Ésta es una historia sobre la magia, sobre lo que hace, y quizá más importante, sobre cómo surge y por qué, aunque la historia en sí no pretende responder a todas estas preguntas. A lo mejor ni siquiera a algunas de ellas.
En cambio, es posible que contribuya a explicar por qué Gandalf no se casó nunca, y por qué Merlín era un hombre. Porque esta historia también habla sobre el sexo, aunque no en el sentido atlético-deportista de cuenta-las-piernas-y-divide-por-dos, a menos que los personajes escapen por completo del control del autor. Que podría ser.
En cualquier caso es, por encima de todo, una historia sobre el mundo. Atención, que empieza. Ni pestañeéis, que los efectos especiales son de los caros.
Aparece a lo lejos, en la parte superior, más grande que el más grande de los acorazados estelares nacidos de la imaginación de un cineasta con un productor generoso: una tortuga de quince mil kilómetros de largo. Es Gran A'Tuin, uno de los escasos astroquelonios en un universo donde las cosas no son tanto como son sino como la gente imagina que son, y lleva sobre su caparazón mellado por los meteoritos a cuatro elefantes gigantes, los cuales transportan sobre sus inmensos lomos la enorme rueda del Mundodisco.
Cambia el enfoque de la cámara, y todo el mundo se divisa a la luz de su pequeño sol orbital. Hay continentes, archipiélagos, mares, desiertos, cordilleras y hasta un pequeño casquete de hielo en el centro. Los habitantes de este lugar, obviamente, no aceptan las teorías globales. Su mundo, rodeado por un océano circular que cae eternamente al espacio en una larguísima cascada, es tan redondo y plano como una pizza geológica, aunque sin anchoas.
Un lugar así, un lugar que existe sólo porque los dioses también tienen sentido del humor, debe de ser un mundo en el que la magia puede sobrevivir. Y también el sexo, por supuesto.
Llegó caminando a través de la tormenta, y se veía a la legua que era un mago. En parte por la larga capa y el cayado lleno de extrañas tallas, pero sobre todo porque las gotas de lluvia se detenían a un metro por encima de su cabeza antes de evaporarse.
Las Montañas del Carnero eran una buena zona tormentosa, una tierra de cumbres escabrosas, densos bosques y pequeños valles surcados por ríos, valles tan profundos que, para cuando la luz del día llegaba a ellos, ya era hora de marcharse. Jirones desgarrados de nubes se aferraban a los picos inferiores, más abajo del sendero por el que el mago subía a trompicones. Unas cuantas cabras de ojos cansinos le observaban con cierto interés. Hace falta poco para interesar a una cabra.
De vez en cuando se detenía y lanzaba al aire su pesado cayado: Siempre caía señalando en la misma dirección, y el mago suspiraba, lo recogía y continuaba con su trabajosa caminata.
La tormenta se alejó entre las colinas caminando sobre sus patas de relámpago, gritando y rugiendo.
El mago desapareció tras un recodo del camino, y las cabras volvieron a los húmedos pastos.
Hasta que otra cosa las hizo mirar hacia arriba. Se pusieron tensas, con los ojos abiertos de par en par y las fosas nasales palpitantes. Cosa extraña, porque en el sendero no había nada. De todos modos, las cabras lo miraron pasar hasta que se perdió de vista a lo lejos.
Había un pueblecito incrustado en un estrecho valle, entre grandes bosques. No era un pueblo muy grande, no aparecía en los mapas de las montañas. Casi ni siquiera aparecía en los mapas del pueblo.
Era, de hecho, uno de esos lugares que sólo existen para que haya gente que venga de ellos. En el universo los hay a montones: pueblecitos recónditos, pequeñas aldeas azotadas por el viento bajo cielos despejados, cabañas aisladas en montañas gélidas cuya única característica histórica es ser lugares increíblemente vulgares donde empezó a suceder algo extraordinario. A menudo no hay más que una pequeña placa señalando que, contra toda probabilidad ginecológica, alguien famoso nació en medio de una pared.
La niebla reptaba entre las casas mientras el mago cruzaba un estrecho puente sobre el crecido arroyo y se dirigía hacia la herrería del pueblo, aunque ambos hechos no tenían la menor relación. La niebla habría reptado de todos modos. Era una niebla con experiencia, que había llevado el hecho de reptar a la categoría de arte.
