Europa, Europa (Colección Endebate)

Dídac Gutiérrez-Peris

Fragmento

cap-2

1. El limbo

La reinvención como método

18 de abril de 1951, día de la firma del tratado que instituye la Comunidad Europea del Carbón y del Acero. Rodeados del mobiliario imperial francés en el Salón del Reloj se dan cita, además del anfitrión Robert Schuman, los representantes de cinco estados más: el alemán Adenauer, el italiano Carlo Sforza, el belga Van Zeeland, el luxemburgués Joseph Bech y el holandés Dirk Stikker. Es la misma sala donde el 9 de mayo del año anterior Schuman puso la primera piedra del proyecto europeo con la declaración que lleva su nombre.

Van Middelaar explica cómo hasta bien entrada la madrugada anterior han estado discutiendo los mil detalles de una iniciativa política pionera en el continente.4 Son tantos los puntos debatidos, que en el momento solemne el texto no está listo. Schuman y los demás optarán por una solución simple, fiarse de lo acordado a altas horas de la madrugada, y firmar un papel en blanco. Así nace la Comunidad. Con un folio vacío y seis firmas.

La idea de «hoja en blanco» choca con los estudios que tradicionalmente analizan los procesos constituyentes. La ratificación de un texto escrito, en la amplia gama de «Constituciones» posibles, sigue representando, en la gran mayoría de democracias occidentales, el momento fundacional, el certificado de nacimiento, del ente político que cobra vida. Es como si lo uno no pudiera entenderse sin lo otro. El concepto de Leviatán de Hobbes parece cojo sin los hábeas corpus históricos; el Estado de derecho de Montesquieu o el contrato social de Rousseau se nutren de la declaración de los derechos humanos de 1789, de la Constitución estadounidense y de la Bill of Rights inglesa.

Es difícil definir la Unión Europea siguiendo esa lógica. Ni la desmiente, ni la confirma. El derecho primario de la Unión (los tratados) tiene algunos rasgos de las constituciones más rígidas (por ejemplo el requisito de la unanimidad de todos sus miembros para su revisión), pero nunca han llegado a irradiar el aura de las constituciones nacionales. La estructura política europea se ha definido más bien por su crecimiento exponencial e imprevisible, dejando entrever una personalidad porosa y modificable. La indefinición como método. Las fronteras del proyecto las ha marcado la lógica política del momento. El acuerdo como un permanente proceso constituyente, un lugar para la creatividad política, y también para la dictadura del veto.

La evolución de la Unión es el resultado de este paradigma. Desde el ambicioso (y fallido) intento de crear una Comunidad Europea de Defensa en 1954, hasta la impulsión definitiva hacia una moneda común con la llegada de un nuevo presidente francés en la década de 1980. Aunque es necesario aportar dos matices para entender el momento en que se encuentra Europa. Matices que personifican los dos hermanos menores con los que a duras penas ha convivido hasta hoy: el papel de los Estados y el reto de la democracia directa. O en otras palabras, la crisis de la silla vacía que inició el general De Gaulle el 28 de junio de 1965, y la victoria del «no» en el referéndum que se celebró en Francia el 29 de mayo de 2005 sobre la «Constitución Europea». Cuarenta años exactos separan esas dos verdades incómodas.

La tercera Europa: la victoria del intergubernamentalismo

Algunos han intentado huir del maniqueísmo entre las corrientes más federalistas y aquellos que abogan por la vuelta a las fronteras y al pensamiento proteccionista. ¿Acaso la prueba de que existe una tercera Europa no es la propia Unión, que ni es lo uno ni lo otro? Ni unos Estados Unidos de Europa, ni el concierto europeo anterior a 1939. Al igual que ocurre con su indefinición constitucional, también su división de poderes es híbrida, inconexa. En ese debate emerge la idea de una tercera Europa. Aquella que no ningunea el poder de los Estados miembro, más bien al contrario. A veces en forma de alegato, justificación o simplemente como toma de consciencia realista del peso que ha adquirido la lógica intergubernamental.

Una dinámica que ha ganado terreno bajo la presidencia de José Manuel Barroso al frente de la Comisión. Dos mandatos durante los cuales el Consejo Europeo y el Eurogrupo, formados respectivamente por los jefes de gobierno y los ministros de economía de la zona euro, se han erigido en auténtico gobierno europeo. Primero asumiendo las diferentes políticas en época de crisis y luego con la clara vocación de liderazgo político. Una «esfera intermediaria», como dice Van Middelaar, reunida en un marco turbio sin mandatos ni objetivos predeterminados, y donde la opacidad organizativa dificulta el análisis certero.

¿Cómo distinguir entre los intereses de una parte y el interés del todo en el Consejo Europeo cuando ambas responsabilidades recaen en las manos de los mismos actores? ¿Cómo definir y jerarquizar los factores que se tienen en cuenta y que orientan las decisiones? La duda se resume en averiguar qué moneda de cambio utilizan estos foros semi-institucionalizados. Si la lógica no es contar votos ¿de qué forma se están tomando las decisiones en el Consejo Europeo? En su momento fue clarividente un dossier que se publicó en España con vistas a las elecciones generales de 2011. «Los corresponsales extranjeros creen que, gane quien gane, gobernará Merkel».5 Fue una manera de dar por sentado que se había institucionalizado un equilibrio de fuerzas a la antigua, donde el poder individual de cada Estado era el determinante de la acción política. Una lógica que se vio reflejada en el reguero de cumbres que se sucedieron entre enero de 2010 y abril 2011.

En la práctica la lógica en el Consejo Europeo se acerca a una comercialización de intereses que se pagan en función del poder o la influencia que pueda inferir cada Estado miembro. Un zoco donde se venden «rescates bancarios», «puestos de responsabilidad», nuevos «pactos para el empleo» y donde se discuten las normas comunes para los que quieran poner su tenderete de verduras. Uno de los analistas que lo explicó mejor fue Thomas Klau, en un artículo publicado en el Financial Times titulado «Merci, mon Général, bonjour Monsieur Monnet»,6 en el cual daba por sentado que tarde o temprano Francia debería escoger entre el modelo del trueque permanente o el modelo federal.

Esta cuestión sobre la distribución de poder entre las estados-miembro y la comunidad se remonta hasta el 30 de enero de 1966 y el llamado «Compromiso de Luxemburgo». Un texto que firmaron los seis miembros de la comunidad para cerrar la llamada crisis de la silla vacía. Diez meses durante los cuales el gobierno liderado por De Gaulle abandonó las instancias europeas ante la inminente aplicación de un acuerdo que eliminaba de facto y progresivamente la unanimidad. La solución que se adoptó es extremadamente simbólica: frente a la incapacidad de pasar a un sistema de mayorías por el rechazo categórico de Francia se optó por «aplazar» ese momento crucial de la construcci

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