INTRODUCCIÓN
DESTRUCCIÓN CREATIVA
I
En 1982 apareció en el centro de Manhattan un mensaje desconcertante. «Protect me from what I want» [«Protégeme de lo que quiero»], decía un enorme rótulo led ubicado en Times Square. ¿Qué estaba vendiendo? ¿Por qué querría nadie verse protegido de sus propios deseos? ¿Quién iba a encargarse de dicha protección? ¿Y quién nos ha hecho desear cosas que no deberíamos? La responsable de la instalación de aquel rótulo, la artista Jenny Holzer, no ofrecía respuesta alguna.
Lo que Holzer podría habernos dicho, en todo caso, es que no se trataba de un letrero publicitario sino artístico, aunque tampoco de la clase de arte que, habitualmente, se ve expuesto en las galerías. Quizá lo más conocido de toda la obra de Holzer sean las camisetas, las gorras de béisbol y hasta los preservativos con lemas impresos que produjo a finales de la década de 1970 y principios de la de 1980 en Nueva York. Hacía también arte de guerrilla y, de noche, empapelaba las calles con carteles en los que podían leerse textos de Karl Marx, Susan Sontag o Bertolt Brecht y otros escritos por ella misma, como «El deseo de reproducción es un deseo de muerte» o «El amor romántico es un invento para manipular a las mujeres». «A la mañana siguiente, me acercaba por allí a hurtadillas para comprobar si la gente se paraba a leerlos —explicó Holzer—. Esa es la verdadera prueba del street art, que la gente se pare. Había quienes tachaban los carteles que no eran de su gusto y escribían otras frases. Me gustaba que la gente interactuara con ellos».[1]
«Da la sensación de que las cosas desesperadas atraen la atención y las cosas bellas despiertan una celebración —me dijo en 2012—. Si tuviera que elegir optaría por lo horrible, con la esperanza de hacer algo que produjera un resultado más feliz». Quizá lo que la artista esperaba era que sacar el arte de las galerías a la calle le permitiera denunciar una cultura de desenfreno consumista y comunicar su mensaje subversivo a nuevos sectores demográficos.
Eso «horrible» hacia lo que gravita Jenny Holzer tiene que ver con el hecho de que, en nuestra era posmoderna, la tragedia existencial humana del deseo que va seguido de la decepción que va seguida del deseo que va seguido de la decepción se ha visto explotada como nunca. Con toda probabilidad, Holzer estaba señalando la forma en que ese ciclo de deseo-decepción contribuye a mantener en funcionamiento al capitalismo; de lo que tenemos que protegernos es del peligro de ser corrompidos por el deseo en general y por el deseo de comprar en particular.
Su rótulo es un vistoso emblema del nuevo mundo posmoderno en el que hoy vivimos. Un mundo en el que tenemos la conciencia de estar atrapados en un sistema cuya transformación consideramos bastante imposible. Un mundo, de hecho, en el que nosotros mismos provocamos nuestra propia opresión por medio de las cosas que deseamos.
