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El enigma de Dios

Pedro García Cuartango

Fragmento

1. Por qué este libro

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Por qué este libro

Antes de que el lector se tome la molestia de leer este libro, quiero explicar los motivos que me han llevado a escribirlo. Desde hace mucho tiempo, diría que más de treinta años, he albergado este proyecto. Pero nunca me había atrevido a abordarlo. Unas veces, por falta de tiempo; otras, por falta de ganas y las más, por la complejidad del empeño. Hablar o pensar sobre Dios es hablar de todo y de nada. No hay un asunto más volátil y escurridizo que este tema, que ha ocupado a teólogos, filósofos y científicos. Por otro lado, no hay un asunto más personal y subjetivo. Escribir de Dios es mirarse al espejo y contemplar la desoladora realidad de la condición humana.

Cuando estudiaba Filosofía en sexto de bachillerato en el colegio de los jesuitas de Burgos, la asignatura me aburrió. El profesor, el padre Irineo, era un viejo y venerable sacerdote que estaba sordo. El libro de texto que manejábamos, publicado por la editorial de la propia orden, era un compendio del pensamiento de santo Tomás de Aquino, no muy distinto del manual de introducción a la filosofía de la Universidad Complutense, cuyo autor no quiero citar, que en su primer párrafo aseguraba que la finalidad de la «ciencia» metafísica es la salvación del alma.

Recuerdo con nostalgia aquellas clases en Burgos en el viejo caserón de La Merced, hoy convertido en un hotel de una gran cadena nacional. Éramos solamente unos treinta alumnos los que habíamos elegido la rama de Letras, en la que se impartían griego y latín. La gran mayoría de mis compañeros se había inclinado por Ciencias. En una ocasión, mientras el padre Irineo explicaba la teoría del hilemorfismo, un pequeño ratón recorrió el perchero del que colgaban los abrigos. Las risas eran perfectamente audibles para todos menos para el padre Irineo, que seguía con sus disquisiciones sobre la forma y la sustancia aristotélica.

Aquella asignatura no generó entre ninguno de nosotros el interés por la filosofía. Pero aquel libro de texto contenía un capítulo que me pareció fascinante: el de las pruebas sobre la existencia de Dios. Afirmaba que dicha existencia podía ser probada por la razón. En aquella época, tras cumplir los dieciséis años, yo había comenzado a albergar serias dudas sobre la fe. Formado en una familia y en una escuela católicas, las convicciones religiosas habían sido un cimiento inmutable de mi vida.

Tenía la sensación de que las certezas que me habían guiado se derrumbaban y que la desaparición de Dios de mi horizonte vital me dejaba desprotegido. Pero a la vez surgía en mi interior un sentimiento de libertad, como si me hubiera quitado un peso de encima.

En ese estado de ánimo, leí y releí aquellas cuatro o cinco páginas del libro de filosofía que hablaban de la demostración racional de la existencia de Dios, tal vez con la secreta esperanza de resolver mis incertidumbres. Durante semanas, di vueltas a la cuestión y examiné los argumentos. Pero no me convencieron. Han pasado más de cincuenta años y sigo atascado en el problema.

El texto comenzaba con una referencia a la idea innata de Dios, refrendada por Descartes. Si existe en la mente humana el concepto de un ser infinito y eterno, perfecto e inmutable, es porque el propio Dios ha impreso en el alma humana la idea de su existencia. Todo en la naturaleza es limitado y contingente, por lo que la noción de Dios no puede ser fruto de la experiencia, según el razonamiento de Descartes. Ya que no puede deducirse de la mera observación ni del entendimiento, la idea de un Supremo Hacedor tiene que ser innata, concluía.

El filósofo francés contraponía la res extensa, el mundo de la física y la mecánica que rige el universo material, con la res cogitans, que constituye el reino del espíritu. Ambos son autónomos y están separados. La idea de Dios pertenece al ámbito de la res cogitans, sostenía Descartes, un pensador de profundas convicciones teológicas a pesar de que sus obras fueron puestas por la Iglesia, tras su muerte en 1650, en el Index de libros prohibidos donec corrigantur («hasta ser corregidos»).

La argumentación de Descartes de que la idea de Dios implica su existencia no me convenció, ya que uno puede pensar en unicornios, sirenas o monstruos sin que por ello existan. Que Dios sea concebible por los hombres no comporta que tenga que ser real, como sucede con muchas fantasías. Aunque la argumentación de Descartes me pareció endeble, su reflexión me empujó a leerle. Un padre jesuita me recomendó su Discurso del método, que devoré por esa época. Años después, descubrí que el pensamiento del maestro era mucho más complejo y sutil de lo que decía aquel libro de texto del bachillerato.

Tras incidir en Descartes, el manual citaba a san Anselmo de Canterbury, un sabio benedictino que vivió en el siglo XI. San Anselmo subrayaba que su fe le impulsaba a buscar un fundamento racional de la existencia de Dios, una afirmación que algunos eclesiásticos consideraban herética porque contradecía las tesis de san Agustín.

