
Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Por amor a los mapas. Prólogo de Dava Sobel
Introducción. El mapa que se dibujó a sí mismo
Capítulo 1. Lo que sabían las grandes mentes
Capítulo 2. Los hombres que vendieron el mundo
Mapa de bolsillo. Es 1250. ¿Sabe dónde está?
Capítulo 3. El mundo cobra forma
Mapa de bolsillo. Aquí hay dragones
Capítulo 4. Venecia, China y un viaje a la Luna
Capítulo 5. El misterio de Vinland
Capítulo 6. Bienvenido a Américo
Mapa de bolsillo. California como una isla
Capítulo 7. ¿Para qué sirve Mercator?
Mapa de bolsillo. Seamos discretos: el argentado viaje de Drake
Capítulo 8. El mundo en un libro
Mapa de bolsillo. Leones, águilas y gerrymanders
Capítulo 9. Las legendarias montañas de Kong
Mapa de bolsillo. Las viles mentiras de Benjamin Morrell
Capítulo 10. El cólera y el mapa que lo detuvo
Mapa de bolsillo. A través de Australia con Burke y Wills
Capítulo 11. La «X» señala el lugar: la isla del tesoro
Capítulo 12. El peor viaje del mundo al último lugar en ser cartografiado
Mapa de bolsillo. Charles Booth cree que usted es violento
Capítulo 13. Mapas para todos: breve historia de las guías de viaje
Mapa de bolsillo. J. M. Barrie no es capaz de doblar un mapa de bolsillo
Capítulo 14. Casablanca, Harry Potter y donde vive Jennifer Aniston
Mapa de bolsillo. ¿Dónde está la liebre?
Capítulo 15. Cómo hacer un globo muy grande
Mapa de bolsillo. La Sala de Mapas de Churchill
Capítulo 16. El mayor marchante de mapas, el mayor ladrón de mapas
Mapa de bolsillo. Las mujeres no entienden los mapas. ¿De verdad?
Capítulo 17. Derechos al lago: cómo la navegación por satélite metió el mundo en una caja
Mapa de bolsillo. Los canales de Marte
Capítulo 18. Siga avanzando y continúe directamente hasta Skyrim
Mapa de bolsillo. El mapa más grande de todos: el metro de Londres de Beck
Capítulo 19. Cartografiando el cerebro
Epílogo. Cartografiarlo todo, al instante, desde cualquier sitio
Agradecimientos
Bibliografía
Créditos de las ilustraciones
Índice analítico
Sobre el autor
Notas
Créditos
Grupo Santillana
Para Justine

POR AMOR A LOS MAPAS
Prólogo de Dava Sobel
Simon Garfield ha elegido un título apropiadamente ambiguo para su delicioso homenaje a los mapas: estar en el mapa significa haber llegado. Hablar sobre el mapa es reflexionar sobre el curso de la cartografía a través de la historia y en los distintos contextos culturales. Acepto con placer la invitación que hace a los lectores de su libro: perderse en una exploración de los mapas.
Me encantan los mapas. No los colecciono, a no ser que cuenten los que guardo en una caja debajo de mi mesa de trabajo y que conservo como recuerdo de las ciudades que recorrí con ellos o de las excursiones en el campo por las que me guiaron. En cualquier caso, no podría permitirme los mapas que me gustaría tener: tempranas representaciones del mundo conocido, de antes de que se supiese algo del Nuevo Mundo, o portulanos con rosas de los vientos y monstruos marinos. Están donde deben estar, en museos y bibliotecas, y no confinados entre las paredes (o condenados a la humedad) de mi casa.
Pienso mucho en los mapas. Cuando trabajo en el proyecto de un libro, siempre tengo a mano un mapa del territorio que ayude a los personajes a encontrar sus raíces. Alguna vez —por ejemplo, mientras borro el spam en las carpetas de basura de mis cuentas de correo electrónico—, se me ha ocurrido que «spam» es «maps» (mapas) escrito al revés y que los mapas, que son el verdadero opuesto de spam, no llegan inoportunamente, sino que solo te invitan a acercarte.
Un mapa te puede conducir hasta el final de la Terra Incognita y dejarte allí, o comunicarte la tranquilidad de saber: «Estás aquí».
Los mapas miran hacia abajo, lo mismo que yo, vigilando mis pasos. Su perspectiva hacia abajo nos resulta tan obvia, tan familiar, que olvidamos hasta qué punto ha sido necesario antes mirar hacia arriba. Las reglas de la cartografía de Ptolomeo, formuladas en el siglo II, descienden de su estudio previo de la astronomía. Ptolomeo recurrió a la Luna y las estrellas para situar los ocho mil lugares conocidos del mundo. Así, trazó las líneas de los trópicos y el ecuador por los puntos sobre los que pasaban los planetas y dedujo las distancias este-oeste por la luz de un eclipse lunar. Y fue Ptolomeo quien puso el norte en la parte superior del mapa, donde el polo apuntaba a una estrella solitaria que se mantenía inmóvil durante la noche.
Como todo el mundo en estos tiempos, utilizo las instrucciones de los mapas generados instantáneamente por ordenador para saber cómo llegar en coche a los sitios, y con frecuencia encuentro el camino a pie o en transporte público gracias a la aplicación de mapas de mi móvil. Pero cuando preparo un viaje de verdad, necesito un mapa de la región. Solo un mapa me da una idea cabal de adónde voy. Si, antes de emprender el viaje, no veo si mi destino tiene forma de bota, o de pez o de la piel de un animal, me faltará una intuición del lugar cuando esté allí. Ver con antelación si las calles están trazadas en retícula —o si giran en torno a un eje o si no siguen ningún plan aparente— ya me dice algo sobre cómo será pasear por ellas.
Si no voy realmente a ningún sitio, viajar con un mapa me proporciona la única ruta posible: a todas partes, a ningún sitio en particular, a los pliegues del genoma humano, a la cumbre del Everest, a las rutas de los futuros viajes a Venus en los próximos tres mil años. Con un mapa se puede acceder fácilmente incluso a tesoros enterrados, continentes perdidos, islas fantasma.
¿Acaso es importante que nunca llegue a mis destinos soñados en los mapas, cuando ni siquiera los más admirados cartógrafos de antaño se movieron de su casa? Pienso en Fra Mauro, enclaustrado en su monasterio veneciano, relatando las inverosímiles aventuras de viajeros poco fidedignos en su extraordinaria geografía.
Disfruto con la exuberancia visual de los mapas. La llamada conjetura del mapa de cuatro colores, que establece el número mínimo de pigmentos necesarios para construir un mapa del mundo, no pone más límites a la licencia artística.
El lenguaje de los mapas me resulta no menos expresivo. Abarcamos el mundo con palabras sonoras como «latitud» o «gratícula». Y «cartucho», el marco ornamental para el título o la leyenda, acaricia la lengua con una brisa sibilante[1]. Algunos nombres de lugares suenan como un canto tirolés; otros suenan como chasquidos o son melodiosos. Me encantaría ir de Grand-Bassam a Tabou por la costa de Côte d’Ivoire, aunque solo fuera para decirlo en voz alta.
Los mapas deforman, es cierto, pero, por mi parte, se lo perdono. ¿Cómo se podría constreñir el mundo circular en la imagen plana de una hoja de papel sin sacrificar algo de las proporciones? Los distintos métodos de proyección cartográfica, desde la epónima de Mercator hasta la ortográfica, la gnomónica o la acimutal, todas modifican un continente u otro en alguna medida. Simplemente porque crecí viendo Groenlandia del mismo tamaño que África no significa que creyera que eran así, como tampoco me preocupaba lo inapropiado del nombre de Groenlandia, un lugar blanco, cubierto de nieve, junto a Islandia, mucho más verde y florida[2]. Después de todo, los mapas solo son humanos.
Cada mapa cuenta una historia. Los pintorescos mapas más antiguos hablan de búsqueda y conquista, descubrimiento, apropiación y gloria, por no mencionar los terribles relatos sobre la explotación de las poblaciones nativas. Estas líneas argumentales pueden aparecer borrosas en los mapas modernos, bajo una plétora de rasgos naturales y artificiales; no obstante, los mapas actualizados constituyen excelentes plantillas para nuevas historias: desprovistos de los detalles topográficos y con distintos tipos de datos superpuestos, pueden decirnos mucho sobre las pautas de voto en las últimas elecciones o la difusión de una enfermedad al comienzo de una epidemia.
Lo único mejor que un mapa es un atlas. El propio Atlas, el titán que hubo de cargar con el mundo sobre sus hombros, ha dado su nombre a una familia de cohetes, así como a los compendios de mapas en forma de libro. Tengo varios de esos tocayos del admirable Atlas, y todos ellos requieren brazos fuertes para llevarlos del estante a la mesa.
También me pueden entusiasmar los globos terrestres, especialmente aquellos antiguos que se fabricaban y vendían por pares, uno para la Tierra y otro para el firmamento (también representado desde arriba, invirtiendo la geometría de todas las constelaciones). No obstante, un globo es meramente un mapa inflado, reencarnado. Comienza plano, como una serie de segmentos en forma de cuña pintados o impresos, y es necesario encajarlos y pegarlos en una bola para que los extremos de la Tierra se encuentren. Si los mapas son el alimento del espíritu viajero, siga leyendo.