La herrería estaba casi abarrotada, por supuesto. Una herrería es un lugar donde uno espera encontrar una buena hoguera y gente con la que charlar. Muchos habitantes del pueblo holgaban entre las cálidas sombras cuando el mago se aproximó, y se sentaron expectantes tratando de parecer inteligentes, con escaso éxito.
El herrero no se sintió obligado a ser tan obsequioso. Hizo un gesto en dirección al mago, pero fue un saludo entre iguales, o al menos entre iguales por lo que respectaba al herrero. Después de todo, cualquier herrero medianamente competente tiene una cierta relación con la magia, o al menos le gusta pensar que la tiene.
El mago hizo una reverencia. Un gato blanco que había estado durmiendo junto al horno se despertó y lo examinó cautelosamente.
—¿Cómo se llama este lugar, señor? —dijo el mago.
El herrero se encogió de hombros.
—Culo de Mal Asiento —dijo.
—¿Culo…?
—De Mal Asiento —repitió el herrero, con un tono que desafiaba a cualquiera que tuviese algo que objetar.
El mago lo meditó un instante.
—Un nombre con historia —dijo por fin—, una historia que en otras circunstancias me encantaría escuchar. Pero quiero hablarte sobre tu hijo, herrero.
—¿Sobre cuál? —preguntó el herrero.
Los mirones rieron disimuladamente, y el mago sonrió.
—Tú tienes siete hijos, ¿verdad? Y tú mismo fuiste un octavo hijo, ¿no?
El rostro del herrero se puso tenso. Se volvió hacia los otros aldeanos.
—Ha dejado de llover, gente, así que largaos todos —dijo—. Tengo que hablar con…
Miró al mago con las cejas arqueadas.
—Tambor Leño —dijo el mago.
—Tengo que hablar con el señor Leño.
Hizo un vago gesto con el martillo y, uno tras otro, mirando por encima del hombro por si el mago hacía algo interesante, los espectadores se dispersaron.
El herrero sacó un par de taburetes de debajo de una mesa. Cogió una botella de un aparador junto al depósito de agua y llenó un par de vasitos con el claro líquido.
Los dos hombres se sentaron y observaron la lluvia que reptaba sobre el puente.
—Sé a qué hijo te refieres —dijo por fin el herrero—. La vieja Yaya está con mi esposa ahora. El octavo hijo de un octavo hijo, por supuesto. Se me pasó por la cabeza, pero, para ser sincero, no le di mucha importancia. Vaya, vaya. Un mago en la familia, ¿eh?
—Lo has captado muy deprisa —dijo Leño.
El gato blanco saltó de su sitio, vagó por el lugar y se sentó en el regazo del mago, acurrucándose entre sus piernas. El mago lo acarició distraídamente con sus largos y delgados dedos.
—Vaya, vaya —repitió el herrero—. Un mago en Culo de Mal Asiento, ¿eh?
—Es posible, es posible —asintió Leño—. Por supuesto, antes tendrá que ir a la universidad. Claro que es posible que le vaya muy bien.
El herrero consideró todos los aspectos de la idea, y llegó a la conclusión de que le gustaba mucho. De pronto, se le ocurrió una cosa.
—Un momento —dijo—. Estoy tratando de recordar lo que me contaba mi padre. Cuando un mago sabe que va a morir, puede hacer algo como… pasar su magia a una especie de sucesor, ¿no?
—Nunca lo había oído expresar tan sucintamente, sí —replicó el mago.
—¿Así que vas a… una especie de muerte?
—Oh, sí.
El gato ronroneó cuando los dedos le rascaron detrás de la oreja.
El herrero pareció avergonzado.
—¿Cuándo?
El mago pensó un instante.
—En unos seis minutos.
—Oh.
—No te preocupes —le tranquilizó el mago—. La verdad es que lo espero con impaciencia. Me han contado que es bastante indoloro.
El herrero meditó la respuesta.
—¿Quién te lo ha contado? —preguntó al final.
El mago fingió no haberle oído. Estaba mirando el puente, atento a una delatora turbulencia en la niebla.