San Anselmo aseguraba que dudar de la existencia de Dios era presunción vanidosa, a la vez que sostenía que prescindir de la razón era un acto de negligencia intelectual. Antes que santo Tomás y que Guillermo de Ockham, este arzobispo inglés fue el primero que se atrevió a vincular a Dios con la razón. Aunque hoy nos parezca mentira, porque el Medioevo se asocia a barbarie y superstición, el asunto centró durante varios siglos el debate de los pensadores y teólogos de la época e incluso tuvo consecuencias políticas.

Para no alejarnos del asunto, digamos que san Anselmo, muy influido por el platonismo, fue el padre del llamado «argumento ontológico», término acuñado por Kant, sobre la existencia de Dios. El razonamiento de san Anselmo es muy parecido al de Descartes. En su Proslogion, escrito en el 1078, el de Canterbury definió a Dios como «aquel del que nada más grande puede ser pensado». Si existe en nuestra mente, incluso en las personas que no creen, es porque tiene que existir en la realidad. Todo esto tampoco me convenció. Intuitivamente, llegué a la conclusión de que era una idea demasiado voluntarista.

Por último, el libro de filosofía de los jesuitas centraba su atención en las cinco vías de santo Tomas de Aquino, quien, a pesar de que hasta el siglo XX fue la base de la teología católica y de la doctrina vaticana, tuvo muchos problemas con la jerarquía eclesial de su época. El llamado Doctor Angélico, espíritu inquieto, fue tachado de hereje por los teólogos tradicionalistas y se le privó de su cátedra en la Universidad de París.

Santo Tomas siguió la senda de san Anselmo al sostener que la existencia de Dios no solo es una verdad revelada, sino que también puede ser demostrada racionalmente. En su Suma Teológica, afirmó que hay cinco caminos para llegar a un convencimiento racional de que Dios es el creador de todo lo que existe.

La primera vía es la que se deduce del movimiento. El mundo y la vida están sometidos a un cambio permanente, lo que exige que este devenir tenga un origen. No es posible pensar en una sucesión infinita y circular de movimientos: tiene que haber un motor inmóvil de la cadena de acontecimientos. Y ese motor es Dios.

La segunda vía sería la de las causas eficientes, que remite a la idea de que tiene que haber una primera causa. Si un bosque arde es porque el fuego ha surgido en algún punto y luego se ha propagado. Hay una primera causa de todo, que es Dios, creador del mundo.

La tercera vía de santo Tomás es la que contrapone contingencia con necesidad, la cuarta es la de la perfección y la quinta versa sobre la finalidad del mundo. A todas ellas añade el sabio medieval una observación de naturaleza sociológica: el hecho de que todos los pueblos comparten la noción de Dios, por muy primitivos que sean. Un argumento empírico que refuerza el pensamiento metafísico que subyace en toda su obra, aunque la antropología moderna ha desmontado esa tesis.

Como Descartes y como san Anselmo, santo Tomás incide en lo que Kant llamó un «paralogismo», una proposición que trasciende la experiencia y que no puede ser probada. Aunque yo desconocía la historia de la filosofía y estaba huérfano de muchos instrumentos de análisis, los esfuerzos de esos tres grandes pensadores me parecieron baldíos. No me convencían. Me resultaron puros espejismos del lenguaje, movidos por el deseo de demostrar algo que no era posible.

Por ello, mi fe empezó a derrumbarse. Esas páginas del libro de texto y las lecciones del profesor no solo alentaron mis dudas, sino que me empujaron en la dirección contraria. Cuando llegué a Madrid, con diecisiete años cumplidos, para estudiar en la Complutense, mis certezas se habían esfumado. Recuerdo con absoluta precisión el domingo por la mañana, en el otoño de 1972, en el que decidí no ir a misa y no volver a confesarme. Los siguientes días sentí un fuerte remordimiento. No pude evitar la sensación de que estaba saltando de un barco, abandonando a sus tripulantes.

He manifestado en alguna ocasión que yo me considero hijo del nacionalcatolicismo. Lo digo sin connotaciones peyorativas: es la pura verdad. Mi padre era el jefe de Acción Católica en Miranda de Ebro, el lugar donde nací. Mi madre tenía dos hermanas monjas. Y mis progenitores eligieron la escuela parroquial San Nicolás de Bari de mi ciudad para educarme. Ello comportaba misa y rosario diarios. Y también convertirme en monaguillo durante cuatro años. En aquella época, a comienzos de la década de 1960, todas las ceremonias religiosas eran en latín y el cura oficiaba la misa de espaldas a los creyentes. Me aprendí de memoria las letanías sin saber su significado. Todavía soy capaz de recordar el Pater Noster en el idioma de Cicerón.

Uno de los recuerdos infantiles que conservo es el de una mañana en la que el maestro de la escuela nos llevó a la bolera de Miranda a ver la solemne inauguración del Concilio Vaticano II por el papa Juan XXIII. Yo no podía entender su importancia, pero quedé fascinado por las imágenes y la grandiosidad de los ritos. Por aquella época, sobre el cabecero de mi cama había un retrato de Pío XII, que tenía una expresión severa y sugería que cualquier pecado no escapaba a la mirada de Dios. Por el contrario, Juan XXIII sonreía, contaba chistes y era un hombre afable y campechano. Muchos años después, no pude evitar llorar a lágrima viva ante su cadáver momificado y expuesto en la basílica del Vaticano. Su contemplación me removió viejos sentimientos y agradecimiento por la bondad de este papa, que entendía que el amor al prójimo era la mejor vía para llegar a Dios. Cuando me imaginaba el rostro del Todopoderoso, surgía la cara de este pontífice.

