ublala.

—Más vale que te arropes con tus pieles y descanses un poco, Ublala. Yo me quedo la primera guardia.

—De acuerdo. De todos modos no estaba cansado. —Giró sobre sus talones y se dirigió a su petate.

—Cuidado con las maldiciones que profieres —siseó Ralata, y se puso de pie—. ¿Y si hubiera atacado primero y luego preguntado de qué se trataba?

Él le lanzó una mirada.

—Los t’lan imass eran no muertos.

Ella asintió.

—¿Ella no llegó a liberarlos?

—¿Zorraplateada? No. Se lo pidieron, o eso creo, pero no.

Draconus pareció tambalearse. Se dio media vuelta y, despacio, hincó una rodilla, de espaldas a ella. La postura era de desaliento, quizá de duelo, Ralata no podía estar segura. Dio un paso en su dirección, confusa, y se detuvo. Draconus estaba diciendo algo, pero lo hacía en un lenguaje que no conocía. La misma frase, una y otra vez, con la voz bronca, tomada.

—¿Draconus?

Él sacudió los hombros, y entonces Ralata oyó retumbar una risa, un sonido mortal, carente de humor.

—Y yo que pensaba que mi penitencia había sido larga. —Aún con la cabeza gacha, dijo—: Ese tal Onos Toolan... ¿está muerto definitivamente, Ralata?

—Eso fue lo que dijo Sekara.

—Entonces está en paz. Por fin, en paz.

—Lo dudo —dijo ella.

Draconus se volvió en su dirección y la miró.

—¿Por qué dices eso?

—Asesinaron a su esposa. Mataron a sus hijos. Si yo fuera Onos Toolan, ni siquiera la muerte me privaría de mi venganza.

Draconus soltó una corta bocanada de aire, como si acabasen de apresarlo con un gancho, y volvió a girarse.

De la vaina goteaba oscuridad como si de una herida abierta se tratase.

Oh, cómo deseo esa espada.

Los anhelos y las carencias podían morir de hambre, de modo análogo al amor. Nada significaban todos los grandes gestos de honor y fiel lealtad cuando los únicos testigos eran la hierba, el viento y el cielo hueco. A Mappo se le antojaba que sus nobles virtudes se habían marchitado en la misma vid, y que el jardín de su alma, tan profuso y verde en su día, ahora consistía solo en ramas muertas pegadas a muros de piedra.

¿Dónde se encontraba su promesa? ¿Qué había pasado con aquellos juramentos que se habían pronunciado, tan sobrios y adustos de juventud, tan resplandecientes en su portento, tan convenientes como aquel valiente de hombros anchos que había sido en su día? A Mappo lo embargaba el pavor, un pavor tan duro como un tumor del tamaño de un puño que se le hubiese alojado en el pecho. Le dolían las costillas a causa de la presión que le causaba, se había convertido en parte de él, una cicatriz mucho más grande que la herida que cubría. Este es el modo en que las palabras se hacen carne. Esta es la manera en que nuestros huesos se convierten en armazón de nuestra propia penitencia y los músculos se crispan hasta ser poco más que tiras de piel sudorosa, y la cabeza cuelga sin soporte (te estoy viendo, Mappo), hundida en patético sometimiento.

Te lo arrebataron, como una chuchería que alguien te roba del bolso. El robo te quemaba, te sigue quemando. Estás ultrajado. Violado. Se trata de orgullo, de indignación, ¿verdad? Son estos los símbolos en tu estandarte de guerra, de tu ansia de venganza. Mírate, Mappo, ahora murmuras los argumentos de los tiranos, y todos se apartan de tu camino.

Pero yo quiero que vuelva. A mi lado. Juré por mi vida protegerlo, resguardarlo. ¿Por qué ha de serme arrebatado ahora? ¿Acaso no oyes el lamento vacío de mi corazón? Es este un pozo entenebrecido, y entre los estrechos muros que me rodean nada siento más que las mellas que en ellos han hecho mis garras.

El verdoso resplandor sobre aquella tierra quebrada se le antojaba enfermizo, antinatural, una ominosa imposición a cuyo lado incluso aquella luna hecha pedazos resultaba casual. Mas los mundos pueden curarse, mientras que nosotros jamás lo conseguimos. El aire nocturno estaba embotado con un hedor que podría provenir de cadáveres lejanos en plena putrefacción.

Ha habido tantas muertes en este yermo. No alcanzo a entenderlo. ¿Ha sido la espada de Icarium la causante? ¿Lo ha sido su furia? Debería haberlo sentido, pero la misma tierra apenas es capaz de respirar; cual anciana en su lecho de muerte se limita a temblar ante cualquier sonido lejano. El trueno y la oscuridad se adueñan del cielo.

—Hay una guerra.

Mappo gruñó. Llevaban callados tanto tiempo que casi se había olvidado de la presencia de Rezongo, de pie justo a su lado.

—¿Y tú qué sabes? —preguntó, y apartó la mirada del horizonte al este.

El guardia de caravana tatuado se encogió de hombros.

—¿Qué quieres que sepa? Más muertes de las que se podrían contar. Una escabechina tan grande que se me hace la boca agua. Incluso en medio de esta penumbra veo el desaliento en tu rostro, trell. Yo también lo siento. La guerra es lo que siempre ha sido. ¿Qué más hay que añadir?

—¿Ansías unirte a la lucha?

—No es lo que me dicen mis sueños.

Mappo miró por encima del hombro al campamento, a los bultos que formaban las siluetas de sus compañeros dormidos, la forma más regular del montículo funerario recién amontonado. El contorno disecado de Cartógrafo, sentado sobre las rocas con un lobo andrajoso a sus pies. Dos caballos, las mochilas y suministros desparramados por doquier. Un ambiente de muerte, de pena.

—Si hay guerra —dijo, y se volvió hacia Rezongo—, ¿quién se beneficia de ella?

Él meneó los hombros, un hábito que a estas alturas Mappo reconocía, como si la espada mortal de Trake intentase alternar el peso de una carga que nadie más era capaz de ver.

—Esa siempre es la pregunta, como si las respuestas tuvieran el menor sentido, lo cual no es cierto. A los soldados se los envía a las fauces de hierro y el suelo se torna en barro enrojecido. En una colina no muy lejana, alguien alza un puño victorioso, mientras otro huye del campo de batalla en un caballo blanco.

—Imagino que a Trake no le hace mucha gracia la opinión de su guerrero elegido sobre el tema.

—Puedes imaginar también que me trae sin cuidado, Mappo. Un soletaken tigre, aunque dichas bestias no acostumbran a tener compañía. ¿Por qué iba a esperar Trake que fuese diferente? Somos cazadores solitarios. ¿Qué tipo de guerra habríamos de esperar encontrar? Ahí radica la ironía de todo este embrollo: el Tigre del Verano está condenado a buscar la guerra perfecta, mas también a no encontrarla jamás. Observa cómo latiguea su cola.

Vaya si lo veo. Para el verdadero rostro de la guerra, más te vale inclinarte hacia las fauces rugientes de los lobos.

—Setoc —dijo en un murmullo.

—Ella tiene sus propios sueños, estoy seguro de ello —dijo Rezongo.

—Las guerras tradicionales —musitó Mappo— se fraguan en invierno, cuando los muros se cierran y de pronto uno tiene demasiado tiempo libre entre manos. Los barones traman, los reyes trazan sus planes, los exploradores bosquejan las sendas que recorrerán a través de las tierras fronterizas. Los lobos aúllan en invierno. Mas cuando llega el cambio de estación, el verano da a luz una matanza de filos y lanzas. La matanza del tigre. —Se encogió de hombros—. No veo conflicto alguno ahí. Tú y Setoc, y los dioses que os atan, os complementáis entre los dos...

—Es más complicado de lo que dices, trell. El frío hierro pertenece a los Lobos. Trake es hierro candente, lo cual supone una fatal imperfección en mi mente. Oh, nos las apañamos a la perfección cuando empieza la parte sangrienta, pero uno no puede evitar preguntarse: ¿cómo, en el nombre del Embozado, nos hemos metido en este lío? Bueno, pues suele ser porque no pensamos.

El tono de Rezongo tenía tanto de humor como de amargura.

—¿Y por eso tus sueños te envían visiones, espada mortal? ¿Te visitan visiones perturbadoras?

—Las agradables no las recuerda nadie, ¿no? Claro que sí, perturbadoras. Viejos amigos muertos largo tiempo atrás me acechan desde la jungla. Caminan perdidos, los brazos caídos. Mueven las bocas, pero no oigo sonido alguno. Por cierto, también veo en estos sueños una pantera, mi compañera de caza. Yace abierta en canal, ensangrentada, todavía viva y jadeando, con un pesar aturdido en los ojos.

—¿Abierta en canal?

—Por el colmillo de un jabalí.

—¿Fener?

—Como buen dios de la guerra, nadie ha conseguido desafiarlo. Despiadado como el mayor de los tigres, y astuto como la mejor manada de lobos. Con Fener en auge, todos nos arrodillamos y agachamos la cabeza.

—¿Así que tu compañera muere tirada por el suelo?

—¿Morir? Quizá. La veo, y mis ojos se inundan de una ira carmesí. Abierta en canal, violada... alguien tiene que pagar por ello. Alguien pagará.

Mappo guardó silencio. ¿Violada?

Entonces Rezongo lanzó un gruñido acorde con su dios protector, un sonido que hizo que el vello en la nuca de Mappo se erizase. El trell dijo:

—Mañana al alba abandonaré esta compañía.

—Vas a buscar el campo de batalla.

—Sí, cosa que ninguno de vosotros necesita contemplar. Habré de encontrar el rastro. O eso espero. ¿Y tú, Rezongo? ¿Adónde guiarás a esta tropa?

