La sonrisa del jaguar

Salman Rushdie

Fragmento

y volcánico país. No fui a Nicaragua con el propósito de escribir un libro, ni siquiera de escribir; pero al final me impresionó tanto que no me quedó más remedio que hacerlo. Un momento, sí, pero creo que esencial y revelador, porque no fue al principio o al final sino hacia la mitad, un tiempo cercano al eje de la historia, un tiempo en que todas las cosas, todos los posibles futuros, seguían manteniéndose en un delicado equilibrio.

A pesar de todo no me pareció (como temí) un tiempo sin esperanza.



1. EL SOMBRERO DE SANDINO

«Cristóbal Colón salió de Palos de Moguer, en España, en busca del reino del Gran Khan, donde se encontraban castillos de oro y las especies crecían por doquier, y donde al caminar se encontraban fácilmente piedras preciosas. Sin embargo, en vez de ese mundo descubrió otro, rico, hermoso y lleno de fantasía: América.»

Leí ese párrafo en un «mapa del tabaco» en Cuba, en el aeropuerto de La Habana, y para un viajero de paso hacia América Central por primera vez, me pareció un texto propicio. Sin embargo, después, cuando el avión sobrevolaba la verde laguna del cráter del volcán de Apoyeque y se vio Managua, recordé otro texto, más sombrío, del poema de Neruda, «Centro América»:

Delgada tierra como un látigo, calentada como un tormento, tu paso en Honduras, tu sangre  en Santo Domingo, de noche
tus ojos desde Nicaragua
me tocan, me llaman, me exigen
, y por la tierra americana
toco las puertas para hablar
, toco las lenguas amarradas, levanto las cortinas, hundo la mano en la sangre:

Oh, dolores
de tierra mía, oh estertores del gran silencio establecido
, oh, pueblos de larga agonía, oh, cintura de sollozos.

Para comprender a los vivos en Nicaragua me di cuenta de que era necesario empezar con los muertos. El país está lleno de fantasmas. Sandino vive, me gritó un muro en el momento en que llegué y enseguida un pedrusco rosado contestó, Cristo vive, lo que es más, viene pronto. Poco después pasé junto al plinto vacío donde, hace siete años, estaba la estatua ecuestre del monstruo; lo que pasa es que la estatua no le representaba a él, sino que era una de segunda mano traída de Italia, a la que le habían puesto un rostro nuevo. El rostro original era de Mussolini. La estatua se vino abajo con la dictadura, pero el plinto vacío es, en cierto modo, un engaño. Somoza vive: palabras frías, sombrías, que apenas se oyen en Nicaragua, pero la bestia aún respira. Tacho fue asesinado en 1980 por una unidad de los Montoneros argentinos que lo encontraron en Paraguay, pero su sombra se sigue proyectando, siniestra, en la fron tera hondureña, un fantasma con sombrero de cowboy.

Managua se ha ensanchado en torno a su propio cadáver. El ochenta por ciento de los edificios de la ciudad se derrumbaron durante el gran terremoto de 1972 y la mayor parte de lo que fue su centro es un vacío. Bajo el gobierno de Somoza siguió siendo un montón de escombros y sólo después de su caída se quitaron todas aquellas ruinas y se sembró hierba donde estuviera el corazón de Managua.

El vacío del centro le ha dado a la ciudad una irrealidad provisional, de escenario cinematográfico. Sigue habiendo una seria carencia de viviendas y el pueblo de Managua tuvo que arreglárselas con lo que quedó. El Ministerio de Asuntos Exteriores ocupa un banco transformado. El hotel Continental es una pequeña pirámide truncada que, por desdicha, no se vino abajo. Está colocado entre los espectros de la antigua Managua como un presagio: un norteamericano feo, pero que, sin embargo, sobrevive. (Sé que no puedo ver una ciudad semejante como no sea en términos simbólicos.)

