Un imperio de ingenieros

Felipe Fernández-Armesto
Manuel Lucena

Fragmento

libro-1

PRESENTACIÓN

Pocos han sido en la historia de la Humanidad los imperios que han alcanzado las extraordinarias dimensiones de la Monarquía Hispánica. En el Imperio español gobernado por Felipe II nunca se ponía el sol. Considerando un período de tiempo suficientemente amplio puede sostenerse que el Imperio español fue el más extenso del globo a mediados del siglo XVII, y alcanzó su mayor dimensión a finales del siglo XVIII. Fue grande en tierras y en el control de los mares y del comercio que navegaba por ellos. Los viajes de Colón y Magallanes-Elcano supusieron hitos históricos relevantes, condiciones necesarias para abrir el comercio entre América y Eurasia. Junto con los descubrimientos, la reducción del riesgo de la navegación, el aseguramiento del tornaviaje y el fomento del intercambio de bienes, culturas y formas de vida, eran partes de un conjunto que puede ser calificado como uno de los grandes hitos de la historia de la Humanidad.

En esta aventura global debe destacarse la singularidad que supone administrar un imperio con la preocupación por dotar a sus territorios de infraestructuras físicas y sociales que contribuyeran de forma decisiva al crecimiento económico y, en definitiva, al bienestar de sus habitantes. Un conjunto de héroes, encarnados en militares, religiosos y administradores públicos y civiles colaboraron de forma eficaz en el proceso de desarrollo de los territorios descubiertos, en su evangelización, su administración y su defensa. Las acciones llevadas a cabo fueron impresionantes y contribuyeron a cambiar el mundo.

La leyenda negra, sutil e interesadamente manejada, en la mayoría de los episodios elegidos como ejemplos puede ser calificada como sesgada por incompleta e injusta por no reflejar la realidad con la debida precisión. Y es aún más injusta cuando, desde una perspectiva ideológica, se utiliza el ágora para esparcir dudas y falacias acerca del importante papel transformador que jugó la Corona española en tierras americanas sin que en tales ensueños se tome en consideración la justa réplica por parte de historiadores rigurosos debidamente apoyada en datos y argumentos adecuadamente elaborados de acuerdo con el método científico. No debe olvidarse que los exploradores españoles hicieron de aquellas tierras parte integrante de España y sus hombres fueron tan súbditos de la Corona como los nacidos en España.

El presente libro pretende aportar luz sobre la cuestión de la presencia de España en la América hispana y otros territorios ultramarinos. En absoluto pretende explicar todos los aspectos del Imperio español en América. Su objetivo principal es explicar la contribución de la ingeniería al desempeño de la monarquía española. El origen de esta obra se encuentra en la contemplación de una de las infraestructuras cuya autoría corresponde a los jesuitas que, junto con agustinos y franciscanos, entre otros, contribuyeron a difundir el estado del arte en los campos de las ciencias y las letras. La fecha y el lugar se sitúan en el día 10 de mayo del año 2001 y en la Universidad Nacional de Córdoba. En efecto, corría ese año cuando la Fundación Rafael del Pino organizó unas Jornadas Virreinales en tierras argentinas. Una parte de dichas jornadas se celebró en el Salón de Grados de la citada Universidad, que había sido la capilla jesuita de los españoles, en la antigua Córdoba del Tucumán. Durante uno de los descansos, Rafael del Pino y Moreno, el fundador de la Fundación que lleva su nombre, mi padre, empresario, ingeniero y navegante, visitó la fábrica del edificio universitario constatando su excelente calidad. Tal es la perfección de la obra que ha permitido su uso continuado desde la fundación de dicha institución por la Compañía de Jesús en el año 1613. En aquel momento y en aquel lugar surgió la idea de impulsar una investigación que pusiera en valor el papel de la monarquía española en la América hispana desde la perspectiva de la organización de sus infraestructuras económicas y sociales.

En cuanto a los autores, la elección no fue difícil. La Fundación había patrocinado dos investigaciones del profesor Felipe Fernández-Armesto. La primera, sobre la historia mundial de la exploración (Los conquistadores del horizonte, Oxford University Press, 2006; Destino, 2006) y traducida a catorce idiomas, recibió el premio de la Asociación de Historia mundial. La segunda, una historia de Estados Unidos pensada desde el Sur con la Corona española como impulsora de progreso, en lugar de desarrollar el argumento que tomó a los peregrinos puritanos como punto de partida, que era lo habitual (Nuestra América. Una historia hispana de Estados Unidos, Galaxia Gutenberg, 2014; New Directions, 2015).

Para llevar a cabo la obra que el lector tiene en sus manos la Fundación concedió sendas ayudas de investigación a los profesores Fernández-Armesto y Manuel Lucena Giraldo. Su título es sugerente: Un imperio de ingenieros. Habla de hombres polifacéticos que llevaron a cabo actividades muy diversas, todas ellas orientadas a fomentar el desarrollo económico, la obtención de beneficios y la mejora de las condiciones de vida de los habitantes de aquellas tierras. El subtítulo también es evocador: Una historia del Imperio español a través de sus infraestructuras (1492-1898). Pero aun siendo las infraestructuras impulsadas decididamente por la Corona el hilo conductor del libro, este trata de más asuntos, todos ellos de indudable interés.

La obra destaca el importante papel de los ingenieros. También se refiere a la intensa actividad llevada a cabo por navegantes, militares, misioneros y, asimismo, por la iniciativa privada, tan relevante en algunos aspectos. Todos, cada uno desde su especialidad, trabajaron en beneficio de la construcción, administración y modernización del Imperio y del Nuevo Mundo. Las referencias fueron los vientos, las aguas, las piedras, el conocimiento y los hombres. En otras palabras: la navegación, la edificación, el progreso y la mejora de las condiciones de vida de los habitantes de aquellas tierras. No en vano, la navegación y las infraestructuras contribuyeron a la creación de riqueza y a la extensión de las redes comerciales, que ayudaron de forma decisiva a la articulación de mercados a corta y larga distancia y a diversificar los productos que podían venderse y adquirirse en los mismos. Complementariamente, la educación superior, por ejemplo, corrió a cargo de las órdenes religiosas. Muchas de aquellas infraestructuras todavía permanecen en pie y son utilizadas o contempladas por residentes o visitantes. Obras bien hechas, sólidas y bellas, que han trascendido vidas y generaciones.