—Al este, algo más al sur del camino que seguirás tú, aunque no me agrada seguir mucho tiempo más en compañía de los Lobos. Setoc habla de un niño en una ciudad de hielo...

—De cristal. —Mappo cerró los ojos por un momento—. Una ciudad de cristal.

—Y Preciosa Dedal cree que en ella hay poder, un poder que quizá sea capaz de usar, para llevar a los accionistas a casa. Tienen un destino, pero no es un destino que yo comparta.

—¿Vas a buscar a tu compañera? Al este de aquí no hay junglas, a no ser que se hallen en la costa lejana.

Rezongo se sobresaltó.

—¿Junglas? No. Lo has interpretado al pie de la letra, Mappo. Busco un lugar en una batalla en el que luchar a su lado. Si no estoy ahí, morirá a ciencia cierta. Eso es lo que mis fantasmas me dicen cuando me visitan. No basta con llegar demasiado tarde y contemplar la herida en sus ojos, con saber que lo único que puedes hacer es vengar lo que le han hecho. No, con eso no basta, trell. Nunca basta.

La herida en sus ojos... ¿es por amor por lo que estás haciendo todo esto? Espada mortal, ¿acaso te duelen las costillas? ¿Te persigue el fantasma de esa compañera, sea quien sea, o quizá es que Trake te está dando a probar la más tierna de las carnazas? No basta con llegar demasiado tarde. Oh, sí, gran verdad hay en esas palabras.

Violada.

Vejada.

Ahí radica esta oscura pregunta: ¿Quién se beneficia de todo esto?

Vahído se acurrucó bajo las pieles. Se sentía como si la hubiese arrastrado un carromato durante una o dos leguas. No había nada peor que tener las costillas rotas. Bueno, quizá si se irguiese y se encontrase con que le habían separado la cabeza del cuerpo, quizá eso fuera peor. Aunque probablemente menos doloroso, visto lo visto. No tanto como esto. Maldito dolor, es como un millar de pellizcos que reclaman tu atención, hasta que todo se vuelve blanco y luego rojo y luego púrpura y al fin puro y acogedor negro. ¿Dónde está la negrura? Estoy esperando, llevo toda la noche esperándola.

Setoc se había acercado durante la noche y le había dicho que el trell se iba a marchar al alba. Quién sabía cómo se había enterado, puesto que Mappo no estaba de humor para hablar más que con Rezongo, que era el tipo de hombre con quien hablar resulta sencillo. El tipo de hombre que invita a confesarse, como si desprendiese algún tipo de aroma o algo parecido. Bien sabía el Embozado que Vahído anhelaba...

Un espasmo. Ahogó un jadeo y aguardó hasta que pasaron los temblores. Luego intentó cambiar de posición una vez más, aunque ninguna posición era cómoda. Era más una cuestión de aguante. Veinte inspiraciones de este lado, quince de este otro... yacer bocarriba era imposible; jamás habría imaginado que el peso de sus propias tetas la dejaría sin respiración. El suave roce de las pieles amenazaba con cerrarse sobre ella si llegaba a mover los brazos. No había manera, y para cuando llegase el alba, estaría tan desesperada que sería capaz de arrancar cabezas.

«Entonces Rezongo nos dejará también. Aún no, pero no se quedará. No puede quedarse.»

A Setoc se le daban bien las palabras; acumulaba buenas noticias como pilas de monedas de un botín privado. Quizá las briznas de hierba le susurraban al oído mientras yacía ahí, tan plácida y condenadamente dormida. O quizá eran los grillos, que ahora cantaban... ah, no, lo que oía era el crujido de su columna. Intentó reprimir un gemido.

Así pues, dentro de poco solo quedarían los inversores y el bárbaro, Torrente, así como tres cachorros y la propia Setoc. No había contado a Cartógrafo, el lobo o los caballos. No por nada en particular, aunque solo los caballos estuvieran vivos. No los he contado, eso es todo. Así pues, solo ellos, ¿y quién de entre todos ellos sería lo bastante duro como para repeler un nuevo ataque de aquel lagarto alado? ¿Torrente? Parecía demasiado joven; tenía ojos de liebre recién cazada.

Y solo nos queda un Tronco, lo cual es muy malo. El pobre chico está roto de dolor. Ese es el trato, vamos a intentar no enterrar a más amigos, ¿de acuerdo?

Sin embargo, Preciosa Dedal se había mantenido firme. Al este residía un poder puro, crudo. Estaba convencida de que podía hacer algo con él. Abrir una senda, largarse de allí de una vez, por el Embozado. ¿Y quién se lo podría echar en cara? Yo no, desde luego. Es cierto que nuestra Preciosa no es más que una chiquilla, y si ahora se arrepiente de su comportamiento, bueno, quizá eso la vuelva más cuidadosa de ahora en adelante, lo cual no es tan malo.

Me encantaría darme un revolcón con Rezongo. Pero acabaría conmigo. Además, estoy cubierta de cicatrices. Hecha trizas, je. ¿Quién querría a un monstruo como yo, si no fuera por conmiseración? Piensa de manera racional, no te ciegues a la evidencia. Tus días de echar un polvo con solo mover un dedo se han acabado. Búscate otra afición, mujer. Quizá hilar. O batir manteca. ¿Eso es una afición? Diría que no.

No puedes dormir hasta que se te pase. Acéptalo. Van a pasar meses hasta que tengas una noche de sueño medio decente. O de sueño, en general.

«Rezongo cree que se dirige a algún lugar en donde morirá. No quiere que muramos con él.»

Qué agradable, Setoc, muchas gracias.

«Hay un niño en la ciudad de cristal... estad preparados cuando abra los ojos.»

Mira, bonita, a este renacuajo le vendría bien una buena azotaina en el culo, y aunque las gemelas finjan que no se dan cuenta, el olor está empezando a ser un poco desagradable, ¿a que sí? Toma, un manojo de hierba.

La vida era mucho más sencilla en el carromato, encargándose de lo que hiciera falta.

Vahído gruñó y se encogió de dolor. Por los dioses, mujer. Has perdido el juicio por completo.

Me gustaría soñar con una taberna. Llena de humo y de gente, con una mesa perfecta ante mí. Todos estamos sentados a ella, echando una partida. Quell se va dando tumbos al baño. Los Tronco no dejan de hacerse muecas, y de pronto se echan a reír. Reccanto se ha roto un pulgar, y se lo está recolocando en el sitio. Glanno no acierta a ver al camarero. Ni siquiera ve la mesa ante él. Dulcísima Angustia tiene toda la pinta de un gato rechoncho con la cola de un ratón aún asomando entre los labios.

Llega otra jarra.

Reccanto alza la mirada

¿Esta quién la paga? —pregunta.

Vahído alza una mano con cautela hasta restregarse las mejillas. Dulce negrura, ¿por qué sigues tan lejos?

En la aurora que aún no había llegado, Torrente abrió los ojos. Ecos de violencia reverberaban en su cabeza... un sueño, aunque los detalles ya se desvanecían de su recuerdo. Se irguió hasta quedar sentado. Parpadeó. El aire helado se coló por entre su manta de lana de rodara y acarició las gotas de sudor que le perlaban el pecho. Echó un vistazo a los caballos, pero las bestias dormitaban en calma. En el campamento, los contornos de los demás permanecían inmóviles contra la penumbra arenosa.

Apartó la manta y se levantó. El resplandor verdoso comenzaba a palidecer en el este. El guerrero se acercó a su caballo, lo saludó con un murmullo bajo y le puso la mano en el cuello templado. Historias de ciudades e imperios, de gas que ardía con llamas azules, de caminos secretos a través del mundo, invisibles a sus ojos... todo ello lo perturbaba, lo ponía nervioso, aunque era incapaz de entender por qué.

Sabía que Toc provenía de un imperio así, uno muy lejano, más allá del océano, y que su único ojo había presenciado escenas que Torrente no alcanzaba ni a imaginar. Y sin embargo, ahora ante el guerrero lezna se abría un paisaje familiar, si bien más escarpado que el Lezna’dan, igual de amplio, extenso, la tierra al mismo nivel que aquel vasto cielo. ¿Qué otro lugar podría desear cualquier hombre honesto? La vista alcanzaba a cualquier parte, la mente se expandía. Había espacio para todo. Una tienda o yurta para tener refugio durante la noche, un círculo de piedras que albergase el fuego, y el vapor ascendiendo de los lomos del ganado al romper el alba.

Cuánto ansiaba presenciar una escena semejante, el tipo de mañana que siempre había conocido. Los perros que se alzaban de su lecho de hierba, el dulce llanto de un bebé hambriento desde alguna de las yurtas, el olor a humo en cuanto las hogueras empezaban a encenderse de nuevo.

Una repentina ráfaga de emoción se abatió sobre él. Reprimió un sollozo. Todo eso se ha acabado. ¿Por qué sigo vivo? ¿Por qué me sigo aferrando a estas penurias, a esta vida vacía? Cuando eres el último, no queda razón alguna para seguir vivo. Cortadas están todas tus venas, la sangre mana y mana sin final.

Mascararroja, nos asesinaste a todos.

¿Lo estaría esperando su pueblo en el mundo de los espíritus? Cómo le gustaría poder creerlo. Cómo desearía que su fe no hubiese quedado destrozada, aplastada bajo los tacones de los soldados letherii. Si los espíritus lezna hubieran sido más poderosos, si hubieran sido lo que los chamanes afirmaban que eran... entonces no habríamos muerto. Ni fracasado. Nunca habríamos caído. Mas, si realmente existían, eran débiles, ignorantes e incapaces de resistirse al cambio. Apenas se aguantaban en la cuerda tensa de un arco, y cuando esa cuerda se rompía, todo su mundo se desmoronaba, para siempre.