—Mira —suspiró el herrero—, más vale que me cuentes cómo se educa a un mago, porque por esta zona no hay ninguno, no sé si lo sabes…
—Las cosas vendrán por sí solas —respondió Leño tranquilizador—, La magia me ha guiado hasta ti, y la magia se encargará de todo. Suele hacerlo. ¿He oído un llanto?
El herrero miró hacia el techo. Por encima del repiqueteo de la lluvia, captó el sonido de unos pulmones recién estrenados a toda potencia.
Una mujer alta de pelo blanco apareció al final de la escalera, portando un fardo envuelto en una manta. El herrero le hizo un gesto para que se acercara al mago.
—Pero… —empezó la mujer.
—Esto es muy importante —empezó el herrero con tono de importancia—. ¿Qué hacemos ahora, señor?
El mago alzó su cayado. Tenía la altura de un hombre, era casi tan ancho como su muñeca y estaba lleno de tallas que parecían cambiar ante los ojos del herrero, como si las malditas cosas no quisieran que las viera con claridad.
—El bebé debe cogerlo —dijo Tambor Leño.
El herrero asintió y hurgó entre los pliegues de la manta hasta dar con una manita rosa. La guió delicadamente hasta la madera. La manita la aferró con fuerza.
—Pero… —dijo la comadrona.
—Todo va bien, Yaya. Sé lo que hago. Es una bruja, señor —dijo dirigiéndose al mago—, no le haga caso. Bien, ¿qué viene ahora?
El mago se quedó en silencio.
—¿Qué viene a…? —empezó a decir el herrero.
Se interrumpió y se inclinó hacia adelante para observar el rostro del anciano mago. Leño sonreía, aunque nadie habría podido decir por qué.
El herrero volvió a poner al bebé en brazos de la desesperada comadrona. Luego, con todo el respeto posible, separó los delgados dedos blancos del cayado.
La madera tenía un tacto extraño, untuoso, como cargada de electricidad estática. Era negra, aunque las tallas tenían un matiz más claro, y hacían daño a la vista si intentabas distinguirlas con claridad.
—Estás satisfecho contigo mismo, ¿eh? —dijo la comadrona.
—¿Eh? Oh, sí. La verdad es que sí. ¿Por qué?
La mujer apartó un pliegue de la manta. El herrero miró hacia abajo, y se atragantó.
—No —susurró—. Pero si él dijo…
—¿Y cómo iba a saberlo? —se burló Yaya.
—¡Pero si él dijo que sería un hijo!
—Pues a mí no me lo parece, amigo.
El herrero se dejó caer en el taburete, sujetándose la cabeza entre las manos.
—¿Qué he hecho? —gimió.
—Acabas de dar al mundo su primera maga —señaló la comadrona—. ¿Qué, nenitabonitachiquita?
—¿Cómo?
—Hablaba con el bebé.
El gato blanco ronroneó y arqueó el lomo como si se estuviera frotando contra las piernas de un viejo amigo. Cosa extraña, porque allí no había nadie.
—Fui idiota —dijo una voz en un registro que ningún mortal podría oír—. Supuse que la magia sabría lo que hacía.
—Quizá sea así.
—Si pudiera hacer algo…
—No hay manera de volver atrás. No hay manera de volver atrás —dijo una voz profunda y pesada, como las puertas de una cripta al cerrarse.
El jirón de nada que era Tambor Leño meditó durante un instante.
—Pero la niña va a tener muchos problemas.
—Así es la vida. Por lo menos, es lo que me han contado. No lo sé personalmente, por supuesto.
—¿Qué hay de las reencarnaciones?
LA MUERTE titubeó.
—No te gustarían —dijo—. Créeme.
—Pues he oído decir que algunos lo hacen constantemente.
—Hay que estar bien entrenado. Hay que empezar desde pequeño y trabajar mucho. No tienes ni idea de lo espantoso que es ser una hormiga.
—¿Muy malo?
—Ni te lo creerías. Y, con tu karma, hasta una hormiga es demasiado.
El bebé había sido devuelto a su madre, y el herrero observaba la lluvia con desconsuelo.