INTRODUCCIÓN
EL MAPA QUE SE DIBUJÓ A SÍ MISMO
En diciembre de 2010 Facebook publicó un nuevo mapa del mundo que era tan asombroso como hermoso. Era reconocible de forma inmediata —la proyección estándar ideada por Gerardus Mercator en el siglo XVI— y, al mismo tiempo, curiosamente insólito. Era de un azul brillante, con vaporosas líneas que se extendían por el mapa como sedosos hilos de una tela de araña. ¿Qué tenía de extraño? China y Asia apenas eran visibles, mientras que África oriental parecía sumergida. Y algunos países no estaban en su sitio. No era un mapa del mundo en el que se hubieran superpuesto los usuarios de Facebook, sino un mapa generado por las relaciones de Facebook. Un mapa creado por 500 millones de cartógrafos simultáneamente.

(Cortesía de Facebook)
Utilizando los datos disponibles en la sede central de la compañía sobre sus miembros, un becario llamado Paul Butler había tomado sus coordenadas latitudinales y longitudinales y las había unido a las coordenadas de los lugares en que tenían relaciones. «Cada línea podría representar una amistad hecha durante un viaje, un familiar que reside en el extranjero o un viejo amigo de la universidad al que alejaron las circunstancias de la vida», explicó Butler en su blog. Facebook tenía unos 500 millones de usuarios en aquellos momentos, por lo que previó algo de confusión, una apretada malla de cables (como los que salían de la parte de atrás de los antiguos ordenadores) que culminaría en una masa amorfa central. Sin embargo, recuerda Butler, «pocos minutos después de introducir los datos, apareció la nueva trama, que me dejó bastante asombrado. La masa informe se había convertido en un mapa detallado del mundo. No solo eran visibles los continentes, sino que también se apreciaban ciertas fronteras internacionales. No obstante, lo que realmente me impresionó fue saber que las líneas no representaban costas o ríos o fronteras políticas, sino relaciones humanas reales».
Era la representación perfecta de algo que Mark Zuckerberg, el fundador de Facebook, me había dicho cuando le entrevisté un año antes de que Butler creara el mapa. «No es que Facebook sea una nueva comunidad», dijo «sino que está cartografiando todas las comunidades que ya existen en el mundo».
La revolución digital —que ese mapa de Facebook compendia de forma tan precisa— ha transformado la representación cartográfica más que todas las innovaciones llevadas a cabo en este ámbito a lo largo de los siglos. Con los mapas de nuestros móviles en las manos y Google Earth en los ordenadores, cada vez nos cuesta más trabajo acordarnos de cómo nos arreglábamos sin ellos. Me parece recordar que solíamos comprar mapas plegables, o que se plegaban una vez cuando estaban nuevos y después nunca más. O que, corriendo el peligro de dislocarnos un hombro, cogíamos atlas de las estanterías y buscábamos en el índice, y quizá nos asombrábamos de cuántos Springfields hay en Estados Unidos.
Que estos sencillos placeres se estén convirtiendo en recuerdos distantes no es un cambio menor. Los mapas físicos han sido una parte vital de nuestro mundo desde que, como cazadores recolectores, empezamos a buscar el camino para conseguir comida y refugio en las sabanas africanas. De hecho, Richard Dawkins conjetura que los primeros mapas se originaron cuando un rastreador, acostumbrado a seguir pistas, dibujó un plano en la arena, y un hallazgo reciente de arqueólogos españoles identificó una suerte de mapa que los hombres prehistóricos habrían raspado en la piedra de una caverna hace unos catorce mil años. Dawkins también se pregunta si la creación de mapas —con sus conceptos de escala y espacio— incluso no habría estimulado la expansión y el desarrollo del cerebro humano.
En otras palabras, los mapas contienen una clave de lo que nos hace humanos. Desde luego, están relacionados con nuestra historia y la estructuran. Reflejan nuestros mejores y peores atributos —descubrimiento y curiosidad, conflicto y destrucción— y representan gráficamente nuestras transiciones de poder. Incluso como individuos parece que tenemos la necesidad de trazarnos un camino y verificar nuestro progreso, de imaginar posibilidades de exploración y huida. El lenguaje de los mapas también es parte integral de nuestras vidas. Hemos logrado algo si nos hemos puesto (a nosotros mismos o a nuestra ciudad) en el mapa. Necesitamos los puntos cardinales para situarnos. Decimos que nos orientamos (pues en los mapas antiguos oriente estaba arriba).
Los mapas nos fascinan porque cuentan historias. Los que veremos en este libro nos dicen cómo se originaron los mapas, quiénes los trazaban, qué pensaban y cómo los usamos. Por supuesto, como cualquier mapa, la elección es extremadamente selectiva, pues un libro sobre mapas en realidad es un libro sobre el progreso del mundo: barcos más robustos en el siglo XV, la triangulación a finales del siglo XVI, el cálculo de la longitud en el XVIII, los vuelos y la observación aérea en el XX. Y ahora, en este siglo, Internet, el GPS y la navegación por satélite, y, quizá, gracias a ellos, una segunda reconfiguración de nuestras habilidades espaciales.