Vio a Setoc despertarse, contempló cómo se levantaba y se pasaba los dedos por la maraña de sus cabellos. Torrente se restregó los ojos y se volvió hacia el caballo. Apoyó la frente contra la sedosa piel de su cuello. Sé cómo te sientes, amigo. No pones en cuestión tu vida. Te limitas a recorrerla y no conoces otra cosa, nada fuera de ella. Cómo te envidio.

Setoc fue hasta él, un leve crujido de pedruscos bajo sus pies, el suave ritmo de su respiración. Se le acercó por la izquierda, y alargó la mano para tocar al caballo, justo en la zona más blanda bajo sus hollares, de manera que percibiera su aroma.

—Torrente —susurró—, ¿quién hay ahí fuera?

—Tus espíritus lobo están inquietos, ¿verdad? Curiosos, asustados...

—Huelen a muerte, y también a poder. Muchísimo poder.

La piel que se apretaba contra su frente se había humedecido.

—Se denomina a sí misma invocahuesos. Una chamán. Una bruja. Su nombre es Olar Ethil, y en su cuerpo no arde vida alguna.

—Lleva ya tres mañanas acercándose al alba, mas no se acerca. Se esconde como una liebre, y cuando finalmente llega la luz del sol, desaparece. Como el polvo.

—Como el polvo —convino él.

—¿Qué es lo que quiere?

Torrente se separó del caballo y pasó el dorso de una mano por la frente. Apartó la vista.

—Nada bueno, Setoc.

Por un momento, ella no dijo nada. Permaneció de pie a su lado, con las pieles bien sujetas alrededor de los hombros. Al cabo, pareció estremecerse, y dijo:

—En cada una de sus manos se retuerce una serpiente, pero ambas parecen reírse.

Telorast. Cuajo. Las dos bailan en mis sueños.

—Ellas también están muertas, Setoc. Y sin embargo, aún tienen hambre... de algo. —Se encogió de hombros—. Todos estamos perdidos aquí, lo siento como la podredumbre en los huesos.

—Le he hablado a Rezongo de mis visiones, de los Lobos y del trono que custodian. ¿Sabes lo que me preguntó?

Torrente negó con la cabeza.

—Me preguntó si en mis visiones he visto a los Lobos levantar la pata junto a ese trono.

Él lanzó un resoplido que pretendía ser una risa, pero su propio sonido lo espantó de modo inesperado. ¿Cuándo fue la última vez que me reí? Por los espíritus del inframundo.

—Así es como marcan el territorio —prosiguió Setoc en tono sardónico—. Es como toman posesión de las cosas. Me sorprendió la pregunta, pero se me pasó enseguida. Al fin y al cabo, se trata de bestias. Por eso, ¿qué estamos adorando en realidad cuando las adoramos?

—Yo ya no adoro a nadie ni nada, Setoc.

—Rezongo dice que adorar no es más que rendirse a las cosas que están más allá de nuestro control. Dice que encontrar consuelo en esa adoración es falso, pues ningún consuelo hay en la lucha por sobrevivir. Él no se arrodilla ante nadie, ni siquiera ante su Tigre del Verano... ¿quién se atrevería a obligarlo? —Su tono vaciló, y acabó por lanzar un suspiro y añadir—: Voy a echar de menos a Rezongo.

—¿Acaso pretende abandonarnos?

—Un millar de personas pueden soñar con la guerra, pero no habrá dos sueños idénticos. Pronto se marchará, y también lo hará Mappo. Eso no le hará ninguna gracia al chico.

Ambos caballos se encabritaron de repente con un tambaleo de sus patas herradas. Torrente se alejó un paso, el ceño fruncido.

—Esta mañana —dijo con un gruñido— la liebre se ha envalentonado.

Preciosa Dedal contuvo un chillido y salió a rastras del sueño con un jadeo. Por sus nervios corrían rastros de fuego. Apartó las mantas de una patada y se puso en pie a duras penas.

Torrente y Setoc estaban junto a los caballos, mirando al norte. Alguien se acercaba. El suelo bajo sus pies parecía temblar en ondas que llegaban hasta ella y pasaban de largo, como reverberaciones que fluctuaban bajo la superficie. Preciosa se esforzó por controlar su respiración jadeante. Echó a andar hacia el guerrero y la chica, inclinada hacia delante como si luchase contra una corriente invisible. A su espalda oyó fuertes pisadas, y al mirar por encima del hombro vio a Rezongo y Mappo.

—Cuidado, Preciosa —dijo Rezongo—. Contra esta...

Negó con la cabeza. Los tatuajes espinosos que le cubrían la piel empezaron a acentuarse a ojos vistas, y en sus ojos apareció algo que no era humano. Aún no había desenvainado sus alfanjes.

Su mirada se desvió hacia el trell, mas nada traicionaba su expresión.

Yo no maté a Jula. No fue culpa mía.

Dio media vuelta y continuó avanzando.

La figura que se aproximaba a ellos estaba marchita, una vieja bruja envuelta en pieles de serpiente. Al acercarse, Preciosa comprobó el estado desastroso de su ancho rostro y el vacío en sus cuencas oculares. A su espalda, Rezongo profirió un siseo felino.

—T’lan imass. No lleva armas, lo cual indica que es una invocahuesos. Preciosa Dedal, no se te ocurra negociar con ella. Te ofrecerá poder, solo para conseguir lo que desea. Recházala.

—Debemos regresar a casa —contestó Preciosa entre dientes.

—Así, no.

Ella negó con la cabeza.

La vieja se detuvo a diez pasos de distancia y, para sorpresa de Preciosa Dedal, fue Torrente el primero en hablar:

—Déjalos en paz, Olar Ethil.

La vieja bruja echó la cabeza hacia atrás. Jirones de pelo oscilaron en su cráneo como sedosos hilos de tela de araña.

—Solo hay uno, guerrero. No es de tu incumbencia. Estoy aquí para reclamar a mi congénere.

—¿A tu qué? Bruja, aquí no...

—No puedes llevártelo —retumbó Rezongo, y pasó al lado de Torrente.

—No te metas en esto, cachorrito —le advirtió Olar Ethil—. Contempla a tu dios y verás cómo se acobarda ante mí. —Apuntó entonces a Mappo con un dedo retorcido—. Y tú, trell, esta no es tu guerra. Échate a un lado y te diré todo lo que necesitas saber sobre aquel a quien buscas.

Mappo se quedó pasmado, y luego, con un espasmo de pura angustia en el rostro, dio un paso atrás.

Preciosa soltó un jadeo.

—¿Quién es ese congénere del que hablas, bruja?

—Su nombre es Absi.

—¿Absi? Aquí no hay nin...

—El niño —saltó Olar Ethil—. El hijo de Onos Toolan. Entregádmelo.

Rezongo extrajo sus hojas.

—¡No seas idiota! —ladró la invocahuesos—. ¡Tu propio dios se encargará de detenerte! Treach no te permitirá malgastar tu vida de este modo. ¿Qué piensas hacerme, una finta? Fracasarás. Te mataré, espada mortal, no lo dudes. El chico. Entregadme al chico.

Los demás se habían despertado. Preciosa se giró y vio a Absi entre las dos gemelas, los ojos desorbitados, brillantes. Baaljagg se aproximaba poco a poco, cada vez más cerca del lugar donde estaba Setoc, con la enorme cabeza gacha. Amby Tronco permanecía junto al carromato de su hermano, circunspecto y silencioso. Su rostro otrora lozano se había vuelto viejo, y el poco o mucho amor que hubieran albergado sus ojos se había desvanecido. Cartógrafo estaba en pie, una pierna entre los carbones de la hoguera, contemplando algo al este (quizá el sol naciente) mientras que Dulcísima Angustia ayudaba a levantarse a Vahído. Necesito curarla un poco más. Puedo demostrarle a Amby que no siempre fracaso. Puedo... no, ¡ahora concéntrate en lo que tenemos delante! Le ha dado a Mappo lo que anhela, así de sencillo. Es rápida en el ofrecimiento y auténtica en la palabra. Preciosa se encaró con la invocahuesos.

—Ancestral, los de Trygalle estamos varados aquí. Carezco del poder para hacernos regresar a casa.

—¿No te inmiscuirás si te otorgo lo que anhelas? —Olar Ethil asintió—. De acuerdo. Coged al niño.

—Ni se te ocurra —advirtió Rezongo, y la mirada en sus ojos inhumanos paralizó a Preciosa. Los espinos en sus brazos desnudos parecieron emborronarse por un momento, para tornarse afilados de nuevo un instante después.

—El chico es mío, cachorro —dijo la invocahuesos—, porque su padre me pertenece. El primera espada vuelve a servirme. ¿De verdad quieres impedirme que reúna al hijo con el padre?

Stavi y Storii se abalanzaron hacia delante, cada una profiriendo preguntas al unísono:

—¿Padre está vivo? ¿Dónde está?

Rezongo detuvo su avance interponiendo uno de sus alfanjes.

—Aguardad un momento, las dos. Aquí hay algo raro. Aguardad, os lo ruego. Proteged a vuestro hermano.

Se volvió hacia Olar Ethil de nuevo.

—Si ahora el padre del chico te sirve, ¿dónde está?

—No anda lejos.

—Entonces, tráelo hasta nosotros —dijo Rezongo—. Que se lleve él mismo a sus retoños.

—Las niñas no son de su sangre —replicó Olar Ethil—. No me sirven de nada.

—¿No te sirven a ti? ¿Y qué hay de Onos Toolan?

—Entrégamelas, pues, y me encargaré de ellas.