Cuando Juan XXIII murió, en junio de 1963, yo estaba junto a don Lucas, el párroco. Hizo tañer las campanas de la iglesia de San Nicolás de Bari. Se estaban celebrando los festejos de San Juan del Monte, que se suspendieron. Miles de personas descendieron de la Laguna hacia sus casas en un impresionante silencio. Era el testimonio del afecto y el respeto por Juan XXIII.

Si me detengo en la figura de este papa es porque en mi infancia y en mi adolescencia me esforcé por seguir sus enseñanzas y su ejemplo. Incluso pensé en ser misionero en algún país lejano. Estaba convencido de que el oficio más noble al que podía entregar mi vida era predicar la fe en África o en Asia. Hasta creía que el martirio era una forma deseable de morir. La educación en la escuela y mis tías monjas habían influido en ese propósito.

Durante los siete u ocho años que van desde la infancia al final de la adolescencia, rezaba compulsivamente y pedía a Dios que me ayudara a combatir el pecado. Sentía culpabilidad por los deseos impuros y por la envidia, el orgullo, la pereza y otras tentaciones que me corroían y que me hacían sentirme poco digno del Altísimo. Mi padre me reprendía severamente y me repetía que era un desobediente, un niño abstraído en la lectura y en las ensoñaciones. Yo me refugiaba en la religión, rezaba a todas las horas y pedía perdón a Dios por mis pecados.

Solo es posible comprender lo que supuso mi ruptura con la religión si se entiende el enorme peso que tuvo en mis primeros años la fe católica. Me parecía que fuera de la Iglesia y del cristianismo no había nada, que me adentraba en un desierto sin meta, sin itinerario y sin fronteras. Desde aquel momento en el que decidí dejar de ir a misa como acto de materialización de mi escepticismo, no he dejado de pensar sobre Dios.

Sería falso decir que todos los días me planteo la cuestión. No, no es una obsesión que me impida vivir o disfrutar. Pero sí es cierto que las preguntas que surgieron al leer aquel libro de filosofía de sexto de bachillerato han seguido poblando mi cabeza. Y ello porque la existencia de Dios está muy vinculada al sentido de la vida y a la muerte, nuestra eterna compañera.

Este libro no pretende responder a ninguna pregunta ni transmitir ninguna certeza. Simplemente deseo plasmar en sus páginas mi perplejidad. Creo que era Publio Terencio el que decía que nada humano le era ajeno. Confío en que estas reflexiones mías resulten familiares al lector, pero no obvias. Hay un relato autobiográfico, pero también referencias a pensadores y libros que me han hecho entender mejor la condición humana.

Un premio Nobel respondió a la pregunta de si creía en Dios con la siguiente respuesta: «Of course not. I am a scientist». A principios del siglo XX, estas palabras poseían una lógica aplastante. Los avances de la física habían vuelto innecesaria la hipótesis de la existencia de Dios. Pero hoy, en la tercera década del siglo XXI, hay científicos que esgrimen que la física cuántica y los descubrimientos de los secretos de la materia sirven para sostener, siguiendo la estela de santo Tomás, que Dios es el creador del universo que nos cobija.

Básicamente, y aunque luego volveremos sobre ello, argumentan que el Big Bang, la gran explosión que hace 13.000 millones de años dio lugar al nacimiento de las estrellas y las galaxias, es un indicio muy sólido de la existencia de Dios. Toda la materia, la visible y la oscura, surgió de una partícula infinitesimal cuyo estallido propició una enorme expansión de energía que creó el universo.

Esos científicos afirman que, como no resulta posible que algo surja de la nada, el mundo material tuvo que ser creado por un ser que bien podría llamarse Dios. Si se reflexiona a fondo, resulta que el universo no puede ser eterno porque el pasado no puede ser infinito, mientras que la física demuestra que se irá extinguiendo por las leyes de la termodinámica. Por tanto, alguien lo ha debido crear, todo lo que vemos ha tenido que surgir de algo que ya existía.

Esta es la tesis que sustenta Dios, la ciencia, las pruebas, un libro de Michel-Yves Bolloré, ingeniero e informático, y Olivier Bonnassies, empresario y teólogo, que vendió cientos de miles de ejemplares en Francia. En él ambos autores reconocen que, desde Copérnico a Darwin y Freud, la ciencia convirtió en superflua la hipótesis de Dios. Pero sostienen que, en el siglo XX, esa perspectiva cambió gracias a los avances de la física cuántica y los nuevos conocimientos acerca del universo. E incluso van más allá al afirmar que el materialismo fue una ideología irracional y maniquea que hoy ha quedado demolida por la ciencia.

Leí con mucha atención este libro, muy bien escrito y fundamentado. Pero no me convenció. Me parece que Bolloré y Bonnassies dan un salto al vacío al pasar de la ciencia a la filosofía, por no decir a la teología. La ciencia no puede decir nada de Dios porque no versa sobre el ámbito de lo sobrenatural. Por lo tanto, y lo digo al comienzo de mis reflexiones, ese camino conduce a un callejón sin salida, es una vía muerta. Los intentos de sustentar la existencia de Dios sobre bases científicas están condenados al fracaso. También se puede afirmar lo contrario: la ciencia no puede demostrar que Dios no existe.

