1945. Cómo el mundo descubrió el horror

Annette Wieviorka

Fragmento

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EL CORAZÓN MALÉFICO

 

 

 

«Lo sabíamos. El mundo había oído hablar de ello. Pero hasta ahora ninguno de nosotros lo había visto. Fue como si al fin penetráramos en el lado oscuro del corazón, en el más despreciable interior del corazón maléfico [the vicious heart]»[1], escribe Meyer Levin.

«He olvidado la mayor parte de las grandes historias que habían provocado en mí una intensa emoción cuando era corresponsal de guerra. Pero durante los dos años posteriores a la guerra uno de esos episodios no ha dejado de crecer, y he terminado por pensar que contenía todo lo que yo había aprendido de la guerra»[2]. El episodio que alimenta hasta la obsesión y hasta la locura la vida y la obra del escritor y periodista estadounidense Meyer Levin es el descubrimiento de los campos de concentración nazis.

A menudo, escribe, no tiene sentido ser «el primero», precipitarse antes que los demás para recoger y transmitir una información. Pero, en este caso concreto, haber sido el primero en Ohrdruf, el primer campo descubierto en Alemania por los estadounidenses, es muy significativo. El destino lo condujo hasta allí, le hizo vivir esa experiencia imborrable: la confrontación brutal con lo que se sabía confusamente, la existencia de los campos de concentración; la destrucción de las comunidades judías. Para Meyer Levin, esa experiencia se integra en su «búsqueda personal» de identidad. También la supera. Lo que ocurrió es «fuente de miedo y de culpabilidad para cada ser humano que ha conservado la vida». Porque —constata lo mismo que Robert Antelme, superviviente de Buchenwald, Gandersheim y Dachau, empleando las mismas palabras— «los hombres tenían dentro lo que les permitió hacer aquello y nosotros somos de la misma especie»[3], la especie humana.

El corazón maléfico, the vicious heart: la expresión sirvió como título a la primera obra dedicada por un historiador estadounidense al descubrimiento de los campos por sus compatriotas. Pero nadie, salvo Mikael Levin, el hijo de Meyer, ha comprendido que este, al emplear esta expresión, se refería a un cuento hasídico que su padre había transcrito en 1932[4]. Un auténtico corazón humano, idéntico al que late en cada uno de nosotros, es el tema de este «cuento extraño, lleno de sentido oculto, que nos dice cómo el joven Israel sostuvo entre sus manos el corazón que era el núcleo de las Tinieblas [kernel of Darkness]».

Esto es lo que le viene a la mente a Meyer Levin cuando entra en el campo de Ohrdruf. Su conmoción será, al cabo de unas semanas, la conmoción del mundo occidental. Hay un antes y un después del descubrimiento de los campos nazis, que es para Meyer y para muchos otros después de él, el descubrimiento del Mal encarnado. Mal extremo, escribirá Hannah Arendt, antes de considerarlo «banal». «Mal» que no ha cesado de ser representado y reconfigurado en el transcurso de las décadas que nos separan del choque inaugural.

Meyer Levin, corresponsal de dos agencias de prensa judías que acompañan al ejército estadounidense, sigue su avance dentro del continente europeo. Muy pronto comparte un jeep con un fotógrafo francés, Éric Schwab. El primero busca lo que queda de los judíos de Europa. El segundo, enviado de la AFP, busca también a su madre deportada, judía y alemana, de la cual no ha tenido noticias desde 1943. Cuando el ejército estadounidense, al ir avanzando, descubre los campos que se encuentran en el territorio alemán, ellos son de los primeros que entran.

Meyer Levin escribe, enviando centenares de comunicados a Estados Unidos; a través de los destinos de los supervivientes, cuenta la destrucción de los judíos de Europa. Pionero entre los pioneros, llama a tomar conciencia de la amplitud de la destrucción, que no será reconocida hasta después de su muerte a principios de la década de 1980.

Éric Schwab fotografía a los supervivientes del universo concentracionario, en particular a sus compatriotas resistentes. Fija también en la película los rostros de los supervivientes descarnados, las imágenes de las fosas. Algunas de sus fotos se han convertido en iconos universales de los que nadie recuerda el autor.