Internet ha llevado a cabo una extraordinaria y significativa transformación. Antes de que los astrónomos se enfrentaran a la hoguera por sugerir que no era así, nuestra Tierra estaba situada firmemente en el centro del universo; no hace mucho tiempo poníamos Jerusalén en el centro de nuestros mapas o, si vivíamos en China, Youzhou. Más tarde, podían ser Gran Bretaña o Francia, en el corazón de sus imperios. Pero ahora nos encontramos cada uno, individualmente, en el centro de nuestros propios mundos cartográficos. En nuestros ordenadores, teléfonos móviles y coches trazamos una ruta no de A a B sino de nosotros mismos («mi ubicación») al lugar que escojamos; todas las distancias se miden desde el punto en que nos encontramos y, cuando viajamos, nosotros mismos aparecemos en el mapa, querámoslo o no.
Este mismo año, un amigo mío notó una cosa extraña en su Blackberry. Estaba haciendo una excursión por los Alpes italianos y quería consultar los contornos y elevaciones. Cuando encendió el teléfono, estaba abierta su aplicación de transporte en bicicleta por Londres: una útil herramienta en la que se introduce un lugar en Londres y te indica cuántas bicicletas hay disponibles en cada estación de alquiler. No tendría mucho sentido en Italia, pensó. Pero, de hecho, la aplicación seguía activa y el mapa sobre el que había superpuesto la información de las bicicletas ahora abarcaba todo el mundo. Las bicicletas no eran más que el comienzo. Podía trazar una ruta hasta Ravello, Auckland o Ciudad del Cabo. Adonde quiera que fuese, mi amigo era el mapa, el eje alrededor del cual el mundo giraba constantemente. Y no hay duda de que la aplicación también le seguía la pista a él, de forma que alguien sabía en qué montaña italiana se encontraba, así como quién estaba utilizando la bicicleta que él había dejado aparcada el día antes.
¿Cómo hemos llegado a este punto? Este libro pretende responder a ese interrogante, pero también puede considerarse una visita a una exposición. Esta es necesariamente imaginaria, pues contiene cosas que sería imposible reunir en un lugar: impresiones del mundo, ya hace mucho destruidas, de la antigua Grecia, tesoros famosos conservados en universidades de todo el mundo, objetos asombrosos de la Biblioteca Británica y la Biblioteca del Congreso, piezas raras de Alemania, Venecia y California. Habrá manuscritos, cartas marinas, atlas, capturas de pantalla y aplicaciones para móviles. Algunos de los objetos expuestos son más importantes que otros, mientras que otros solo se han incluido por diversión. Habrá mucha variedad: mapas de pobreza y de riqueza, mapas de películas y de tesoros, mapas con predilección por los pulpos, mapas de África, de la Antártida y de lugares que nunca existieron. Algunos mapas explicarán la forma del mundo, mientras que otros solo mostrarán una calle o la ruta de un avión hacia Casablanca.
Dedicaremos mucho espacio a nuestros guías: marchantes jactanciosos, puntillosos topógrafos, filósofos dados a la especulación, coleccionistas derrochadores, navegantes poco fiables, inexperimentados fabricantes de globos terrestres, conservadores preocupados, atractivos neurocientíficos y codiciosos conquistadores. Algunos nos resultarán familiares —Claudio Ptolomeo, Marco Polo, Winston Churchill, Indiana Jones— y otros serán menos conocidos —un monje veneciano, un marchante de Nueva York, un neurobiólogo de Londres, un empresario holandés, un líder tribal africano—.
En las manos tiene el catálogo de esta exposición, que comienza en una biblioteca en la costa de Egipto.

CAPÍTULO 1
LO QUE SABÍAN LAS GRANDES MENTES
Los mapas comenzaron como un desafío de la imaginación y hoy siguen desempeñando ese papel. Así que imagine que está en su dormitorio. ¿Sería capaz de representarlo? Si se le diera un lápiz y una libreta, ¿podría dibujarlo lo suficientemente bien como para que alguien que nunca hubiera estado allí se hiciera una idea aproximada? ¿Estaría el tamaño de la cama en proporción con el de la puerta y el de la mesilla de noche? ¿Sería la escala correcta en relación con la altura del techo? ¿Le resultaría más fácil o más difícil dibujar la cocina que el dormitorio?
En realidad, esto no debería suponer demasiadas dificultades porque son lugares que conocemos bien. Pero ¿y la sala de estar de un amigo? En parte, sería una prueba de memoria: ¿La podría representar con facilidad o le costaría trabajo? ¿Y su primer colegio: sería capaz de recordar dónde estaba su clase en relación con las otras? ¿O el mundo? ¿Podría dibujarlo? ¿Podría establecer la relación entre el tamaño relativo —y la situación geográfica— de Mongolia y Suiza? ¿Sabría situar con un mínimo de precisión los océanos en el hemisferio sur? ¿Y si usted nunca hubiera visto otro mapa antes, o un globo terrestre, y nunca hubiera estado en ninguno de esos sitios? ¿Podría elaborar un mapa del mundo basándose únicamente en lo que otras personas le han contado o han escrito? Y si lo consiguiera, ¿se daría por satisfecho si siguiera utilizándose como el principal mapa del mundo unos 1.350 años después?
Solo, me imagino, si su nombre fuera Claudio Ptolomeo.
Más allá del hecho de que la P de su apellido es muda, sabemos asombrosamente poco sobre Ptolomeo si consideramos su impacto sobre el mundo. Pero sí sabemos dónde trabajó: en uno de los grandes edificios del antiguo Egipto, a escasa distancia de la costa en un pequeño puerto con forma de capa a orillas del Mediterráneo.