Al biólogo inglés John Burdon Haldane, nacido en Oxford en 1892, le preguntaron en una ocasión qué podía decir la biología acerca de Dios. Su respuesta da mucho que pensar. Afirmó que existen 300.000 especies de escarabajos y una sola especie humana, lo que demostraría, según concluyó en términos irónicos, que Dios tenía más intereses en los escarabajos que en los hombres. Es una boutade, pero contiene una verdad inquietante.

En relación con esta paradoja, Karl Popper acuñó la teoría de la falsabilidad, que consiste en someter cualquier hipótesis científica a la contradicción. Dicho con otras palabras: la validez de una ley depende de que no pueda ser impugnada por un fenómeno observable. Si la gravedad existe, tiene que darse en cualquier lugar y en todo momento.

Es evidente que la religión no puede ser sometida a la falsabilidad, porque, como enunciaba Wittgenstein, hay realidades sobre las que no es posible llegar a ninguna conclusión, que superan nuestro entendimiento. Por mucho que reflexionemos y nos esforcemos, Dios se escapa como una trucha de nuestras manos.

El debate sobre la existencia de Dios no es una cuestión teórica, una polémica entre científicos y teólogos o incluso un asunto de naturaleza política: es un interrogante cuya respuesta atañe a cada persona. Y de cuya contestación, si la hay, depende el sentido que podemos dar a nuestra vida y a la muerte.

Escribió Albert Camus que la única pregunta relevante es por qué uno no tiene razones para suicidarse. Lo que equivale a interrogarse sobre el sentido de la existencia. Camus creía que la vida era absurda, pero que podía tener sentido en la rebelión contra la injusticia. Una idea que me parece voluntarista.

Al margen de nuestros ideales y las metas que persigamos en la vida, encontramos esa necesidad de saber qué sentimos los hombres. Este libro es una exploración a ese abismo que es la finitud humana y la conciencia de nuestra vulnerabilidad. Dios es el todo y la muerte es la nada. Entre los dos extremos, estamos nosotros, sedientos de certezas.

CODA

Casi todos los astrónomos coinciden en que existe un agujero negro supermasivo en el centro de nuestra galaxia que absorbe todo lo que entra en su horizonte de influencia. Ni siquiera la luz puede escapar a la enorme fuerza de esta colosal concentración de materia. Según la teoría de Einstein, el tiempo y el espacio se contraen en el centro del agujero, de suerte que un minuto en su interior equivaldría a miles de años de nuestra escala temporal.

Nadie puede entrar o salir de un agujero salvo en la película Interstellar, dirigida por Christopher Nolan, en la que un astronauta vuelve al pasado en una quinta dimensión al penetrar en un agujero, lo que le permite viajar por el universo a una velocidad muy superior a la de la luz.

Esto naturalmente es ciencia ficción, una mera película, pero es cierto que dentro de esas grandes concentraciones de masa se halla el secreto de las leyes que rigen la vida y, por supuesto, de la creación de la materia. Por decirlo con una metáfora: es como si Dios habitase en un agujero negro.

Stephen Hawking, que corroboró la existencia de estas formaciones ya previstas por la física de la relatividad, escribe en uno de sus libros que un agujero negro es un archivo donde se almacena toda la información existente en el universo. Si pudiéramos leer en su interior, podríamos descifrar la naturaleza de fuerzas como la gravedad o conocer la esencia del tiempo, indisociable, según Einstein, del espacio con el que interactúa.

Esta idea de que el tiempo se detiene en un agujero negro siempre me ha fascinado. Significa que, si pudiéramos atravesar uno de ellos en unos pocos segundos, habrían transcurrido en la Tierra cientos de años y podríamos volver para conocer a los hijos de nuestros bisnietos. En la película de Nolan, el astronauta retorna a Saturno para ver morir a su hija, que ya tiene más de cien años.

Hay mucha gente que cree que todas estas cosas son el producto de la imaginación de los científicos y se aferra a lo que nos transmiten los sentidos. Pero lo cierto es que ningún especialista discute hoy los principios básicos de la física cuántica y de la existencia de dimensiones a las que no podemos acceder por las limitaciones de nuestro cerebro. Lo que, insisto, no prueba ni desmiente la existencia de Dios.

No pretendo profundizar en conocimientos que me rebasan, pero sí me parece importante resaltar las implicaciones de estos descubrimientos de la física que revolucionan todas nuestras ideas sobre la materia, el espacio y el tiempo. Invito al lector a que profundice en estos nuevos conceptos, en los que no deseo entrar más que tangencialmente por mi falta de preparación científica.

La gran paradoja que se desprende de la visión cuántica del mundo es que todos somos el producto de una serie de interacciones que nos han hecho ser como somos, ya sea por el azar o por designio de un ser inteligente. Pero todos salimos de lo mismo y vamos a lo mismo: al interior de un gran agujero negro, que es la muerte de la conciencia individual, pero no de nuestros átomos ni de las fuerzas que nos han dado la vida, que nos sobrevivirán hasta la muerte del universo si se cumple el segundo principio de la termodinámica.