La obra de Holzer invocaba un 1984 de un tipo distinto al que concibe la novela de Orwell. Para mantener el poder, el Gran Hermano debía hacer uso del electroshock, la privación del sueño, el confinamiento solitario, las drogas y la propaganda intimidante. Para mantener a los sujetos en un estado artificial de necesidad, su Ministerio de la Abundancia se aseguraba de que escasearan los bienes de consumo. En nuestra era del neoliberalismo desindustrializado, esa forma de biopolítica ha quedado obsoleta, defiende el filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han. El capitalismo ha descubierto que no tiene que mostrarse represivo, sino seductor, y ahora, en vez de decirnos que no, nos dice que sí; en vez de prohibirnos cosas a base de mandamientos, disciplina y escasez, parece que nos permite comprar todo aquello que queramos cuando queramos, convertirnos en lo que queramos y cumplir nuestros anhelos de libertad.[2]
La idea que deseo exponer en este libro es que la cultura posmoderna surgió bajo la estrella del neoliberalismo, una ideología económica global entre cuyos héroes o demonios —según cuáles sean las convicciones políticas de cada uno— figuran Ronald Reagan, Margaret Thatcher, Deng Xiaoping y el general Augusto Pinochet. Una ideología que defiende que la iniciativa empresarial debe estar liberada de la supuesta mano muerta de la intervención estatal. Antes de que el neoliberalismo nos tuviera sometidos a su control, los estados industriales avanzados de la posguerra, en especial en Europa occidental, mantenían un compromiso con dos cuestiones: la escalera social y la red de seguridad. La primera ofrecía la oportunidad de ascender a las personas más desfavorecidas; la segunda, protección ante cualquier posible caída. La educación pública gratuita era parte de la escalera; el sistema de sanidad socializado formaba parte de la red de seguridad. Los neoliberales, como Reagan y Thatcher, echaron abajo la escalera y agujerearon la red de seguridad. Recortaron el Estado y lo dejaron circunscrito a un papel más humilde. Su nueva labor consistía en construir un marco para defender y extender el libre comercio, el libre mercado y el derecho de propiedad privada. ¿Paliar la pobreza o favorecer la igualdad de oportunidades? El Estado podría olvidarse de todas esas tonterías paternalistas.
Poco después del nacimiento del neoliberalismo, la economía mundial experimentó una recesión económica. La crisis de 1973-1974 y la posterior de 1979-1983 acabaron con el modelo fordista de producción industrial integrada. Proliferaron, en cambio, los contratos a corto plazo y la externalización del trabajo desde ciudades industriales como Walsall, en Reino Unido, hacia Varsovia y más al este aún. La era de la información suplantó a la era de la fabricación, el capital fluía con mayor libertad por el mundo entero, las empresas se expandieron a escala mundial. A lo mejor nuestros padres se ganaban la vida haciendo cosas útiles y empleando para ello destrezas hoy obsoletas, pero, en nuestro caso, es más probable que hoy trabajemos en algún call center de un sitio web de préstamos.
Para que el capitalismo pudiera superar las crisis de recesión —de hecho, para que pudiera salir fortalecido de ellas—, el neoliberalismo necesitaba los servicios de una cultura populista basada en el mercado como medio de diferenciación y en un libertarismo individualista. «En ese sentido, se demostró más que compatible con el impulso cultural llamado “posmodernidad” que durante largo tiempo había permanecido latente batiendo sus alas, pero que ahora podía alzar su vuelo plenamente consumado como un referente dominante tanto en el plano intelectual como cultural», afirmó el geógrafo marxista David Harvey.[3]
Pero ¿qué es la posmodernidad? Como su propio nombre indica, es posterior a la modernidad. Es un movimiento que desdeñó la perspectiva moderna. Para sus entusiastas, se trataba de un carnaval vertiginoso, lúdico y libidinoso que tenía lugar después de los años de prisión comunal, un despliegue de color y entrecomillados que llegaba para reemplazar a las hectáreas de hormigón brutalista de la modernidad. Pero la posmodernidad es algo más que ese ayudante cultural del neoliberalismo que describió Harvey. Es una paradoja. Funciona, al mismo tiempo, como coartada del orden neoliberal y como acusación contra él. Peor aún, las mismas acusaciones pueden servirle también de coartadas.
El «Protégeme de lo que quiero» de Jenny Holzer es un buen ejemplo. Es posible que la artista lo concibiera como una subversión radical de los hábitos consumistas, y quizá lo fuera. Pero si su obra debía «hacer algo», tal como ella deseaba, no es que en este caso estuviera haciendo gran cosa por crear un mundo más feliz, si por «más feliz» quería decir uno más justo. Así lo refleja otro de los lemas de sus piezas de arte urbano de la década de 1980: «Enjoy yourself because you can’t change anything anyway» («Pásatelo bien, porque en todo caso tampoco puedes cambiar nada»). El mensaje era irónico, sin duda; hacía gala de ese cinismo lúdico que en ocasiones se ha señalado como característico de la posmodernidad.