La historia de la desaparecida Gran Biblioteca de Alejandría es una de las más románticas del mundo antiguo y su atractivo obedece en parte a que no podemos imaginar un equivalente moderno. Actualmente la Biblioteca Británica recibe un ejemplar de cada obra que se publica en inglés, pero no aspira a albergar una colección completa de los manuscritos de todo el mundo ni a contener la suma del conocimiento humano. Lo mismo cabe decir de la Bodleiana, en Oxford, y de la Biblioteca Pública de Nueva York. Pero la Gran Biblioteca de Alejandría sí tenía esas ambiciones y existió en una época en la que algo así no era inalcanzable.
Desde su fundación, hacia el 330 a. C., la Biblioteca fue concebida como un lugar que albergaría cada fragmento de información útil. Se confiscaron bibliotecas privadas por el bien común; los manuscritos que llegaban a la ciudad por mar se transcribían o traducían, y no siempre se devolvían; con frecuencia, los barcos se hacían a la mar con copias, en vez de con los originales. Al mismo tiempo, Alejandría se convirtió en el principal exportador de papiro —el material del que estaban hechos la mayoría de los manuscritos de su Biblioteca— a Europa. Y de repente la oferta de papiro para la exportación se agotó. Algunos afirmaban que todo el papiro se empleaba para abastecer a la Gran Biblioteca, mientras que otros detectaron una trama destinada a impedir el desarrollo de colecciones rivales: elitismo, pasión y búsqueda que reconocerán todos los coleccionistas obsesivos de libros y mapas.
La Gran Biblioteca —como la ciudad misma— era un legado de Alejandro Magno. Durante un viaje por la región occidental del delta del Nilo, Alejandro había encontrado un lugar del que, según el historiador romano Arriano, predijo que sería «el mejor para fundar una ciudad». Su fundación marcó el traspaso del poder gubernamental y cultural desde Atenas.
Alejandro había estudiado con Aristóteles moral, poesía, biología, drama, lógica y estética, y fue a través de Aristóteles como se hizo devoto admirador de Homero, hasta el punto de que llevaba la Ilíada al combate y vivía de acuerdo con sus enseñanzas. Su conquista del Imperio persa fue seguida de la destrucción de Tiro y de la rápida capitulación de Egipto, y fue allí donde concibió ambiciones de inmortalidad: quería que su legado fuera un símbolo de la cultura y no de destrucción, un lugar desde el que la concepción helenística del mundo se difundiera por todo el imperio y más allá. Así que planeó una ciudad que se caracterizara por su devoción al saber, los altos ideales y el buen gobierno, y su gran Biblioteca sería su panteón.
La Biblioteca, terminada varias décadas después de la muerte de Alejandro en el 323 a. C., fue de hecho la primera universidad del mundo, un centro de investigación y diálogo, entre cuyos eruditos estaban el matemático Arquímedes y el poeta Apolonio. Allí se debatían principios médicos y científicos, así como cuestiones de filosofía, literatura y administración política. Y fueron eruditos de la Biblioteca los que dibujaron los primeros mapas del mundo: un papel para el que estaban idealmente situados, en un puerto de mar ubicado en el centro de las rutas comerciales orientales y occidentales, y en contacto con los testimonios de primera mano de viajeros y marinos.