Torrente se giró hacia él.

—Se refiere a que les rebanará los gaznates, Rezongo.

—Yo no he dicho eso, guerrero —replicó la invocahuesos—. Me llevaré a los tres. Esa es mi oferta.

Baaljagg se acercaba poco a poco a Olar Ethil, y ella lo invitó a seguir acercándose con un gesto.

—Bendito ay, te doy la bienvenida y te invito a acompa...

La enorme bestia arremetió contra ella. Sus fauces desproporcionadas se cerraron sobre el hombro derecho de la invocahuesos y apretaron. Entonces el ay giró y levantó a Olar Ethil por los aires. Por todas partes latiguearon y ondearon tiras de pellejo de serpiente y fetiches de hueso y conchas. El lobo gigante no cedió en su agarre, sino que volvió a girar la cabeza y aplastó a Olar Ethil contra el suelo. Entre sus mandíbulas saltaron astillas de hueso, y el cuerpo de la bruja se estremeció débilmente, como lo haría cualquier víctima aturdida por el impacto.

Baaljagg aflojó las fauces de su hombro aplastado, solo para cerrar sus colmillos alrededor del cráneo de Olar Ethil. Entonces la lanzó al aire.

De pronto, la mano de Olar Ethil apareció clavada en la garganta del ay. De un puñetazo, atravesó el pellejo marchito y se cerró sobre la columna vertebral. Incluso cuando el lobo la lanzó hacia arriba, ella consiguió aferrarse. El impulso de Baaljagg no hizo más que añadir fuerza a su presa. Del ay surgió un súbito y terrible sonido de desgarro, y como una serpiente, parte de la columna vertebral de la bestia salió de su cuerpo a través de su garganta, todavía apresada por la mano huesuda de la bruja.

La invocahuesos se apartó del ay, y aterrizó con fuerza en medio de un traqueteo de huesos.

Baaljagg se derrumbó, la cabeza colgando como una piedra dentro de un saco.

Absi soltó un alarido.

Olar Ethil se empezaba a reponer, cuando Rezongo avanzó hacia ella, las dos armas listas. La bruja lo vio y dio un latigazo con la columna.

Y empezó a cambiar.

Cuando Rezongo la alcanzó, la vieja no era más que un borrón difuso, que un momento después se convirtió en algo distinto, algo de un tamaño enorme. El guerrero atacó justo en el lugar donde su cabeza había estado hacía solo un momento, y la empuñadura acampanada del alfanje chocó contra algo duro. La transformación de la bruja se detuvo de repente. Esta retrocedió, con el rostro hundido por el golpe. Olar Ethil se derrumbó de espaldas.

A la mierda el dios tigre —dijo Rezongo, justo delante de ella—. ¡Que el Embozado se lleve tu estúpida forma, y la mía!

Cruzó las hojas en forma de X y las aproximó justo bajo su mandíbula.

—Verás, invocahuesos, resulta que sé que si se golpean los huesos de una t’lan imass con la suficiente fuerza, se rompen.

—No hay mortal...

—A la mierda eso también. Te voy a hacer pedazos, ¿me entiendes? Pedazos. ¿Cómo había que hacerlo? ¿Enterrar la cabeza en un hoyo? ¿O clavada en un asta? Aquí no hay árboles, pero cavar un agujero en el suelo resultará sencillo.

—El niño es mío.

—No quiere ir contigo.

—¿Por qué no?

—Porque acabas de matar a su perro.

Preciosa Dedal se abalanzó hacia ellos. Se sentía medio enfebrecida, las rodillas blandas, apenas capaces de sostenerla.

—Invocahuesos...

—Estoy considerando retirar mis ofertas —dijo Olar Ethil—. Todas mis ofertas. Así pues, espada mortal, ¿qué tal si retiras las armas y dejas que me levante?

—No lo he decidido aún.

—¿Qué he de prometerte? ¿Que dejaré a Absi bajo tu custodia? ¿Protegerás su vida, espada mortal?

Preciosa vio la duda en Rezongo.

—Vengo a hacer un trato con todos vosotros —prosiguió Olar Ethil—. De buena fe. Ese ay no muerto estaba esclavizado por antiguos recuerdos, antiguas traiciones. No habré de guardaros rencor a ninguno por tenerlo a vuestro lado. Espada mortal, contempla a tus amigos. ¿Quién de ellos es capaz de proteger a esos niños? Tú no piensas hacerlo. El trell solo espera a oírme susurrar en su mente para abandonaros. El guerrero lezna no es más que un cachorrito, y encima un cachorrito irrespetuoso. El engendro jhag de los Tronco está quebrado por dentro. Yo, en cambio, pretendo llevarle sus hijos a Onos Toolan...

—Es un t’lan imass, ¿verdad?

La invocahuesos permaneció callada.

—De otro modo no te seguiría sirviendo —dijo Rezongo—. Murió, tal y como sus hijas pensaban, y tú le resucitaste. ¿Harás lo mismo con el chico? ¿Le otorgarás el don de tu toque mortal?

—Por supuesto que no. El chico debe vivir.

—¿Por qué?

Ella dudó un momento, y al cabo, dijo:

—Porque es la última esperanza de mi pueblo, espada mortal. Lo necesito, para mi ejército y para el primera espada que los comanda. El niño, Absi, habrá de convertirse en su causa, su razón para luchar.

Preciosa se dio cuenta de que Rezongo se había puesto pálido.

—¿Un niño? ¿Su causa?

—Su estandarte, así es. Tú no lo comprendes... y yo ya no puedo seguir albergando esta ira... la ira del primera espada. Es algo oscuro, una bestia desencadenada, un leviatán... que no debe ser liberado, así no. ¡Por el sueño de Ascua, espada mortal, deja que me levante!

Rezongo apartó las armas y retrocedió con un tambaleo. Murmuraba algo en voz baja. Preciosa Dedal apenas captó un par de palabras, en la lengua de los daru. «El estandarte... la túnica de un niño, ¿era eso? El color... empezó rojo, acabó... negro.»

Olar Ethil se puso en pie con dificultad. Su rostro apenas era reconocible, se había convertido en un nudo hundido de huesos astillados y pellejo arrancado. El mordisco de los caninos de Baaljagg había penetrado profundamente, tenía marcas blanquecinas en la base de la sien y en ambos lados de la mandíbula. El hombro destrozado estaba caído, con el brazo colgando inservible.

Rezongo retrocedió aún más, y de pronto un chillido de pura angustia surgió del interior de Setoc.

—¿Ya os ha convencido a todos? ¿No hay nadie que lo proteja? ¡Por favor! ¡Por favor!

Las gemelas lloraban. Absi estaba arrodillado junto al cadáver disecado de Baaljagg. Gimoteaba con una cadencia extraña.

Cartógrafo se acercó con un traqueteo de huesos hasta el chico. Uno de sus pies estaba ennegrecido y chamuscado.

—Haced que pare. Que alguien haga que pare.

Preciosa frunció el ceño, pero los demás ignoraron las súplicas del no muerto. ¿A qué se refiere? Se giró hacia Olar Ethil.

—Invocahuesos...

—Al este, mujer. Allí es donde encontrarás todo lo que necesitas. He acariciado tu alma. La he convertido en una mahybe, un recipiente a la espera. Ve al este.

Preciosa Dedal se cruzó de brazos y cerró los ojos por un momento. Quería mirar a Vahído y a Dulcísima, ver en sus ojos la satisfacción, el alivio. Era lo que anhelaba, mas sabía que nada de eso iba a encontrar en ellas dos. A fin de cuentas, eran mujeres, y estaban a punto de entregar a tres niños. Los iban a lanzar en brazos de una no muerta. Acabarán por darme las gracias. Cuando se disipe el recuerdo de este momento, cuando todos estemos de nuevo en casa, seguros.

Bueno... todos, no. Pero ¿qué podemos hacer?

Setoc, y Torrente a su lado, era lo único que se interponía ahora entre Olar Ethil y los tres niños. Las lágrimas corrían por las mejillas de Setoc, y Preciosa creyó intuir en la postura del guerrero lezna a un hombre que se enfrenta a su propia ejecución. Había desenvainado el sable, pero en sus ojos había un cariz lúgubre. Sin embargo, no vaciló. De todos ellos, el joven guerrero fue el único que no se apartó. Maldita seas, Setoc, vas a hacer que maten a este valiente muchacho.

—No podemos detenerla —le dijo Preciosa a Setoc—. Estaréis de acuerdo. Torrente... díselo.

—Le entregué el último de los niños lezna a los barghastianos —dijo Torrente—. Y ahora todos están muertos. Muertos para siempre.

Sacudió la cabeza.

—¿Acaso podrías proteger a estos mejor? —preguntó Preciosa en tono suplicante.

Su pregunta fue como un bofetón. Torrente apartó el rostro.

—Entregar a niños parece ser lo único que hago bien. —Envainó su arma y agarró a Setoc del brazo—. Acompáñame. Hablemos donde nadie más pueda oírnos.

Setoc le dedicó una mirada salvaje al guerrero. Intentó zafarse de su agarre, y de pronto cedió, abatida.

Preciosa los vio alejarse. Su voluntad se ha quebrado como una débil ramita. ¿Estás orgullosa de ti misma, Preciosa?

Pero al menos el camino está despejado por fin.

Olar Ethil caminó con una cojera que no había demostrado tener hasta entonces. Sus articulaciones crujían y rechinaban. Se acercó al lugar donde el chico estaba arrodillado. Alargó el brazo bueno y lo aupó por el cuello de su túnica barghastiana. Lo sostuvo frente a sí y escrutó su rostro. En justa correspondencia, él le clavó una mirada yerma, seca. La invocahuesos gruñó.