Podríamos descodificar el mensaje de la obra entendiendo que lo que está diciendo es que, para derrocar un sistema económico degradante, hay que acabar con el mandato del disfrute y con el fatalismo, y que el problema es justamente ese cínico fatalismo ante el poder desmesurado. Sin embargo, el mensaje también podría entenderse al pie de la letra, como si el clásico listillo autocomplaciente nos estuviera explicando las virtudes del quietismo. La ironía es necesariamente subversiva porque el significado de lo que se dice es lo contrario de lo que se está enunciando; pero el riesgo que entraña la ironía posmoderna es que lo que subvierte no es aquello que se propone criticar, sino la propia agencia crítica del mensaje.
Así como el sarcasmo es la forma más baja de ingenio, la ironía es la forma más débil de acusación. Sin embargo, se ha convertido en la pose retórica posmoderna de referencia. Al mantener una postura fría, desafecta, la ironía termina confabulándose, de modo consciente o inconsciente, con aquello que pretende desdeñar abiertamente. Muchos de los eslóganes de Holzer están impresos en bienes de consumo: gorras, camisetas, monopatines, tazas... «¿Has llevado alguna vez una de tus camisetas?», le pregunté en una ocasión. «No, qué vergüenza. Si alguna vez me ves con una, mátame». El comentario es revelador; como si Holzer deseara permanecer inmune a ese merchandising corruptor al que su arte, manifiestamente subversivo, ha quedado reducido. Jenny Holzer es demasiado cool para mostrar sus sentimientos o llevar sus eslóganes en la camiseta.
Holzer no es una artista con conciencia que se dedica a bombardear la calle con sus mensajes políticos, sino algo más típicamente posmoderno: una terrorista semiótica que pone bombas en el lenguaje y que se empeña en subvertir su propia autoridad como creadora. Su colega Dan Graham consideraba que los carteles callejeros de Holzer eran más que políticos. «A diferencia de la mayoría del arte “político”, que parte de una conclusión a priori y después aplica una metodología para demostrarla, las frases de Holzer deconstruyen todos los supuestos (políticos) ideológicos».[4] Lo que Holzer producía era lo que el filósofo italiano Umberto Eco llamó «textos abiertos», interminablemente interpretables, cambiantes, inestables. Algunos teóricos posmodernos franceses como Roland Barthes y Michel Foucault habían defendido no hacía tanto la muerte sacrificial del autor como garantía necesaria del significado de la obra. Ya no era el autor, afirmaban con placer, quien decidía de una vez para siempre la verdad inamovible de la obra. «Hoy en día sabemos que un texto no está constituido por una fila de palabras de las que se desprende un único sentido “teológico”, en cierto modo (pues sería el mensaje del Autor-Dios) —escribió Barthes—, sino por un espacio de múltiples dimensiones en el que se concuerdan y se contrastan diversas escrituras, ninguna de las cuales es la original».[5]
Foucault consideraba que había que matar al autor, pues su existencia era un freno para la libre circulación del capital intelectual. «La verdad es completamente diferente: el autor no es una fuente indefinida de significaciones que se colmarían en la obra, el autor no precede a la obra. Existe un cierto principio funcional mediante el que, en nuestra cultura, se delimita, se excluye, se selecciona; en una palabra, el principio mediante el que se obstaculiza la libre circulación, la libre manipulación, la libre composición, descomposición, recomposición de la ficción».[6]