El desarrollo del comercio fue el origen de nuevas inversiones, de gasto corriente y de fomento del trabajo y mejora de las condiciones de vida de los nativos de aquellas tierras y de todos los que, procedentes de todos los rincones del orbe, allí se radicaban. En definitiva, fue fuente de crecimiento económico y de progreso. Y de buena administración, tanto de los recursos de la justicia como de la seguridad. No se descuidó la salud de las personas y, de acuerdo con las instrucciones que en su día dio el emperador Carlos V, se fomentó la construcción de hospitales —que alcanzaron una cifra superior a mil— con el fin de atender a españoles y nativos. A tales hospitales deben añadirse los edificados en las misiones. Mención aparte, por su relevancia y efectos, merece la lucha contra la viruela.

España se había beneficiado de las vías de comunicación construidas por los romanos, y los ingenieros españoles, inspirados en aquellas maravillas, replicaron y ampliaron aquella labor en las tierras lejanas que administraban, mejorando sensiblemente las vías de comunicación existentes a su llegada, diseñadas para ser recorridas a pie y en condiciones tecnológicas preindustriales. En efecto, construyeron caminos y puentes susceptibles de ser transitados por carruajes con la correspondiente mejora de la eficiencia del transporte. Pero, además, edificaron canales, puentes de piedra o construidos sobre pontones, puertos, fortificaciones, minas, presas, acueductos, alcantarillado, obra civil… Asimismo, drenaron humedales, organizaron los correos, dispusieron la higiene de las calles…

Las citadas actividades de fomento fueron complementarias a las llevadas a cabo en las misiones, que, además, desempeñaron una importante labor de enseñanza, no solo en relación con las letras y las ciencias sino, también, en el campo de la agricultura y la ganadería, la construcción, la artesanía, la producción de bienes artesanales y la salud de las personas.

Acertadamente, el libro no termina en la época de las emancipaciones americanas y se extiende hasta el siglo XIX. En efecto, el trabajo creativo de los ingenieros nunca se detuvo. Demostraron tener una predisposición innata a incorporar los nuevos inventos que modificaron la forma de vivir y trabajar a lo largo de la centuria. En 1837 construyeron el primer ferrocarril español, La Habana-Bejucal. Cuarenta años más tarde se registró la primera llamada telefónica en territorio español, también en Cuba, y en el año 1880 se envió el primer telegrama desde Filipinas a España. Un reflejo de que aquellas tierras eran administradas como si formaran parte de una unidad indisoluble con las tierras de España.

En definitiva, el libro pone de manifiesto una parte importante de la labor de España en Hispanoamérica y otros territorios de ultramar. Una labor, apoyada en una permanente inversión en capital físico y capital humano, no exenta de grandes riesgos, que tomó cuerpo en una constelación de infraestructuras económicas, sociales y administrativas. Así se transformó el Nuevo Mundo en un mundo nuevo, más moderno y con unos mayores niveles de bienestar.

Para la Fundación Rafael del Pino ha sido un honor patrocinar la investigación que ha dado lugar al presente libro e impulsar su publicación.

María del Pino

Presidenta de la Fundación Rafael del Pino

I
INTRODUCCIÓN.
HACIENDO FUNCIONAR EL IMPERIO

Mirad, yo os he sorteado, como heredad para vuestras tribus, esos pueblos que quedan por conquistar (además de todos los pueblos que aniquilé), desde el Jordán hasta el mar Grande de Occidente.

JOSUÉ, 23, 4

«¡Mira mis obras! —clamó Ozymandias, tal como lo imaginó Shelley—, ¡y desespera!». La llamada a la desesperación era irónica. El soneto de Shelley —quizá el más perfecto en sonoridad, cadencia y ritmo jamás ideado en inglés— apareció en 1818, cuando el Imperio español se hallaba en aparente colapso. Las ruinas románticas estaban de moda. La inscripción en el pedestal del faraón, destinada a intimidar a sus sucesores con la grandeza de sus logros, apenas «dos piernas de piedra enormes y sin tronco…, la mitad hundida, el rostro destrozado», era todo lo que quedaba de una imagen que alguna vez, presumiblemente, había enseñoreado los monumentos circundantes, «donde ahora la arena, solitaria y plana, se extiende hacia la lejanía».[1]

El propósito de Shelley fue exponer las pretensiones de tiranía y la evanescencia de los imperios.[2] Aunque una nueva versión del Imperio británico tomaba forma en la India, el modelo inicial del imperialismo inglés en la Edad Moderna se había derrumbado durante la década de 1780, con la pérdida de las Trece Colonias que se convirtieron luego en Estados Unidos.[3] Los esfuerzos imperiales de Francia en América del Norte se desvanecieron ya en 1763. Las guerras revolucionarias francesas y, tras ellas, las napoleónicas supusieron el final instantáneo de las posesiones que Francia había retenido en Santo Domingo, así como una prolongada agonía para los imperios holandés, español y portugués. En lo que respecta al «Imperio republicano», que amenazaba a los pueblos indígenas de gran parte de América del Norte, la perspectiva no resultaba en modo alguno agradable para todos. Durante la década de 1830, Thomas Cole pintó unas amenazantes series sobre «La maldición del Imperio» con el fin de disuadir a sus conciudadanos de perseguir tan sanguinario objetivo. Los Estados Unidos que imaginaba evolucionaban desde la simplicidad del salvajismo y la vida pastoral a la autoindulgencia traída por la «consumación del Imperio», y de ahí caían en una inevitable decadencia, como les había ocurrido a los romanos y como experimentaron sus sucesores modernos.[4]

Para los autores de este libro y, esperamos, para nuestros lectores, el mensaje de Ozymandias, uno de los nombres con los que fue conocido el faraón egipcio Ramsés II, transmite más que pura desesperación. Aunque el desierto, tal como el imaginario viajero de Shelley lo describió, recuperó el terreno ocupado por los edificios y las obras portentosas con las que el faraón quiso arrinconarlo, la estrategia de Ozymandias para concebir la ingeniería de un imperio fue seguramente la correcta. Si la civilización supone un proceso de modificación de la naturaleza para que sirva a objetivos humanos, el imperio lleva esta adaptación del entorno un paso más allá:[5] implica la reestructuración del paisaje con fines políticos, el establecimiento de infraestructuras para vincular comunidades dispares en una sola entidad política o, al menos, en un conglomerado, unitario o diseminado, aunque con lazos comunes de pertenencia y lealtad.