—Hijo de tu padre, desde luego. Por el abismo que no hay duda.

Giró sobre sus talones y echó a andar hacia el norte, con el niño aún colgando de la mano. Un instante después, las gemelas fueron tras ella. Ninguna miró atrás. Una nunca deja de perderlo todo, ¿verdad? La pérdida sigue y sigue y sigue. Su madre, su padre, su gente. Por supuesto que no van a mirar atrás.

Y, ¿por qué deberían? Les hemos fallado. Olar Ethil llegó, nos partió por la mitad y nos compró como una emperatriz que arroja un puñado de monedas al suelo. Y ellos tres han sido la mercancía que ha comprado. Le ha resultado fácil, pues eso es lo que somos.

¿Mahybe? En el nombre del Embozado, ¿eso qué es?

El corazón de Mappo albergaba horror cuando partió del campamento. Dejó atrás a los otros, dejó atrás aquella terrible mañana. Se esforzó por no echar a correr, como si eso fuese a ayudarle de alguna manera. Además, si todos lo miraban, sus miradas tenían la conciencia tan manchada como la suya propia. ¿Acaso había algún tipo de consuelo en ello? ¿Tenía que haberlo? Nada somos más que nuestros propios anhelos. Ella se ha limitado a mostrarnos el rostro que escondemos de nosotros mismos y de todos los demás. Nos ha humillado al exponer al aire nuestras propias verdades.

Se esforzó por recordarse su propósito, todo lo que exigía su juramento, y las horribles cosas que dicho juramento le obligaba a hacer.

Icarium está vivo, no lo olvides. Céntrate en ese pensamiento. Me está esperando. Lo encontraré. Por fin haré las cosas bien. Nuestro pequeño mundo volverá a completarse, a ser impermeable a todo lo exterior. Un mundo en el que nadie volverá a desafiarnos, donde nadie cuestionará nuestros actos, las odiosas decisiones que tomamos en el pasado.

Concededme un mundo así, os lo imploro.

Mis mentiras más preciadas... ella se las ha llevado todas. Los demás han visto lo que quedaba.

Setoc... por los dioses, ¡la traición en su rostro!

No. Encontraré a Icarium. Lo protegeré del mundo. Y protegeré al mundo de él. Y de todo lo demás, de odios heridos y corazones rotos. Me protegeré a mí mismo. Todos consideraréis que ha sido un sacrificio, mi descorazonadora lealtad... ahí, en la senda de Manos, os dejé atónitos.

Invocahuesos, te has llevado mis mentiras. Mírame ahora.

Mappo sabía que sus ancestros estaban muy muy lejos. Sus huesos se desmenuzaban hasta convertirse en polvo en cámaras bajo montículos de piedra y tierra. Sabía que los había olvidado hacía mucho.

Así pues, ¿cómo es que aún podía oír sus aullidos?

Mappo se cubrió las orejas con las manos, pero eso no cambió nada. Los aullidos siguieron, y siguieron. Y en medio de aquella enorme planicie, de pronto se sintió diminuto, empequeñecido más y más con cada nuevo paso. Mi corazón. Mi honor... se encoge, se marchita... a cada paso. No es más que un niño. Los tres lo son. Cómo se acurrucaba en brazos de Rezongo. Las chicas, cómo agarraban las manos de Setoc y cantaban canciones.

¿Acaso proteger a un niño es la insalvable responsabilidad de un adulto?

Ya no soy el que era. ¿Qué he hecho?

Recuerdos. El pasado. Todos son tan preciosos... quiero que vuelva, quiero que todo vuelva. Icarium, voy a encontrarte.

Icarium, por favor, sálvame.

Torrente se subió a la silla. Su mirada descendió y se encontró con los ojos de Setoc. Asintió.

Podía ver el miedo y la duda en su rostro. Ojalá tuviera más palabras dignas de ser pronunciadas, pero las había gastado todas. ¿Acaso no era suficiente aquello que estaba haciendo? La pregunta, que su mente cuestionaba tan valiente y presuntuosa, casi le provocó una carcajada. En cualquier caso, tenía que hacer aquello. Al menos tenía que intentarlo.

—Yo seré su custodio, te lo prometo.

—No les debes nada —dijo ella, mientras se abrazaba a sí misma con tanta fuerza que Torrente pensó que se rompería las costillas—. No son tu carga, sino la mía. ¿Por qué lo haces?

—Conocí a Toc.

—Sí.

—Y he pensado: ¿qué haría él? Ahí tienes mi respuesta, Setoc.

Las lágrimas corrían por las mejillas de Setoc. Apretaba los labios, como si hablar fuese a desencadenar todo su dolor en forma de demonio aullante que jamás, jamás, podría volver a ser contenido o derrotado.

—Ya permití en el pasado que murieran niños —prosiguió él—. Ya defraudé a Toc. Pero ahora... —Se encogió de hombros—. Espero hacerlo mejor. Además, Olar Ethil me conoce. Me utilizará; ya lo ha hecho antes.

Echó una mirada a los demás. El campamento estaba recogido. Vahído y Dulcísima Angustia ya habían empezado a caminar, como dos refugiadas sumidas en la derrota. Preciosa Dedal las seguía un par de pasos atrás, como una niña insegura de si aceptarían su compañía. Amby caminaba solo, a la derecha de los demás. Miraba al frente y andaba con zancadas torpes, envaradas. Y Rezongo, tras cruzar un par de palabras con Cartógrafo, que volvía a sentarse en el carromato de Jula, también había empezado a andar, los hombros hundidos como si lo embargase una suerte de dolor visceral. Cartógrafo, al parecer, se quedaría atrás. Las cosas se unen solo para volver a separarse.

—Setoc, tus lobos fantasmales tenían miedo.

—Estaban aterrorizados, más bien.

—No pudiste hacer nada.

Un destello en sus ojos.

—¿Y eso supone algún consuelo? Ese tipo de palabras no hacen más que cavar un agujero enorme que nos invita a saltar dentro.

Él apartó la mirada.

—Lo siento.

—Vete. Apresúrate a darles alcance.

Torrente cogió las riendas, giró su montura y le espoleó los flancos.

¿Esto era parte de tu apuesta, Olar Ethil? Cuando llegue hasta vosotros, ¿me darás la bienvenida con palabras engreídas?

Bien, pues, disfruta ahora, porque no durará mucho más. Al menos no si está en mi mano. No te preocupes, Toc, no he olvidado. Esto lo haré por ti, o moriré en el intento.

Cabalgó al trote a través de la tierra yerma, hasta que atisbó a la Invocahuesos y sus tres cargas. Cuando las gemelas se giraron y soltaron sendos gritos de alivio, casi se rompió por dentro.

Setoc contempló al joven guerrero lezna partir en pos de Olar Ethil, y también lo vio alcanzarlos. Hablaron brevemente y volvieron a ponerse en marcha. Caminaron hasta que aquellos engañosos relieves del paisaje se los tragaron. Entonces Setoc giró sobre sus talones y se quedó mirando a Cartógrafo.

—El niño lloraba de pesar. Por su perro muerto. Le dijiste que parase. ¿Por qué? ¿Por qué te molestaba tanto?

—¿Cómo puede ser —el no muerto se levantó del carromato y se acercó a ella— que el más débil de todos nosotros sea el único dispuesto a dar su vida por proteger a esos niños? No pretendo herirte con mis palabras, Setoc, es solo que no alcanzo a entenderlo. —Su cara marchita se ladeó, las cuencas hundidas parecían escrutarla—. ¿Puede ser, quizá, que sea el que menos tiene que perder?

Caminó con aquellos pasos estrafalarios hasta detenerse junto al cadáver del ay.

—Por supuesto —saltó Setoc—. Como tú mismo has dicho, su vida y nada más.

Cartógrafo contempló el cadáver de Baaljagg.

—Y este de aquí tenía incluso menos que eso.

—Regresa a tu mundo muerto, ¿quieres? Seguro que allí las cosas son mucho más simples. Así podrás dejar de preguntarte por las cosas que hacemos los patéticos mortales.

—Yo solo entiendo de mapas, Setoc. Escucha lo que te digo. No se puede cruzar el Desierto de Cristal. Cuando lo alcancéis, girad hacia el sur, hacia Elan del Sur. No es que sea mucho mejor, pero debería haber bastante para que tengáis al menos una oportunidad.

¿Bastante? ¿Bastante, qué? ¿Agua? ¿Comida? ¿Esperanza?

—¿Vas a quedarte aquí? ¿Por qué?

—A este sitio —Cartógrafo hizo un gesto— ya ha llegado el mundo de los muertos. Aquí, tú eres la extranjera molesta.

Setoc negó con la cabeza, de pronto estremecida, inexplicablemente consternada.

—Rezongo dice que estuviste con ellos casi desde el principio. ¿Y ahora decides detenerte... aquí?

—¿Acaso tenemos que tener todos un propósito? —preguntó Cartógrafo—. Yo lo tuve, hace tiempo, pero se acabó. —Su cabeza se volvió, miró hacia el norte—. Tu compañía era... admirable. Pero se me había olvidado que... —vaciló, y Setoc estuvo a punto de preguntarle qué era lo que había olvidado, cuando dijo— que las cosas se rompen.

—Sí —susurró ella, no lo bastante alto como para que él la oyese. Se agachó y recogió su fardo. Volvió a erguirse y echó a andar, mas al momento se detuvo y lo miró por encima del hombro—. Cartógrafo, ¿qué fue lo que te dijo Rezongo en el carromato?

—«El pasado es un demonio que ni siquiera la muerte puede derrumbar.»

—¿Qué quería decir?

Él se encogió de hombros, la atención fija todavía en el cadáver de Baaljagg.