También hay poca gente. La población de Nicaragua es de menos de tres millones y la guerra sigue disminuyéndola. En mis primeras horas en las calles de la ciudad vi imágenes habituales para quien tiene los ojos hechos a la India y a Pakistán; los escasos autobuses de la capital, muchos de ellos donados hace poco por la nueva Argentina de Alfonsín, iban de bote en bote, con la gente colgada, muy a la manera subcontinental. Y las chabolas de la carretera, alzadas por los campesinos que vienen  a Managua con apenas un poco de esperanza, se parecían a los «bustees» de Calcuta y Bombay. Después comprobé que esas similitudes con países superpoblados resultan tan engañosas como el plinto vacío del tirano. Nicaragua, que es más o menos del tamaño del estado de Oklahoma (si dan la vuelta a Inglaterra y Gales tendrán una idea aproximada de sus proporciones), es también el país más vacío de América Central. El área metropolitana de Nueva York tiene seis veces más habitantes que toda Nicaragua; el vacío del centro de Managua es más revelador que un autobús repleto.

Llenando el vacío, poblando las calles, están los fantasmas, los mártires caídos. El novelista argentino Ernesto Sábato ha dicho que Buenos Aires es una ciudad el nombre de cuyas calles sirve para sepultar el recuerdo de sus héroes, y en Nicaragua tuve con frecuencia la sensación de que todo el mundo que importaba ya se ha muerto y ha sido inmortalizado en los nombres de hospitales, escuelas, teatros, carreteras o incluso (como en el caso del gran poeta Rubén Darío) de una ciudad entera. En la Grecia clásica los héroes esperaban convertirse en dioses, o en su defecto en constelaciones, pero los muertos de un país empobrecido del siglo veinte tienen que conformarse con una inmortalidad más prosaica, de parque público o de estadio deportivo.

De los diez primeros dirigentes del Frente Sandinista de Liberación Nacional, nueve murieron antes de caer Somoza. Sus rostros, pintados con los colores sandinistas, rojo y negro, se proyectan, gigantescos, sobre la plaza de la Revolu ción. Carlos Fonseca (que fundó el Frente en 1956 y que cayó en noviembre de 1976, sólo dos años y medio antes de la victoria sandinista); Silvio Mayorga; Germán Pomares: sus nombres son como una letanía. El superviviente, Tomás Borge, ministro del Interior, está allá arriba también, un hombre viviente entre los inmortales. Borge fue duramente torturado y, según dicen, «se vengó» de su torturador después de la revolución, perdonándole.

En un país cuya historia ha sido, durante los cuarenta y seis años que los Somoza encabezaron una de las dictaduras más largas y crueles del mundo, un ritual sangriento permanente, no resulta sorprendente que se haya desarrollado una cultura de los mártires. Escuché constantemente leyendas sobre los muertos. Sobre el poeta Leonel Rugama, atrapado en una casa por la Guardia Nacional de Somoza, que cuando le dijeron que se rindiera contestó: «¡Que se rinda su madre!», y siguió luchando hasta morir. De Julio Buitrago, rodeado en una «casa segura» en Managua, junto con Gloria Campos y Doris Tijerino. Finalmente fue el último que quedó vivo, resistiendo el poder de los tanques y de la artillería pesada de Somoza hora tras hora, mientras todo el país le veía en directo por la televisión, porque Somoza creía que había capturado a una célula entera del FSLN y quería que su destrucción fuera una lección para el pueblo; lo cual resultó un terrible error de cálculo, porque cuando la gente vio a Buitrago salir disparando y morir por fin, aprendió la lección contraria: que era posible la resistencia. En Nica ragua, a «los siete años», los muros siguen hablando con los muertos: «Carlos, estamos llegando», dicen las pintadas; o: «Julio, no te hemos olvidado.»

Un cuadro de la pintora primitivista Gloria Guevara, titulado Cristo guerrillero, muestra una crucifixión en un paisaje rocoso y montañoso de Nicaragu

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