De París hasta Terezin, pasando por Buchenwald, Leipzig, Dachau, guiados por las palabras de Meyer Levin y por la mirada de Éric Schwab, vamos a seguir paso a paso el descubrimiento de los campos entre el 5 de abril y finales del mes de mayo de 1945. Este descubrimiento se produce cuando unos rumores y unas visiones confusas lo presentían sin conocer su alcance y cuando el III Reich se desmorona en medio del furor y la excitación de los últimos combates, cuando millones de hombres, mujeres y niños son arrojados a las carreteras en un éxodo desordenado.

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Meyer Levin y su máquina de escribir, fotografiado por Éric Schwab durante su misión.

 

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Autorretrato de Éric Schwab con uniforme de corresponsal de guerra.

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BUSCANDO

 

 

 

Antes de cubrir la «verdadera guerra» y de ser destinado a un campamento de prensa en el frente, Meyer Levin pasa por París. Llega a la capital tras su liberación, el 25 de agosto de 1944, como corresponsal de dos agencias: la Jewish Telegraphic Agency y Overseas News Agency. Ya es un escritor reconocido, pero no accederá a la celebridad internacional hasta 1956 con su novela Impulso criminal, que narra un suceso, el asesinato «perfecto» en 1924 de un chico de 14 años, Bobby Franks, por dos jóvenes de la burguesía judía acomodada de Chicago, Nathan Leopold y Richard Loeb. Sus lectores son pocos pero fieles y se ha granjeado la estima de grandes escritores mayores que él como Ernest Hemingway. París marca el principio de la misión que se ha asignado: «Yo era idóneo para contar la historia que acababa de suceder en Europa. Era la historia del destino de los judíos. El continente por fin se había abierto; podríamos descubrir los hechos que se ocultaban detrás de los rumores siniestros de masacre en masa y de reducción a la esclavitud que nos llegaban de Europa»[5]. Meyer Levin está buscando lo que queda de las comunidades judías. Pretende relatar su persecución y su supervivencia. El escritor conservará toda su vida la sensación de haber sido elegido para testimoniar ante sus contemporáneos la historia de un acontecimiento que él «cubrió» a partir de septiembre de 1944 y que entonces aún no tenía nombre: la persecución y la destrucción de los judíos de Europa. Para él, esa historia no se detiene con la capitulación alemana del 8 de mayo de 1945. Se prolonga en el destino de los supervivientes judíos, que no tienen o han dejado de tener una patria, especialmente los niños. Meyer Levin también asume la carga de dar a conocer, contra viento y marea, la verdad sobre la identidad judía de las víctimas, en una época en que la especificidad del destino de los judíos en la Segunda Guerra Mundial no ha entrado en la conciencia colectiva y en que, tanto en Francia como en Estados Unidos, se diluye en el vasto conjunto de las víctimas de la criminalidad nazi. Después de la guerra, nadie dedicó tanto tiempo y energía, recorrió tantos kilómetros, escribió tantos folios, rodó tantas imágenes sobre estas cuestiones como él. Este destino no le cae encima por casualidad. Se inscribe en la coherencia de una personalidad atormentada y de un itinerario singular.

 

 

En 1950, Meyer Levin publica en París[6], en una editorial creada por él mismo, puesto que no encontró entonces editor, su autobiografía In Search [Buscando]. La obra será reeditada al año siguiente por un pequeño editor neoyorquino. El libro «tiene como tema qué es ser judío», nos dice de entrada el autor[7]. De hecho es una autojudeografía, según el término acuñado por Robert Ouaknine para designar la oleada de escritos publicados en Francia en la década de 1970 donde toda la existencia se analiza a través de un único prisma, que es el judaísmo del narrador. Cuando Meyer Levin se entrega a ese ejercicio, ningún autor estadounidense ha conocido un auténtico éxito de ventas tomando como tema a personajes judíos o describiendo los ambientes de la inmigración. La gran época de la novela judía americana, la de los Saul Bellow, Philip Roth o Bernard Malamud aún está por llegar. A Meyer Levin podría aplicársele la frase: «Se adelantó a su tiempo». Pero la expresión, pensándolo bien, no tiene ningún sentido. Nacido en 1905, en Chicago, de padres inmigrados de la región de Vilna a finales del siglo XIX, autor entonces de seis novelas y de una obra de cuentos hasídicos, Meyer Levin está profundamente anclado en su tiempo, escrutando desde todos los puntos de vista la vida de Chicago, especialmente la de los judíos de su generación, que pugnan por salir del mundo yiddish de sus padres para convertirse en verdaderos estadounidenses. «El miedo y la vergüenza de ser judío dominan los recuerdos de mi infancia»[8], escribe, miedo y vergüenza probablemente compartidos por muchos otros jóvenes judíos de la época. Entre las dos guerras, el antisemitismo es poderoso en Estados Unidos, como también lo es bajo distintas formas en Europa. La vida y la obra de Meyer Levin pueden leerse como un deseo de comprender lo que es ser judío, un deseo de asumir valientemente este facto de nacimiento en todas sus dimensiones, de luchar sin tregua contra esta vergüenza y este miedo para superarlos y transfigurarlos a través de la escritura.