Los eslóganes callejeros de Holzer eran, consciente o inconscientemente, fruto de esos tiempos; entrañaban una celebración de la muerte de la propia artista como figura de autoridad e invitaban al borrado, la amplificación y la reapropiación de su obra por parte de una supuesta democracia callejera de intérpretes. Sus eslóganes funcionaban de forma equivalente a lo que Barthes escribió sobre la literatura: «La literatura [...] al rehusar la asignación al texto (y al mundo como texto) de un “secreto”, es decir, de un sentido último, se entrega a una actividad que podría llamarse contrateológica, revolucionaria en sentido propio, pues rehusar la detención del sentido es, en definitiva, rechazar a Dios y a sus hipóstasis: la razón, la ciencia, la ley».[7]
Al mismo tiempo que Barthes y Foucault mataban al autor, su compatriota Jacques Derrida deconstruía lo que llamaba la «metafísica de la presencia», la idea de que el significado de una palabra tiene su origen en la estructura de la realidad y traslada directamente a la mente la verdad de esa estructura. Derrida afirmaba que toda clase de disciplinas (la filosofía, la ciencia, la historia) eran propensas a esta metafísica. Todas ellas daban por supuesto que sus afirmaciones sobre el mundo quedaban confirmadas por el propio mundo. Derrida, por el contrario, insistía en que estamos atrapados en un sistema lingüístico que no guarda relación con una realidad externa a sí mismo. Todos los sistemas conceptuales, defendía, generan falseamiento y distorsión, precisamente porque parecen afirmar cosas sobre el mundo; pero dichas afirmaciones no se sostienen, en realidad, pues el lenguaje está plagado de metáforas y sus términos aluden siempre a otros términos.
«La deconstrucción no es una operación que sobreviene después, desde el exterior, un buen día —escribió Derrida—. Está siempre en obra en la obra».[8] Visto así, las piezas de Jenny Holzer se estarían despedazando a sí mismas con tanta rapidez como la autora las creaba.
Holzer empezó haciendo street art y terminó trabajando para la marca de coches de alta gama BMW. Sus eslóganes aparecían en camisetas, sudaderas y bolsas de merchandising. Holzer, a la manera lúdica de la posmodernidad, también colaboró con el capitalismo. Fue la primera artista mujer en obtener, en 1990, el prestigioso León de Oro en la Bienal de Venecia. Empezaron a llegarle encargos de bancos, fundaciones de arte y museos de todo el mundo. Y Holzer trabajó servicialmente dentro del mismo sistema que antes había condenado. En 1999 se convirtió en la decimoquinta artista a cargo del BMW Art Car Project. Rotuló su eslogan «Protégeme de lo que quiero» en una plantilla metálica y lo pintó con tinta fosforescente sobre un BMW que, ese mismo año, iba a competir en las veinticuatro horas de Le Mans. En los costados del automóvil añadió otros eslóganes: «You are so complex, you don’t respond to danger» [«Eres complicado, no respondes al peligro»] y «The unattainable is invariably attractive» [«Lo inalcanzable resulta invariablemente atractivo»]. El alerón trasero del automóvil ponía: «Lack of charisma can be fatal» [«La falta de carisma puede ser fatídica»] y «Monomania is a prerequisite of success» [«La monomanía es un prerrequisito del éxito»]. A lo mejor Holzer intentaba deconstruir la imagen que los jóvenes pilotos tenían de sí mismos hasta en el momento en el que se ponían los cascos.
Digo «a lo mejor» porque ella misma no decía nada a las claras. Sin embargo, lo que sí era evidente era que la obra de Holzer funcionaba como una marca; sus palabras eran la marca hasta cuando no estaba claro lo que significaban. Y BMW consiguió, mediante la asociación de su automóvil con la sagaz obra de la artista, dar relumbrón a su propia imagen, aunque lo que decían aquellos lemas pudiera interpretarse como una afirmación de que los propietarios de automóviles BMW son todos unos narcisistas sociópatas.
