Elogio de lo impuro

Carolin Emcke

Fragmento

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En los 28 volúmenes de la Enciclopedia, el compendio del saber ilustrado que Denis Diderot y Jean-Baptiste Le Rond d’Alembert publicaron entre 1751 y 1772, se encuentra una definición de «fanatismo» que sigue en vigor. La entrada elaborada por Alexandre Deleyre reza: «El fanatismo es un celo ciego y apasionado que nace de las opiniones supersticiosas y lleva a cometer actos ridículos, injustos y crueles; no solo sin vergüenza ni remordimiento, sino incluso con una suerte de goce y de consuelo»[1]. Esto también es común a los fanáticos contemporáneos: rodearse de dogmas y supersticiones que incitan al odio y lo «justifican». Además, sin ningún tipo de pudor ni arrepentimiento, unas veces defienden posturas simplemente ridículas, otras llevan a cabo acciones injustas y otras, crueles. En ocasiones, su modo incontrolado de difundir las teorías de la conspiración más peregrinas resulta hasta divertido. Pero esa hilaridad pronto se desvanece cuando la superstición que la provoca sirve para afianzar una doctrina capaz de movilizar a terceros. Cuando se alimenta el odio para amedrentar a los demás, para denunciarlos y estigmatizarlos, para arrebatarles su espacio y su lengua, para ofenderlos y atacarlos…, en ese caso, la situación no tiene nada de divertido. Por más que se trate de un fanatismo vinculado ya sea a la idea de una nación homogénea, ya sea a un concepto racista de pertenencia a un «pueblo» entendido como ethnos, ya sea a una idea pseudorreligiosa de «pureza», todas estas doctrinas comparten un mecanismo iliberal de inclusión y exclusión tanto arbitrarias como premeditadas.

Si hay algo de lo que los fanáticos dependan como consecuencia de su dogmatismo, eso es la univocidad. Necesitan una doctrina pura que les hable de un pueblo «homogéneo», una religión «verdadera», una tradición «original», una familia «natural» y una cultura «auténtica». Necesitan códigos y consignas que no permitan ningún tipo de objeción, ambigüedad o ambivalencia; y ese es, precisamente, su punto más débil. El dogma de la pureza y la sencillez no se puede combatir por medio de la adaptación mimética. Es absurdo enfrentarse al rigorismo con rigorismo, a los fanáticos, con fanatismo, a los que odian, con odio. La antidemocracia solo se puede combatir por la vía democrática y con los instrumentos del Estado de derecho. Si una sociedad liberal y abierta quiere defenderse, solo lo logrará mientras siga siendo liberal y abierta. Si la Europa moderna, laica y plural es atacada, no puede dejar de ser moderna, laica y plural. Si unos fanáticos religiosos o racistas pretenden dividir la sociedad en categorías basadas en la identidad y la diferencia, se requieren alianzas solidarias que piensen en términos de semejanza entre los seres humanos. Si los ideólogos fanáticos presentan su concepción del mundo como una simplificación de trazo grueso, no se trata de superarlos en su reduccionismo y superficialidad, sino que es preciso diferenciar.

Esto implica no responder al esencialismo de los fanáticos con argumentos igualmente esencialistas. Por ello, la crítica y la resistencia frente al odio y el desprecio siempre deberían dirigirse contra las estructuras y las condiciones que los hacen posibles. No se trata de demonizar a las personas como tales, sino de censurar e impedir sus actos verbales y no verbales. Y, cuando se cometan delitos justiciables, sus autores deben ser obviamente perseguidos y, siempre que sea posible, condenados. Ahora bien, para combatir el odio y el fanatismo basados en la pureza también es necesaria la resistencia civil —tanto a nivel colectivo como individual— contra las técnicas de exclusión e inclusión, contra los esquemas de percepción que hacen visibles a unos e invisibles a otros y contra los regímenes de miradas que solo ven a los individuos como representantes de un colectivo. Es preciso oponerse con valentía a todas esas pequeñas formas cotidianas de humillación y degradación, así como promover leyes y prácticas de colaboración y solidaridad con los excluidos. Esto requiere de otros relatos que den visibilidad a las perspectivas y a las personas diferentes. Solo si sustituimos estos esquemas de odio, si «hallamos semejanzas donde antes solo había diferencias», podrá surgir la empatía[2].

La resistencia frente al fanatismo y al racismo no solo afecta a su contenido, sino también a su forma. Esto no significa, por tanto, que uno mismo deba radicalizarse. Esto no significa que a través del odio y la violencia haya que alimentar el escenario fantástico de una guerra civil (o del apocalipsis). Más bien se necesitan medidas de intervención económica y social en aquellos lugares y estructuras donde surge el descontento que se canaliza en forma de odio y violencia. Quien quiera combatir el fanatismo de manera preventiva deberá preguntarse por qué para tantas personas su vida vale tan poco que están dispuestas a sacrificarla por una ideología.

Ante todo se requiere un alegato en defensa de lo impuro y lo diferente, pues esto es lo que más molesta a quienes odian y a los fanáticos que viven centrados en el fetichismo de la pureza y la austeridad. Es necesaria una cultura de la duda ilustrada y de la ironía, ya que estos son los géneros del pensamiento que los fanáticos rigoristas y los dogmáticos racistas rechazan. Dicho alegato en defensa de lo impuro debe ser más que una promesa vana. No solo ha de centrarse en reafirmar la pluralidad en las sociedades europeas, sino que requiere importantes inversiones en materia política, económica y cultural que favorezcan ese tipo de convivencia inclusiva. ¿Por qué? ¿Por qué la pluralidad debe ser un valor? ¿Acaso una doctrina no sustituye a otra? ¿Qué significa la pluralidad para quienes temen que la diversidad cultural o religiosa limite sus propias prácticas y convicciones?

Hannah Arendt escribió en La condición humana: «[L]os hombres en plural, o sea, los que viven, se mueven y actúan en este mundo, solo experimentan el signifi

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