Brillante y precoz, ingresa en la Universidad de Chicago y publica, muy joven, sus primeros textos. Tras licenciarse (1924), trabaja para el Chicago Daily News y para una revista cultural judía, The Menorah Journal. También se siente atraído por conocer mundo. Primero París, destino obligado de los escritores o aprendices de escritor americanos. Allí satisface su bulimia de cultura: música, pintura, literatura. Hace sus pinitos en la pintura y la escultura. The Menorah Journal le ha confiado una carta para un artista judío que acaba de inmigrar de Polonia, Marek Szwarc. La casualidad quiere que Meyer se haya instalado en la misma pensión donde reside la familia Szwarc. Pasa mucho tiempo con Marek, su mujer y su hija, Tereska. Este encuentro es capital. Marek Szwarc le hace sentir «la profundidad de la tradición judía», darse cuenta de que es conveniente para un artista judío no avergonzarse de buscar su inspiración en los materiales de la vida judía[9].

Después de París, Meyer Levin recorre Europa y, gracias al Menorah Journal, viaja a Palestina para la inauguración de la Universidad Hebrea de Jerusalén (1925). Es su primer viaje, seguido de un segundo (1927) durante el cual pasa varios meses en un kibutz, no lejos de Haifa, y luego un tercero en 1937-1938. No es un destino habitual para un judío estadounidense. No es que Meyer Levin sea entonces sionista, es un «sionista cultural». No pertenece ni pertenecerá nunca a ningún movimiento, aunque se siente próximo a los sionistas laboristas de Ben Gurion. No cree —y no creerá nunca— que los judíos de todo el mundo volverán un día al hogar judío. Pero admira el espíritu de los pioneros, que compara con el de los pioneros estadounidenses. Ve Palestina como un centro cultural en el que es posible vivir plenamente la propia condición judía, y un lugar de vida para los judíos perseguidos. Dos veces también, en 1937 y en 1938, parte para cubrir la guerra de España y, durante una época, coincide con Hemingway.

 

 

El comienzo de la guerra se corresponde para Levin con un periodo de crisis. Se ha separado de su mujer, con la que ha tenido un hijo. Su última novela, Citizens, una novela realista que describe a los obreros de la industria metalúrgica, su huelga y la violencia de la represión policial, es un fracaso comercial. Se gana la vida escribiendo toda clase de textos, principalmente periodísticos. Tiene cerca de cuarenta años y siente la necesidad de actuar. Tal vez también es un alivio escapar del conflicto permanente entre su identidad judía y su identidad estadounidense, suspender una elección que se ha revelado como imposible entre ser un escritor estadounidense o un escritor judío estadounidense. En 1942[10], Meyer Levin ingresa en el Office of War Informations como realizador, guionista y productor de películas documentales. Recorre el país, filmando fábricas y ciudades y exaltando la fuerza del compromiso de los civiles en la guerra. A finales del mes de agosto de 1943, el Office of War Informations de Nueva York abandona su actividad estadounidense para dedicarse a las operaciones exteriores. Se traslada a Londres y Meyer Levin es destinado allí para escribir «panfletos» de la Psychological Warfare Division. Se reencuentra con sus amigos de París, los Szwarc, instalados en la capital británica; el padre, Marek, se ha alistado en el Ejército polaco; su hija, Tereska, en el Cuerpo Femenino de las Fuerzas Francesas Libres. Meyer Levin se enamora a primera vista de esta joven a la que conoció de niña. El flechazo no es recíproco. Muy pronto el corazón de Tereska será ocupado por otro. La Jewish Telegraphic Agency y la Overseas News Agency nombran a Meyer Levin su corresponsal después del desembarco de Normandía. La primera, fundada en 1917, con sede en Nueva York desde 1922, tiene como misión suministrar noticias a una prensa judía entonces particularmente numerosa y activa. Hay en el mundo unas 400 publicaciones abonadas a ella durante los años que preceden a la Segunda Guerra Mundial. La segunda, efímera emanación de la primera, no se declara exclusivamente judía ya que su dirección cuenta con representantes del protestantismo y del catolicismo y ha sido creada en 1940 con un solo objetivo: cubrir los acontecimientos de la guerra.

