ÍNDICE
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ÍNDICE
DEDICATORIA
PRÓLOGO
CAPÍTULO I. EL MUNDO HOMÉRICO
1. El maestro de todos los griegos
2. «Somos lo que hacemos»
3. La escritura del êthos
4. Los héroes hablan
5. «Padre de todas las cosas»
6. Aretḗ y agathón
7. El significado de la admiración
8. La «fama» del héroe
9. La muerte
10. Elegir la memoria
NOTA BIBLIOGRÁFICA
CAPÍTULO II. ARISTÓTELES Y LA ÉTICA DE LA POLIS
1. El êthos del lenguaje
2. Agathón
3. La negación del «bien en sí»
4. Télos
5. Polis
6. Eudaimonía y enérgeia
7. Aretḗ en el mundo
8. Paideía
9. El lógos de la aretḗ
10. La prâxis de la aretḗ
11. El «bien aparente»
12. Conocimiento y pasión
13. Téchne, saber y deseo
14. Epistéme y prudencia
15. La dificultad de vivir
16. El lógos de la responsabilidad
17. Deliberación
18. Proaírḗsis
19. Philía
20. Hacia la Política
21. El animal que habla
APÉNDICE
CAPÍTULO III. PARA UNA LECTURA DEL TEXTO DE LA ÉTICA
1. La «escritura» de Aristóteles
2. Las tres «Éticas»
3. El título de las «Éticas»
4. La «naturaleza» del êthos
5. El primer contexto de la ética
6. El reflejo del deber
7. La ruptura de la palabra
8. Intermedio del inmoralista
9. Una ética del lógos
10. De qué habla la ética de Aristóteles
11. El orden de la vida y el orden del lenguaje
12. Fundar el bien
13. Libertad y bien
14. Dramatis personae
NOTA BIBLIOGRÁFICA
CAPÍTULO IV. HORIZONTES DE LA ÉTICA
1. Lenguaje, ética y felicidad
2. La felicidad de los «guardianes»
3. La lucha por la ley (Heráclito, fragmento B 44)
4. Ética en la época helenística
Procedencia de los textos
NOTA
ÍNDICE DE PASAJES CITADOS
ÍNDICE DE NOMBRES PROPIOS
ÍNDICE DE MATERIAS
NOTAS
SOBRE EL AUTOR
CRÉDITOS
A la memoria de mis padres.
PRÓLOGO
Fue como el privilegio de la mirada. El descubrimiento de que el instinto de protección para el propio cuerpo, para la propia vida, tenía que completarse en el aprendizaje de las formas de relación hacia los otros. Una superación, en el espacio de lo colectivo, de los límites marcados por el egoísmo de la naturaleza. Como el privilegio de la mirada cuyo sentido consiste en traspasar la frontera de su solitaria claridad, ver otras cosas fue, en el fondo, reconocer que los ojos existen para llenarse de lo que no son ellos mismos, y que ver es, sustancialmente, aceptación e incluso sumisión a la alteridad. Una alteridad que, sin embargo, no nos transforma en otros sino que nos conforma, más intensamente, con nosotros mismos. Ver, pues, como una forma de saber. Y saber, como una forma esencial de existir, de ser. El conocimiento que, interpretando el mundo de lo real, estructura el espacio ideal, el microcosmos que nos constituye, llega a ser, así, un momento fundamental de lo humano, del animal que habla.
Por eso, el descubrimiento de lo otro, de los otros, necesitó ser dicho: sumirse en un espacio colectivo, asegurar, con la comunicación, la compañía de aquellos que, en el diálogo, habían de encontrar la confianza que alentaba en el centro de la individual soledad. Ver otras cosas sabiéndolas, implicó, además, que en la necesaria transmisión habría de reflejarse ese saber. Un saber organizador de la experiencia de los ojos, de la experiencia de los oídos que, con los poemas épicos, escucharon los primeros barruntos de algo parecido a aquello que se llamaría después «bien», «justicia», «belleza», «amor».
Aristóteles fue el primero que organizó el discurso moral; el primero que orientó esa mirada donde se reconstruye y plasma el mundo en reflejo. Un reflejo que sustentado en el lógos y anudado en la ya larga experiencia que condensa y transmite, se hace theoría. A la esencia misma de esta palabra corresponde la visión que manifiesta lo vivido en el esquema de su propia reflexión. Pero no de algo que estuviese fuera y que, como los ojos de la carne, tuviese que alimentarse, para serlo, de las cosas reales. La theoría era un reflejo que se construía en el aire de la mente y que se levantaba con el dúctil material de las palabras. Por ello, la theoría —lo visto en suma—, se reconstruía abstractamente sin la grávida realidad, e indiferente a la asunción que de ella habían hecho nuestros ojos.
La primera vez, pues, que el lenguaje se recreó en el reflejo de sus propios conceptos —«bien», «felicidad», «justicia», etcétera— tuvo lugar en esas páginas que, en la tradición filosófica, se agruparon bajo el sorprendente nombre d