Según cuenta la leyenda, el mítico ingeniero Yu el Grande fundó el Imperio chino dragando ríos y sembrando la tierra de canales. Las inundaciones, que antes obstaculizaban la producción, remitieron. Las comunicaciones se multiplicaron a lo largo de los canales. La cuchilla de Yu cortó las crestas de las montañas, hizo rectos los caminos y planos los lugares ásperos. La historia resulta fantástica y además la secuencia es creíble, pues muchos episodios genuinamente históricos la reproducen. A pesar de que los conocimientos de Yu incluyeron la construcción de caminos y canales, su especialidad era la hidráulica, de modo que anticipó los imperios hidráulicos que Karl Wittfogel y Karl Butzer identificaron como nueva forma dominante de gobierno durante la Edad del Bronce.[6] La cabeza en forma de maza de un monarca egipcio del cuarto milenio antes de Cristo lo muestra excavando un canal, una franca identificación de la realeza con el control de los cursos de agua. Un juez justo, según un proverbio egipcio, era como «una presa para el sufriente, pues le resguardaba de ahogarse», mientras que, por el contrario, uno corrupto equivalía a una inundación.[7] El archivo de un contratista de Larsa, en Mesopotamia, llamado Luigisa, que ha sobrevivido cuatro milenios, revela la naturaleza de su trabajo. Tenía que medir la tierra para la construcción de canales, organizar a los trabajadores, su salario y provisiones, supervisar la excavación y el dragado de los sedimentos acumulados. La provisión de mano de obra era tarea clave —se necesitaron 5.400 trabajadores para cavar un canal y otros 1.800 en una ocasión para reparaciones de emergencia—. A cambio de tamaña responsabilidad, gozaba de un trabajo potencialmente rentable, pues controlaba la apertura y el cierre de las compuertas que abrían o cerraban el suministro de agua. Estaba obligado a cumplir mediante juramentos a riesgo de perderlo todo. «¿Cuál es mi pecado —se quejó uno de ellos a un funcionario superior cuando perdió el control de un canal—, que el rey me lo ha arrebatado y se lo ha entregado a Etellum?».[8] Las obras públicas, además de modificaciones del paisaje para la gestión del suministro de agua y las comunicaciones fluviales, incluyeron almacenes y hasta fábricas, como aquellas que yacen bajo el palacio de Cnosos en Creta, y, tal vez, inspiraron la leyenda del laberinto del Minotauro, junto a mercados y lugares de reunión, puentes y, por supuesto, templos.

Para los españoles de la Edad Moderna dedicados a concebir el imperio, que sabían poco de China o de la Edad del Bronce, el modelo efectivo era, evidentemente, el más sobresaliente de todos en ingeniería: Roma.[9] La ingeniería fue el arte máximo de los romanos. Ellos descubrieron la manera de fabricar cemento, lo que facilitó proezas constructivas sin precedentes.[10] En todos los lugares a los que alcanzaba el Imperio, los romanos y las élites que reclutaron como aliadas y confederadas invirtieron en infraestructura. Construyeron caminos, alcantarillas y acueductos. Junto a templos dotados por mecenas poseídos de fervor cívico y a expensas del presupuesto público, levantaron anfiteatros, murallas, baños públicos y puertas monumentales. El mayor palacio de justicia del Imperio romano estaba en Londres, y la calle más ancha en Itálica, al sur de España. Los colonos de Conímbriga, sobre la costa de Portugal, donde el rocío de sal corroía los suelos de mosaico, demolieron en el primer siglo de nuestra era el centro de la ciudad y lo reconstruyeron para que se pareciera a Roma. Esta exportó delicias mediterráneas —el patrón constructivo de villas y ciudades, junto con vino, aceite de oliva y cerámicas— a las provincias. Los romanos fueron también conquistadores brutales. Arrasaron ciudades, esclavizaron personas, diezmaron a los rebeldes y se deleitaron en ceremonias de triunfo diseñadas para la humillación de los enemigos derrotados. Sin embargo, establecieron una pax romana que podía diluir el resentimiento y la resistencia. Si hubieran imitado a Ozymandias y hubieran exclamado: «¡Mira mis obras!», el efecto habría resultado tranquilizador. Habrían mostrado los beneficios de la capitulación, o de la colaboración, en una empresa que fomentaba la prosperidad, extendía los límites del comercio y proporcionaba una relativa seguridad en el suministro de alimentos y la defensa imperial.[11] Los líderes provinciales visitaron Roma, hicieron juramentos de lealtad en los templos capitolinos, inscribieron leyes romanas en las puertas de sus ciudades y proclamaron orgullosos, como Pablo de Tarso: «Civis romanus sum», que significa «poseemos la ciudadanía romana».

En cierto sentido, la infraestructura fue el gran ingrediente secreto del éxito de los imperios antiguos, o al menos podría parecerlo. La ingeniería nunca ha dejado de hacer contribuciones fundamentales para el funcionamiento de los imperios. Si hacemos una comparación razonable, veremos, por ejemplo, que los imperios más exitosos del mundo han sido creaciones de ingenieros: no solo China y Estados Unidos han absorbido vastas comunidades por conquista u otras formas de adscripción, sino que han convencido a la mayoría de los pueblos sometidos para que se replanteen sus propias identidades. Podemos hablar de los hakkas o los peng-mins, los pawnees o los mandingas, los italianos o los polacos… Los que consideremos, todos acaban convertidos en «chinos» o en «estadounidenses», según el caso. Por supuesto, este éxito tiene límites. Los tibetanos, en su mayoría, junto a muchos musulmanes del occidente de China, rechazan semejante posibilidad, igual que existen secesionistas irredentos, nacionalistas puertorriqueños, o miembros de la «nación del Islam» en Estados Unidos. Sin embargo, es preciso reconocer que el éxito de ambos proyectos imperiales en esta materia no admite discusión. Especialmente si comparamos las trayectorias china y estadounidense con la mayoría de los imperios europeos modernos y observamos cómo la experiencia ultramarina erosionó en estos últimos la identidad metropolitana.

