El sueño del imperio

John Darwin

Fragmento

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PRÓLOGO

La muerte de Tamerlán en 1405 fue un punto de inflexión en la historia universal. Tamerlán fue el último de la serie de «conquistadores del mundo» pertenecientes a la tradición de Atila y Gengis Kan que trataron de someter a toda Eurasia —la «isla mundo»— al dominio de un único e inmenso imperio. No habían pasado aún cincuenta años de su muerte cuando los Estados marítimos del Lejano Oeste euroasiático, con Portugal en vanguardia, comenzaron a explorar las rutas navales que habrían de convertirse en los nervios y arterias de grandes imperios marítimos. Esta es la historia de lo que ocurrió a partir de ese momento.

Es un relato que nos resulta familiar hasta que lo examinamos más de cerca. El ascenso de Occidente a la supremacía global por la vía del imperio y la preeminencia económica es una de las piedras angulares de nuestro conocimiento histórico, y nos ayuda a ordenar nuestra visión del pasado. En muchos de los relatos al uso parece poco menos que inevitable, la ruta principal de la historia, que convirtió a todas las alternativas en carreteras secundarias o callejones sin salida. Al disolverse los imperios europeos, en su lugar aparecieron nuevos Estados poscoloniales, a la vez que la propia Europa se convertía en parte de «Occidente», una liga de ámbito mundial bajo el liderazgo de Estados Unidos. En parte, este libro pretende mostrar que el tiempo transcurrido desde la época de Tamerlán hasta la nuestra ha sido mucho más disputado, confuso y azaroso de lo que sugiere esa leyenda. Esto es algo suficientemente obvio de por sí, pero de lo que se trata es de demostrarlo colocando a Europa (y a Occidente) en un contexto mucho más amplio: entre los proyectos de construcción de imperios, Estados y culturas de otras partes de Eurasia. Solo así es posible aprehender cabalmente el curso, la naturaleza, la magnitud y los límites de la expansión europea, y apreciar algo más claramente los orígenes de nuestro mundo contemporáneo.

Este libro no se habría podido escribir sin el enorme volumen de textos nuevos aparecidos en los últimos veinte años, tanto sobre historia «global» como sobre las historias de Oriente Próximo, la India, el Sudeste asiático, China y Japón. Por supuesto, no ha sido solo en tiempos recientes cuando los historiadores han insistido en una perspectiva global del pasado; al fin y al cabo, se trata de una tradición que se remonta a Heródoto, y en la mayor parte de las historias yace oculta una serie de conjeturas acerca de lo que se supone que sucedió en otras partes del mundo. El estudio sistemático de los vínculos entre distintas partes del mundo es, sin embargo, algo relativamente reciente. «El estudio del pasado solo puede ser válido cuando se comprende plenamente que todos los pueblos tienen historia, que sus historias devienen de forma concurrente y en el mismo mundo y que el acto de compararlas es el principio del conocimiento»[1], escribe Frederick Teggart en su Rome and China (Berkeley, 1939). Este reto fue asumido a una escala monumental por W. H. McNeill en The Rise of the West [El ascenso de Occidente], cuyo título no da una idea de su asombrosa amplitud de espectro y sutileza intelectual. En los últimos años, han aumentado en una medida enorme los recursos dedicados a la historia global y no occidental. El impacto económico, político y cultural de la «globalización» es una de las razones, pero quizá hayan sido igualmente importantes los efectos de diásporas y migraciones (que crearon una tradición histórica móvil y «antinacional») y la liberalización parcial de muchos regímenes (el caso más señalado sería el de China) en países en los que la historia se había venido tratando como propiedad privada del Estado. Las nuevas perspectivas, nuevas libertades y nuevos públicos lectores, deseosos de extraer nuevos significados de la historia, han alimentado una vasta producción de literatura histórica. El efecto de todo ello ha sido abrir nuevas ventanas a un pasado que antes solo parecía accesible por una única ruta, la historia de la expansión europea. Se ha vuelto mucho más fácil que hace una generación ver que la trayectoria a través de la que Europa llegó al mundo moderno compartía muchos rasgos con los cambios sociales y culturales ocurridos en otras partes de Eurasia, y que el acceso de Europa a la primacía fue posterior, y bastante más matizado de lo que a menudo se nos hace creer.

Mi deuda con el trabajo de otros historiadores resultará evidente por las notas que acompañan cada capítulo. Mi primera experiencia de la fascinación de contemplar la historia universal como un todo interconectado la tuve como alumno del tristemente fallecido Jack Gallagher, cuya imaginación histórica no tenía límites. He aprendido muchísimo de mis colegas de Oxford en los ámbitos de la historia imperial y global, Judith Brown, David Washbrook, Georg Deutsch y Peter Carey, y me he aprovechado de los conocimientos especializados de muchos otros colegas de la universidad y más allá, cuyas sabias palabras he tratado de recordar. Mis ideas sobre las cuestiones económicas han mejorado mucho gracias al contacto con la Global Economic History Network, creada por Patrick O’Brien como foro para tratar sobre los caminos divergentes del cambio económico en distintas partes del mundo. Algunas de las ideas presentes en este libro surgieron de discusiones con James Belich y Phillip Buckner en varios «seminarios itinerantes». El estímulo de enseñar a tantos alumnos de talento ha sido indispensable, y mi formación histórica se ha ampliado enormemente supervisando muchas tesis doctorales a lo largo de los últimos veinte años. Estoy especialmente agradecido a los amigos y colegas que hicieron comentarios sobre las primeras versiones de los capítulos que siguen: Richard Bonney, Ian Phimister, Robert Holland, Martin Ceadel y Andrew Hurrell. Los errores y omisiones son responsabilidad mía.

Los borradores de los mapas los preparé usando como base el programa Mapinfo creado por Collins Bartholomew, y no lo habría podido hacer sin la guía, los consejos y el apoyo paciente de Nigel James, del departamento de cartografía de la Biblioteca Bodleiana, cuya ayuda es un placer agradecer. Los mapas terminados los dibujó Jeff Edwards. Estoy muy en deuda con Bob Davenport por su cuidado meticuloso en la corrección del texto.

La tarea de escribir este libro habría sido mucho más ardua sin el interés y los ánimos de Simon Winder de Penguin. Ante el entusiasmo de Simon, ningún autor podría permitir que decayera su empeño. Por esto y por los consejos incisivos y oportunos en ciertos momentos críticos le estoy profundamente agradecido.

Por último, escribir este libro a lo largo de un periodo prolongado y entre otras muchas actividades fue posible en gran medida gracias a los recursos extraordinarios de las bibliotecas universitarias de Oxford (asediadas, pero que resisten) y a las instalaciones incomparables para investigar y escribir que ofrece Nuffield College a sus miembros.

NOTA SOBRE NOMBRES Y LUGARES

Escribir un libro que abarc

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