Leño Tambor rascó al gato detrás de las orejas y meditó sobre su vida. Había sido larga, ésa era una de las ventajas de ser mago, y había hecho muchas cosas de las que no siempre estaba orgulloso. Ya era hora de…
—OYE, NO TENGO TODO EL DÍA —dijo LA MUERTE en tono de reproche.
El mago bajó la vista para mirar al gato, y por primera vez se dio cuenta del extraño aspecto que tenía ahora.
A menudo, los vivos no aprecian el aspecto tan complicado que tiene el mundo cuando estás muerto, porque aunque LA MUERTE libera la mente de las restricciones tridimensionales, también la separa del Tiempo, que en realidad no es más que otra dimensión. Así que, mientras que el gato que se frotaba contra las piernas invisibles era sin lugar a dudas el mismo gato que había visto hacía unos minutos, era también obviamente un gatito recién nacido y un gordo animal viejo y medio ciego, con todas las etapas intermedias también presentes. Todas a la vez. Dado que empezaba desde pequeño, parecía una zanahoria blanca en forma de gato, descripción que tendrá que bastar hasta que la gente invente adjetivos aptos para la cuarta dimensión.
La mano esquelética de LA MUERTE rozó amablemente a Leño en el hombro.
—VÁMONOS, HIJO MÍO.
—¿No puedo hacer nada?
—LA VIDA ES PARA LOS VIVOS. ADEMÁS, LE HAS DADO TU CAYADO.
—Sí. La verdad es que sí.
La comadrona se llamaba Yaya Ceravieja. Era una bruja, circunstancia aceptable en las Montañas del Carnero, donde nadie decía nada en contra de las brujas. Al menos, nadie que se quisiera levantar por la mañana con la misma forma que tenía al acostarse.
El herrero seguía contemplando la lluvia con gesto sombrío cuando ella bajó por la escalera y le puso la mano llena de verrugas en el hombro.
Él alzó la vista.
—¿Qué puedo hacer, Yaya? —dijo sin poder evitar que su voz tuviera un tono de súplica.
—¿Qué has hecho con el mago?
—Lo he metido en el depósito de combustible. ¿He hecho bien?
—Por ahora, bastará —dijo animosamente—. Ahora, tienes que quemar el cayado.
Los dos se volvieron para mirar el pesado bastón, que el hombre había lanzado al rincón más oscuro de la herrería. Casi pareció que les devolvía la mirada.
—¡Pero si es mágico! —susurró.
—¿Y qué?
—¿Arderá?
—Nunca he visto madera que no arda.
—¡No me parece correcto!
Yaya Ceravieja cerró de golpe las grandes puertas y se volvió hacia él, furiosa.
—¡Ahora, Gordo Herrero, escúchame bien! —dijo—. ¡Lo que no es correcto es que exista una mujer mago! ¡No es hechicería adecuada para las mujeres, es hechicería de magos, toda llena de libros, estrellas y jometría! Ella no entenderá nada. ¿Dónde se ha visto a una maga?
—Hay brujas —replicó el herrero, inseguro—. Y también hechiceras, me han dicho.
—Las brujas son muy diferentes —le espetó Yaya Ceravieja—. Es una magia que nace de la tierra, no del cielo, y los hombres nunca la comprenderán. En cuanto a las hechiceras —añadió—, ni me las menciones. Hazme caso, quema el cayado, quema el cadáver y olvídate de todo.
Herrero asintió de mala gana, se dirigió hacia la forja y sopló con el fuelle hasta que saltaron chispas. Luego, intentó coger el cayado.
No consiguió moverlo.
—¡No consigo moverlo!
El sudor le perló la frente mientras tiraba de la madera. Ésta no cooperó en absoluto.
—Espera, deja que lo intente yo —dijo Yaya situándose a su lado.
Se oyó un chasquido, y la habitación se impregnó de un olor a lata quemada.
Herrero corrió al otro lado de la forja, lloriqueando, hacia donde Yaya había aterrizado cabeza abajo contra la pared.
—¿Te encuentras bien?
La mujer abrió dos ojos que eran como diamantes enfurecidos.
—Ya veo. Así están las cosas, ¿eh?
—¿Qué cosas? —quiso saber Herrero, desconcertado.