La existencia humana es una breve anomalía en el curso de ese espacio y ese tiempo, que en cierta forma son una ilusión de nuestro cerebro, como decía Einstein. Ello solo significa que debemos dar las gracias por el afortunado accidente de estar vivos y aprovechar nuestra breve existencia para disfrutar del privilegio de poder mirar y tocar lo que nos rodea, aunque sea un espejismo de nuestros sentidos.

El lector no encontrará certezas en este trabajo y sí muchas preguntas que quedan sin respuesta. Incluso alguna contradicción, que no se me escapa. Se lo advierto a quien pretenda hallar más seguridades que dudas en esta aventura que siempre supone abrir las páginas de un libro. Anticipo la conclusión: solo sé que no sé nada. Espero que disfruten este viaje por la incertidumbre.

2

Antes de que anochezca

Cuando tenía quince años, cogí un tren tranvía desde la estación de Burgos a Briviesca, el pueblo de mi madre. Se trataba de un trayecto de solo cuarenta kilómetros hasta la casa de mis tíos. Era un día primaveral y había anochecido cuando llegué a mi destino. Comencé a andar y al cruzar el río Oca, una inmensa luna amarilla brillaba en la oscuridad encima de las tapias del cementerio. Era tan grande que parecía que bastaba subir a los montes cercanos para tocarla.

Me senté en un banco y estuve unos minutos contemplando el espectáculo. Había leído que la luna ejerce influencia sobre la vida humana y sabía que los movimientos de las mareas se deben a su posición respecto a la Tierra. Pero lo que recuerdo de aquel momento es que fui consciente, por primera vez en mi vida, de la fugacidad del presente y de que jamás volvería a tener tan cerca la luna.

La sensación de la finitud de la existencia nunca me ha abandonado e incluso se ha llegado a convertir en algo obsesivo que me ha impedido disfrutar del presente. Es como un velo que siempre ha estado delante de mis ojos y que ha empañado los momentos de felicidad. Al intentar evocar lo que ha sido mi paso por este mundo, tengo que partir de esa imagen de la luna que nunca he olvidado y que me sigue suscitando zozobra.

Hace unos años, en el verano de 2020, me acogí a una jubilación que me permite seguir trabajando. Sigo activo, pero algo cambió en mi mente cuando crucé esa frontera. Al recibir la carta de la Seguridad Social que me comunicaba mi nueva condición, sentí vértigo. Y fue entonces cuando decidí escribir este libro, cuya idea me rondaba desde hace mucho tiempo, no tanto con el afán de dejar un rastro de lo que ha sido mi vida como por la necesidad de reflexionar sobre su sentido. Por ello, Dios y la muerte están presentes en todas sus páginas.

Decía Albert Camus en El mito de Sísifo: «No hay más que un problema verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no la pena de ser vivida es responder a la pregunta fundamental de la filosofía». Me he hecho muchas veces esta pregunta y mi respuesta ha ido cambiando según mi estado de ánimo. Pero, a punto de cumplir los setenta años y a las puertas de la vejez, me inclino por creer que sí ha valido la pena. Lo digo con reservas. Mi existencia, como la de todo el mundo, ha estado llena de dudas, de incertidumbre, de dolor, de fracaso y de impotencia. Pero también ha habido momentos de esplendor, de amor y de fulgor.

Estoy perdiendo la buena memoria que he tenido desde niño y me cuesta mucho recordar los nombres. Voy a las tertulias de televisión con el miedo a quedarme en blanco. Mi pérdida de facultades mentales es imparable. En cierta forma, estas líneas también son una forma de dejar un testimonio de mi paso por este mundo, lo reconozco. Pero, a pesar de ello, crece la sensación de que mi tortuoso recorrido por este valle de lágrimas ha quedado compensado por la propia experiencia de vivir. A medida que se acerca la oscuridad, crece la conciencia de que he sido único, como todos los seres humanos.

Me quedan muchas cosas por hacer, muchos libros por leer, muchos viajes por emprender, pero no puedo quejarme. Recuerdo un poema de Jorge Luis Borges que decía que, tras cumplir cuarenta años, había libros en sus estanterías que jamás volvería a abrir. Esa sensación, que he tenido desde joven, me ha llenado de nostalgia. Sin embargo, puedo considerarme afortunado por haber gozado de buena salud, una familia, un trabajo que me ha apasionado y por haber disfrutado de la amistad, que Cicerón definía como una inclinación natural que crea lazos entre las personas.

Durante casi toda mi vida, he albergado un cierto sentimiento de envidia hacia los demás. Al observar a la gente, me parecía que todos eran más felices que yo, que sus existencias eran más valiosas que la mía o que, por lo menos, podían vivir sin esa permanente sensación de estar al borde de la nada como me sucedía a mí. Los alemanes han acuñado la expresión «Schadenfreude», que significa alegrarse del mal ajeno. Nunca he experimentado ese sentimiento, pero sí el de una especie de fascinación por las vidas de los otros, como si estos poseyeran un don del que carezco.