Estados Unidos ha mantenido lo que casi podríamos definir como una tradición de excelencia imperial en ingeniería.[12] En un territorio surcado por ríos anchos y repentinos, y vastos mares interiores, seiscientos mil puentes han hecho más por la unión que todos los generales vencedores en la guerra de Secesión, terminada en 1865. Muchos de ellos están ahora abandonados o deteriorados, víctimas de una visión de la iniciativa privada sin límites morales, que nunca se aplica en mantenerlos. Resultaría inconcebible que Estados Unidos pudiera existir sin ellos. Manhattan es una isla que asemeja un puercoespín, atravesada por los puentes de Brooklyn, abierto en 1883, y el de George Washington, en 1931, con 1.800 y 1.500 metros de largo, respectivamente. El puente de las Siete Millas, inaugurado en 1912, conecta la Florida continental con los cayos. En 1868, el puente de Harpersfield, que cruza el gran río en Ohio, fue el primero con soportes de hormigón armado. Los ferrocarriles, todavía más subestimados en la actualidad, extendieron con ímpetu el comercio y la civilización hacia el interior e integraron las costas, gracias a trabajos topográficos previos patrocinados por el Estado desde la década de 1840. Las universidades públicas, originalmente dotadas con fondos estatales, hoy en día padecen escasez de financiación, pero sus fundadores no perdonaron esfuerzo a la hora de dotar a Estados Unidos de las ventajas económicas que confiere una educación superior accesible para todos. Muchas ciudades estadounidenses, incluso actualmente, parecen organizadas alrededor de monumentos de majestad cívica y pública, universidad local o regional, Asamblea del Estado y alcaldía.

Parece existir una conexión entre infraestructura e imperio. Estos no son, salvo en un sentido muy general, como las máquinas: resultan demasiado humanos para que eso ocurra. Poseen, sin embargo, elementos que vinculan la infraestructura material y se lubrican mediante la política. La naturaleza exacta del vínculo entre imperio e ingeniería depende de cómo definamos los términos. Para nuestro propósito, bajo los conceptos «ingeniería» e «infraestructura», nos referiremos a obras públicas que contribuyeron a la creación de riqueza y crecimiento económico, facilitaron las comunicaciones, mejoraron la salud pública y facilitaron la defensa.

«Imperio» es una palabra más problemática. Hace unos años —debió de ser en 2006 o 2007— uno de nosotros se hallaba en Cambridge, Massachusetts, cenando con unos conocidos de ambos: David Armitage, reconocido autor de The Ideological Origins of the British Empire; Christopher Bailey, el aclamado historiador global que escribió Imperial Meridian y El nacimiento del mundo moderno; Leonard Blussé, cuyo libro Strange Company es uno de los más brillantes jamás escritos sobre el Imperio holandés, y Shruti Kapila, que todavía no había alcanzado su fama actual como historiadora. Enseñaba entonces un curso sobre historia global de los imperios. La conversación, de manera natural, se centró en los imperios, y de forma igualmente natural, surgió un desacuerdo casi completo, excepto en un punto: ninguno de los presentes, en eso coincidimos, fue capaz de definir «imperio». El efecto podría parecer desalentador: allí había supuestos expertos sobre el tema en cuestión obligados a confesar que, literalmente, no sabían de qué estaban hablando.

La imposibilidad de la definición resulta una característica determinante de los imperios que haríamos bien en reconocer. Los historiadores de la Edad Moderna, etapa de florecimiento del Imperio español, usaban de manera habitual esta palabra para referirse a no menos de treinta formas de Estado, de características muy diversas: un gran conglomerado con administración uniforme, como el Imperio chino de los Qing; un Estado altamente descentralizado como Japón, en expansión pero compacto y homogéneo desde hacía tiempo; monarquías pequeñas y étnicamente diversas en el sureste de Asia, como la birmana y la jemer; enormes y dispares hegemonías tributarias, como la de Rusia en Siberia o la de los mongoles fuera de su dominio central; supremacías definidas por medio de la religión, como la de los safávidas o los otomanos; precarias redes marítimas, caso de la estructura dinástica de los Said de Omán, o de los nuevos imperios europeos que irrumpieron en los océanos Atlántico e Índico; territorios ganados por conquista y de corta duración, como el de los aztecas o el Imperio de Mwene Mutapa en África oriental, incluso el breve pero brillante Imperio transahariano de Moulay Hassan de Marruecos; dominios nómadas tradicionales, ejercidos sobre gentes aterrorizadas, caso de uzbekos o de comanches, y, por fin, conglomerados dinásticos de estados independientes, como los Habsburgo austriacos. El Imperio español —o «monarquía», como la mayoría de los españoles prefirieron llamarlo— resultó anómalo, a la manera en que lo fueron casi todos respecto a los demás.

Aunque el imperio resulte indefinible, el término denota la existencia de un Estado con un perfil reconocible, pero variable. De manera típica, un imperio es un Estado conquistador (aunque la obediencia se puede también negociar, o venir impuesta); suele ser grande, al menos en relación con sus predecesores y sucesores; aunque reúna grupos étnicos compactos, asimila diversas comunidades y culturas en un marco de identidad común cuando menos parcialmente compartida, al que añaden vínculos de lealtad, y en la mentalidad de sus propias élites, a menudo encarna valores de aplicación universal que le confieren legitimidad o justifican su expansión. La mayoría de las personas probablemente asumen que la fuerza es otra característica típica de los imperios. Resulta tentador suponer que deben ser poderosos para obligar a gentes subyugadas —y a víctimas— a someterse a sus designios. Esta suposición puede ser válida para imperios posindustriales, que dispusieron de recursos formidables para comunicar y hacer cumplir la voluntad de sus gobernantes. Los primeros imperios de la Edad Moderna, en cambio, carecieron de tales capacidades. De vez en cuando controlaron súbditos que tenían al alcance. Sin embargo, en lo que respecta a las periferias, apenas lograban alcanzarlas. Cuanto más grandes eran, más débiles resultaban sus fronteras. En regiones remotas de la monarquía española, las autoridades locales parecían exentas del control imperial debido al tiempo que requería la comunicación con la metrópoli. Según mandara el océano, llevaba entre 59 y 153 días completar un viaje por mar desde Cádiz hasta Veracruz.[13] Los escribanos que despachaban reales cédulas calculaban a ojo seis meses desde Madrid hasta México capital, tal vez diez hasta Santiago de Chile e incluso un año hasta Manila.