Por desgracia, al final el coche de Holzer no corrió en Le Mans. De todos modos, le quedó el aspecto de haber sido cubierto de pintadas por una grafitera con conciencia política que se dedicaba a denunciar la mercantilización del mundo en el que habitaba. Sin embargo, también era obra de todo lo contrario, de una artista que había sido cooptada por el mismo sistema al que despreciaba. Lo que tenía aspecto de subversión era, al mismo tiempo, sumisión. Lo que parecía que estaba metiéndole caña al Hombre era también el gesto de doblegarse ante su motorizado altar.
En el mundo posmoderno, el arte transgresor corre a menudo el riesgo de sufrir este tipo de cooptación y sumisión por parte del sistema al que parece estar haciendo objeto de sus críticas. Y ello no se debe a una colaboración aquiescente de los artistas, sino a una característica primordial de dicho mundo, la apropiación. Todo está en venta, todo tiene un precio al que lo puedes comprar, porque no hay nada fuera del mercado.
II
Existe también otro relato sobre lo que entraña la posmodernidad. Esta otra versión no cuenta su historia como una caída más o menos cínica y finalmente acomodada en una nueva forma de capitalismo, sino como la historia de una idea que nos liberó de las limitaciones de la modernidad, que nos tenía deshumanizados y reducidos a meros engranajes de la máquina moderna. En ese relato, la modernidad aparece como opresiva y la cultura posmoderna como la revolución que necesitamos para restablecer nuestras esperanzas utópicas por medio de un liberador sálvese quien pueda.
Esa es la historia de la posmodernidad que cuenta David Byrne, quien fuera líder de la banda indie neoyorquina Talking Heads, en el catálogo de la exposición Post-Modernism: Style and Subversion 1970-1990, que albergó el Victoria and Albert Museum en 2011. En sus inicios, sugiere Byrne, la cultura posmoderna entrañaba un movimiento de liberación vertiginoso y gozoso.
Como muchos otros, yo tenía la sensación de que [la modernidad] se había desviado de sus orígenes idealistas y se había convertido en algo codificado, estricto, puritano y dogmático [...]. Además, por bello que pueda resultar, el mobiliario moderno es de una incomodidad cruel. Si la posmodernidad significaba que todo está permitido, me tenía totalmente a favor. ¡Finalmente! Por lo general los edificios no llegaron a volverse más bellos ni los muebles, más cómodos, pero al menos no se nos daba un reglamento que observar.[9]
Los grandes modernos de principios del siglo XX fueron claramente idealistas. Clamaron por la destrucción creativa, la detonación de las florituras, los perifollos y los alardes florales en defensa de lo funcional. Le Corbusier, arquitecto pionero del Movimiento Moderno Internacional, defendía que «la casa es una máquina de habitar» y creía que el mundo moderno había evolucionado hasta dejar superada cualquier necesidad decorativa. El vacío iban a llenarlo objetos útiles y bien diseñados, no solo en lo tocante a la arquitectura, sino también al diseño de interiores, de mobiliario y de accesorios. En 1925 escribió: «La consumación casi histérica de una virtual orgía de decoración que hemos visto en los últimos años constituye solo el último espasmo de una muerte ya predecible».[10] «La evolución cultural equivale a la eliminación del ornamento del objeto usual», escribió otro pionero, Adolf Loos, en su texto «Ornamento y delito».[11]
Si la modernidad era, para críticos como Charles Jencks, funcional, abnegada, austera, mecánica, utópica y comprometida con el progreso, y se encontraba liderada por unos cuadros revolucionarios formados por tecnócratas y artistas que compartían esta mentalidad, la posmodernidad era, por el contrario, exuberante, divertida, irresponsable y antijerárquica, y había perdido la fe en el progreso.