—Esto es lo que le dije: en mis sueños me he encontrado con los vivos, y no se encuentran bien.

Ella giró sobre sus talones y empezó a caminar.

Los demonios del polvo se arremolinaban y revoloteaban en sus flancos. Masan Gilani lo sabía. Había oído las viejas historias de la campaña de Siete Ciudades, y de cómo los t’lan imass de Logros habían conseguido desaparecer con apenas un susurro en los vientos o retorciéndose en las corrientes de algún río. Les había resultado fácil. Volvieron a resurgir de la tierra al final de todo, sin haber perdido ni siquiera el aliento.

Masan resopló. El aliento. Qué gracia.

Su caballo estaba reticente aquella mañana. Sin la suficiente agua, sin el suficiente forraje, llevaba un día y una noche sin cagar ni mear. Sospechaba que no duraría mucho más, a menos que sus compañeros fueran capaces de conjurar una fuente y un almiar de paja o un par de sacos de avena. ¿Serían capaces de hacer algo así? No tenía la menor idea.

—No seas idiota, mujer. Tenían toda la pinta de que un dragón dormido les hubiese pasado por encima. Si pudieran sacar trucos mágicos de la nada, a estas alturas ya habrían hecho algo. —Ella también tenía hambre y sed, y si se viera en la necesidad, le cortaría el cuello a su caballo y se daría un buen festín hasta que le estallase la barriga—. Hazme el favor de recomponerte, ¿quieres? Gracias.

Ya no andaban muy lejos. Según sus cálculos, encontrarían el rastro de los Cazahuesos antes de mediodía, y para cuando cayera la noche, ya los habrían alcanzado. No había ejército de semejante tamaño que pudiera moverse con rapidez. Llevaban consigo una cantidad de suministros capaz de alimentar a una ciudad de buen tamaño durante medio año. Miró al norte, algo que se encontraba haciendo cada vez con más frecuencia. Aquel impulso tampoco era nada extraño, en cualquier caso. No era tan común que una montaña apareciese de la noche a la mañana, ¡y que una tormenta acompañase su nacimiento! Se le ocurrió subir por una de sus laderas para echar un par de escupitajos desde arriba, solo para remarcar aquella sardónica maravilla cuya presencia se había visto obligada a reconocer. Sin embargo, la saliva no era una cosa que estuviese en disposición de malgastar.

—Guárdate al menos lo bastante para tener la garganta húmeda —solía decir su madre—, para el rostro del Embozado.

Bendita fuera aquella vaca desequilibrada. Buen baño debía de haberle dado al segador el día en que vino a buscarla, un baño completo, una fuente entera de escupitajos salidos de aquella apestosa boca negra y llena de flemas, sí, señor. Así se las gastaban las mujeres grandotas, ¿verdad? En especial después de haber cumplido los cuarenta o los cincuenta, cuando todas sus opiniones se habían labrado en piedra y estaban tan afiladas que podían derramar sangre con una mirada o un comentario despectivo.

Su madre era como un árbol en movimiento, y verla era igual de impresionante. A fin de cuentas, los árboles no suelen andar mucho, al menos cuando te pillan sobrio, del mismo modo que la tierra no se movía a menos que Ascua se retorciese o el hombre con el que estuvieses fuese mejor de lo que esperaba (lo cual tampoco era muy común, ¿verdad?). La vieja ma se movía a imponentes zancadas, como un trueno de medianoche. Para las mujeres como ella, la muerte era una cámara atestada, y quienes la llenaban eran los que se marchaban en cuanto ponía el pie en la habitación: un milagro.

Masan Gilani se restregó la mano por la cara; no le quedaba sudor. Malas noticias, especialmente tan temprano por la mañana.

—Yo quería ser grande, ma. Quería llegar a edad provecta. A los cincuenta, sí, señor. Cinco jodidas y terribles décadas. Yo también quería moverme a enormes zancadas. Con truenos en los ojos, truenos en la voz, un ser de inconmensurable peso, una masa inexorable. No es justo pudridme aquí. ¿Me echas de menos, Dal Hon?

»El mismo día en que pise aquel profuso césped, el día que espante al primer nubarrón de moscas de mis labios y de mis narices y mis ojos, bueno, ese será el día en que vuelva a hacer las paces con el mundo. No, no dejes que muera aquí, Dal Hon. No es justo.

Tosió, y echó una mirada torcida adelante. Por allí no había nada más que caos, aquellas dos cordilleras y el valle que se extendía en medio. Había agujeros en el suelo, ¿eran cráteres? Las laderas parecían atestadas. Masan parpadeó, no muy segura de si se lo estaba imaginando. La privación de comida y bebida podía jugar malas pasadas, a fin de cuentas. Atestadas, sí, parecían estar atestadas. ¿Ratas? No.

—Orthen.

Un campo de batalla. Atisbó un destello de huesos picudos, captó montículos cenicientos en los bordes más alejados, sin la menor duda provenientes de piras. Sabía que quemar a los muertos era una práctica salubre, algo que minimizaba las enfermedades. Espoleó su caballo hasta alcanzar un trote fuerte.

—Ya lo sé, cariño, ya lo sé. No correremos mucho.

Los demonios del polvo se alejaron de ella con un remolino, y giraron hacia el borde que daba al valle.

Masan Gilani trotó tras ellos, hasta el borde de la cresta. Ahí detuvo al caballo y echó un vistazo a la carnicería que llenaba el valle, a las trincheras abiertas que cruzaban el borde opuesto, más allá de las cuales se alzaban las montañas de huesos abrasados. El pavor se apoderó de ella con lentitud, y se llevó con él todo el calor que el día pudiera haber albergado en sus huesos.

Los t’lan imass no vinculados se apretaban en una línea irregular a su derecha, contemplando la escena al igual que ella. Su repentina aparición, tras varios días de polvo, le resultó extrañamente reconfortante a Masa Gilani. Llevaba demasiado tiempo con su caballo como única compañía.

—Aunque tampoco es que me apetezca besar a ninguno de vosotros —dijo.

Gracias sean dadas al Embozado.

—Mi caballo se está muriendo —anunció—, y sea lo que sea lo que les ocurrió aquí a mis Cazahuesos, no tiene buena pinta. Así pues —añadió, con una mirada a los cinco guerreros no muertos—, si tenéis algún tipo de buena noticia que darme o, por los dioses del inframundo, alguna explicación, puede que sí os bese.

Aquel a quien llamaban Beroke dijo:

—Podemos atender las necesidades de tu caballo, humana.

—Bien —saltó ella, y bajó de la montura—. Poneos a ello. Y un poco de agua y manduca para vuestra segura servidora tampoco iría nada mal. No pienso volver a comer orthen, que lo sepáis. ¿A quién se le ocurrió que cruzar un lagarto y una rata era una buena idea?

Uno de los demás t’lan imass se apartó de la línea. Masan Gilani no se acordaba del nombre de este, pero era más grande que los otros, y tenía pinta de que su cuerpo estaba compuesto de partes corporales de otros tres o incluso cuatro individuos.

—K’chain nah’ruk —dijo en voz baja—. Una batalla y una cosecha.

—¿Cosecha?

La criatura señaló a los montículos lejanos.

—Han realizado una carnicería. Se alimentaron de los enemigos caídos.

Un estremecimiento recorrió a Masan Gilani.

—¿Caníbales?

—Los nah’ruk no son humanos.

—¿Y qué diferencia hay? Para mí, eso es canibalismo. Solo los bárbaros de piel blanca de las montañas Fenn son capaces de caer tan bajo como para comerse a la gente. O eso he oído.

—No acabaron de alimentarse —dijo el t’lan imass sobredimensionado.

—¿A qué te refieres?

—¿Ves la montaña recién nacida al norte?

—No —arrastró las sílabas—, ni me había dado cuenta.

Todos se la quedaron mirando.

—Sí —suspiró Masan—. Claro que sí, la montaña. La tormenta.

—Otra batalla —dijo Beroke—. Ha nacido un Azath. Nuestra conclusión es que los nah’ruk fueron derrotados.

—¿Ah, sí? ¿Les golpeamos una segunda vez? Bien.

—K’chain che’malle —dijo Beroke—. Guerra civil, Masan Gilani. —El guerrero hizo un gesto con un brazo torcido—. Tu ejército... no creo que todos llegaran a morir. Tu comandante...

—¿Tavore sigue viva, pues?

—Su espada sí.

Su espada. Oh. La hoja de otataralita.

—¿Puedo pediros que os adelantéis? ¿Podríais encontrar un rastro, si es que lo hay?

—Thenik explorará el camino frente a nosotros —dijo Beroke—. Resulta arriesgado. Los extraños no nos darán la bienvenida.

—No se me ocurre por qué.

Otra larga mirada. Al cabo, Beroke dijo:

—Si nuestros enemigos nos encuentran, Masan Gilani, antes del momento de nuestra resurrección definitiva, todo lo que pretendemos ganar quedará irremisiblemente perdido.

—¿Ganar? ¿Ganar qué?

—Pues, la liberación de nuestro señor, por supuesto.

Masan Gilani pensó en hacer más preguntas, pero al final decidió no hacerlo. Por los dioses del inframundo, vosotros no sois los que me enviaron a buscar, ¿verdad? Y aun así, vosotros sí que queríais encontrarnos a nosotros, ¿a que sí? Sinter, ojalá estuvieras aquí, para poder explicarme qué está pasando. Mis tripas no me indican nada bueno. ¿Vuestro señor? No, mejor ni me lo contéis.

—Está bien, vamos a aclarar esto, y luego nos dais comida, tal y como habéis prometido. Comida decente, ¿eh? Soy una persona civilizada. Dalhonesia, Imperio de Malaz. El mismísimo emperador provenía de Dal Hon.

