Jonathan Strange y el señor Norrell

Susanna Clarke

Fragmento

1. La biblioteca de Hurtfew

1

La biblioteca de Hurtfew

Otoño de 1806 enero de 1807

Hace años, había en la ciudad de York una sociedad de magos. Los socios se reunían el tercer miércoles del mes y se leían unos a otros largos y aburridos trabajos sobre la historia de la magia en Inglaterra.

Eran caballeros magos, lo que significa que a nadie habían causado mal con la magia, como tampoco bien. A decir verdad, ninguno de ellos había obrado hechizo alguno, hecho temblar una hoja de un árbol, inducido a una mota de polvo a modificar su trayectoria ni movido un cabello de la cabeza de alguien. Pero, con esta pequeña reserva, tenían fama de ser los hombres más sabios y los caballeros más mágicos de Yorkshire.

Un mago eminente dijo de su profesión que sus practicantes «... han de estrujarse el cerebro para adquirir hasta el conocimiento más insignificante, y muestran siempre una natural inclinación a la polémica»,[1] y hacía años que los magos de York habían demostrado la exactitud del aserto.

En el otoño de 1806, se unió a ellos un caballero llamado John Segundus. En la primera reunión de la sociedad a la que asistía, el señor Segundus se levantó para hacer uso de la palabra. Empezó su discurso felicitando a los reunidos por su relevante historial y enumeró los muchos y prestigiosos magos e historiadores que, en uno u otro momento, habían pertenecido a la Sociedad de York. Insinuó que el conocimiento de la existencia de tal sociedad había influido no poco en su decisión de ir a York. Recordó a su auditorio que los magos del norte siempre habían sido más respetados que los del sur. Dijo también que había estudiado magia durante muchos años y conocía la historia de todos los grandes hechiceros de épocas pretéritas. Él leía las nuevas publicaciones sobre el tema e incluso había colaborado, modestamente, en algunas de ellas, pero había empezado a preguntarse por qué los grandes prodigios de la magia cuyos relatos leía, sólo existían en las páginas de los libros y ya no se los veía en la calle ni aparecían en los periódicos. Deseaba saber por qué los magos modernos no eran capaces de practicar la magia que describían. Ansiaba saber, en suma, por qué ya no se «hacía» magia en Inglaterra.

Era la pregunta más simple del mundo. Era la pregunta que, antes o después, todos los niños del reino plantean a su institutriz, a su preceptor o a sus padres. No obstante, a los doctos miembros de la Sociedad de York no les gustó oírla, y no les gustó por esta razón: porque tampoco ellos tenían respuesta.

El presidente (el doctor Foxcastle) le contestó a John Segundus que su planteamiento no era el correcto.

—Su pregunta presupone que los magos tenemos una especie de obligación de practicar magia, lo cual es una insensatez. No creo que a usted se le ocurra sugerir que sea tarea de los botánicos la creación de flores nuevas. Ni que los astrónomos tengan que modificar la posición de los astros en el espacio. Los magos, señor Segundus, estudian la magia que se practicaba en el pasado. ¿Por qué se habría de esperar de ellos algo más?

Un anciano socio de ojos azul apagado y traje de color apagado (llamado Hart o Hunt, el señor Segundus no oyó bien el nombre) apuntó, con voz apagada, que no importaba en absoluto si alguien esperaba tal cosa o no. Un caballero no practicaba la magia. La magia era lo que simulaban los embaucadores callejeros para birlar unas monedas a los niños. La magia (en su sentido práctico) estaba muy desprestigiada. Tenía connotaciones negativas. Se la asociaba con caras mugrientas, gitanos y ladrones; habitaba en sórdidos cuartuchos de sucias cortinas amarillas. ¡Ah, no! Un caballero no la practicaba. Un caballero podía estudiar la historia de la magia (nada más noble), pero no «hacer» magia. El anciano caballero miró al señor Segundus con ojos apagados y paternales y le dijo que confiaba en que no hubiera tratado de realizar sortilegios.

Segundus se ruborizó.

Pero la máxima de aquel famoso mago era cierta: dos magos —en este caso, el doctor Foxcastle y el señor Hunt o Hart— no pueden mostrarse de acuerdo en algo sin que otros dos piensen todo lo contrario. Varios socios empezaron a darse cuenta de que opinaban lo mismo que el señor Segundus y que, en todo el debate académico sobre la magia, no podía haber cuestión más importante que la por él expuesta. Entre los que apoyaban a Segundus destacaba un caballero llamado Honeyfoot, un cincuentón afable y cordial, de cara colorada y cabello gris. En varias ocasiones, a medida que la discusión se agriaba y el tono en que el doctor Foxcastle se dirigía al señor Segundus derivaba hacia el sarcasmo, Honeyfoot se volvió hacia este último para susurrarle frases de ánimo tales como: «No le haga caso, caballero, yo soy de su misma opinión», «Tiene usted mucha razón, no se deje influir» y «¡Está en lo cierto! ¡Por supuesto que sí, señor! El que nadie plantease esa pregunta era lo que nos impedía avanzar. Ahora que ha llegado usted, haremos grandes cosas».

Estas palabras de aliento encontraban a un oyente agradecido en John Segundus, cuyo semblante reflejaba una viva turbación.

—Temo haberme indispuesto con estos caballeros —le susurró a Honeyfoot—. Nada más lejos de mi intención. Yo deseaba merecer de ellos una buena opinión.

Al principio se lo veía abatido, pero una frase especialmente mordaz de Foxcastle despertó en él una ligera indignación.

—¡Este caballero parece decidido a que nosotros corramos la triste suerte de la Sociedad de Magos de Manchester! —exclamó el doctor clavándole una fría mirada.

Segundus, inclinando la cabeza hacia Honeyfoot, dijo:

—No esperaba hallar tanta obstinación en los magos de Yorkshire. Si la magia no tiene amigos en Yorkshire, ¿dónde vamos a encontrarlos?

La amabilidad de Honeyfoot para con Segundus no se agotó aquella tarde, ya que lo invitó a cenar en su casa de High-Petergate, en compañía de la señora Honeyfoot y sus tres bonitas hijas, invitación que el señor Segundus, soltero y nada adinerado, aceptó encantado. Después de la cena, la hija mayor tocó el pianoforte y la mediana cantó en italiano. Al día siguiente, la señora Honeyfoot le dijo a su marido que John Segundus era todo un caballero, pero temía que eso no le sirviera de nada, ya que no estaba de moda ser modesto, discreto y bondadoso.

La amistad entre ambos hombres se consolidó con rapidez. Al poco tiempo, el señor Segundus pasaba dos o tres veladas de cada siete en la casa de High-Petergate. En una ocasión había multitud de gente joven, lo cual, naturalmente, hizo que la reunión acabara en baile. Era todo muy placentero, pero Honeyfoot y Segundus solían escabullirse para hablar del único tema que realmente les interesaba: ¿por qué ya no se practicaba la magia en Inglaterra? Pero por más que hablaran (a veces hasta las dos o las tres de la madrugada), no acertaban con la respuesta; aunque quizá eso no fuera tan sorprendente, puesto que la misma pregunta se la habían hecho magos y estudiosos durante más de doscient

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos