La distinción

Pierre Bourdieu

Fragmento

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TÍTULOS Y CUARTELES DE NOBLEZA CULTURAL

Existen pocos casos en los que la sociología se parezca tanto a un psicoanálisis social como aquel en que se enfrenta a un objeto como el gusto, una de las apuestas más vitales de las luchas que tienen lugar en el campo de la clase dominante y en el campo de la producción cultural. No solo porque el juicio de gusto sea la suprema manifestación del discernimiento que, reconciliando el entendimiento y la sensibilidad, al pedante que comprende sin sentir y al mundano que disfruta sin comprender, define al hombre consumado. No solo porque todos los convencionalismos designen de antemano el proyecto de definir este indefinible como una manifestación evidente del filisteísmo(1): tanto el convencionalismo universitario que, desde Riegl y Wölfflin a Elie Faure y Henri Focillon, y desde los más académicos comentaristas de los clásicos a los semiólogos vanguardistas, impone una lectura formalista de la obra de arte, como el convencionalismo mundano que, al hacer del gusto uno de los índices más seguros de la verdadera nobleza, no puede concebir que se lo relacione con cualquier otra cosa que no sea el gusto mismo.

La sociología se encuentra aquí en el terreno por excelencia de la negación de lo social. No le basta con combatir las evidencias primarias; con relacionar el gusto, ese principio increado de toda «creación», con las condiciones sociales en las que se produce, sabiendo que los mismos que se ensañan en rechazar la evidencia de la relación entre el gusto y la educación, entre la cultura en el sentido de estado de lo que es cultivado y la cultura como acción de cultivar, se sorprenderán de que pueda emplearse tanto trabajo para probar científicamente esta evidencia. Le es preciso aún examinar atentamente esta relación que solo en apariencia es autoexplicativa, y buscar la razón de la paradoja que pretende que la relación con el capital escolar(2) permanezca igual de fuerte en los dominios que la escuela no enseña. Y ello sin poder nunca contar por completo con el arbitraje positivista de lo que llamamos «hechos»: detrás de las relaciones estadísticas entre el capital escolar o el origen social y tal o cual saber, o tal o cual manera de utilizarlo, se ocultan relaciones entre grupos que mantienen a su vez relaciones diferentes, e incluso antagónicas, con la cultura, según las condiciones en las que han adquirido su capital cultural y los mercados en los que pueden obtener de él un mayor provecho. Pero no hemos acabado con las evidencias: es a la propia interrogación a la que es preciso interrogar —es decir, a la relación con la cultura que tácitamente privilegia— a fin de establecer si una modificación del contenido y de la forma de la interrogación no bastaría para determinar una transformación de las relaciones observadas. No salimos, pues, del juego cultural; y no existe ninguna probabilidad de objetivar la verdad del mismo si no es a condición de objetivar, lo más completamente posible, las propias operaciones a las que es obligado recurrir para realizar esta objetivación.

De te fabula narratur. Este recordatorio va dirigido no solo al lector sino también al sociólogo. Paradójicamente, los juegos culturales están protegidos contra la objetivación por todas las objetivaciones parciales a las que mutuamente se someten todos los agentes comprometidos en el juego: los doctos no pueden aceptar la verdad de los mundanos si no renuncian a llegar a comprender su propia verdad; y lo mismo ocurre con sus adversarios. La misma ley de lucideces y cegueras cruzadas rige el antagonismo entre los «intelectuales» y los «burgueses» (o sus portavoces en el campo de la producción cultural). Y no basta con tener en la mente la función que la cultura legítima cumple en las relaciones de clase para tener la seguridad de poder evitar la imposición de una u otra de las representaciones interesadas de la cultura que los «intelectuales» y los «burgueses» indefinidamente se lanzan unos a otros. Si la sociología de la producción y de los productores culturales nunca hasta el momento ha escapado al juego de las imágenes antagónicas, en el que «intelectuales de derecha» e «intelectuales de izquierda», según la taxonomía vigente, someten a sus adversarios y a sus estrategias a una reducción objetivista, tanto más fácil cuanto más interesada, es porque la explicitación está condenada a seguir siendo parcial, y por consiguiente falsa, mientras excluya la comprensión del punto de vista a partir del cual se enuncia, o sea, la construcción del juego en su conjunto: solamente en el campo de posiciones se definen tanto los intereses genéricos asociados al hecho de participar en el juego como los intereses específicos ligados a las diferentes posiciones, y, a través de ellos, la forma y el contenido de las posturas en las que se expresan estos intereses. A pesar de la apariencia de objetividad, la «sociología de los intelectuales», que es tradicionalmente el quehacer de los «intelectuales de derecha», y la crítica del «pensamiento de la derecha», que incumbe de preferencia a los «intelectuales de izquierda», no son otra cosa que agresiones simbólicas que se dotan de una eficacia suplementaria cuando toman el aspecto de la impecable neutralidad de la ciencia. Ambas se ponen tácitamente de acuerdo para dejar oculto lo esencial, es decir, la estructura de las posiciones objetivas que está en el origen, entre otras cosas, de la visión que los ocupantes de cada posición puedan tener de los ocupantes de las otras posiciones, y que confiere su forma y su fuerza propias a la propensión de cada grupo a tomar y a dar la verdad parcial de un grupo como la verdad de las relaciones objetivas entre los grupos.

Con vistas a conseguir determinar cómo la disposición cultivada y la competencia cultural, aprehendidas mediante la naturaleza de los bienes consumidos y la manera de consumirlos, varían según las categorías de los agentes y según los campos a los cuales aquellas se aplican, desde los campos más legítimos, como la pintura o la música, hasta los más libres, como el vestido, el mobiliario o la cocina, y, dentro de los campos legítimos, según los «mercados» —«escolar» o «extraescolar»— en los que se ofrecen, se establecen dos hechos fundamentales: por una parte, la fuerte relación que une las prácticas culturales (o las opiniones aferentes) con el capital escolar (medido por las titulaciones obtenidas) y, secundariamente, con el origen social (estimado por la profesión del padre); y, por otra parte, el hecho de que, a capital escolar equivalente, el peso del origen social en el sistema explicativo de las prácticas y de las preferencias se acrecienta a medida que nos alejamos de los campos más legítimos[1].

Cuanto más aumenta el reconocimiento por el sistema escolar de las competencias medidas, las técnicas empleadas para medirlas son también más «escolares», aumentando asimismo el grado de relación entre el resultado y la titulación académica que

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