Perú. Crisis imperial e independencia. Tomo 1 (1808-1830)

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Fragmento

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Introducción
 200 años de historia del Perú

Carlos Contreras Carranza

Los centenarios cumplidos por las instituciones o por los hechos históricos «relevantes» suelen suscitar una reflexión sobre el rumbo de las cosas en el largo plazo y las metas alcanzadas o por alcanzar. El bicentenario del nacimiento de las repúblicas sudamericanas (iberoamericanas o latinoamericanas) ha propiciado este tipo de balances y análisis introspectivos y, en dicho sentido, creemos que ha sido una buena idea la de la FUNDACIÓN MAPFRE, de sistematizar tales ánimos en un compendio de la historia de los dos últimos siglos de las naciones latinoamericanas.

Creemos no exagerar al decir que, entre dichas naciones, el Perú era una de las que más complicado tenía el panorama para conformar un Estado nacional con las características que la política y las relaciones internacionales de los inicios del siglo XIX impusieron en esta parte del mundo. Como es sabido, se trataba de conformar «repúblicas democráticas», siguiendo el ejemplo de Estados Unidos de (Norte) América, para cuya administración no hubiese reyes, ni absolutos ni constitucionales, sino «presidentes», que rotarían en la cabeza del gobierno de acuerdo a elecciones periódicas efectuadas por los ciudadanos. Éstos se identificaban como aquella parte de la población que podía presumirse eran los representantes políticos naturales del resto: normalmente los jefes de familia varones, aunque la definición de quiénes integrarían el cuerpo de ciudadanos fue una de las cuestiones más complicadas de resolver en cada país: ¿Se incluiría a los indios? ¿A todos o sólo a los ya «civilizados»? ¿A los esclavos o exesclavos? ¿A los sirvientes o trabajadores que vivían bajo la protección de un poderoso, o sólo a estos últimos? ¿A ambos en igualdad de condiciones?

El poder de esos nuevos gobernantes estaría restringido por las leyes dictadas por un cuerpo, también electo, de legisladores, que era concebido como representante de la nación, así como por un poder judicial independiente. La historia de los dos siglos transcurridos desde entonces mostró que ajustar a la población y a los gobernantes a estos mecanismos fue, en las nuevas naciones, una tarea ardua y mucho más lenta de lo que se pensó. El siglo XIX terminó, y el primer centenario de la independencia se cumplió sin haberla aún consolidado. Aunque las perspectivas lucen hoy mejores, parece que todavía no es momento de cantar victoria en este terreno.

El virreinato del Perú padecía de una de las más complicadas herencias que el colonialismo europeo ha dejado en el mundo: una estructura social «difícil», formada por capas superpuestas de descendientes de los colonos, los colonizados o «indios», los trabajadores de otras regiones traídos como sirvientes o esclavos, y las mezclas que se fueron dando entre todos ellos. Se trataba de un tejido demográfico probablemente apto para organizar la explotación de las minas o el cultivo del tabaco que habían de llevarse a las metrópolis, pero nada práctico para hablar de ciudadanía, representación y autogobierno.

Esa variedad racial entre los habitantes «peruanos» se entrelazaba con una gran desigualdad económica y social, lo que hacía que el poder, en sus distintas vertientes, estuviese concentrado en un corto número de habitantes blancos, descendientes de los colonos europeos. Asentados en la costa que daba hacia el océano Pacífico y permitía el comercio con otras naciones, dueños de las escasas tierras de riego en los valles próximos al mar, como de las minas del metal precioso que se exportaba al resto del mundo, no sería fácil conseguir que, al día siguiente de la independencia, compartiesen de buena gana dichas riquezas con una población a la que siempre habían mirado con menosprecio. Los jacobinos de la revolución de independencia promovían la expulsión, o hasta la ejecución de los «enemigos» de la patria, o la opción menos violenta de expropiarles por la fuerza sus riquezas, pero sucedió por lo común que los nuevos gobernantes se auparon en las propiedades que quedaron vacantes por tales métodos, antes que repartirlas equitativamente entre una población que carecía del entrenamiento y los valores necesarios para competir por los recursos y por el dictado de leyes que procurasen una asignación más igualitaria. La suma desigualdad entre los de arriba y los de abajo conspiraría desde entonces contra el requisito republicano de una comunidad de ciudadanos iguales y homologables, en la que cualquiera, llegado el momento, pudiera ser el juez, el gobernante o el legislador.

La geografía parecía también alzarse contra el modelo republicano. Las audiencias y virreinatos habían sido trazados de acuerdo a la conveniencia de una administración colonial. Nada garantizaba que su configuración tuviese sentido cuando se trataba de repúblicas autogobernadas. En el caso peruano, sólo la región de la costa tenía posibilidades comerciales como para desenvolverse autónomamente; la sierra y la selva parecían, en cambio, condenadas, o a una economía de autosubsistencia, o a producir delicatessen para los mercados de ultramar: bienes exóticos de gran valor en poco peso, que pudiesen sortear la barrera de la distancia y las dificultades de comunicación. Para esta opción hacía falta, empero, un capital y una tecnología con los que no se contó.

La región de la sierra fue hasta mediados del siglo XX la más robusta en población, pero ésta se componía mayormente de indígenas que por su pobreza y aislamiento tenían un nivel muy austero de consumo, por lo que su demanda no promovió una industria local sólida, capaz de crear un sector de acumulación local. La sierra permaneció entonces como una suerte de «reserva» demográfica y de recursos naturales de los costeños, a la que ellos se sentían con derecho a echar mano, a cambio de los servicios de gobierno y defensa que teóricamente le prestaban. A la desigualdad cultural y económica se añadió así la regional. El contrapunto entre una costa blanca/mestiza, cuya élite asentada en Lima controlaba el gobierno y los puertos del país, y una población serrana, predominantemente indígena y conductora de una economía campesina de antiguo régimen, con algunos enclaves mineros blancos o mestizos, marcó la dinámica social de la historia peruana hasta mediados del siglo XX.

En las décadas iniciales de la vida independiente el control del Estado central sobre el territorio fue exiguo y superficial. Los impuesto

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