Según explica Jencks en su libro El lenguaje de la arquitectura postmoderna, de 1977, el mundo moderno murió en San Luis, Missouri, el 15 de julio de 1972 a las 15.32 «más o menos».[12] El estruendo de la voladura del complejo residencial Pruitt-Igoe resonó en el mundo entero. Compuesto por treinta y tres edificios de once pisos y terminado en 1954, el complejo vino a sustituir barrios depauperados enteros de la ciudad de San Luis, y se anunció como un paraíso de «esplendorosos edificios de nueva construcción con espaciosas zonas verdes», agua corriente, luz eléctrica, paredes revocadas y demás «comodidades que cabe esperar disfrutar en el siglo XX».[13]
El arquitecto estadounidense de origen japonés Minoru Yamasaki creía, en igual medida que los arquitectos modernos en los que se inspiró, que la arquitectura podía ser un elemento de mejoramiento de los hábitos de las personas. El diseño que realizó para el complejo de Pruitt-Igoe seguía los principios del movimiento moderno: los automóviles y los peatones circulaban por espacios separados, se mantuvieron espacios abiertos entre los bloques y la orientación de las viviendas buscaba que tuvieran una buena luminosidad. Aquellos austeros bloques que se erguían sobre las llanuras de Missouri estaban diseñados como máquinas de habitar, parte de una solución financiada por el Gobierno federal para realojar a la gente sin recursos de unos barrios marginales superpoblados. Si en Pruitt-Igoe acababan cometiéndose delitos, el ornamento no iba a ser uno de ellos.
Aun así, ya desde su origen, el plan del complejo residencial no fue en absoluto un paraíso, sino una expresión de la segregación racial estadounidense. El proyecto llevaba el nombre de dos soldados: el capitán Wendell O. Pruitt, un piloto afroamericano de la Segunda Guerra Mundial, y William L. Igoe, un excongresista estadounidense de ascendencia irlandesa. Los edificios Igoe estaban destinados a alojar a la población blanca, y los Pruitt, a la población negra. Sin embargo, cuando se puso de manifiesto que los blancos no estaban dispuestos a mudarse a aquel complejo debido a su racista rechazo a convivir con afroamericanos, acabó siendo enteramente un complejo de población negra.
El paraíso no tardó en convertirse en distopía. Los fondos federales con los que se había financiado el proyecto no cubrían los costes de mantenimiento. En principio, el mantenimiento del complejo Pruitt-Igoe debía financiarse con los alquileres, pero no ocurrió así, fundamentalmente porque los residentes eran, en su mayoría, pobres; la renta media de sus inquilinos era de 2.718 dólares (equivalentes a 25.000 de hoy en día). Pruitt-Igoe se convirtió en un suburbio aún más degradado que los barrios de los que habían escapado sus residentes, notorio por la violencia, el vandalismo, el caos y la cochambre general que allí reinaban. Se convirtió en una insignia de la segregación racial estadounidense. «Los policías no deben hacer sonar las sirenas cuando se aproximen a las viviendas de Pruitt-Igoe —decía una directiva policial—. Los residentes provienen del mundo de las pandillas y sabuesos del Sur profundo y, con toda probabilidad, reaccionarán con violencia al sonido de las sirenas».[14] Al cabo del tiempo, la policía dejó de responder siquiera a los avisos que llegaban de Pruitt-Igoe.
¿Qué fue lo que salió mal? El complejo de Pruitt-Igoe «estaría hoy aquí si se hubiera mantenido como cuando se inauguró», declaró uno de sus antiguos residentes a los directores de la película The Pruitt-Igoe Myth: An Urban History, de 2011, «pero se fue hundiendo, hundiendo y hundiendo».[15] Y «hundiendo» es la palabra correcta: menos de veinte años después de que acabara la construcción de Pruitt-Igoe, se llevó a cabo la demolición del primero de sus bloques con una explosión controlada. Finalmente, acabaron con su miseria. «Bum, bum, bum», escribe triunfalmente Jencks, el archiprosélito de la posmodernidad.[16]
La película Koyaanisqatsi, de Godfrey Reggio (1982), reflejó esta demolición con la banda sonora de una pieza minimalista y lúgubre compuesta por Philip Glass y titulada «Pruitt-Igoe». En la lengua de los nativos norteamericanos hopi, Koyaanisqatsi significa «vida desequilibrada». Y eso era lo que sugería la película; la arquitectura moderna, como la de Pruitt-Igoe, era parte de una existencia desbaratada. Reggio así quiso mostrarlo empleando la cámara lenta y la cámara rápida; el tráfico acelerado, las demoliciones ralentizadas. En su película, Reggio estaba dinamitando el mundo moderno. Lo que veíamos en Koyaanisqatsi se asemejaba a la imposición de una uniformidad desde arriba. Para sus críticos, la arquitectura moderna era totalitarismo de vidrio y acero a una escala inhumana; habitarla resultaba deprimente.