—Masan Gilani —dijo Beroke—, nada sabemos de este imperio del que hablas. —El guerrero t’lan imass se detuvo, y luego añadió—. Pero a alguien que una vez fue emperador... a él sí que lo conocemos.

—¿En serio? ¿Antes o después de que muriera?

Los cinco t’lan imass volvieron a mirarla. Entonces Beroke preguntó:

—Masan Gilani, ¿en qué medida resulta relevante esa pregunta?

Ella parpadeó, y luego negó lentamente con la cabeza.

—En ninguna. En ninguna en absoluto, supongo.

Otro t’lan imass habló ahora:

—¿Masan Gilani?

—¿Qué?

—Tu antiguo emperador.

—¿Qué pasa con él?

—¿Era un mentiroso?

Masan Gilani se rascó la cabeza, luego agarró las riendas y volvió a subirse al caballo.

—Eso depende.

—¿De qué?

—De si crees las mentiras que la gente cuenta sobre él. Venga, vamos a salir de aquí, a comer y a hidratarnos, y luego ya encontraremos la espada de Tavore. Si Oponn nos sonríe, aún encontraremos a Tavore pegada a ella.

La sorprendió ver a los cinco imass hacerle una reverencia. A continuación, se deshicieron hasta mezclarse con el polvo y desaparecieron en un remolino.

—¿Qué dignidad hay en hacer algo así? —se preguntó, y volvió a centrar su atención en el campo de batalla atestado de orthen. ¿Qué dignidad hay en nada, mujer?

De momento, contente. No sabes lo que ha pasado aquí. No sabes nada a ciencia cierta. Todavía no, aguanta. En eso sí que hay bastante dignidad, en aguantar. Igual que hizo ma.

El olor de la hierba quemada. La humedad que se apretaba contra una mejilla, el aire frío sobre la otra, el sonido cercano de algún saltaperico. La luz del sol, que se filtraba a través de sus párpados cerrados. El aire polvoriento que se aposentaba en sus pulmones y volvía a salir. Había partes de él que yacían en el suelo alrededor. Hecho pedazos. O así es como se sentía al menos, aunque la misma idea pareciera imposible. Se obligó a no pensar en ello a pesar de lo que sus sentidos le decían.

Resultaba agradable comprobar que aún era capaz de pensar. Un triunfo notable. Ahora bien, si pudiera volver a juntar todos los pedazos en los que lo habían destrozado, incluyendo aquellos que ya no estaban allí... pero eso tendría que esperar. Lo que necesitaba juntar primero eran sus recuerdos.

Su abuela. En fin, una mujer mayor. Las suposiciones podían ser peligrosas. Uno de sus dichos, quizá. ¿Y sus padres? ¿Qué pasaba con sus padres? Intenta acordarte, no puede ser tan difícil. Sus padres. No eran lo que se dicen dos personas brillantes. Resultaba extraño lo lentos que eran; le hacía preguntarse si no esconderían más de lo que él pensaba. Seguro que sí, ¿no? Intereses escondidos, curiosidades secretas. ¿Realmente le interesaba tanto a madre el vestido que se pusiese la viuda Terciada según qué día? ¿A eso se limitaba su relación con el mundo? La pobre vecina no tenía más que dos túnicas y una bata que le llegaba a la altura de los tobillos, y bastante harapienta, por cierto. Lo que mejor le quedaba a una mujer cuyo marido no era más que un cadáver podrido en las arenas de Siete Ciudades. La muerte no era una moneda que diese para vivir, ¿verdad? O si no, aquel viejo que vivía un poco más adelante en la calle, el que intentaba cortejarla, pero que no tenía mucha práctica. No se merecía el desdén que le dedicabas, madre. Solo lo hacía lo mejor que podía. Soñaba con una vida más feliz, soñaba con despertar algo tras los tristes ojos de la viuda.

Qué mundo tan vacío y sin esperanza.

Y bueno, es verdad que padre tenía el hábito de silbar ininterrumpidamente alguna cancioncilla, solo para interrumpirse de vez en cuando y quedarse abstraído por un pensamiento, o bien directamente confundido por su existencia, pero en fin, mucho tenía que pensar un hombre de edad provecta, ¿no? Desde luego tenía aspecto de que así era. Y si se le daba bien fundirse en las multitudes hasta desaparecer, si tan capaz era de no mirar a nadie a los ojos, bueno, había un mundo entero de hombres que habían olvidado cómo ser hombres. O quizá nunca habían aprendido a serlo. ¿Aquellos dos eran de verdad sus padres? ¿O los de alguien distinto?

Revelaciones que aterrizaban con un estruendo. Una, tres, montones de ellas, una auténtica avalancha. ¿Cuántos años había tenido entonces? ¿Quince? Las calles de Jakata se estrechaban de pronto ante sus ojos, las casas encogían, los hombretones en las cuadras disminuían hasta el tamaño de enanitos jactanciosos de mirada esmirriada.

Ahí fuera, en algún lugar, había un mundo completamente diferente.

Abuela, capté un destello en tus ojos. Acababas de sacudirle el polvo a la alfombra dorada y la habías desenvuelto frente a mi camino. Para estos tiernos pies míos. Otro mundo completamente diferente, ahí fuera. Lo llamabas «aprender». Lo llamabas «conocimiento». Lo llamabas «magia».

Raíces y larvas y manojos anudados del pelo de alguien, pequeños muñecos o marionetas con caras cubiertas de hilo. Marañas de tripas, montones de pieles mudadas, plumas arrancadas del lomo de los cuervos. Grabados del suelo de arcilla, gotas y más gotas de sudor en las cejas. El barro suponía un esfuerzo, el sabor de la lengua de la mugre recién lamida de una aguja, y cómo temblaban las llamas en las velas, ¡cómo saltaban las sombras!

¿Abuela? Tu niñito precioso ha acabado hecho pedazos. Colmillos en su carne, colmillos que eran suyos, una y otra vez. Mordiscos, desgarros, un siseo de furia y agonía. Una caída a plomo desde el cielo ahíto de humo. Elevarse una vez más, con alas nuevas, con articulaciones crujientes, en medio de una pesadilla resbaladiza.

No se vuelve de algo así. Es imposible.

Alcancé a tocar mi propia carne trémula, enterrada bajo varios cuerpos, con un reguero de tripas que goteaban sobre mí. Escabechado en sangre. Me refiero a ese cuerpo. El cuerpo que solía ser mío. No, no se vuelve de algo así.

Extremidades muertas que se alteraban, rostros desencajados que se giraban y fingían mirarme... mas yo no caía en la grosería de atraerlos. Ninguna necesidad había de acusarme con esos ojos vacíos. Algún idiota se atrevió a descender hasta aquí, y puede que mi piel empapada siga caliente, pero solo por el calor que desprenden todos estos otros cadáveres.

No, yo no voy a regresar. De algo así, no.

Padre, si supieras las cosas que he visto. Madre, si hubieras sido capaz de abrir tu corazón, lo bastante para otorgarle una bendición a aquella pobre viuda que vivía al lado.

Explicádselo a este necio, ¿os importa? Era un montículo de cuerpos. Nos han reunidos. Amigo, se suponía que no ibas a intervenir. Puede que te hayan ignorado, aunque no alcanzo a imaginar la razón. Y tu contacto era frío. ¡Dioses, qué frío era!

Y las ratas acercan sus hocicos temblones. Ya me han arrancado algún trocito y lo han lanzado al aire. En un mundo donde no hay más que soldados, nadie presta atención a aquellos seres que yacen bajo sus pies, pero hasta las hormigas luchan como enemigos. Mis ratas. Se han esforzado mucho. Han hecho de estos cuerpos templados su nido.

No han podido comerme entero. No les ha sido posible. Quizá me hayas sacado de aquí, pero incompleto.

O no. Abuela, alguien me ha cosido hilos. Mientras todo se derrumbaba a nuestro alrededor, ató nudos a esos hilos. A mis ratas, que el Embozado las maldiga. Ah, qué bastardo tan listo, el Rápido. Listo, muy listo el bastardo. Todo por aquí, todo por allá. Yo estoy aquí. Y de pronto alguien me sacó, me arrastró lejos de aquí. Y los colas cortas nos contemplaron y corretearon arriba y abajo como si se preparasen para detenernos, aunque no fue así.

Me llevó consigo, y mientras lo hacía, se derritió.

La carnicería continuó. Silbaban ininterrumpidamente alguna cancioncilla, solo para interrumpirse de vez en cuando y quedarse abstraídos por un pensamiento, o bien directamente confundidos por su existencia. Así eran.

Así que me llevó consigo, muy lejos. ¿Dónde estaba todo el mundo?

De pronto, todo su ser volvía a estar completo. Botella abrió los ojos. Estaba tirado en el suelo. El sol bajo, pegado al horizonte, y el rocío en las hierbas amarillentas cerca de su cara, lleno del olor de la noche recién terminada. El amanecer. Suspiró y se irguió despacio hasta quedar sentado. Sentía el cuerpo cubierto de grietas. Le echó una mirada al hombre que se acuclillaba junto a fuego alimentado por pedazos de estiércol. Su contacto era frío. Y luego se derritió.

—Capitán Ruthan Gudd, señor.

El hombre le echó un vistazo de costado. Asintió y siguió removiendo las brasas, al tiempo que se pasaba los dedos por la barba.

—Es un pájaro, creo.

—¿Señor?

Hizo un gesto al bulto redondeado de carne chamuscada atravesada en un pincho sobre las brasas.

—Digamos que cayó del cielo, más o menos. Tenía plumas, pero habían acabado abrasadas. —Negó con la cabeza—. Sin embargo, también tenía dientes. Pájaro. Lagarto. Un número similar de cartas en cada mano, como se solía decir en el Golpe.