Una noche de verano, a mediados de agosto, estuve en una verbena de un pueblo de la sierra de la Demanda en Burgos. Había una orquesta, luces y parejas que bailaban. Me senté en un pretil a oscuras para contemplar el espectáculo de la dicha de los otros mientras la luna brillaba en el cielo. Los observaba entregados a aquel momento de regocijo en el que el tiempo se había detenido. Y me invadió una mezcla de envidia y frustración por no ser como cualquiera de ellos, por ser incapaz de abandonarme a la plenitud de la fiesta.

Siempre he tenido una fuerte inclinación a la soledad. Cuando era niño, me gustaba huir a cualquier rincón de la casa para leer un tebeo. Al llegar a la adolescencia, pasaba las tardes de las vacaciones de verano por los alrededores de la cartuja en Burgos. Solía ir en bici con un libro y un bocadillo y me tumbaba durante horas a la sombra de un árbol hasta la hora del anochecer. A lo largo de toda mi vida he necesitado esas horas de soledad tan propicias a pensar y a soñar.

Volviendo a la cuestión del sentido, tiendo a pensar como Jean-Paul Sartre que los seres humanos carecemos de esencia. Existimos simplemente. Nacemos con una herencia genética y una fuerte influencia familiar, pero no estamos determinados a ser una cosa u otra.

Siempre me he sentido libre en mi vida para elegir. Y siempre he sido muy consciente de que, a pesar de todas las dificultades y obstáculos, he sido el dueño de mis decisiones. Nunca he culpado a los demás de mis errores ni me he escudado en los otros.

Lo que soy ahora es el resultado de una serie de encrucijadas en las que he tomado esas decisiones de manera libre. No puedo ni quiero achacar a otros lo que soy. Una de las elecciones que determinó mi vida aconteció en 1976, cuando yo había cruzado la frontera para vendimiar en Francia. Pagaban diez francos a la hora, algo que no he olvidado, porque ejemplifica el sueldo ganado son sudor y esfuerzo. Las manos se quedaban heladas con el primer frío de la mañana.

Esta experiencia me vino a la cabeza el pasado verano, cuando vi unas fotos en los periódicos de los vendimiadores acudiendo a Francia para ganarse un sustento que les permite sobrevivir el resto del año. Son un anacronismo, una imagen del pasado en un antiguo país de emigrantes que ha recibido cuatro millones de inmigrantes en una década. Cuando los veo, me veo a mí en aquel lejano agosto de 1976, cuando bajé del tren en la estación de Perpiñán para buscar trabajo en la vendimia. La memoria es frágil, pero todavía recuerdo el corto trayecto en autobús hasta Vernet, donde me esperaba monsieur Matheu, un coronel gaullista retirado que tendría por entonces unos sesenta y cinco años.

Matheu era un terrateniente. Indicó que me llevaran a un granero en el campo, donde vivían otros seis españoles que trabajaban para él en la vendimia y en la recolección de manzanas. La construcción era de piedra y tenía más de un centenar de metros cuadrados en la planta baja. Había un camping gas para hacer la comida y se dormía en el suelo, sobre un montón de paja. Los platos se lavaban en un arroyo cercano, de agua helada.

Nos levantábamos a las siete de la mañana e íbamos andando a la casa del patrón. Él salía a las ocho en punto tras haber tomado un café y nos llevaba en una furgoneta Citroën a los campos de recogida. La jornada acababa a las cinco de la tarde; si llovía, no se trabajaba y, por tanto, no se cobraba.

El total de los vendimiadores oscilaba entre quince y veinte personas, entre ellas un anarquista catalán llamado Pedrero. Me dijo que había conocido al general Vicente Rojo, que al parecer había estado en el campo de concentración de Vernet tras la derrota de la República en 1939. Al acabar la Segunda Guerra Mundial, se quedó en el pueblo. Por razones inexplicables, monsieur Matheu se dirigió misteriosamente hacia mí una mañana cuando tenía doblada la espalda sobre una vid y me pidió un extraño favor. Me dijo que llevara a bañar a todos sus obreros al balneario del pueblo y que pagaría las horas como trabajadas. Le argumenté con sentido común que no podía garantizar el cumplimiento del trato.

Al día siguiente Matheu me invitó a tomar café en su casa a las ocho menos cinco de la mañana y me nombró su capataz, lo cual fue acogido con alivio por Pedrero y con incomprensión por los cuatro o cinco peones franceses que ocasionalmente trabajaban para el exmilitar, que guardaba en el piso superior del granero su uniforme y sus condecoraciones en el ejército francés. Era un ferviente admirador de Charles de Gaulle, cuyo retrato tenía en el salón.

Vernet aparecía entonces en los billetes azules de quinientas pesetas porque ofrecía la mejor vista del Canigó. Nunca he retornado a Vernet, no he vuelto a tener contacto con Matheu ni he vuelto a vendimiar. Su único hijo se mató en un accidente un domingo lluvioso de septiembre de 1976. Me propuso ser su socio, pero le expliqué que aquella vida no era para mí. Fue una apuesta en el verdadero sentido pascaliano del término.

Es inútil preguntarse cómo y qué habría sido mi vida si hubiera aceptado la oferta de Matheu. Sería otra persona. Estaría casado con otra mujer y tendría otros hijos. Y no habría escrito este libro, lo que demuestra que todo es contingente y aleatorio en este mundo, fruto del azar, lo que no contradice la importancia de las elecciones que cada uno toma.