—Ayúdame a levantarme, idiota. Y consígueme un hacha.
El tono de su voz sugería que no sería inteligente desobedecer. Herrero rebuscó desesperadamente entre los trastos acumulados al fondo de la habitación, hasta que encontró una vieja hacha de doble filo.
—Bien. Ahora, quítate el delantal.
—¿Por qué? ¿Qué vas a hacer? —preguntó el herrero, que a estas alturas ya no entendía nada.
Yaya lanzó un suspiro de exasperación.
—Porque es de cuero, idiota. Lo usaré para envolver el mango. ¡No me va a atrapar dos veces de la misma manera!
Herrero forcejeó para quitarse el pesado delantal de cuero, y se lo tendió a la mujer animosamente. Yaya lo enrolló en torno al hacha e hizo un par de pases en el aire. Después, como una figura arácnida a la luz del horno casi incandescente, caminó por la habitación y, con un gruñido de triunfo y esfuerzo, descargó de golpe la pesada hacha contra el centro del cayado.
Se oyó un clic. Se oyó un sonido como el de una perdiz. Se oyó un golpe.
Se oyó el silencio.
Herrero extendió la mano muy despacio, sin mover la cabeza, y tocó el filo del hacha. Ya no estaba en el hacha. Se había enterrado en la puerta justo al lado de su cabeza, arrancándole por el camino un pedacito de oreja.
Yaya parecía algo trastornada por el esfuerzo de golpear con todas sus fuerzas un objeto inamovible, y contempló el palo de madera que le había quedado entre las manos.
—Biiiiieeeeennnn —dijo mientras le castañeteaban los dientes—. Eeeeennnn eeeesssseeee ccccaaaassssoooo…
—No —la interrumpió Herrero con firmeza, frotándose la oreja—. Sea lo que sea lo que vas a sugerir, la respuesta es no. Déjalo en paz. Amontonaré unas cuantas cosas encima. Nadie lo verá. Déjalo en paz. No es más que un bastón.
—¿¡No es más que un bastón!?
—¿Se te ocurre una idea mejor? ¿Alguna que no ponga en peligro mi cabeza?
Ella contempló el cayado, que no le prestaba la menor atención.
—Ahora mismo, no —admitió—. Pero dame tiempo…
—De acuerdo, de acuerdo. De todos modos, tengo cosas que hacer, magos que enterrar, ya sabes cómo son las cosas.
Herrero cogió una pala de detrás de la puerta, y titubeó.
—¿Yaya?
—¿Qué?
—¿Sabes cómo quieren ser enterrados los magos?
—¡Sí!
—Bueno, ¿cómo?
Yaya Ceravieja hizo una pausa al final de la escalera.
—Lo más tarde posible.
Horas después, la noche cayó suavemente a medida que los últimos restos de luz escapaban del valle, y una luna clara, lavada por la lluvia, brillaba en un cielo tachonado de estrellas. Y, en un huerto sombrío, tras la forja, se oía el ruido de una pala contra la tierra, junto con alguna otra maldición ahogada.
En la cuna, en el piso de arriba, la primera maga del mundo no soñaba con nada importante.
El gato blanco dormitaba en su repisa privada cerca del horno. El único sonido en la cálida forja oscura era el crepitar de los carbones al apagarse.
El cayado estaba en el rincón donde había caído, rodeado por sombras ligeramente más oscuras de lo normal.
Pasó el tiempo. El trabajo del tiempo es pasar, claro.
Se oyó un levísimo tintineo, y un estremecimiento en el aire. El gato se sentó y miró con interés.
Llegó el amanecer. Aquí arriba, en las Montañas del Carnero, los amaneceres siempre eran impresionantes, sobre todo si una tormenta había limpiado el aire. Desde el valle donde estaba Culo de Mal Asiento se divisaba un panorama de montañas y colinas más bajas, teñidas de púrpura y naranja a la temprana luz matutina que fluía suavemente sobre ellas (ya que la luz se desplaza muy despacio a través del vasto campo mágico del Disco) mientras las extensas llanuras de más adelante seguían siendo un charco de sombras.
De hecho, desde allí se divisaba el Borde del mundo.