—Estamos solos.

—De momento. No les hemos ganado demasiado terreno. Después de un rato te empiezas a hacer muy pesado.

—Señor, ¿habéis estado cargando conmigo? —Derretido. Gota, gota, gota—. ¿Cuántas leguas? ¿Durante cuántos días?

—¿Cargar contigo? ¿Quién te crees que soy, un toblakai? Claro que no, a tu espalda hay una... parihuela. Arrastrar es mucho más fácil que cargar. Más o menos. Ojalá hubiera tenido un perro. Cuando era pequeño... bueno, digamos que no estoy acostumbrado a anhelar un perro. Sin embargo, ayer le habría rajado la garganta a un dios por tener aunque fuera un perro.

—Ya puedo andar, señor.

—Pero ¿puedes arrastrar la parihuela?

Botella frunció el ceño y se giró para contemplar su transporte. Dos astas de lanza completas, más otras dos o tres hechas trizas. Trozos de armadura de cuero cubiertas de manchas oscura se cruzaban entre ellas.

—No veo nada de lo que tirar, señor.

—Estaba pensando que tirases de mí, infante de marina.

—Bueno, por supuesto que podría...

Ruthan echó mano del palo que ensartaba la carne y lo agitó en el aire.

—Es broma, soldado. Ja, ja. Toma, la carne parece estar lista. Cocinar es el arte de convertir lo familiar en irreconocible y aun así sabroso. Cuando nació la inteligencia, la primera pregunta que se hizo fue: «¿Eso se puede cocinar?». A fin de cuentas, trata de comerte la cara de una vaca... aunque en puridad, hay gente que lo hace... bah, no importa. Supongo que tendrás hambre.

Botella se acercó. Ruthan arrancó el pájaro del espeto y lo partió por la mitad. Le tendió una de las mitades al infante de marina.

Ambos comieron sin cruzar palabra.

Al cabo, mientras chupaba y escupía hasta el último huesecillo y se lamía la grasa de los dedos, Botella lanzó un suspiro y miró al hombre frente a él.

—Os vi caer, señor. Caísteis bajo un centenar de colas cortas.

Ruthan se rasqueteó la barba.

—Así es.

Botella apartó la mirada. Volvió a intentarlo:

—Supuse que habíais muerto.

—No llegaron a atravesarme la armadura, aunque sí que me han dejado hecho un mapa de cardenales. Sea como sea, se limitaron a darme una buena paliza mientras estaba en el suelo y, bueno, acabaron por cansarse. —Hizo una mueca—. Tardé un rato en salir a rastras de allí. Para cuando lo conseguí, no había rastro de los Cazahuesos o de nuestros aliados. Parecían haber acabado con los khundryl; en mi vida he visto tanto caballo muerto. También habían arrasado las trincheras. Los letherii habían cumplido su parte, y algo de daño sí que se llevaron, pero no sabría decirte hasta qué punto, ni de daño ni de cumplimiento de su parte.

—Creo que llegué a ver parte de lo que contáis —dijo Botella.

—Conseguí escamotearte de ahí, eso sí —dijo el capitán, sin mirar a Botella a los ojos.

—¿Cómo?

—Lo conseguí y punto. Tú apenas seguías allí, pero lo estabas lo suficiente como para hacerlo. Así que te saqué.

—Y ellos se limitaron a ver cómo lo hacíais.

—¿Tú crees? No me di cuenta. —Se limpió las manos en los muslos y se levantó—. Bueno, soldado, ¿listo para caminar?

—Eso creo. ¿Adónde vamos, señor?

—Vamos a encontrar a los que queden vivos.

—¿Cuándo tuvo lugar la batalla?

—Hace cuatro o cinco días, más o menos.

—Señor, ¿sois un jinete de las tormentas?

—¿Una ola díscola, quieres decir?

El ceño de Botella se frunció aún más.

—Otra broma —dijo Ruthan Gudd—. Vamos a sacar lo que queda en la parihuela. He encontrado una espada para ti, y otro par de cosas que quizá te sean útiles.

—Ha sido todo un error, ¿verdad?

Él le lanzó una mirada.

—Soldado, tarde o temprano, todo lo es.

Abajo, en la distancia, el caos se revolvía en un maremágnum espumante. Él miraba hacia abajo, de pie justo en el borde. A su derecha, la roca se inclinó, lo cual marcaba el borde de la base levemente equilibrada de la cima. En el otro extremo, el Espasto, una forma oscura y retorcida que se alzaba como un dedo gigantesco, parecía provocar una bruma blanca y penumbrosa que envolvía su punta escarpada.

Al cabo, giró sobre sus talones y cruzó el tramo aplanado que lo separaba del muro de sólida roca, apenas doce pasos. Cruzó la abertura del túnel en cuyos laterales se amontonaban pedruscos derrumbados. Trepó al montículo más cercano hasta encontrar un polvoriento capazo impermeable, incrustado dentro de una grieta. Lo apartó de un tirón e introdujo la mano en la grieta. Extrajo una alforja hecha jirones. Estaba tan podrida que el fondo empezó a deshacerse por las costuras. Se apresuró a depositarlo sobre el suelo antes de que su contenido se desparramase por todos lados.

Las monedas tintinearon, hubo un repiqueteo de baratijas. Cayeron al suelo dos objetos de mayor tamaño, ambos envueltos en piel y del tamaño del antebrazo de un hombre adulto. Fueron los únicos dos objetos que recogió. Se enganchó uno al cinto y desenvolvió el otro.

Un cetro de madera negra y regular, con los extremos acabados en plata deslustrada. Lo estudió por un momento, y luego volvió a la carrera hasta la base del Espato de Andii. Rebuscó en la faltriquera que colgaba de su cadera y sacó un manojo de crines de caballo. Lo dejó caer a sus pies y, en un movimiento amplio, describió un círculo con el cetro sobre la piedra negra. Se apartó un paso.

Tras un momento, recuperó el aliento y se giró para mirar por encima de su hombro. Cuando habló, su tono era de disculpa:

—Ah, madre, se trata de sangre antigua, no lo habré de negar. Antigua y débil. —Vaciló, y luego añadió—: Dile a padre que no pienso disculparme por mi elección... ¿por qué debería? Da igual. Ambos lo hicimos lo mejor que pudimos. —Soltó un gruñido jovial—. Lo mismo podrías decir tú.

Le dio la espalda.

La oscuridad empezaba a anudarse hasta formar algo sólido frente a él. La contempló durante un rato, sin mediar palabra, aunque su presencia era palpable, enorme en aquella penumbra tras él.

—Si lo que quería era obediencia ciega, debería haberme mantenido encadenado. Y tú, madre, deberías haberte asegurado de que siguiese siendo un niño por toda la eternidad, acurrucado bajo tu ala. —Lanzó un suspiro algo tembloroso—. Seguimos aquí, pero a fin de cuentas, hicimos lo que ambos queríais. Casi acabamos con todos. Lo único que ninguno de nosotros esperaba era el modo en que cambiaríamos. —Echó otra mirada por encima del hombro por un instante—. Y vaya si hemos cambiado.

Dentro del círculo ante él, en la forma oscura se abrieron unos ojos de color carmesí. Unas pezuñas golpetearon la roca con un repiqueteo de hachas de hierro. Se agarró a la crin de medianoche de la aparición y subió de un salto a la grupa de la bestia.

—Quédate a tu niño, madre. —Hizo girar al caballo y avanzó un par de pasos por el vano, para volver a encaminarse a la boca del túnel—. Llevo tanto tiempo entre ellos, que lo que me has dado no es más que el más leve susurro tras mi alma. Escasa fue tu atención para con los humanos, y ahora te toca recoger los frutos de tu decisión. Sin embargo, esto te concedo. —Hizo girar al caballo—. Ahora te toca a ti. Tu hijo abrió el camino. En cuanto a su hijo, bueno, si quiere el Cetro, tendrá que venir a por él.

Ben Adaephon Delat afianzó su presa en la crin del caballo.

—Cumple tu parte, madre. Deja que padre se encargue, si es que se le antoja. Pero al final todo se reduce a nosotros, así que mejor hazte a un lado. Cúbrete los ojos, ¡porque te prometo que todos arderemos! Cuando nos acorralan contra la pared, madre, no tienes ni idea de lo que somos capaces.

Clavó los talones en los flancos del caballo. La criatura se lanzó hacia delante.

Y ahora, bendita angustia, es cuando las cosas se ponen peliagudas.

El caballo alcanzó el borde y saltó al aire. Luego cayó a plomo hacia el furioso torbellino del fondo.

Aquella presencia, que era oscuridad viva, continuó durante un rato más en la enorme cámara. Las monedas y baratijas desparramadas destellaron contra la roca negra.

Entonces se oyó el golpeteo de un bastón contra la piedra.

Capítulo tres

CAPÍTULO TRES

Ha llegado la hora de internarse en la fría noche

y bastante fría era ya esa voz

como para despertarme en silencio

gritos había que me invitaban a ascender a los cielos

mas el suelo me aferró presto

aunque todo eso fue hace ya mucho tiempo

y sin embargo, en esta lúgubre mañana las alas

son sombras que se agazapan tras mis hombros

y las estrellas parecen estar más cerca que nunca

pronto llegará la hora, me temo, de partir en busca

de esa voz, y habré de acercarme al borde

ha llegado la hora de internarse en la fría noche

pronunciado en un tono tan cansado

que poco de valor puedo encontrar en él

si los sueños en los que volamos son nuestra última esperanza de alcanzar la libertad

habré de rezar hasta mi último aliento

para tener alas

Fría Noche

Beleager

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