Mi tierra prometida

Ari Shavit

Fragmento

cap-1

INTRODUCCIÓN

Signos de interrogación

DESDE QUE TENGO MEMORIA, ESTABA PRESENTE EL MIEDO. Un miedo existencial. El Israel en que yo crecí —a mediados de la década de 1960— era vigoroso, exuberante y lleno de esperanza. Pero siempre sentí que más allá de las casas suntuosas y los céspedes de clase media alta de mi ciudad natal existía un oscuro océano. Un día, temía yo, el oscuro océano se alzaría y nos ahogaría a todos. Un tsunami mitológico impactaría nuestras costas y se llevaría a mi Israel. Se convertiría en otra Atlántida, perdida en las profundidades del mar.

Una mañana de junio de 1967, cuando tenía nueve años, me encontré a mi padre rasurándose en el baño. Le pregunté si los árabes iban a ganar. ¿Conquistarían los árabes Israel? ¿Realmente nos echarían a todos al mar? Algunos días después, comenzó la guerra de los Seis Días.

En octubre de 1973, las sirenas de un desastre inminente comenzaron a sonar. Ya entrado el mediodía, estaba en cama con un resfriado en ese silencioso Yom Kippur cuando los aviones F-4 rasgaron el firmamento. Volaban a 150 metros de nuestro techo y se dirigían al canal de Suez para repeler a las fuerzas egipcias que tomaron a Israel por sorpresa. Muchos de ellos nunca regresaron. Yo tenía dieciséis años y quedé estupefacto cuando llegaron las noticias de que nuestras defensas habían caído en el desierto del Sinaí y las Alturas de Golán. Durante diez horrorosos días parecía que mis miedos primigenios estaban bien fundados. Israel estaba en peligro. Los muros del tercer templo judío se estremecían.

En enero de 1991 estalló la primera guerra del Golfo. Tel Aviv fue bombardeada con misiles SCUD iraquíes. Existía algo de preocupación en cuanto a un posible ataque con armas químicas. Durante semanas, los israelíes llevaron sus máscaras antigás y todos los aditamentos necesarios adondequiera que fueran. Ocasionalmente, cuando se escuchaba una advertencia para avisar que un misil estaba en camino, nos encerrábamos con las máscaras puestas en habitaciones selladas. Aunque la amenaza no resultara ser real, había algo espeluznante en este ritual irreal. Escuchaba con atención los sonidos de las sirenas y observaba con consternación los ojos de mis seres queridos dentro de las máscaras antigás fabricadas en Alemania.

En marzo de 2002, una ola de terror sacudió a Israel. Cientos murieron cuando los terroristas suicidas palestinos detonaron sus explosivos dentro de autobuses, bares y centros comerciales. Una noche, mientras escribía en mi estudio en Jerusalén, escuché una gran explosión. Tenía que ser el bar de nuestro vecindario, pensé. Tomé mis aditamentos para escribir y corrí hacia la calle. Tres apuestos jóvenes estaban sentados en el bar enfrente de sus jarras de cerveza a medio llenar, muertos. Una jovencita menuda estaba acostada en una esquina, su cuerpo sin vida. Aquellos que sólo habían resultado heridos lloraban y gritaban. Cuando observé el infierno que me rodeaba bajo las brillantes luces del bar atacado, el periodista que ahora yo era se preguntó: ¿Cómo será en adelante? ¿Cuánto tiempo podremos sobrevivir a esta locura? ¿Llegará el día en que la vitalidad por la que nosotros los israelíes somos famosos se rendirá a las huestes de la muerte que ahora intentan aniquilarnos?

La victoria decisiva en la guerra de 1967 disipó los temores surgidos anteriormente. La recuperación de las décadas de 1970 y 1980 curó la profunda herida de 1973. El proceso de paz de la década de 1990 sanó el trauma de 1991. La prosperidad de finales de la primera década del siglo disimuló el horror de 2002. Precisamente debido a que estamos sumergidos en la incertidumbre, los israelíes insistimos en creer en nosotros mismos, en nuestro Estado nacional y en nuestro futuro. Pero a lo largo de los años, mi propio temor callado nunca desapareció. Expresar este temor o hablar sobre él era tabú y sin embargo me acompañaba adondequiera que fuera. Nuestras ciudades parecían estar construidas sobre débiles cimientos; nuestras casas nunca parecían ser del todo estables. Incluso aunque mi nación se hacía más fuerte y acaudalada, yo sentía que era profundamente vulnerable. Me di cuenta de lo expuestos que estamos, de lo intimidados que nos vemos constantemente. Sí, nuestra vida sigue siendo intensa y rica y, en muchos sentidos, feliz. Israel proyecta una sensación de seguridad que emana de su éxito material, económico y militar. La vitalidad de nuestra vida diaria es extraordinaria. Y sin embargo siempre existe el miedo de que un día la vida se congele como en Pompeya. Mi amada tierra se desmoronará cuando las masas árabes o las poderosas fuerzas islámicas superen sus defensas y erradiquen su existencia.

Desde que tengo memoria, tengo presente la ocupación. Apenas una semana después de preguntarle a mi padre si las naciones árabes iban a conquistar Israel, Israel conquistó las regiones de Cisjordania y Gaza, pobladas por árabes. Un mes después, mis padres, mi hermano y yo nos embarcamos en un primer recorrido familiar por las ciudades ocupadas de Ramalá, Belén y Hebrón. Adondequiera que fuéramos había restos calcinados de jeeps, camiones y vehículos militares jordanos. Vimos banderas blancas de rendición sobre la mayoría de las casas. Algunas calles estaban bloqueadas por los carbonizados y deformados despojos de elegantes automóviles Mercedes aplastados por las orugas de los tanques israelíes. En la mirada de los niños palestinos de mi edad y menores se veía el miedo. Sus padres parecían devastados y humillados. En unas cuantas semanas los poderosos árabes se transformaron en víctimas, mientras que los israelíes en peligro se convirtieron en conquistadores. El Estado judío ahora estaba victorioso, orgulloso y aturdido con una embriagante sensación de poder.

Cuando era adolescente, todavía todo estaba bien. La noción popular era que la nuestra era una ocupación militar benévola. El Israel moderno trajo consigo el progreso y la prosperidad a las regiones palestinas. Ahora nuestros subdesarrollados vecinos tenían la electricidad, el agua potable y la atención médica que nunca habían tenido. Tenían que darse cuenta de que nunca habían estado tan bien. Seguramente estaban agradecidos por todo lo que les habíamos proporcionado, y cuando llegara la paz devolveríamos la mayor parte de los territorios ocupados. Pero por el momento, todo estaba bien en la tierra de Israel. Los árabes y los judíos coexistían en todo el país, disfrutando de la calma y la abundancia.

Sólo cuando fui soldado que me di cuenta de que algo estaba mal. Seis meses después de unirme a la brigada de élite de paracaidistas de las FDI (Fuerzas de Defensa de Israel), me asignaron a las mismas ciudades ocupadas que había recorrido de niño diez años antes. Ahora estaba asignado a hacer el trabajo sucio: servicio en puntos de control, arrestos domiciliarios, dispersión violenta de manifestaciones. Lo que más me traumó fue irrumpir en las casas para sacar a jóvenes de sus cálidos lechos para interrogatorios de media noche. ¿Qué carajo está pasando?, me pregunté a mí mismo. ¿Por qué estoy defendiendo mi tierra natal tiranizando a civiles que fueron privados de sus derechos y su libertad? ¿Por qué mi Israel ocupaba y oprimía a otro pueblo?

Así que me convertí en un pacifista. Primero como joven activista y luego como p

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