El rasgo más impresionante de la monarquía española —su enorme tamaño— era también fuente de debilidad, pues se extendía de forma tenue a lo largo de fronteras indefendibles en la práctica a través de rutas vulnerables, con recursos distribuidos de manera dispersa. Ningún documento evoca mejor la naturaleza del Imperio, tal vez, que una relación de méritos —expediente legal en apoyo de una demanda personal de recompensa y merced por los servicios prestados al monarca—, como la compilada en 1588 en Ormuz, en el golfo Pérsico, por el capitán portugués Jerónimo de Quadros, para ser remitida al rey Felipe II. El peticionario estaba a cargo de uno de los siete fuertes que se mantenían precariamente a lo largo de la costa meridional del Imperio safávida, una de las fronteras más peligrosas del mundo. Se trata de un documento voluminoso, lleno de testimonios que confirmaron el heroísmo implícito en los sacrificios del peticionario en el servicio a la Corona, en campañas arriba y abajo de las costas occidentales del océano Índico. La carta de presentación es reveladora. El autor comienza explicando que debe reconstruir su fuerte cada año después de las lluvias, «porque está hecho de barro». Manifiesta que su guarnición de siete portugueses y cuarenta mercenarios nativos resulta insuficiente para las tareas que les corresponden: ocupar y reconstruir la fortaleza, luchar contra los bandidos y asaltantes persas y proteger las caravanas que querían comerciar con Ormuz. Se queja de la dificultad de renovar sus provisiones de armas y resulta claro de inmediato que no se refiere a armas de fuego, sino a las flechas de las que dependía la vida de sus hombres. Por último, afirma que su más grave deficiencia es la falta de opio, que sus hombres exigen para continuar en marcha. Los paladines del Imperio enfrentaban dificultades tan extraordinarias que solo lograban afrontarlas con ayuda de narcóticos.[14] Para comprender los imperios modernos, a uno no le queda otro remedio que empezar por reconocer su característica más problemática: la debilidad.

Uno de los mayores problemas de la historia global radica en explicar el funcionamiento de los imperios preindustriales. Dada su fragilidad, ¿cómo eran capaces de ensamblar lealtades, galvanizar apoyos, obtener servicios, recaudar tributos o impuestos, liquidar resistencias, organizar instituciones de gobierno viables o procurar obediencia? ¿Cómo pudieron estos ogros inmensos y mal articulados sobrevivir a la competencia mutua y desafiar la caravana de la historia, que se encaminaba hacia los estados nación y la autodeterminación comunitaria? ¿Cómo resistieron en algunos casos e incluso, contra toda evidencia, lograron crecer? Sin dirigentes locales dispuestos a prestarse como quislings —traidores que no dudaban en servir a extranjeros— y sin colaboracionistas, el imperio era —y hasta cierto punto todavía es— imposible. Pero ¿cómo encuentran o fabrican estos quislings? ¿Cómo se negocian y aseguran semejantes acuerdos y colaboraciones?

Nuestro argumento sostiene que el Imperio español presenta la mejor oportunidad para examinar estas cuestiones, no porque fuera un imperio típico, sino, por el contrario, porque fue especial en determinados aspectos. Hasta bien entrado el siglo XVIII fue el único gran imperio mundial continental y marítimo. Los Qing, los mongoles, los otomanos, el Imperio zarista y otros conglomerados menores se aferraron en gran medida a la vocación tradicional de los estados conquistadores: la expansión por tierra, a través del espacio contiguo, con el objetivo de controlar la producción de recursos fiscalmente explotables. Mientras tanto, surgieron nuevos imperios marítimos o, como Charles Verlinden solía decir, «entidades litorales» pegadas a costas, puertos y rutas de navegación.[15] A veces desarrollaron regiones costeras para cultivos comercializables, pero se concentraron más en el control de rutas muy rentables que en la producción. A gran escala, durante el siglo XVIII los imperios marítimos desplazaron sus centros de gravedad hacia los interiores continentales. Portugal, por ejemplo, incorporó las «novas conquistas» del interior de Goa en la India y continuó la colonización de Minas Gerais en el Brasil, iniciada a finales del siglo XVII, hacia la Amazonia. Los ingleses adquirieron las riquezas de Bengala, y mientras extendían sus colonias norteamericanas, antes confinadas al borde costero al oriente de los Apalaches, por el valle del Ohio. Los holandeses, que poseían experiencia a pequeña escala en entornos insulares del océano Índico y eran capaces de controlar la producción de bienes de valor elevado por unidad de volumen, se adentraron en Java. Para España, no había nada nuevo en aquella estrategia de dominio continental. El Imperio español había adquirido su carácter dual, marítimo y terrestre cuando Cortés conquistó México, entre 1519 y 1521, o incluso antes, a principios de esa década, cuando comenzó la apropiación de partes del istmo de Panamá.

Debido a su tamaño, el Imperio español también resulta un caso de estudio global adecuado. España dispuso del imperio más extendido del globo con la excepción quizá del holandés y, si acaso, por un breve periodo de tiempo, a mediados del siglo XVII, cuando sus avanzadillas se extendieron desde Dejima, en Japón, hasta Manhattan, y desde la estación ballenera de Spitzberg hasta la colonia de El Cabo, en Sudáfrica. En su apogeo, el Imperio español se esparcía desde Mallorca hasta Milán y desde el curso alto del río Missouri hasta el canal de Beagle, junto al cabo de Hornos. A causa de la tiranía de la distancia y la incertidumbre que suponía en el manejo del tiempo, parecía el más difícil de gobernar desde su centro.[16] Seguramente fue, además, el más variado en su momento en términos ecológicos, pues abarcaba los elevados Andes y grandes llanuras, todos los biomas posibles desde el desierto hasta el hielo. Finalmente, si tenemos razón, demostró más que cualquier otro imperio poseer vitalidad para hacer frente a su propia debilidad. La creación de un dominio tan grande y diverso a partir de un territorio de origen tan limitado y poco favorecido por la naturaleza como la península ibérica, en la cual cerca de un tercio es montañoso o árido, con una población tan reducida en comparación con la de rivales como Inglaterra (posteriormente Gran Bretaña) y Francia, constituyó un logro sin precedentes. Si acaso comparable hasta cierto punto con el caso de Portugal y Holanda o, a una escala mucho menor, tal vez, con el de Suecia y Dinamarca, pero en verdad inigualable.