La voladura de Pruitt-Igoe fue también la consumación que muchos capitalistas estadounidenses, que veían con recelo los proyectos de vivienda pública, deseaban de todo corazón. Aspiraciones de aquel tipo eran antiestadounidenses y olían a socialismo. Y, en un Estados Unidos obsesionado con ganar la Guerra Fría entre el Occidente capitalista y el bloque soviético, todo lo que oliera a socialismo debía ser terminantemente liquidado, sin miramientos.
Lo que la demolición de Pruitt-Igoe dio por finiquitado no fue tan solo un estilo arquitectónico. Aquel fue únicamente el pretexto de otra demolición de mayor calado: la del compromiso que mantenían los poderes intervencionistas y reguladores del Estado con la mejora de las condiciones de vida de los miembros más desfavorecidos de la sociedad, que había constituido la ortodoxia en muchas naciones industriales avanzadas desde 1945. Si la posmodernidad emergió de los escombros de Pruitt-Igoe, también lo hizo el neoliberalismo, la filosofía económica que defiende el recorte del Estado y que hace responsables de su propio bienestar a las personas desfavorecidas.
Tanto la posmodernidad como el neoliberalismo se expresaban en términos de liberación: la primera nos liberaba de la tiranía del estilo funcional; el segundo, del Estado. Sin embargo, lo que en realidad hizo la nueva ortodoxia neoliberal de la minimización del Estado y la responsabilidad individual fue sustituir una tiranía por otra, en concreto por la tiranía del mercado. Así lo predijo George Orwell en su reseña de la biblia del neoliberalismo, Camino de servidumbre, de Friedrich Hayek: «Un regreso a la “libre” competencia entraña para la gran masa de la población una tiranía, incluso peor, por más irresponsable, que la del Estado».[17]
El papel que la perspectiva posmoderna desempeñó en el establecimiento de esta nueva tiranía tuvo que ver con la ampliación de ese relato libertador a la cultura para convencernos de que, en vez del restrictivo reglamento que nos había impuesto la modernidad, vivíamos ahora era un sálvese quien pueda en el que todo vale. Lo que se encontraba detrás de la apariencia general de libertad que David Byrne y algunos más apreciaban de la posmodernidad era un nuevo sistema de control como el que describe Byung-Chul Han, uno que no requiere el uso de cámaras de tortura para mantener la obediencia de sus súbditos. El neoliberalismo no es solo más eficaz que el sistema totalitario de control que Orwell satirizaba en 1984, sino también más insidioso, pues los súbditos que produce se imaginan libres mientras desean su propia dominación.
Lo que explica el mito, pues, es que los edificios de la arquitectura moderna como los de Pruitt-Igoe eran oprimentes y deshumanizadores. Pero lo que era inhumano en realidad no era su arquitectura, sino un sistema que era incapaz de mantenerla. Los residentes que son entrevistados en el documental hablan de su absoluta alegría al trasladarse allí, no solo por las buenas tuberías, la calefacción y la electricidad, sino también por las vistas y la «calidez de la comunidad». «El día que me mudé allí fue uno de los más emocionantes de mi vida», afirmaban en una de las entrevistas. Lo recordaban también como «un edificio maravilloso del que salían muchos olores de cocinas distintas» y en el que había «muchos niños con los que jugar».[18] Por lo menos al principio, la arquitectura moderna de Yamasaki no resultaba alienante. En ninguna de las descripciones se decía que fuera un lugar sombrío e inhumano, y cuando alguien lo comparaba con una prisión se refería al régimen de gestión de la propiedad, no a su diseño.