A medida que transcurren los años, me pregunto cada vez con mayor desazón sobre la cercanía de la muerte y el límite temporal de la existencia. Hay demasiados amigos y familiares —entre ellos mi hermano— que han desaparecido, dejándome una sensación de vacío. Me niego a borrar sus nombres de mi móvil o a tacharlos de mi agenda. Es una forma se sentirlos vivos.

La muerte de un ser amado es como la amputación de un brazo. Sigue doliendo, aunque ya no exista. Merleau Ponty, en su Fenomenología de la percepción, dedica un interesante capítulo a la relación del cerebro con un miembro amputado. Las personas que han perdido un brazo o una pierna confiesan siguen sintiendo la parte perdida como si estuviera unida al cuerpo.

He encontrado una lúcida descripción de ese sentimiento de la pérdida en Baumgartner, la última novela de Paul Auster. Transcribo un párrafo que me parece muy ilustrativo:

Piensa en madres y padres llorando la muerte de sus hijos, hijos llorando a sus padres muertos, mujeres llorando a sus maridos muertos, hombres llorando a sus esposas muertas, y qué íntimamente se asemeja ese sufrimiento a las secuelas de una amputación, porque la pierna o el brazo perdidos estuvieron una vez unidos a un cuerpo con vida, y la persona desaparecida estuvo una vez unida a una persona viva. Y si eres el que sigue viviendo, descubrirás que la parte que te han amputado, esa parte fantasma de ti mismo, puede seguir siendo fuente de un dolor infame. Ciertos remedios pueden aliviar los síntomas, pero no hay cura definitiva.

«No hay cura», recalco la expresión.

Auster escribió esta novela cuando había sido diagnosticado de cáncer. Había cumplido setenta y cinco años. Murió año y medio después. Es fácil saber a qué se refiere en esa novela, ya que su hijo Daniel, de cuarenta y cuatro años, falleció por una sobredosis de drogas tras haber sido acusado de provocar la muerte de su bebé.

En un libro autobiográfico, La invención de la soledad, Auster nos cuenta que su padre vivió una infancia atormentada porque su abuela mató a su marido de un tiro. La había abandonado con cinco hijos y se había marchado con otra mujer, una tragedia que gravitó sobre su casa y el carácter de su padre.

El escritor estadounidense jamás conectó con su progenitor, al que veía como un hombre distante y cerrado en su propio drama, incapaz de expresar sentimientos. Pese a lo mala que era la relación, Auster sintió la muerte de su padre como una amputación, como una terrible pérdida. Siempre había pensado en lo mucho que se parecían y, sobre todo, en que su sombra se había proyectado sobre él durante toda su vida.

El padre de Auster pensaba que su hijo era una nulidad. Paul perdió todos sus ahorros al intentar comercializar un juego de cartas, se embarcó como marinero en un mercante y sobrevivió durante casi un año cuidando una casa en la campiña francesa mientras leía a Verlaine, Mallarmé, Rimbaud y Baudelaire. Aunque no lo dice expresamente, da la impresión de que se esforzó por triunfar en la literatura para demostrar que su padre estaba equivocado. Pero su padre falleció cuando Auster tenía treinta y dos años, sin tiempo para demostrarle lo equivocado que estaba.

Mi padre murió a los sesenta y cuatro años de una enfermedad terrible: la esclerosis lateral amiotrófica, conocida por sus siglas ELA. Había nacido en 1926 en Miranda de Ebro, en el seno de una familia ferroviaria. Sus miembros se fueron paralizando progresivamente. Su declive fue una pesadilla, un infierno para él y su familia. Como yo había tenido enfrentamientos por mis ideas políticas con él, un católico conservador, me entraron remordimientos de conciencia. No podía evitar la sensación de que le había defraudado y que esperaba mucho más de mí, como le sucedía al progenitor de Paul Auster.

Soñaba por las noches que, al despertar al día siguiente, la enfermedad de mi padre quedaba reducida a una pesadilla y que en realidad no le pasaba nada. Que podría tener una vejez normal y sacar a pasear a los nietos que tanto deseaba tener. No conoció a ninguno. Sus últimos tres años de vida fueron un tormento, un sufrimiento inexpresable. En un determinado momento, cuando todavía podía desplazarse, estoy seguro de que acudió a una biblioteca pública para consultar un manual de medicina y se enteró de que sus síntomas coincidían con los de la ELA. Es una hipótesis, pero yo sabía que él sabía lo que tenía y que sus días estaban contados. Nunca hablamos de ello.

Es curioso cómo es posible adquirir una absoluta seguridad por un simple presentimiento o una sensación indefinible. Yo tenía la certeza, que agudizaba mi angustia, de que mi padre conocía todas las estaciones del calvario que le aguardaba. Podría haber apostado uno contra un millón sin riesgo a perder que mi padre era consciente de su condena a muerte. Lo miraba y él me devolvía un gesto de resignación y dolor con sus ojos. Apenas hablaba. Nunca le oí quejarse de su destino ni del final que inexorablemente le aguardaba. Y mantuvo su lucidez hasta el último minuto.