Si hoy diéramos con un plano de la antigua Alejandría, veríamos un lugar metódico, un sistema reticular de bulevares y pasajes. Al este, un Barrio Judío densamente poblado, mientras que la Biblioteca y el Museo se hallan en el centro, en el Barrio Real. La ciudad está rodeada de agua, con el Gran Puerto (donde se hallan los palacios reales) en pequeñas islas, al norte. En el puerto se levanta el Faro, una de las Siete Maravillas del Mundo, de más de cien metros de altura, y sobre él arde una llama que, reflejada por un espejo, es visible a una distancia de 50 kilómetros mar adentro. Sería difícil no percibir la metáfora: Alejandría era una atalaya, un hito liberado y liberador en una ciudad que palpitaba con el pensamiento más avanzado.
Pero, más allá de Alejandría, ¿qué aspecto tenía el mundo a comienzos del siglo III a. C.?
Pese a los avances realizados en la Gran Biblioteca en los campos de la ciencia y las matemáticas, la geografía aún estaba dando sus primeros pasos. Sus primeros estudiosos elaboraron un importante protomapa del mundo, basándose principalmente en los escritos del historiador griego Heródoto. Aunque sus Nueve libros de la Historia databan de un siglo y medio antes, su descripción del apogeo y la caída del Imperio persa y de las guerras médicas seguía siendo la fuente más precisa sobre el mundo conocido. A Homero también se le consideraba una fuente importante de conocimientos geográficos, sobre todo por los viajes descritos en la Odisea.
Se piensa que este mapa de Alejandría representaba el mundo redondo, o al menos redondeado, lo que en el siglo IV a. C. era comúnmente aceptado. Es posible que Heródoto compartiera esta opinión, aunque pudo haberlo considerado como un disco plano flotando en el agua. En el siglo VIII a. C. Homero sin duda creía que la tierra era plana y que, si uno navegaba hasta su extremo, acabaría cayéndose por el borde. Pero en el siglo V a. C. Pitágoras ya había argumentado persuasivamente que la Tierra era una esfera. (El mito de que la Tierra era plana, que se mantuvo hasta la época de Colón, fue asombrosamente duradero. ¿Por qué? Una combinación de ignorancia general y nuestro gusto por una buena historia: la imagen de Colón regresando a casa con la noticia de que sus naves no se habían desplomado en un gran abismo no puede ser más atractiva).
Heródoto sostenía la concepción general de que el mundo se dividía en tres partes —Europa, Asia y Libia (África)—, pero no estaba de acuerdo con la extendida idea de que eran del mismo tamaño y constituían la totalidad de la Tierra. Ni Britania ni Escandinavia aparecen en su relato y el Nilo atravesaba África hasta las montañas del Atlas en Marruecos. Solo tenía en cuenta una pequeña parte de Asia y estaba dominada por la India. Heródoto reconocía que no estaba seguro de si Europa estaba completamente rodeada de agua, pero sugirió que quizá África sí lo estuviera. Al contrario que muchos de sus sucesores, consideraba —acertadamente— que el mar Caspio era un gran lago cerrado.
A medida que la Gran Biblioteca ampliaba sus colecciones, sus variadas y fidedignas fuentes aportaron una ingente colección de informaciones fragmentarias sobre el mundo, y la posibilidad de crear mapas que lo reflejaran. Eratóstenes de Cirene (en la actual Libia) fue uno de los primeros estudiosos capaces de trasladar los nuevos conocimientos geográficos de la ciudad al arte de la cartografía. Nacido en el 276 a. C., estudió matemáticas y astronomía en Atenas, y combinó estas disciplinas para crear la primera esfera armilar (o astrolabio): una serie de anillos metálicos dispuestos como un globo, que mostraban las posiciones de los astros con la Tierra en su centro.
A la edad de cuarenta años Eratóstenes se convirtió en el tercer bibliotecario de Alejandría y, poco después, comenzó su gran tratado, la Geografía. No había un estudio de geografía comparable al de la medicina o la filosofía (de hecho, se cree que Eratóstenes acuñó el término «geografía» a partir de las palabras griegas geo, «tierra», y grafo, «escribir»), pero, al parecer, en la Gran Biblioteca halló un mapa abstracto creado en el siglo VI a. C. por Anaximandro de Mileto para su tratado Sobre la naturaleza. Este mapa, desaparecido ya hace mucho, mostraba el mundo como un disco plano en el que aparecían nombrados el Mediterráneo, Italia y Sicilia. También pudo haber conocido un inventario de países y tribus —un «Circuito de la Tierra», aunque realmente era más un circuito del Mediterráneo— que realizó por la misma época Hecateo de Mileto. (Mileto, en la Turquía actual, era uno de los focos de la cultura clásica. También vivió allí, en el siglo V a. C., Hipodamo, precursor del urbanismo y autor de algunos de los primeros planos urbanos).

Tres continentes en una fuente: en el siglo VI a. C. Anaximandro imaginó la Tierra como un disco rodeado de agua. (Cortesía del Patronato del Museo Británico)
Pero Eratóstenes dio a su estudio una magnitud mucho mayor e hizo un uso extensivo de los rollos de la Biblioteca, los relatos de viajeros por Europa y Persia del siglo anterior y las teorías de los principales historiadores y astrónomos. Su mapa del mundo data de aproximadamente el 194 a. C. No existe ninguna versión contemporánea, pero las descripciones del cartógrafo fueron interpretadas para una audiencia victoriana y esta sigue siendo la reproducción aceptada a nivel general y ampliamente utilizada. Curiosamente recuerda un cráneo de dinosaurio. Hay tres continentes reconocibles: Europa al noreste, África (representada como Libia y Arabia) debajo de ella y Asia en la mitad oriental del mapa. La gran parte septentrional de Asia se denomina Escitia, una zona que hoy abarcaría Europa oriental, Ucrania y el sur de Rusia.
El mapa es sobrio pero sofisticado y hay que destacar su uso temprano de paralelos y meridianos en una retícula. Eratóstenes trazó el paralelo principal este-oeste sobre Rodas y el meridiano principal norte-sur de nuevo con Rodas en su centro. Entonces dividió el mapa en rectángulos y cuadrados desiguales que para los ojos modernos forman una retícula de situación, pero que al geógrafo griego más bien le servían de ayuda para conseguir unas proporciones precisas. Atestiguaban la creencia común según la cual la longitud de la Tierra de oeste a este era más del doble de su anchura de norte a sur.

Eratóstenes tenía una visión de la Tierra acorde con las concepciones contemporáneas: como una esfera en el centro del universo, mientras que los astros daban una vuelta completa cada veinticuatro horas. En su visión había dos formas distintas de interpolar y describir el mundo: el planeta Tierra suspendido en el espacio y el mundo conocido tal y como existía para los estudiosos, los navegantes y los comerciantes. Se creía que el mundo habitado (lo que los romanos denominarían más tarde «el mundo civilizado») ocupaba aproximadamente un tercio del hemisferio norte y estaba completamente circunscrito a él. La isla de Thule (que pudo haber sido Shetland o Islandia) era el punto más septentrional, después del cual el mundo se volvía insoportablemente frío; el extremo meridional, que recibió el atractivo nombre de País de la Canela (Etiopía/Somalilandia) era el punto más allá del cual el calor abrasaba la piel.
En el mapa de Eratóstenes los océanos están interconectados: el océano Septentrional cubría el norte de Europa y Escitia, el Atlántico sostenía las costas de Libia, Arabia, el Imperio persa y una India de forma cuadrada. Hay dos gigantescos golfos: el Pérsico y el mar Caspio, que desembocan erróneamente en el mar. Brettania, relativamente precisa en la forma pero excesiva en su escala, está situada en el extremo noroccidental, bien proporcionada respecto a Irlanda y a Europa. Las tres dan la impresión de estar vagamente conectadas, separadas solo por aguas interiores navegables o cadenas montañosas. Y parecen agrupadas con un sentido, como si los enormes océanos que las rodean o las vastas zonas del mundo desconocido estuvieran uniendo fuerzas contra ellas. Por supuesto, no aparece el Nuevo Mundo, ni China, y solo una pequeña parte de Rusia.
No obstante, en su aplicación de principios científicos, este mapa hizo grandes avances metodológicos respecto a sus predecesores. Y aunque Eratóstenes alargó conscientemente los continentes para que se adecuaran a sus propósitos, estableció el modelo de un nuevo objetivo: la formulación de un mapa coherente y preciso del mundo.