 

 

En París, en septiembre de 1944, Meyer Levin, como todos los corresponsales de guerra estadounidenses o dependientes del Ejército estadounidense, vive en el hotel Scribe, que ha sido requisado y funciona como centro de prensa, a dos pasos de la Ópera. Tal vez coincida con Hemingway, que a veces abandona el Ritz para instalarse allí. También pudo cruzarse con George Orwell o Robert Capa. En la entrada del hotel ondean banderas y aparcan «filas de coches verde oliva del Estado Mayor y los jeeps con grandes estrellas blancas». Simone de Beauvoir almuerza allí una vez, invitada por Pierre Bost, que trabaja para Combat: «Era un territorio americano en el centro de París: pan blanco, huevos frescos, dulces, azúcar, spam»[11], por spicy ham, aquel jamón especiado en lata que forma parte de las raciones estadounidenses.

Meyer Levin inicia la tarea que se ha propuesto: seguir día a día la crónica de la supervivencia judía, la búsqueda de los «restos de Israel»[12]. Antes de la guerra vivían en Francia entre 300.000 y 330.000 judíos, la mitad de ellos en la región parisina. Unos 76.000 hombres, mujeres y niños fueron deportados hacia un destino desconocido. Entre 10.000 y 15.000 hombres que combatieron en 1940 aún son, en esos momentos, prisioneros en los Stalags y los Oflags de Alemania. Muchos de los que vivían en la región parisina la han abandonado, se han trasladado a la zona libre a medida que la persecución se recrudecía. Las salidas más masivas tuvieron lugar después de la redada del 16 y 17 de junio de 1942, la célebre redada del Vél’ d’Hiv’, en la que por primera vez fueron detenidas mujeres y niños. En septiembre de 1944, ya no quedan en París más que unos 25.000 judíos, un poco más del 15 por ciento de los 150.000 judíos censados por decisión alemana en el departamento del Sena en octubre de 1940. Si algunos se han quedado escondidos o han vivido bajo una falsa identidad, otros han sobrevivido en la legalidad de la persecución, censados y marcados con la estrella amarilla. No han compartido la alegría de la liberación. Sí, son libres. Se han quitado inmediatamente la estrella. Ya no corren el peligro de que los convoquen para internarlos ni de ser objeto de redadas, como lo fueron a partir de mayo de 1941. Pero están sumidos en una miseria terrible tras esos años en que han sido marginados de la sociedad, excluidos de la vida económica, obligados muchos de ellos a vivir de los escasos subsidios de las organizaciones comunitarias. Sobre todo no tienen noticias de sus familiares, deportados hacia el Este, a un lugar del cual ignoran el nombre pero que generalmente sitúan en Polonia. El último gran convoy salió de Drancy el 31 de julio de 1944 con 1.300 deportados. El 17 de agosto de 1944, Aloïs Brunner, organizador nazi de las deportaciones desde el verano de 1943, todavía cargó en uno de los vagones del tren en el que huía a 51 judíos —entre ellos a Marcel Bloch, que luego cambiará su apellido a Dassault—, la víspera de la liberación de un campo por el cual transitó la inmensa mayoría de los deportados y donde entonces quedaban 1.386 prisioneros.

 

 

El primer reportaje de Meyer Levin en París lleva por tanto la fecha del 18 de septiembre[13], la noche del año nuevo judío, Rosh Hashaná. Ofrece un cuadro único de la situación de la comunidad judía parisina, poco más de tres semanas después de la liberación. Cuando suena el shofar, que abre el ritual del año nuevo judío, «el año de la liberación», escribe Meyer Levin, las sinagogas parisinas están llenas. Eso no demuestra en absoluto que se haya recuperado una práctica religiosa generalizada entre los judíos de Francia, sino el lugar central que ocupa la sinagoga y un sentido de pertenencia, incluso en los que están alejados de toda práctica religiosa como es el caso de Meyer Levin. Cuando llega a una ciudad y busca a los judíos, su primer reflejo es ir a la sinagoga, que sigue siendo el lugar donde se reúnen cuando la angustia o la alegría se apoderan de ellos.