La posmodernidad se presenta a menudo como la liberación de una opresión anterior, pero ese predecesor moderno no era ni opresor ni deshumanizador. Lo que ocurrió con Pruitt-Igoe fue que se permitió que se convirtiera en un infierno para sus inquilinos. Se permitió que se pudriera porque Pruitt-Igoe se parecía demasiado a un experimento socialista de vida comunitaria financiado por el Estado, todo muy antiamericano. La existencia de Pruitt-Igoe resultaba una mancha simbólica en el paisaje neoliberal. Por tanto, en el momento de su voladura, la explosión que resonó por todo el mundo significó el fin no solo de un estilo de arquitectura, sino también el del consenso socialdemócrata que había imperado en las naciones industrializadas avanzadas desde la Segunda Guerra Mundial.
Las ruinas de Pruitt-Igoe se encuentran hoy rodeadas de un bosque renaciente que se ha comparado con el escenario de la película de terror El proyecto de la bruja de Blair, como si el propio terreno en el que en tiempos se erigiera un paraíso moderno estuviera maldito. La detonación de Pruitt-Igoe se convirtió en el prototipo para la voladura de la vivienda pública moderna en todo el mundo.
En Reino Unido, por ejemplo, donde la vivienda pública de la época moderna se había ideado como una solución para la limpieza de los barrios marginales durante la posguerra, «el gran jaleo del derrumbe de un bloque de pisos se convirtió en una especie de festival cívico en el que los políticos presidían auténticas bacanales de ladrillos cayendo en cascada».[19] A medida que, durante los años setenta, disminuía el apoyo estatal a los proyectos públicos, la cultura posmoderna iba proporcionando una coartada. En 1979 Margaret Thatcher fue elegida primera ministra y no tardó en embarcarse en la venta de las viviendas de protección oficial de Reino Unido como parte de su política de reducción del sector público para dejar campo abierto al mercado. Las políticas públicas nos enseñaron que el asalto a la propiedad de financiación estatal no podía llevarse a cabo únicamente con dinamita, sino que exigía también que el mercado se expandiera hasta el último rincón de la vida.
Esta era la doctrina del economista político vienés Friedrich Hayek, y es célebre la anécdota de que Thatcher portaba un ejemplar de su libro, Camino de servidumbre, cuando se dispuso a exponer su visión económica. La doctrina consistía, simplemente, en minimizar la intervención del Estado, dejar la propiedad pública reducida a la insignificancia y defender la fe en que la propiedad privada resulta fundamental para la civilización. El socialismo, por su parte, suponía la esclavitud. Thatcher compartía las ideas de Hayek; su sueño de crear un país de propietarios es uno de los que más cerca estuvo de hacer realidad. A partir de la legislación conservadora del right-to-buy [«derecho a compra»], millones de personas de entre los miembros con más recursos de la clase trabajadora británica adquirieron a precios reducidos las viviendas de protección oficial en las que vivían. En 1981, dos años después de que Thatcher se convirtiera en primera ministra, Inglaterra y Gales tenían 10,2 millones de propietarios. Apenas una década después, su número ascendía a 13,4 millones.
¿Qué emergió en sustitución de aquellos bloques derrumbados de arquitectura moderna? Al mismo tiempo que se desplomaba Pruitt-Igoe, se alzaba el World Trade Center de Nueva York. Su diseño era también obra de Minoru Yamasaki, pero sus ocupantes eran muy distintos a los del complejo residencial de Missouri. La historia de quienes trabajaron en las Torres Gemelas ejemplifica a la perfección el advenimiento del neoliberalismo. Sus primeros ocu