Si solo fuera por su mapa descriptivo, a Eratóstenes se le consideraría una figura menor en la historia de la cartografía antigua (de hecho, sus colegas le atribuían un talento «Beta», en comparación con las virtudes «Alfa» de Aristóteles o Arquímedes). No obstante, es preciso reconsiderar este juicio a la luz de algo que va más allá de la cartografía: Eratóstenes llevó a cabo innovaciones extraordinarias en la medición de la Tierra, y sus principios, basados en el gran estilete babilonio conocido como gnomon (precursor del cuadrante solar clásico), se consideran una técnica intemporal e infalible, si bien un tanto tosca.
Su momento eureka, relatado posteriormente por el científico griego Cleómedes, ha cobrado el peso mítico de una manzana newtoniana, pero puede que sea cierto. Eratóstenes había observado que, en el solsticio de verano, los rayos del sol inciden perpendicularmente sobre la ciudad de Siena (la moderna Asuán), a las orillas del Nilo, como demostraba su reflejo en un profundo pozo a mediodía. Sabía, por el tiempo que se tardaba en hacer el viaje en camello entre las dos ciudades, que Siena se hallaba aproximadamente a 5.000 estadios (unos 800 kilómetros) directamente al sur de Alejandría (en el meridiano principal que había situado sobre Rodas). Midiendo el ángulo de la elevación del sol desde la Gran Biblioteca en ese mismo momento (7º), trazó la circunferencia de la Tierra. Suponiendo que la Tierra era esférica y que tenía 360º, la diferencia de 7º entre los 800 kilómetros equivalía a 1/50 de toda la esfera. Por tanto, Eratóstenes declaró que la circunferencia de la Tierra tenía 250.000 estadios (algo más de 40.000 kilómetros), cálculo que después elevó a 252.000 estadios para que la cifra fuera divisible entre 60.

Representación, con forma de calavera, del mundo según Eratóstenes, con el ecuador sobre Rodas y el País de la Canela aderezando el extremo meridional de África en una recreación victoriana.
Eratóstenes se acercó asombrosamente a la cifra verdadera. Hoy aceptamos que la circunferencia de la Tierra tiene 40.075,16 kilómetros. De acuerdo con algunos cálculos, su cifra solo era un dos por ciento superior a la real, aunque eso depende de qué estadio —su unidad de medida— utilizara, pues había una definición ática y una egipcia. Pero dado que Eratóstenes trabajaba con supuestos aproximados (Siena no se hallaba exactamente al sur y la Tierra no es una esfera perfecta, sino que está ligeramente abombada en el ecuador), no solo nos admira su precisión, sino también el hecho de que atribuyera tal extensión al mundo inexplorado que le rodeaba. ¿Ha habido alguna vez una invitación más tentadora a exploradores y geógrafos para cartografiar lo que todavía era desconocido?

La destrucción de la Gran Biblioteca por un incendio en el 48 a. C. (es posible que a causa de un accidente cuando las tropas de Julio César prendieron fuego a sus propias naves en un intento de cerrar el paso al ejército de Ptolomeo XIV, hermano de Cleopatra) solo fue la primera de las que sufrió. Fue destruida o saqueada al menos tres veces más, aunque cada vez logró recuperarse bien en el mismo sitio bien en el suroeste de la ciudad. Marco Antonio repuso los fondos de la biblioteca en el 37 a. C. saqueando la biblioteca de Pérgamo para donar unos 200.000 volúmenes a Cleopatra como regalo de boda.
Varios años después del primer incendio ocurrió algo muy importante para nuestra comprensión del mundo: la aparición, en diecisiete volúmenes, de la Geografía de Estrabón, la descripción del mundo más exhaustiva escrita hasta la fecha. Su autor, el historiador y filósofo Estrabón, había nacido en el 63 a. C. en Amasia, a orillas del mar Negro, y vivió hasta bien entrada nuestra era.
Estrabón tenía casi sesenta años cuando apareció su primer volumen hacia el 7 a. C. y el último se publicó un año antes de su muerte a la edad de ochenta y cinco años. Fue uno de los primeros grandes viajeros del mundo y gran parte del valor de su geografía radica en las descripciones de las regiones que había visto personalmente. No era modesto sobre sus viajes: en el segundo volumen se vanagloria de un viaje hacia el oeste, desde Armenia hasta Cerdeña, y hacia el sur, desde el mar Negro hasta Etiopía. «De los autores de geografías quizá no haya ninguno que haya visitado más lugares que yo entre estos límites».
Han sobrevivido todos los volúmenes de su Geografía menos uno. Su propósito declarado era mostrar cómo el conocimiento del mundo habitado se había desarrollado con la expansión de los imperios romano y parto, y los volúmenes (divididos en regiones geográficas) son una fuente inestimable no solo de conocimientos cartográficos sino para comprender cómo se veía a sí mismo el mundo civilizado en la época de Julio César y el nacimiento de Cristo. No se ha conservado ningún mapa, pero parece probable que, cuando escribía, Estrabón tuviera delante un gran mapa manuscrito, o quizá una selección de mapas que combinara mentalmente.
Resulta intrigante que el mundo de Estrabón sea más pequeño que el descrito por Eratóstenes, que le precedió en dos siglos. Reduce la anchura de la Tierra a 30.000 estadios (en comparación con los 38.000 de Eratóstenes) y la longitud a 70.000 estadios, mientras que Eratóstenes había calculado 78.000. O, al menos, ese es su mundo habitado, que describe como «una isla» flotante en un mar del hemisferio norte. Creía que el mundo que conocía y describió ocupaba aproximadamente un cuarto de la Tierra.
Estrabón no era matemático y desconfiaba de los avances científicos en las mediciones y la proyección cartográfica realizados por Eratóstenes. Así pues, describió su mundo de la forma más literal posible, recurriendo a los procedimientos de la astrología. Tomado en su conjunto, el mundo habitado tenía la forma de una clámide, un manto ligero corto que llevaban los soldados y cazadores griegos. Britania y Sicilia eran triangulares, mientras que la India era romboidal. Comparó la región septentrional de Asia con un cuchillo de cocina, la península Ibérica con una piel de buey y el Peloponeso con la hoja de un plátano de sombra, mientras que Mesopotamia tenía el perfil de un bote en el que el río Éufrates era la quilla y el Tigris el puente.
Hoy leemos la Geografía de Estrabón con una mezcla de admiración y perplejidad: admiración por la magnitud de la empresa, perplejidad por algunos de sus supuestos. Considera que no merece la pena conquistar Britania, que describe como miserable e inhabitable a causa de su clima (señala que el sol apenas brilla en la isla, particularmente en la región que ahora llamamos Escocia). Irlanda está llena de caníbales. Ceylán, una isla que se halla a siete días de navegación de la India, tiene una cosecha insólita: «Produce elefantes».
Aunque Estrabón era más bien geógrafo que cartógrafo, se daba cuenta de las limitaciones de sus descripciones e indicaba que su prosa debía representarse sobre una superficie plana. Para ello sugería una retícula simplificada de paralelos y meridianos sobre un pergamino de dos metros de largo por uno de ancho. Pero también ideó un método mucho mejor para representar su investigación: un globo.
En concreto, Estrabón menciona una esfera construida por el filósofo Crates de Malos en el siglo anterior. Tenía tres metros de diámetro y mostraba el mundo dividido en cuatro nítidas regiones, todas ellas islas de aproximadamente el mismo tamaño, dos sobre la «zona tórrida» que separaba los hemisferios septentrional y meridional, y dos por debajo[3]. De estas islas solo una —la suya— estaba habitada con seguridad, pero Crates, basándose en informaciones combinadas de Eratóstenes y Homero, creía que las otras tres también podrían ser templadas y estar pobladas, y que al menos había otra región bajo el océano ecuatorial cultivada por «etíopes», que no tenían relación con los otros etíopes del País de la Canela.
Estrabón sugirió que su globo terrestre también debería tener al menos tres metros de diámetro para incorporar todos los detalles. Pero era consciente de que para la mayoría de sus lectores sería imposible construir algo así.