A diferencia de las sinagogas de Alemania y de las de prácticamente toda Alsacia, las sinagogas parisinas están en pie y Levin, como buen periodista, las recorre pasando por la de la rue Notre-Dame-de-Nazareth, la del movimiento judío liberal de la rue Copernic, sin olvidar los pequeños oratorios polacos donde se habla yiddish de la rue des Rosiers y de la rue des Écouffes, en el viejo barrio judío al que todavía llaman «Pletzl» (la placita) y que en los años sesenta habrá de convertirse en el Marais. Los estigmas de los atentados perpetrados contra seis de ellas la noche del 2 al 3 de octubre de 1941 son visibles en las puertas. Pero el culto no se ha interrumpido durante la ocupación, y aunque veinticuatro rabinos han muerto durante la guerra, el gran rabino de París, Julien Weill, que ha permanecido en la capital, se ha salvado. Él es quien oficia esta noche del 18 de septiembre de 1944 en la gran sinagoga consistorial de la rue de la Victoire, que los estadounidenses llaman «la sinagoga Rothschild», ante un público meditativo de unas tres mil personas, un millar de las cuales son soldados estadounidenses. Cuando se recita el Kaddish, la oración por los muertos, «la comunidad entera se alza hacia el Hejal. Pues todos tienen un muerto por el que llorar», cuenta Meyer Levin. Ninguna familia se ha salvado. Esta ceremonia impresionante deja sumida en la sombra a la primera, infinitamente más confidencial, que tuvo lugar la tarde del 7 de septiembre para celebrar la liberación de París en presencia de un público reducido de unas trescientas personas, sin ninguna alegría.

La miseria lo invade todo. Levin describe las pérdidas materiales: los pisos vaciados de sus ocupantes judíos han sido radicalmente saqueados por los alemanes, «hasta los enchufes eléctricos» arrancados de las paredes. En la carencia crónica de viviendas que sufre París, es difícil para los que vuelven recuperarlas cuando han sido ocupadas por «inquilinos de buena fe» que se han asociado. Claro que el Gobierno provisional ha anulado las legislaciones antisemitas del ocupante alemán y del Estado francés, como se había comprometido a hacerlo en 1943. Los generales judíos, por ejemplo, han sido reintegrados al Ejército. Pero la restitución de los bienes expoliados sigue siendo un problema jurídicamente complicado, del cual se encarga el jurista René Cassin en nombre del Gobierno. Porque a partir de julio de 1941 las empresas llamadas judías han sido sistemáticamente «arianizadas». Se han abierto aproximadamente 50.000 procedimientos «de arianización», 31.000 de ellos solo para la región de París. Si se compara esta cifra con la de la población judía global, ello significa que todas las familias se han visto afectadas. Es toda una población la que de esta forma ha sido excluida de la vida económica.

 

 

Desde el 18 de septiembre hasta finales del mes de noviembre, Meyer Levin envía una veintena de comunicados desde París, Le Mans, Nancy y Toulouse, casi todos centrados en los judíos de Francia, aunque uno de ellos, fechado el 13 de noviembre, celebra la reanudación de la vida parisina. El metro ya funciona hasta las doce de la noche, en vez de las nueve y media, los teatros —Levin menciona veintiséis— han vuelto a abrir. La Ópera, el Odéon, la Comédie-Française, el Folies-Bergère han vuelto a las tradiciones, cosa que Levin considera tranquilizadora. La vitalidad del teatro francés es visible en el Atelier con un grupo de actores dirigido por Charles Dullin, en el teatro Sarah-Bernhardt, donde se representa La vida es sueño de Calderón, en el teatro de Montparnasse con Gaston Baty. Pero Levin también menciona lo que él llama el «nuevo teatro». Ve en la obra controvertida de Claude Vermorel, Jeanne avec nous, montada durante la ocupación, la promesa de una renovación que según él ilustran tres escritores: Sartre (A puerta cerrada), Camus (El malentendido), y Anouilh (Antígona). El futuro le dará la razón. Sobre todo, Meyer Levin ha visto y ha comprendido todo lo que había sido la vida de los judíos de Francia bajo la ocupación y los problemas de la posguerra[14]. Tiene conciencia del hecho de que los judíos originarios del Este, del mundo yiddish, estén donde estén, comparten una historia común. «Son hijos de los mismos padres». Constituyen más de la mitad de los judíos que viven en Francia y fueron las primeras víctimas del internamiento y, luego, de las deportaciones[15].

Meyer Levin se interesa especialmente por la resistencia judía, muy poco celebrada por el conjunto del país, que g

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