Pesadillas y alucinaciones II

Stephen King

Fragmento

La estación de las lluvias

LA ESTACIÓN DE LAS LLUVIAS

Eran las cinco de la tarde cuando John y Elise Graham lograron, por fin, llegar al pequeño pueblo que se hallaba en el corazón de Willow, Maine, como un grano de arena adherido en el centro de una dudosa perla. El pueblo estaba a menos de diez kilómetros de Hempstead Place, pero se equivocaron dos veces de dirección en el camino. Cuando por fin llegaron a la calle principal, ambos tenían calor y estaban hartos. El aire acondicionado del Ford se había estropeado en el viaje desde Saint Louis, y daba la impresión de que la temperatura era de cuarenta grados en el exterior. Por supuesto, no era cierto, se dijo John Graham. Como decían los ancianos, no era el calor, sino la humedad. John tenía la impresión de que casi sería posible alargar el brazo y recoger cálidas gotas de agua del aire. El cielo aparecía claro y azul, pero aquella humedad hacía presentir que podría llover en cualquier momento. Qué narices… Parecía como si ya hubiera empezado a llover.

—Ahí está la tienda de la que nos habló Milly Cousins —señaló Elise.

—No parece exactamente el supermercado del futuro —gruñó John.

—No —convino Elise con cautela.

Ambos se comportaban con gran cautela. Llevaban casados casi dos años y todavía se querían mucho, pero el viaje desde Saint Louis había sido muy largo, sobre todo teniendo en cuenta que habían viajado con la radio y el aire acondicionado estropeados. John esperaba con todas sus fuerzas que pasaran un verano agradable en Willow (desde luego, eso esperaba, ya que la Universidad de Missouri no les perdería ojo), pero creía que tal vez les llevaría una semana acostumbrarse e instalarse. Y con un tiempo tan caluroso como el de aquel día, una minucia podía convertirse en una discusión en un santiamén. Ninguno de los dos quería que el verano empezara de aquella forma.

John recorrió lentamente la calle principal en dirección a la Ferretería y Suministros Generales de Willow. De una de las esquinas del porche pendía un cartel oxidado que mostraba un águila azul, y John comprendió que se trataba también de la estafeta de correos. La tienda parecía adormilada a la luz de la tarde, y el único coche que se veía era un Volvo hecho polvo que estaba estacionado junto al cartel que anunciaba BOCADILLOS ITALIANOS - PIZZA - COMESTIBLES - LICENCIAS DE PESCA, pero en comparación con el resto del pueblo, parecía pletórico de vida. En el escaparate brillaba un cartel luminoso de cerveza, aunque faltaban casi tres horas para que cayera la noche. «Bastante radical —pensó John—. Espero que el propietario pidiera permiso al ayuntamiento antes de colgar el cartel.»

—Creía que Maine se llenaba de turistas en verano —murmuró Elise.

—A juzgar por lo que hemos visto hasta ahora, creo que Willow debe de estar un poco alejado de la ruta turística —repuso John.

Salieron del coche y subieron los escalones del porche. Un anciano con sombrero de paja estaba sentado en una mecedora con asiento de rejilla y los observaba con sus pequeños ojos azules y perspicaces. Se estaba liando un cigarrillo y dejaba caer virutas de tabaco sobre el perro que yacía a sus pies. Se trataba de un perrazo amarillo de marca y modelo indefinibles. Tenía las patas justo debajo de una de las guías curvadas de la mecedora. El viejo no hacía caso del perro, ni siquiera parecía darse cuenta de que estaba allí, pero la guía se detenía a un centímetro de las vulnerables patas del perro cada vez que el hombre se mecía hacia delante. A Elise el gesto le pareció inmensamente fascinante.

—Muy buenos días tengan, señores —saludó el anciano.

—Hola —repuso Elise al tiempo que le dedicaba una sonrisa vacilante.

—¿Qué tal? —añadió John—. Me llamo…

—El señor Graham —terminó el viejo con serenidad—. El señor y la señora Graham. Los que han alquilado Hempstead Place para el verano. Me han dicho que está escribiendo un libro o algo así.

—Sí, sobre la inmigración de los franceses en el siglo XVII —asintió John—. Las noticias vuelan, ¿eh?

—Sí, señor —convino el anciano—. Es un pueblo pequeño, ya se sabe…

El anciano se metió el cigarrillo en la boca, pero el cilindro se deshizo de inmediato y cubrió de tabaco las piernas del hombre y el pelaje del perro inmóvil. El animal ni se inmutó.

—Córcholis —masculló el anciano mientras se arrancaba el papel desenrollado del labio inferior—. Bueno, de todas maneras la parienta no quiere que fume. Dice que ha leído que le va a dar cáncer a ella además de a mí.

—Hemos venido al pueblo para comprar unas provisiones —explicó Elise—. Es una casa antigua preciosa, pero la despensa está vacía.

—Ajá —repuso el viejo—. Bueno, encantado de conocerlos. Me llamo Henry Eden.

Extendió una mano en su dirección. John se la estrechó y Elise lo siguió. Ambos le estrecharon la mano con cuidado, y el viejo asintió como para indicar que se lo agradecía.

—Los esperaba hace media hora. Supongo que se han equivocado de dirección un par de veces. Muchas carreteras para un pueblo tan pequeño —comentó con una carcajada hueca y ronca que pronto degeneró en una espesa tos de fumador—. ¡Sí, señor, hay un montón de carreteras en Willow! —añadió sin dejar de reír.

John tenía el ceño fruncido.

—¿Y cómo es que nos esperaba? —quiso saber.

—Lucy Doucette ha llamado y me ha dicho que pasarían por aquí —explicó Eden.

Sacó la lata de tabaco Top, la abrió, introdujo la mano y extrajo un paquete de papel de fumar.

—Ustedes no conocen a Lucy, pero ella dice que usted conoce a su sobrina nieta, señora.

—¿Es la tía abuela de Milly Cousins? —preguntó Elise.

—Exacto —asintió Eden.

Empezó a desmenuzar tabaco. Una parte aterrizó sobre el papel, pero la mayor parte fue a parar sobre el perro. Cuando John Graham empezaba a preguntarse si el perro estaría muerto, el animal levantó la cola y se tiró un pedo. Bueno, eso contestaba a su pregunta, se dijo John.

—En Willow, casi todo el mundo está emparentado con todo el mundo. Lucy vive al pie de la colina. Quería llamarlos yo mismo, pero como Lucy me dijo que venían de todas formas…

—¿Cómo sabía que vendríamos aquí precisamente? —inquirió John.

Henry Eden se encogió de hombros como diciendo: «¿Y adónde iban a ir si no?».

—¿Quería hablar con nosotros? —preguntó Elise.

—Bueno, tengo que hacerlo —repuso Eden.

Selló el cigarrillo y se lo metió en la boca. John esperaba que se rompiera como el anterior. Se sentía algo desorientado por todo aquello, como si hubiera ido a parar sin saberlo a una versión bucólica de la CIA.

El cigarrillo aguantó. En uno de los brazos de la mecedora había un pedazo de papel de lija clavado con una chincheta. Eden encendió allí la cerilla y la aplicó al cigarrillo, la mitad del cual se c

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