No es una metáfora, sino un hecho constatado, ya que el mundo era plano y, además, viajaba por el espacio a lomos de cuatro gigantescos elefantes que reposaban sobre el caparazón de Gran A'Tuin, la Tortuga Celestial.
Abajo, Culo de Mal Asiento empieza a despertar. El herrero acaba de entrar en la forja y la ha encontrado más ordenada de lo que ha estado en los últimos cien años, con todas las herramientas en su sitio, el suelo barrido y el fuego chisporroteando alegremente en el horno recién encendido. Se ha sentado en el yunque, que ahora se encuentra al otro lado de la habitación, y contempla el cayado intentando pensar.
No sucedió gran cosa de importancia durante siete años, excepto que uno de los manzanos del huerto situado junto a la herrería creció considerablemente más que los otros. A él solía trepar con frecuencia una niñita con el pelo castaño, los dientes delanteros mellados y la clase de facciones que prometían ser, si no hermosas, al menos interesantemente atractivas.
La llamaron Eskarina por ninguna razón en particular aparte del hecho de que a su madre le gustaba el sonido de la palabra; y, aunque Yaya Ceravieja la vigiló de cerca, no advirtió en ella rastro alguno de magia. Cierto que la niña se pasaba más tiempo trepando a los árboles, corriendo y gritando del que suelen pasarse las niñas, pero a una niña con cuatro hermanos mayores en la misma casa hay que disculparle muchas cosas. De hecho, la bruja empezó a tranquilizarse y a pensar que, pese a todo, la magia no se había apoderado de ella.
Pero la magia tiene la costumbre de aguardar a hurtadillas, como una serpiente entre la hierba.
Llegó otro invierno, y fue de los malos. Las nubes pendían en torno a las Montañas del Carnero como ovejas gordas, llenando de nieve los desfiladeros y convirtiendo los bosques en cavernas sombrías y silenciosas. Los pasos quedaron cerrados, y las caravanas no tendrían oportunidad de acercarse hasta la primavera. Culo del Mal Asiento quedó convertido en una pequeña isla de calor y de luz.
—Estoy preocupada por Yaya Ceravieja —dijo la madre de Esk durante el desayuno—. Últimamente no se la ha visto por aquí.
Herrero la miró por encima de su cucharada de gachas.
—Mejor —replicó—. Es una…
—Una fisgona —terminó Esk.
Sus padres la miraron.
—No deberías decir esas cosas —la reprendió su madre.
—Pero papá dice que es una fis…
—¡Eskarina!
—Pero si él dice…
—¡He dicho que te…!
—Sí, pero es verdad, papá dice…
Herrero la abofeteó. No fue una bofetada muy fuerte, y al momento ya se había arrepentido. Los niños recibían la mano de lleno (y ocasionalmente el cinturón de largo) cuando se lo merecían. En cambio, lo malo de su hija no eran las travesuras normales, sino aquella exasperante costumbre de seguir despiadadamente el hilo de una discusión mucho después de que debiera haberla abandonado. Le ponía furioso.
La niña se echó a llorar. Herrero se levantó, tan furioso como avergonzado, y salió a la herrería.
Se oyó un crujido y un sonoro golpe.
Lo encontraron desmayado en el suelo. Después, siempre afirmó que se había golpeado la cabeza contra el dintel de la puerta. Cosa extraña, porque no era demasiado alto y hasta entonces había habido sitio de sobra, pero el hombre estaba seguro de que lo que sucedió no tenía nada que ver con el borrón de movimiento en el rincón más oscuro de la herrería.
Fuera como fuese, los acontecimientos marcaron el día. Fue un día desastroso, la gente no dejó de poner el pie debajo de los pies de los demás, y encima se enfadaba por todo. A la madre de Eskarina se le cayó una jarra que había pertenecido a su abuela, y resultó que toda una caja de manzanas de la despensa estaban podridas. En la forja, el horno se puso testarudo y se negó a tirar. Jaims, el hijo mayor, resbaló en el hielo acumulado del camino y se hizo daño en un brazo. El gato blanco, o posiblemente uno de sus descendientes, ya que los gatos llevaban una compleja vida secreta en el pajar cercano a la herrería, trepó por la chimenea de la cocina y se negó a bajar. Hasta el cielo se volvió pesado como una manta vieja y el aire pareció cargado a pesar de la nevada.