Por último, es preciso señalar que resultan impresionantes los logros españoles en el sostenimiento imperial, en competencia con rivales cada vez más poderosos a medida que el tiempo transcurría y, además, poseedores de mayores recursos, en especial si nos fijamos en los problemas inherentes a la defensa de fronteras inmensas y al mantenimiento de comunicaciones con una tecnología preindustrial. Casi de golpe, en la primera mitad del siglo XVI, España se anexionó las áreas más productivas de la América continental: Mesoamérica, el istmo, la mayor parte de los Andes y los valles del Paraguay y del Paraná, sin oposición efectiva de sus rivales europeos. Las adquisiciones incluyeron —por acción de la providencia, según algunos testimonios contemporáneos— dos de los imperios más dinámicos y agresivos que existían entonces: el azteca y el inca. Cuando los rivales europeos iniciaron su propia expansión, no pudieron hacer otra cosa que picotear alrededor de las posesiones ganadas por los españoles. Las luchas internas los debilitaban, eran pocos y carecían por lo general del apoyo de soldados profesionales. Durante el resto de la centuria, las potencias rivales solo efectuaron incursiones esporádicas, vinculadas a acciones de piratería y corso, o revolotearon y aguijonearon los bordes del territorio español, cual insectos que irritan la piel de una gran bestia. Los publicistas isabelinos se enfurecieron ante la incapacidad de Inglaterra para desafiar el dominio español.[17] Hasta 1607 no se logró formalizar una presencia inglesa duradera en el Nuevo Mundo, cuando se estableció una frágil colonia en Jamestown, en Virginia. La existencia de colonias viables holandesas y francesas tomó aún más tiempo y, salvo en la costa de Guayana, nunca lograron establecerse con total seguridad. Mientras tanto, las armas españolas disfrutaron de un éxito casi uniforme en Europa: hasta la década de 1630 en el mar, y en la guerra terrestre hasta 1640. En América, las únicas pérdidas definitivas fueron las islas de Curazao, en 1634, ante los holandeses, y la de Jamaica, capturada por invasores ingleses en 1654. Durante aquel periodo, solo en dos ocasiones, los ingleses en 1589 y los holandeses en 1628, fueron capaces de interrumpir los convoyes navales de la Carrera de Indias, que vinculaban los fragmentos de monarquía a través del Atlántico. El golpe del holandés Piet Hein en 1628 fue la única ocasión en que la mayor parte de una flota y su carga cayeron en manos enemigas.[18]

Este extraordinario recuento de éxitos españoles transcurrió en medio de una contemporánea sensación de decadencia.[19] A partir de la década de 1590, la población española disminuyó notablemente en tamaño, en especial en relación con la de Francia, Inglaterra y las provincias holandesas, que se habían desgajado con agonía de la monarquía española y lograron la independencia efectiva hacia 1620. En el mismo periodo, los profetas de la fatalidad predijeron, erróneamente pero con sinceridad, el eclipse de la monarquía española, lamentando la aparente retirada del favor divino y la fragilidad de un imperio que, en principio, debería haber repetido la grandeza de Roma. Los ingresos procedentes del Nuevo Mundo que llegaban a la península cayeron casi ininterrumpidamente desde la segunda década del siglo XVII y no empezaron a recuperarse, de forma irregular, hasta la década de 1660.[20] El rendimiento tributario de Castilla, fuente principal de ingresos para el mantenimiento operativo de la monarquía, se resintió debido a la acción combinada de la baja demográfica y la crisis económica. Los costos de la guerra de los Treinta Años, a la que España se unió, aunque con cierta renuencia, en 1628, eran apenas soportables. Las lealtades provinciales y aristocráticas vacilaron —evidencia de una coyuntura crítica— porque la fortaleza institucional había dependido largo tiempo de la disponibilidad de una nobleza de servicio, así como del vigor de las clases guerreras y administrativas, animadas por ideales de apoyo a la Corona. En 1640 estallaron revueltas secesionistas en Cataluña, Andalucía, Nápoles y Portugal. Aunque solo la última tuvo éxito, la carga que supuso la lucha contra los rebeldes limitó la eficacia española en otros frentes bélicos, que eran numerosos. Comprendían la defensa del sur de las provincias holandesas sin un acceso fácil a los escenarios de la guerra y sin puertos adecuados para el embarque; el enfrentamiento a la alianza de franceses y alemanes protestantes a lo largo del Camino Español, la ruta militar que iba desde Italia hasta Flandes; la lucha por mantener confinados a los otomanos en el Mediterráneo y por defender a los enclaves norteafricanos; el mantenimiento de los enemigos musulmanes lejos de Filipinas, y, finalmente, la defensa de los reinos de las Indias, demasiado grandes para ser protegidos con seguridad y demasiado dispersos para ser guarnecidos con tropas estables a lo largo de sus fronteras interiores. Ninguna de estas aflicciones pudo detener, sin embargo, el crecimiento del Imperio español en el Nuevo Mundo. La expansión se reanudó hacia finales del siglo XVII, con la reocupación de Nuevo México —territorio que los españoles conquistaron en 1598, del cual se retiraron en la década de 1680 por acometidas indígenas— y con la sumisión del último reino maya independiente, en 1697.