La Gran Biblioteca de Alejandría hizo otra aportación decisiva a la historia de la cartografía y aunque se basó en los avances de Eratóstenes y Estrabón fue un ejercicio de erudición individual de tal trascendencia que fijó el tono y el aspecto de los mapas en los mundos europeo y árabe durante cientos de años. En realidad, no era un mapa sino un atlas descriptivo, pero se podría decir que su autor fue el primer cartógrafo moderno del mundo. Era un libro de instrucciones en griego que cambió la manera en que vemos el mundo de forma tan fundamental que —casi 1.350 años después— fue, con algunas modificaciones, uno de los principales instrumentos de navegación que Colón llevó consigo cuando partió hacia Japón en 1492.
El autor del atlas fue Claudio Ptolomeo, que vivió entre el 90 y el 170 d. C., estudió en Alejandría durante la mayor parte de su vida (si no toda), y con anterioridad había escrito un tratado muy influyente de astronomía griega: el Almagesto. Esta obra contenía mapas estelares detallados y un modelo de círculos concéntricos que mostraba la posición de la Tierra en el cosmos, estable en su centro, mientras que a su alrededor giraban diariamente —en orden de proximidad— la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno, y una esfera de astros fijos brillantes en el borde exterior. Ptolomeo también fue autor de una investigación científica de óptica, en la que examinaba el proceso de la visión y el papel de la luz y el color.
Pero la obra que nos interesa aquí de Ptolomeo es su Geografía. Era una interpretación del mundo en dos partes, la primera de las cuales estaba dedicada a la metodología, mientras que la segunda consistía en una extensa lista de nombres de ciudades y otros lugares, con sus correspondientes coordenadas. Si, en vez de dibujarlos, hubiera que describir los mapas de un atlas moderno, el resultado sería algo muy similar a la obra de Ptolomeo, una empresa laboriosa y agotadora, basada en lo que ahora consideramos un sistema de retícula extraordinariamente sencillo. En la sección séptima de la Geografía (que tenía ocho en total), Ptolomeo proporciona descripciones detalladas para elaborar no solo un mapa del mundo, sino también de veintiséis áreas más pequeñas. No se han conservado ejemplares originales, y lo más próximo que tenemos es una descripción árabe de un mapa coloreado del siglo X, aunque se desconoce si se trataba de un original o meramente estaba inspirado por su texto; en cualquier caso, ya no existe.

Los modernos vientos del cambio: el mapamundi clásico de Ptolomeo en una hermosa reproducción realizada en 1482 por el grabador alemán Johannes Schnitzer de Armsheim.
Como cabría esperar, Ptolomeo tenía una visión deformada del mundo. Pero mientras que la distorsión de África y la India es extremada, y el Mediterráneo es demasiado grande, la ubicación de las ciudades y los países en el imperio grecorromano es mucho más precisa. Ptolomeo ofreció a sus lectores dos posibles proyecciones cilíndricas —el intento de proyectar la información de una esfera tridimensional en un plano bidimensional—: una «inferior y más sencilla» y otra «superior y más problemática». Reconoce debidamente una fuente clave, Marinus de Tiro, que unas décadas antes había elaborado un precursor del nomenclátor asignando a los topónimos no solo una latitud y una longitud, sino también la distancia estimada entre ellos. (A Marinus también se deben otras innovaciones: sus datos cartográficos son los primeros que incluyen tanto China como la Antártida).
Ptolomeo se vanagloriaba de haber incrementado considerablemente la lista de ciudades del cartógrafo (que eran unas 8.000) y también criticó la precisión de las mediciones de Marinus. No obstante, él tampoco estaba exento de faltas. De hecho, el historiador de la cartografía R. V. Tooley sugiere que Ptolomeo se distinguía de sus predecesores no solo por su brillantez sino también por su indiferencia hacia la ciencia. Mientras que los cartógrafos anteriores habían estado dispuestos a dejar sus mapas en blanco donde sus conocimientos no alcanzaban, Ptolomeo no pudo resistirse a llenar esos espacios vacíos con concepciones teóricas. «Esto no habría importado mucho en una figura menor», sostiene Tooley, pero su reputación era tan grande «que sus teorías adquirieron la misma validez que sus datos contrastados», lo que, como veremos, tuvo el extraordinario efecto de enviar a ambiciosos marinos —entre ellos Colón— a lugares a los que no esperaban llegar.

