La renegada (La espía traidora 2)

Trudi Canavan

Fragmento

1

Las cuevas de las pedreras

Según una tradición sachakana tan antigua que nadie recordaba dónde se había originado, el carácter del verano era masculino, y el del invierno, femenino. A lo largo de los siglos desde la fundación de los Traidores como pueblo, sus líderes y visionarias aseguraban que las supersticiones sobre hombres y mujeres —sobre todo estas últimas— eran ridículas, pero muchos de sus paisanos opinaban aún que la estación que ejercía una mayor influencia sobre su vida tenía muchas características femeninas. El invierno era implacable y poderoso, e impulsaba a las personas a unirse para sobrevivir en condiciones mejores.

En cambio, para quienes vivían en las tierras bajas y los desiertos de Sachaka, el invierno era una bendición, pues traía consigo las lluvias que necesitaban los cultivos y el ganado. El verano era riguroso, seco e improductivo.

Mientras Lorkin volvía caminando a toda prisa desde la herbería, su único pensamiento era que en el valle hacía más frío del que él esperaba. La gelidez del aire contenía una amenaza de nieve y hielo. Lorkin no tenía la sensación de haber vivido en Refugio tanto tiempo como para que el invierno estuviera tan avanzado. Solo habían transcurrido unos meses desde que había llegado a la ciudad secreta de los rebeldes sachakanos. Antes de eso había pasado una temporada en las cálidas y secas tierras bajas, huyendo en compañía de una mujer que le había salvado la vida.

«Tyvara.» Lorkin notó una opresión incómoda pero curiosamente agradable en el pecho. Respiró hondo y apretó el paso. Estaba decidido a hacer caso omiso de este sentimiento con la misma determinación con que Tyvara hacía caso omiso de él.

«No vine aquí solo porque me hubiera enamorado de ella», se dijo. Sentía que su honor lo obligaba a hablar en defensa de Tyvara ante su pueblo, pues le había salvado el pellejo. Había matado a la asesina que había intentado seducirlo y acabar con él..., pero la asesina también era una Traidora. Riva actuaba en nombre de una facción que creía que él debía ser castigado porque Akkarin, su padre, el Gran Lord anterior, no había cumplido su parte del acuerdo al que había llegado con los Traidores hacía muchos años. Ninguno de los miembros de la facción había reconocido haber dado a Riva la orden de matarlo. Admitirlo habría equivalido a confesar que habían obrado en contra de los deseos de la reina, por lo que habían asegurado que todo había sido una iniciativa de Riva.

«Son rebeldes dentro de un pueblo de rebeldes», pensó Lorkin.

Aunque su defensa de Tyvara quizá la había salvado de la ejecución, ella no se había quedado sin castigo. Tal vez eran las tareas que la familia de Riva le había impuesto las que la mantenían apartada de él. Fuera cual fuese el motivo, Lorkin había soportado la soledad de un forastero que apenas conocía a nadie.

Estaba a punto de llegar al pie de la pared del precipicio que rodeaba el valle. Cuando alzó la vista hacia las ventanas y puertas talladas en aquel lado del valle, Lorkin supo que habría ocasiones en que se sentiría atrapado en ese lugar. No por la crudeza del invierno, que lo obligaría a permanecer bajo techo, sino porque, en su calidad de extranjero que conocía a grandes rasgos la ubicación de la ciudad de los Traidores, jamás le permitirían que se marchara.

Al otro lado de las puertas y ventanas había habitaciones suficientes para albergar la población de una ciudad pequeña. Las había de tamaños diversos, desde huecos reducidos hasta espacios tan grandes como el Salón Gremial. En su mayor parte, no penetraban mucho en la pared de piedra, pues en el pasado se habían producido temblores de tierra y hundimientos, y la gente se sentía más cómoda si vivía lo bastante cerca del exterior para poder salir corriendo en poco tiempo.

Algunos pasadizos conducían a zonas mucho más profundas. Eran los dominios de las magas Traidoras, las mujeres que, pese a que sostenían que aquella era una sociedad igualitaria, gobernaban la ciudad. Tal vez no les importaba vivir en las entrañas de la tierra porque podían valerse de la magia para no morir aplastadas a causa de un derrumbamiento. «O quizá les guste permanecer cerca de las cuevas donde se elaboran las piedras y los cristales mágicos.»

Este pensamiento le provocó a Lorkin un cosquilleo de emoción. Se apoyó la caja que llevaba sobre el otro hombro y atravesó el arco de entrada a la ciudad con grandes zancadas. «A lo mejor esta noche lo averiguo.»

Los pasadizos de la ciudad estaban muy transitados, pues los trabajadores se dirigían a casa con sus familias. En cierto momento, los hijos de dos Traidores que se habían detenido a charlar se interpusieron en el camino de Lorkin.

—Con permiso —dijo él de forma automática mientras se abría paso entre ellos.

Tanto los adultos como los niños lo miraron, divertidos. Los modales kyralianos desconcertaban a todos los sachakanos. Los ashakis y sus familias, los habitantes libres y poderosos de las tierras bajas, se sentían demasiado superiores para expresar gratitud por los servicios de otros, y dar las gracias a los esclavos por hacer lo que no tenían más remedio que hacer les parecía ridículo. Aunque los Traidores no practicaban la esclavitud y en teoría su sociedad era igualitaria, no habían desarrollado un sentido de la urbanidad. Al principio, Lorkin había intentado comportarse como ellos, pero no quería perder la cortesía hasta el extremo de que sus compatriotas lo consideraran grosero si algún día regresaba a Kyralia.

«Me da igual que los Traidores piensen que soy un bicho raro. Eso es mejor que ser desagradecido o huraño.»

Tampoco es que los Traidores fueran antipáticos o de trato frío. Tanto los hombres como las mujeres se habían mostrado sorprendentemente cordiales. Algunas de las mujeres incluso habían intentado llevárselo a la cama, pero él había rehusado cortésmente. «Puede que sea un tonto, pero aún no me he dado por vencido con Tyvara.»

Cerca de la sala de asistencia, la versión local de un hospital, donde él trabajaba casi todos los días, aflojó la marcha para recuperar el aliento. Lo dirigía la portavoz Kalia, líder no oficial de la facción que había ordenado la ejecución de Lorkin. Él no quería que Kalia pensara que había vuelto a toda prisa por alguna razón, o que necesitaba terminar su turno a la hora. Si a ella le daba la impresión de que estaba ansioso por marcharse, le buscaría alguna tarea para retrasarlo. En cambio, si no tenía mucho que hacer, evitaba quedarse sentado descansando, pues sabía que de lo contrario Kalia encontraría alguna ocupación para él, a menudo algo desagradable e innecesario.

Por otro lado, si entraba con aire despreocupado, como si tuviera todo el tiempo del mundo, quizá ella lo castigaría por eso también. Así que adoptó su actitud serena y estoica habitual. Cuando Kalia lo vio, puso los ojos en blanco y le quitó la caja de las manos con magia.

—¿Por qué nunca se te pasa por la cabeza usar tus poderes? —suspiró, dándole la espalda para llevar la caja al almacén.

Él fingió no haber oído su pregunta. A ella no le interesaría saber que lord Rothen, el viejo profesor de Lorkin en el Gremio, sostenía que un mago no debía sustituir todo esfuerzo físico por la magia, pues podía volverse débil y enfermizo.

—¿Quiere que la ayude con eso? —preguntó.

La caja estaba llena de hierbas que se utilizarían para elaborar remedios, y él deseaba conocer la receta de algunos de ellos.

Ella lo miró por encima del hombro y frunció el ceño.

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