Por qué miramos a los animales

John Berger

Fragmento

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Nota editorial

 

 

 

 

La intención detrás de este volumen es recoger el pensamiento del autor sobre los derechos de los animales, la desaparición de la vida salvaje y la relación entre los movimientos animalistas y las luchas sociales. Los textos no han sido modificados pero su publicación conjunta aspira a crear nuevas conversaciones y puntos de vista sobre el trabajo del autor.

De los nueve ensayos compilados en esta edición, ocho proceden de Why Look at Animals? (Penguin Great Ideas, 2009), y el noveno, «Mientras tanto», es un ensayo independiente que fue publicado en Panorámicas (Gustavo Gili, 2018, traducción de Pilar Vázquez). Seis de los ocho ensayos de Why Look at Animals? han aparecido previamente en castellano, todos ellos traducidos por Pilar Vázquez: «Abrir la cancela» en El tamaño de una bolsa (Alfaguara, 2017); «Por qué miramos a los animales» y «El prado» en Mirar (Gustavo Gili, 2001); y «El pájaro blanco», «La comida y los modos de comer» y «Ernst Fischer» en El sentido de la vista (Alianza, 2006). «El teatro de los simios» (que ya apareció en el volumen Cada vez que decimos adiós, editado por Ediciones de la Flor y traducido en su momento por Graziela Speranza) y los ensayos «Un cuento sobre un ratón» y «Ellas son las últimas» (ambos inéditos en castellano hasta la fecha) han sido traducidos para esta edición por Abraham Gragera.

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Por qué miramos a los animales

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Un cuento sobre un ratón

 

 

 

 

Hubo una vez un hombre que, cada mañana, cogía un cuchillo para el pan y, antes de cortar la rebanada de su desayuno, cortaba un pedazo, de diez centímetros de grosor, y lo tiraba.

El hombre hacía esto porque, cada noche, los ratones roían el corazón de la hogaza, y cada mañana dejaban en ella un agujero, un hueco del tamaño de un ratón. Por extraño que parezca, los gatos de la casa, que solían cazar topos, hacían caso omiso de los ratones grises comedores de pan, como si estos, quién sabe, los hubieran sobornado.

Así sucedió durante meses. El hombre anotaba una y otra vez en su lista de la compra la palabra «ratonera». Y, una y otra vez, la olvidaba. Quizá porque la tienda donde los lugareños compraban antaño ratoneras no existía ya.

Una tarde, el hombre está en un cobertizo que hay junto a la casa buscando una lima para metales. La lima no aparece, pero sí una ratonera, bastante sólida, un objeto a todas luces artesanal que consiste en un tablón de madera de dieciocho centímetros por nueve, con una jaula hecha de alambre grueso alrededor. El espacio que hay entre las rejillas de alambre no excede nunca el medio centímetro. Suficiente para que un ratón pueda sacar el hocico, pero no para que quepan también sus orejas. La altura de la jaula es de ocho centímetros y medio, de modo que, una vez dentro, el ratón puede alzarse sobre sus poderosas patas traseras, agarrarse a los barrotes del techo con sus manitas de cuatro dedos cada una y asomar la nariz fuera entre los alambres, pero nunca escapar.

Uno de los lados de la jaula es una puerta con los goznes fijados en lo alto y un resorte en forma de muelle. Cuando la puerta se abre, el muelle se tensa, listo para cerrarla de golpe. En el techo hay un cable que sujeta la puerta mientras permanece abierta. El cable sobresale menos de un milímetro del marco —literalmente ¡por un pelo!— y en su otro extremo, ya dentro de la jaula, acaba en un gancho en el que se clava un trozo de queso o de hígado crudo.

El ratón entra en la jaula para mordisquear el cebo; en cuanto sus dientes lo tocan, el cable suelta la puerta y esta se cierra tras él antes de que pueda siquiera volver la cabeza.

Varias horas tarda el ratón en percatarse de que está preso, aunque ileso, en una celda que mide dieciocho centímetros por nueve. Cuando lo descubre, se pone a temblar y ya no para.

El hombre se lleva la ratonera a casa. La prueba. Y, tras fijar en el gancho un pedazo de queso, la coloca en el estante de la alacena donde guarda el pan.

A la mañana siguiente, el hombre encuentra en la jaula un ratón gris. El queso está intacto. Al verse encerrado, el ratón ha perdido el apetito. Cuando el hombre levanta la jaula, el ratón intenta esconderse detrás del muelle de la puerta. Sus ojos son negros como el azabache y miran con fijeza, sin pestañear. El hombre pone la jaula en la mesa de la cocina. Cuanto más observa al ratón, que está sentado sobre sus patas traseras, más claro ve cuánto se parece a un canguro. Se hace el silencio. El ratón se calma un poco. Pero entonces empieza a dar vueltas alrededor de la jaula, palpando una y otra vez con una de sus patas delanteras el espacio entre los barrotes, buscando una excepción. Intenta morder los alambres y se sienta de nuevo sobre sus patas traseras, tocándose el hocico. Es raro que alguien mire durante tanto tiempo a un ratón. O viceversa.

El hombre lleva la jaula a un campo en las afueras del pueblo, la coloca en la tierra, sobre la hierba, y abre la puerta. El ratón tarda un minuto en darse c

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