Con anterioridad a estos progresos alejandrinos ya había mapas del mundo —una tablilla de barro aquí, un papiro allá—, pero eran objetos aislados y sin método[4]. Por el contrario, los mapas de Eratóstenes, Estrabón y Ptolomeo producidos en la Gran Biblioteca eran lógicos y disciplinados. La reputación de la Biblioteca como la más importante que el mundo conocía tiene aquí cierta base: una leyenda a la que las sucesivas destrucciones no han hecho sino dar un tinte más romántico.
La destrucción definitiva de la Biblioteca ocurrió casi medio milenio después de la muerte de Ptolomeo, en el 641, cuando Alejandría fue conquistada por los árabes. Para entonces, se habían repuesto sus fondos y aunque ya no era el centro de erudición que había sido, aún albergaba muchos cientos de miles de manuscritos. Pero, aparentemente, a su nuevo conquistador no le interesaban demasiado los libros. Se cuenta que, cuando se le preguntó por el destino de la Biblioteca, el califa Omar respondió: «Si el contenido de los libros está de acuerdo con el libro de Alá, podemos prescindir de ellos, pues en ese caso el libro de Alá es más que suficiente. Si, por el contrario, no están de acuerdo con el libro de Alá, no hay necesidad de conservarlos. Así pues, proceded a destruirlos».
Pero hay algo más improbable. Hemos visto que la Geografía de Ptolomeo apareció hacia el 150 d. C. y habría sido lógico esperar que se sucedieran los avances en la cartografía. Las coordenadas y la proyección que empleó constituían un sistema universal, algo que podía utilizarse y ampliarse a medida que nuestro conocimiento del mundo fuera desarrollándose con el paso de los siglos. Era como una enorme red, capaz de atrapar nueva información y de extenderse de acuerdo con ella. Pero tal cosa no ocurrió. El avance cartográfico continuado que habría cabido esperar no llegó a producirse. ¿Dónde estaba el Ptolomeo de los siglos IV o V? ¿Por qué no sabemos qué pensaba Harold de la forma del mundo cuando avanzaba hacia Hastings en el 1066? ¿O cómo veía el mundo Saladino? Porque no hay mapas que nos lo indiquen.
Ni los romanos ni los bizantinos continuaron la obra de Ptolomeo. Hubo algunas bellezas aisladas: la Tabla de Peutinger (un alargado mapa esquemático de las calzadas romanas con los asentamientos más importantes del Imperio), del siglo V, y el mapa de Madaba (un mosaico de la Tierra Santa, conservado en una iglesia en Jordania, que incluye planos de Jerusalén y otras ciudades), del siglo VI. Pero muestran poca curiosidad por el mundo que queda fuera de sus confines y ninguno de ellos hizo progresar la cartografía.

El largo y tortuoso imperio: un detalle de la Tabla de Peutinger, un mapa de carreteras romano del siglo v que se extendía desde la costa dálmata al Mediterráneo africano.
De hecho, en vez de avanzar, el mundo pareció sumirse en una edad oscura cartográfica durante unos mil años. ¿Acaso se volatizaron repentinamente nuestras ambiciones de exploración, conquista y búsqueda de riquezas, como tantas otras aspiraciones? ¿Y qué ocurrió con los globos terrestres? También sufrieron un retroceso. Los conceptos de latitud y longitud, la aparición de la gratícula y el meridiano principal: todo ello cayó en desuso y solo volvería a ver la luz en las fecundas ciudades de Venecia y Núremberg hacia 1450.
¿Y qué fue lo que apareció en el cenit del Renacimiento? ¿Una nueva representación del mundo? ¿Nuevos continentes? ¿Algo relacionado con América? No, lo que apareció fue una traducción del griego al latín de un libro que se había creído perdido desde los días de gloria de Alejandría: el «atlas» de Ptolomeo. Y su redescubrimiento —que coincidió con el auge de la imprenta en Europa— anunció el nacimiento del mundo moderno.
Pero permanezcamos todavía por un tiempo en la edad oscura. O, más exactamente, en Hereford, en el invierno de 1988.

CAPÍTULO 2
LOS HOMBRES QUE VENDIERON EL MUNDO
El miércoles 16 de noviembre de 1988, el deán de Hereford, el muy reverendo Peter Haynes, y lord Gowrie, exministro de las Artes, que en ese momento era presidente de Sotheby’s, se fotografiaron trajeados junto a la catedral de Hereford sujetando un facsímil enmarcado de un gran mapa marrón. El mapa, casi tan alto como ellos, se subastaría en el mes de junio siguiente y Sotheby’s había acordado un precio de reserva de 3,5 millones de libras, lo que lo convertiría en el mapa más valioso del mundo. Más tarde, aquel mismo día, el doctor Christopher de Hamel, el experto de Sotheby’s en manuscritos medievales, describió el mapa en estos términos: «Sin parangón, el mapa medieval más importante y más celebrado en cualquier formato».
Lord Gowrie lamentaba que un objeto tan importante pudiera perderse para el país a manos del mejor postor, pero afirmó que todos los esfuerzos por conservarlo habían fracasado. Durante casi un año había tratado de mantener el mapa en el Reino Unido, pero no quedaba más remedio que subastarlo. El deán explicó que su catedral, del siglo XI, una de las construcciones normandas más impresionantes de Inglaterra, necesitaba 7 millones de libras para evitar desprendimientos del tejado sobre las valiosas baldosas del suelo, y renunciar al mapa era la única forma de solucionarlo. Después de su anuncio, entregaron el mapa al personal de la catedral y se marcharon, Gowrie a Londres y el deán a su atribulado lugar de culto.
Pero a la gente no le gustó la idea.

El mapa en cuestión era el Mappa Mundi de Hereford, circa 1290, y no parecía especialmente bonito. Un gran trozo de cuero endurecido —de 163 × 137 cm— con una renegrida representación del mundo que, a primera vista, resulta difícil desentrañar con sus deslucidos colores y sus borrosas leyendas. Es un mapa que habría causado asombro a alguien que hubiera sido transportado desde la Gran Biblioteca en la época de Ptolomeo. Ha desaparecido la precisión científica de las coordenadas y las retículas, la longitud y la latitud. Y lo que se ve en su lugar es esencialmente una pintura moralizadora, un mapa del mundo que delata los miedos y obsesiones de la época. Jerusalén aparece en el centro, con el Paraíso y el Purgatorio en los extremos, y regiones distantes pobladas por criaturas y monstruos legendarios.
Y esta es básicamente su concepción. El mappa (en la época medieval esta palabra significaba paño o servilleta en vez de mapa) tenía una elevada ambición de naturaleza metafísica: un mapa-guía de la vida cristiana para una población en su gran mayoría analfabeta. Mezclaba abiertamente la geografía del mundo terrenal con la ideología del siguiente. En el ápice había una representación gráfica del fin del mundo y el Juicio Final con Cristo y sus ángeles a un lado, mostrando el camino hacia el Paraíso, y, al otro, el demonio y dragón señalando hacia el Infierno.

Se está fraguando un escándalo: el deán de la catedral de Hereford, Peter Haynes (izquierda), y el presidente de Sotheby’s, lord G