Los asentamientos en Nuevo México dieron lugar a nuevas necesidades. Entre ellas, la apertura de comunicaciones hacia el Pacífico, el golfo de México y el valle del Mississippi, con la exploración de las grandes llanuras y la cuenca de Utah; la expulsión de intrusos franceses, y la pacificación del enorme arco de frontera continental situado al norte de los nuevos límites imperiales. Nuevo México parecía una colonia pobre, pero los asentamientos españoles eran como un imán para la gente de frontera, de modo que el botín y los sobornos de Roma atraían a los bárbaros cercanos, o la riqueza y el magnetismo de China fascinaban a los yurchenes o a los manchúes. La revolución que implicaba el uso del caballo cambió la ecología, la política y la economía de los indígenas. Entre los apaches, la riqueza del hombre blanco, de la que se apoderaron a veces mediante incursiones o rescates, fracturó los vínculos tradicionales de parentesco y jerarquía en favor de los líderes guerreros que se atrevieron a disputar el poder de los chamanes y jefes hereditarios. A diferencia de los indios pueblos, que eran sedentarios, los apaches, de identidad imprecisa, eran difíciles de reducir. Los comanches presentaron otros problemas. Con una economía basada en la caza del bisonte y una vida dependiente de sus monturas, reorganizaron su sociedad para la guerra mediante una confederación que resultó inasumible para los atomizados apaches y reunieron un mayor número de guerreros que todos los indígenas vecinos juntos. Al igual que las gentes de las estepas o los imperialistas del Sahel africano en el Viejo Mundo, los comanches pudieron controlar grandes franjas de territorio y aterrorizaron a sus habitantes, hasta convertirlos en tributarios o esclavos.[21]

La política imperial española oscilaba entre estrategias contradictorias. A veces intentaba que los «bárbaros» chocaran unos contra otros, jugando a la política bizantina; otras, los atraía hacia una sumisión o cooperación pacífica, a la manera en que actuaron los mandarines confucianos con los nómadas de las estepas. Era preciso conducirlos hacia la inactividad o forzarlos a aceptar la paz; también se les podía exterminar, al estilo de lo obrado por los colonos ingleses con sus indeseados nativos. Todas las opciones eran válidas cuando se trataba de mejorar la seguridad fronteriza en el norte, más allá del territorio apache y comanche, mediante la búsqueda de aliados. El Imperio de España se extendió por Texas y Arizona, mientras diversas expediciones se dispersaban por las llanuras con el fin de controlarlas, al modo de tentáculos que gradualmente las dominaban. Pinturas escondidas de artistas indígenas pawnees, por ejemplo, registraron una expedición realizada en 1719 de Nuevo México a Nebraska, cuyo objetivo fue separarlos de los franceses, que los tenían como aliados a sueldo. Las negociaciones fracasaron. Las pinturas muestran las desgracias de los españoles, que quedaron rodeados de indígenas hostiles con sus arcos y de agentes franceses que los jaleaban. Con los utes, en cambio, los esfuerzos españoles tuvieron éxito y en 1730 se forjó una alianza.[22]

Al principio Arizona era atractiva solo como escala en la ruta hacia el Pacífico. Los nativos, según los casos huidizos u hostiles, prolongaron la agonía de los misioneros que defendían la frontera. Sin embargo, a partir de 1732, los españoles se mantuvieron firmes, y para mediados de siglo el territorio constituía un puesto de avanzada seguro, a pesar del alto coste y la indisciplina que caracterizaba a los pobladores.[23] Texas, mientras tanto, exigía atención a causa de la necesidad de controlar a los apaches y de contener a los franceses establecidos al este. Ningún enemigo mostró ser manejable, y las misiones ofrecieron resultados equívocos, pues propagaron enfermedades mortíferas al mismo tiempo que lealtad a la Iglesia y a la Corona.[24] En la segunda mitad de siglo, sin embargo, la política de «atracción» ofreció resultados positivos, que se pueden admirar, por ejemplo, en el plan del asentamiento de 1754 en San Juan Bautista, sobre el río Grande. Entre calles con arcadas y procesiones de indígenas y españoles bien ordenadas, aparecen en una imagen escoltas armadas y músicos de acompañamiento, los pobladores de la misión en la plaza principal y cruces de celebración en las esquinas.[25] En 1778, el militar Bernardo de Gálvez proclamó que la política de atracción había hecho más para pacificar a los nativos y a un costo menor que la guerra, y que la dependencia se lograba más fácilmente mediante la entrega de regalos, como alimentos y herramientas, que con violencia.[26]

En 1786 España hizo la paz con los comanches y la frontera se fijó en el río Arkansas. La enemistad común contra los apaches fue una razón decisiva. El impacto fue inestimable. Otras comunidades nativas se unieron a la monarquía española o se retiraron de la guerra. Aquella pacificación hizo de la frontera de Arizona un lugar extraño. La población de Nuevo México dio un salto de 9.600 habitantes en 1769 a 20.000 hacia finales de siglo. A pesar de la nada gloriosa actuación de las armas españolas en la guerra de los Siete Años, el tratado que en 1763 puso fin a las hostilidades con Gran Bretaña amplió enormemente el territorio español al transferirle la mayor parte de la antigua Luisiana francesa. La enorme provincia, que había luchado para atraer colonos y arrojaba ganancias, las multiplicó de inmediato. Bajo administración española, la población se duplicó hasta los 40.000 habitantes y las exportaciones a través de Nueva Orleans se incrementaron. En Florida, durante el mismo periodo, la proximidad de territorios ocupados por Gran Bretaña expuso la frontera española a una constante presión y amenaza de colapso. Los indígenas, a pesar del soborno y la intimidación británicos, permanecieron sorprendentemente leales a España.[27] La pérdida de la provincia en el tratado de 1763 fue temporal. Los españoles la recuperaron en 1784.

Florida tenía valor para España no solo por su gente o sus productos. Era especialmente importante porque sus puertos jalonaban la corriente del golfo en el itinerario que iba del Caribe hacia el Atlántico. Del mismo modo, en la costa del Pacífico, California resultaba crucial porque custodiaba la ruta asociada a las corrientes oceánicas que iban de Filipinas a la Nueva España. El control se tornó crítico durante la segunda mitad del siglo XVIII, cuando el Pacífico —antes un «lago español»— fue disputado por británicos, franceses y rusos. En 1768 el visitador José de Gálvez decidió que España debía incorporar toda la California.[28] El proyecto se convirtió en otro gran éxito. Hacia 1780 una cadena de misiones llegó tan lejos que alcanzó San Francisco. Las fundaciones alejaron a los indígenas del nomadismo y crearon una nueva economía basada en la agricultura y la ganadería. El crecimiento fue espectacular. En 1783, la producción de grano se situó en 22.000 toneladas. En 1800 eran 75.000. Durante el mismo periodo, la cabaña de ganado se cuadruplicó. Las misiones abrigaban verdaderas industrias y producían cuero (exportado a Nueva Inglaterra), madera, materiales de construcción, implementos agrícolas, vagones, jabón y velas. Aunque España nunca logró reunir suficientes recursos humanos para extender la colonización más al norte, tuvo bastante éxito a la hora de mantener a raya a los intrusos rusos e ingleses, al sur del paralelo 42.