Me he arrepentido muchas veces, y es uno de los mayores errores de mi vida, de no haberme sincerado con él y haber afrontado juntos su muerte. Creo que eso le hubiera aliviado. Pero opté por fingir que yo no sabía que él sabía y que los dados del destino o de la fatalidad estaban arrojados. Más de tres décadas después de su marcha, lamento haber perdido la ocasión de decirle que le quería y que había sido una referencia en mi vida.

No tuvimos una relación fácil porque, como ya he dicho, chocábamos por nuestras ideas políticas. Especialmente en mi juventud, sobre todo, en mi época de la universidad. Mi padre había sido un democristiano opuesto al régimen de Franco. Al desaparecer el dictador en 1975, adoptó un giro conservador, tal vez asustado por los cambios de la Transición, la inseguridad ciudadana de la época y la pérdida de influencia de la Iglesia católica en la sociedad. No entendía, por ejemplo, la exhibición de pornografía en los quioscos ni la emergencia de movimientos que reivindicaban el aborto y el divorcio. Era liberal políticamente, pero socialmente conservador.

Por encima de ello, mi padre tenía un sentido de la justicia que llevaba hasta las últimas consecuencias y era coherente con sus principios. He visto a pocas personas con una sensibilidad social como la suya. En cierta ocasión, a finales de los años setenta, le dio su abrigo a un inmigrante marroquí en la estación de ferrocarril de Miranda, le compró un billete a Irún y le metió en el bolsillo algo de dinero. Tenía una verdadera inquietud por los pobres y las personas que sufrían, mientras que siempre mantenía su criterio frente a sus jefes. No era sumiso ni dado al halago, y poseía una pasmosa seguridad en unas creencias a las que se aferraba.

Cuando era abogado de los sindicatos verticales en el Hogar del Productor de Miranda, defendió a un obrero de una fábrica de embutidos que había sido despedido por el escándalo de vivir con una mujer sin estar casado con ella. Mi padre ganó el pleito a la empresa y aquel hombre tuvo que ser readmitido. Luego le consiguió una vivienda social. Y finalmente le obligó a contraer matrimonio, dado que no concebía las relaciones fuera del vínculo sagrado.

Mi padre se llevaba muy mal con los falangistas. Le escuché decir en muchas ocasiones que eran corruptos y oportunistas. También rechazaba sus excesos durante la Guerra Civil. Condenaba los «paseos», que era el eufemismo que utilizaban los nacionales para sacar de casa a los republicanos y fusilarlos sin juicio. Me consta que ayudó a más de un represaliado por el franquismo. No solo eso, los defendía y propugnaba en los años sesenta la necesidad de una reconciliación nacional. Era suscriptor de Cuadernos para el diálogo, y admirador de De Gaulle y Churchill desde una posición abiertamente antifascista y humanista.

En el momento de escribir estas líneas, he cumplido los sesenta y nueve años, lo que significa que he vivido cinco más que mi padre. Conservo una foto con mi abuelo, tomada a finales de 1955; yo debía de tener unos seis o siete meses. Miro fijamente a la cámara, sostenido entre sus brazos. Siempre me ha parecido al ver esa imagen que el padre de mi padre era un anciano. Pero había nacido en enero de 1900, al comenzar el siglo, y por lo tanto era mucho más joven que yo en la actualidad. Ello demuestra la percepción cambiante del tiempo.

A medida que envejecemos el tiempo pasa cada vez más rápidamente. Ya decía Bergson que la medida de la vida de un hombre no es el tiempo cósmico newtoniano, sino lo que él llamaba la durée, la duración o percepción subjetiva del transcurso de los días, las semanas y los meses. Es una verdad compartida que un dolor de muelas detiene el transcurso del tiempo, que se hace eterno, mientras que los momentos de felicidad son fugaces y perecederos. Casi todos tenemos la sensación de que nuestra infancia pasó en un instante. A mi edad, el tiempo transcurre de forma vertiginosa.

Hace un año y medio me diagnosticaron una insuficiencia renal, acompañada de una diabetes de tipo dos y tensión alta, lo que me ha obligado a tomar precauciones como dejar el alcohol y limitar la carne, el marisco, las grasas y los quesos. Por primera vez en mi vida, tengo una clara e incómoda sensación de haber entrado en la recta final de mi vida. El tiempo se agota y tengo muchas preguntas a las que no encuentro respuesta.

Coincidiendo con ese diagnóstico, he perdido energía y parte de la ilusión de vivir. Soy muy consciente de la fugacidad de las cosas y de la vulnerabilidad que provoca estar al borde de los setenta años. Lo diré sin rodeos: soy un anciano. Pero hay algo en mí, seguramente el instinto de supervivencia, que me empuja a aferrarme a la vida. Los deseos y las pulsiones siguen vivos en mi interior.

Suelo decir a mis amigos que lo cambiaría todo por poder volver a jugar al fútbol, la gran pasión de mi vida. Desde que era niño, intentaba dominar el balón y acertar a un bote colocado a treinta pasos. Tenía buenas aptitudes para este deporte, pero, al llegar a la universidad, opté por centrarme en los estudios. Me di cuenta de que no tenía el suficiente talento para jugar en un equipo profesion

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