Reforzar los cimientos

Ngugi wa Thiong'o

Fragmento

cap

Prefacio

Lo que une estos ensayos entre sí es la preocupación por el lugar de África en el mundo actual. Cualquier debate sobre el continente debe tener en cuenta las profundidades de las que África ha emergido y las fuerzas mundiales contra las que ha tenido que luchar, desde el tráfico de esclavos, la esclavitud y el colonialismo hasta el esclavismo de la deuda. Al contrario de lo que cabía esperar, han ocurrido muchas cosas buenas, lo cual constituye un motivo para la esperanza. Pero semejante debate también ha de tener en cuenta aquello en lo que África ha fallado y los crímenes que ha cometido contra sí misma. Lo central en esta cuestión es la postura de las clases medias dominantes en relación con el pueblo y las fuerzas externas. En el pasado, un sector de dichas clases medias desempeñó el papel de facilitador en detrimento de los intereses más profundos del continente. Incluso el tráfico de esclavos y el colonialismo contaron con la colaboración de los africanos. Afortunadamente, en su seno hubo otro estrato que buscó una alianza con la gente común y en contra del invasor externo y los colaboracionistas africanos. Las preguntas que tuvieron que afrontar las generaciones y manifestaciones previas de las clases medias siguen siendo relevantes: ¿su responsabilidad es para con sus pueblos o para con el poder imperial?; ¿se ven a sí mismas como rentistas que viven de sus recursos o como creadoras de cosas a partir de dichos recursos? Aunque estos ensayos fueron escritos para diferentes ocasiones y en distintos momentos, la cuestión de las clases medias mímicas que huyen de sus raíces entre el pueblo es uno de sus hilos conductores.

Otro tema es el de las armas nucleares. En principio, es algo que puede parecer ajeno a los asuntos más candentes de África. Pero existen razones imperiosas por las que África debe estar y mantenerse al frente de los llamamientos al desarme y la no proliferación de las armas nucleares. Es el único continente que tiene el derecho moral de hacerlo, al ser el único en el que dos países, Sudáfrica y Libia (aunque sin duda bajo presión), desmantelaron voluntariamente sus programas nucleares. Libia incluso le entregó su material nuclear a los Estados Unidos para su custodia. ¿Y qué consiguió a cambio? Una OTAN con armas nucleares invadió el país y lo convirtió en un Estado sin ley, una recompensa irónica a su obediencia. A la Unión Africana, supuestamente la voz de África, la apartaron despectivamente. El interés de África exige que tenga una voz propia en esta cuestión de las armas de destrucción masiva porque, le guste o no, ha sido arrastrada hacia la política y la práctica nucleares. Francia realizó en África sus primeras pruebas nucleares, e Israel lo hizo al parecer en las islas Prince Edward durante la era del apartheid. África es una de las fuentes del uranio, un componente esencial del armamento nuclear. Durante la invasión americana de Irak, Níger se vio envuelto en esta controversia en virtud de alegaciones sin fundamento acerca de que Sadam Husein le había comprado uranio.

Y siempre está la ironía histórica más amplia. Las tres mayores potencias nucleares (Francia, Inglaterra y Estados Unidos) tienen un pasado esclavista y colonialista. En buena medida, la esclavitud, el colonialismo y el armamentismo nuclear se rigen por el mismo instinto: el desprecio por las vidas de los otros, especialmente de aquellos que son negros. Aunque la Primera y la Segunda Guerra Mundial tuvieron sus orígenes en Europa, África fue arrastrada a ellas. ¿Hay alguna razón para pensar que África no pudiera verse involucrada en otra más, aunque comenzara en otra parte?

Está también la cuestión de la supervivencia: los africanos forman parte de la humanidad, y las armas nucleares, no importa quién las maneje, son una amenaza para la humanidad. «Ningún hombre es una isla, en sí solo completo —escribió John Donne—. Cada ser humano es parte del continente, parte de un todo [...] La muerte de cualquier hombre me mengua, porque estoy involucrado con el resto de la humanidad y, por tanto, no quieras saber por quién doblan las campanas: doblan por ti.»[1] El mensaje de Donne es relevante para nuestro mundo contemporáneo, más incluso que cuando escribió esas palabras, porque nuestro planeta común está amenazado por las dos armas gemelas nacidas de la avaricia humana: los crímenes medioambientales cometidos por las grandes potencias mundiales y, por supuesto, las armas nucleares.

Aunque mi preocupación fundamental es la visibilidad de África en el planeta, escribí estos ensayos para diferentes ocasiones. El primero de ellos, sobre la palabra «tribu» en la política africana, se basa en una conferencia que di en Manoa, en la Universidad de Hawái, el 28 de abril de 2008, como ocupante de la Cátedra Distinguida de Ideales Democráticos Dan y Maggie Inouye. Aunque puedo entender por qué los detractores de los pueblos no europeos quieren definirlos como tribus, no soy capaz de entender por qué los intelectuales africanos, los del Pacífico, los Nativos Americanos y los indios han abrazado este término peyorativo. ¡Todavía me pasma que más de cuarenta millones de yorubas sean una tribu y cinco millones de daneses, una nación! O por qué los pueblos no europeos tienen que denominar «tribales» a sus comunidades o a sus líderes. Todas las comunidades tienen un nombre con el que se identifican a sí mismas. Llamémoslas por ese nombre. Hablamos de los ingleses, o del pueblo británico; los franceses, o el pueblo francés; los chinos, o el pueblo chino; los rusos, o el pueblo ruso. Concedámosles el mismo beneficio a todas las comunidades, grandes o pequeñas, en África y en el mundo. No editemos sus nombres. Llamémoslas por el nombre con el que se identifican.

El segundo ensayo, sobre las identidades africanas y la globalización, está basado en una conferencia pronunciada en el Macalester College de Saint Paul, Minnesota, en 2004. El tercer capítulo, sobre el lenguaje y el intelectual africano, lo escribí para el Congreso Grande Finale de Dakar, Senegal, celebrado del 10 al 12 de diciembre de 2003, para conmemorar el treinta aniversario del Consejo para el Desarrollo de las Ciencias Sociales en África (CODESRIA). Esta es una versión revisada y considerablemente reducida, pero los argumentos centrales son los mismos: no se puede entablar ningún diálogo significativo sobre ideas concernientes a África sin, por descontado, llamar la atención sobre el enorme absurdo intelectual de que el continente más grande de la Tierra rechace sus propias lenguas y al mismo tiempo pretenda que le tomen en serio.

El cuarto ensayo, sobre la responsabilidad mundial de proteger a la humanidad, formó parte de una conversación interactiva informal sobre «La responsabilidad de proteger» en la Cámara de Consejeros Delegados que precedió a un debate sobre el mismo tema en la Asamblea General de las Naciones Unidas en Nueva York, el 23 de julio de 2009. Me alarma que, bajo este lema, Occidente asuma que tiene la responsabilidad de «proteger» de sí misma a África. ¿Y si hablamos de la responsabilidad de África a la hora de proteger e intervenir en Europa y en América? Unas Naciones Unidas y un Consejo de Seguridad realmente democráticos y representativos tendrían que ser el prerrequisito para que cualquier Estado asumiera esa responsabilidad. Ya hemos sido testigos de cómo una idea noble, como el Tribunal Penal Internacional, se ha convertido en un instrumento que está ciego

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