Mientras la colonización de California estaba en marcha, la guerra de la Independencia de Estados Unidos —que lanzó a la mayor parte de las colonias continentales de Gran Bretaña contra su madre patria— fue una oportunidad envenenada para una monarquía poco inclinada a validar una rebelión y preocupada de fortalecer a un nuevo vecino demasiado ambicioso. Incluso antes de intervenir directamente, como señaló un ministro, España resolvió hacer «todo lo que esté en nuestra mano para ayudar a los colonos».[29] Cuando la guerra terminó, parecía haber alcanzado todos sus objetivos. La amenaza británica había cedido y se hallaba en retirada, en Canadá y Belice. Florida fue recuperada. Luisiana y California parecían seguras. Las fronteras con las posesiones de los indígenas estaban, en buena medida, pacificadas. Aunque la mayor parte del crecimiento territorial se registró en América del Norte, en el resto del hemisferio, España alcanzó un balance comparable de éxitos. Los ajustes de las fronteras con Portugal habían implicado ciertas concesiones dolorosas, pero dejaron la temible colonia de Sacramento bajo control español. En el cono sur, el gran «parlamento» o pacto que el gobernador de Chile Ambrosio O’Higgins celebró en 1793, que reunió a un total de 261 jefes indígenas mapuches, extendió la frontera imperial tradicional al sur del río Biobío, en la Araucanía, hasta el cabo de Hornos.[30]

El Imperio español en América alcanzó su mayor tamaño en julio de 1796, cuando un agente español, John Evans, que representaba a la Compañía de Missouri, arrió la bandera británica y elevó la del rey de España en una aldea mandan, en Dakota del Sur, hacia el borde de las Montañas Rocosas.[31] Aunque servidor concienzudo de los intereses españoles, Evans no era un típico vasallo de los borbones, sino un nacionalista galés, nacido cerca de Caernarfon y bautizado metodista, que formaba parte de una conspiración para separar Gales de Inglaterra o, al menos, para fundar una nueva colonia galesa, lejos de la influencia inglesa, en el Nuevo Mundo. La inspiración de esta romántica empresa procedió de la leyenda caballeresca del príncipe Madoc, que supuestamente había conquistado un imperio en el océano en el siglo XII. Existía gente dispuesta a creer semejantes supercherías. En el reinado de Isabel I, cuya ascendencia era galesa, los planificadores de la guerra contra España invocaron el mito de Madoc para justificar ambiciones imperiales.[32] En el círculo de Evans, un mito adicional más elaborado mantuvo que existían unos indígenas norteamericanos de habla galesa, comúnmente identificados, sin razón alguna, con los mandanes, que constituirían evidencia de la empresa protagonizada por Madoc. Así, Evans, el último de los grandes exploradores del continente americano al servicio de España, vino a situarse en la tradición de quienes habían partido tras quimeras como el paraíso terrestre, la fuente de la eterna juventud, El Dorado, la ciudad de los Césares, el país de la canela, las ciudades de Cíbola o los dominios de las lujuriosas reinas amazónicas.

En las latitudes exploradas por Evans, el dominio español duró solo unos meses, y en gran parte del resto del hemisferio fue eficaz solo de manera dispersa. Sin embargo, resultó robusto y sorprendentemente duradero dondequiera que los españoles lograban diseñar una infraestructura que sirviera bien a sus súbditos (o al menos a sus élites colaboracionistas). Por supuesto, también operaron otras influencias, como veremos rápidamente. En primer término, estuvo lo que llamamos el «efecto del extraño»: la propensión de algunas culturas a valorar al foráneo en tan alta consideración como para reconocerle autoridad. Los españoles tuvieron la suerte de encontrar tales culturas en la mayor parte de Mesoamérica, donde era rutinario entre los mayas que los forasteros inauguraran dinastías. El fenómeno también se produjo en gran parte del mundo andino. En nuestras modernas sociedades occidentales, esta propensión es difícil de entender, pues nuestra actitud hacia los extraños se corresponde por el contrario con la de aquellos que resistieron a los españoles recién llegados. Desconfiamos de ellos, los rechazamos, los llamamos «ilegales», les imponemos cargas burocráticas o fiscales. Si los admitimos, les dejamos claro nuestro rechazo y normalmente les asignamos un estatuto social inferior y un trabajo degradante. En otros tiempos, sin embargo, en otras regiones del mundo, la gente no se comportaba así. Las reglas sagradas de la hospitalidad obligaban a las personas de ciertas culturas a recibir a los extraños con sus mejores regalos, bienes y hasta mujeres, incluso a tratarlos con deferencia. Cuando los españoles se vieron tratados de esa manera en ciertas partes de las Américas, se sintieron mayestáticos —y por buenas razones—. La antropóloga Mary W. Helms ha recogido muchos ejemplos de culturas en las que el valor de visitantes de lugares remotos aumenta con la distancia de la que parecen proceder, ya que portan consigo el aura del horizonte divino.[33] Esto no significa necesariamente que los confundan con dioses, pero explica por qué sus personas son consideradas especiales, incluso sagradas. Aunque tal concepto se encuentra lejos de la sensibilidad occidental, hasta el más duro y secular de los occidentales puede entenderlo, si tiene en cuenta cómo agregamos valor a los bienes en función de la distancia que atraviesan. En una tienda local de comestibles, partiendo de diferencias relativamente modestas en los costos de producción y entrega, el parmesano doméstico tiene un precio mucho más bajo que el importado de Italia, no solo porque quizá sea peor, sino porque es familiar. El exotismo del producto extranjero le confiere prestigio. Así ocurre, en muchas culturas, con las personas. En el pasado y en la propia cristiandad, los peregrinos se beneficiaron de un efecto parecido, pues adquirían prestigio ante sus vecinos si lograban volver a casa, en estricta relación con la l

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