Los nervios tensos, el aburrimiento y el mal genio hicieron que el ambiente zumbara como si amenazara tormenta.
—¡Muy bien, esto es demasiado! —gritó la madre de Esk—. Cern, ve con Guita y con Esk a ver cómo está Yaya y luego… ¿Dónde está Esk?
Los dos niños más pequeños alzaron la vista desde debajo de la mesa, donde peleaban con todas sus fuerzas.
—Esk se ha ido al huerto —respondió Guita—. Otra vez.
—Pues ve a buscarla y marchaos.
—¡Pero si hace frío!
—¡Va a nevar más!
—Sólo hay un kilómetro de distancia, y la carretera está despejada. Además, ¿quién tenía tantas ganas de salir cuando cayó la primera nieve? Marchaos ya, y no volváis hasta que no estéis de mejor humor.
Encontraron a Esk sentada entre las ramas del gran manzano. A los niños no les gustaba mucho aquel árbol. Para empezar, estaba tan cubierto de muérdago que parecía verde incluso en medio del invierno, sus frutos eran pequeños, y eran tan amargos que daban dolor de estómago, o se pudrían y atraían a todas las avispas de la zona. Además, aunque parecía fácil trepar a él, sus ramas tenían la costumbre de romperse y dejar caer a la gente en el peor momento. Pero soportaba a Esk, quien tenía la costumbre de sentarse sobre él cuando estaba enfadada, harta o, sencillamente, deseaba sentirse a solas. Los niños presentían que el derecho legítimo de todo hermano de torturar amablemente a su hermana terminaba al pie de su tronco. Así que le lanzaron una bola de nieve. Fallaron.
—Vamos a ver a Ceravieja.
—Pero no tienes que venir.
—Porque lo único que harás será retrasarnos, y además, seguro que te echas a llorar.
Esk los miró con solemnidad. No solía llorar, ya que no parecía servir de gran cosa.
—Si no queréis que vaya, iré —dijo con lógica infantil.
—Oh, sí queremos que vengas —intervino rápidamente Guita.
—Encantada de oírlo —respondió Esk al tiempo que se dejaba caer de un salto sobre la nieve.
Tomaron una cesta llena de salchichas ahumadas, huevos en conserva y (dado que su madre era prudente, además de generosa) una gran jarra de conserva de melocotón que no le gustaba a nadie de la familia. De todos modos, seguía preparándola cada vez que los melocotones estaban maduros.
Los habitantes de Culo de Mal Asiento habían aprendido a vivir con los largos inviernos y su nieve, y los caminos que salían del pueblo estaban bordeados de tablones que impedían en parte resbalar y, más importante aún, evitaban que los viajeros se perdieran. Si vivían en la zona no importaría demasiado que se perdieran, porque un genio anónimo del consejo del pueblo, hacía varias generaciones, había tenido la idea de marcar un árbol de cada diez en los alrededores hasta una distancia de casi tres kilómetros. Habían tardado siglos, y siempre que alguien estaba ocioso podía dedicarse a repasar las marcas, pero con unos inviernos durante los cuales, en una tormenta, cualquiera podía extraviarse a pocos metros de su casa, más de una vida se había salvado gracias a las marcas tanteadas entre la nieve.
Volvía a nevar cuando salieron del camino principal y echaron a andar hacia arriba por el sendero al final del cual, en verano, la casa de la bruja parecía reposar en un nido de fresales y extraños arbustos de origen incierto.
—No hay huellas —señaló Cern.
—Excepto de zorros —asintió Guita—. Dicen que se puede transformar en zorro. O en cualquier cosa. Incluso en pájaro. En cualquier cosa. Por eso siempre sabe lo que pasa.
Miraron a su alrededor con cautela. Un zarrapastroso espantapájaros los observaba desde un distante tocón de árbol.
—Dicen que en Pico Quebrado hay toda una familia que puede transformarse en lobos —insistió Guita, que no era dado a abandonar un tema prometedor—, porque una noche alguien disparó contra un lobo, y al día siguiente la tía cojeaba y tenía una herida de flecha en la pierna, y luego…
—Yo no creo que la
