Qué nos ha pasado, España

Fernando Ónega

Fragmento

cap-2

1

15-J, el día de la ilusión

Huelgas, crisis y final del baby boom. Sables, etarras y el cura de Bandeira. Ni Pablo Iglesias, ni Íñigo Errejón, ni Albert Rivera habían nacido. El día que se alumbró el bipartidismo. Sorpresa: no había tantos comunistas.

Aquel año 1977 fue un mal año económico. Fue también un año de gran conflictividad laboral: se perdieron 180 millones de horas en huelgas, frente a las diez millones que no se trabajaron en el año 2015. Esos mismos conflictos formaban parte de la reclamación social de libertad y democracia. Incluso con perspectiva histórica, es muy difícil distinguir dónde empezaban las reclamaciones laborales y dónde las políticas.

Pero fue un año emocionante. Los españoles que se jubilan cuando se publican estas páginas cumplían entonces veinticinco años de edad. La inmensa mayoría de los varones había hecho recientemente el Servicio Militar. La inmensa mayoría de las mujeres de la misma edad ya se habían casado, si es cierta la estadística que señala que ese año la media de edad del matrimonio de la mujer rondaba los 20-25 años. Las mismas estadísticas dicen también que ese año marca el punto final del baby boom que se había iniciado veinte años antes, con el desarrollismo de 1957, y que nos dejó catorce millones de niños y niñas. A partir de 1977 se produjo un desplome de los índices de natalidad.

Los que éramos jóvenes por entonces nos habíamos divertido con el guateque, toda una institución de la época. Vestíamos pantalones de campana, los más progres lucían barba o melena, y las chicas empezaban a atreverse con la minifalda. En el cine vimos aquel año la primera Guerra de las Galaxias y Fiebre del sábado noche. En la televisión la serie Mazinger Z disfrutaba de gran éxito y veíamos con frecuencia a Raffaella Carrá. Ya no era preciso viajar a Perpiñán para conocer El último tango en París y exagerar sus imágenes ante los amigos, porque se suprimió la censura cinematográfica. Los héroes deportivos eran Ángel Nieto y Severiano Ballesteros. Y el salario mínimo correspondía a 13.200 pesetas, algo menos de noventa euros.

Se trataba de una sociedad que iniciaba una nueva moral, que había descubierto el desnudo de los cuerpos en las playas y en las revistas, que probaba el sabor de la libertad en todos los órdenes de la vida y que inauguraba un cambio que el «Comentario Sociológico-Estructura Social de España» de la Confederación de Cajas de Ahorro calificaba como «crisis de los valores burgueses». A juicio de los autores de ese estudio, se trataba de un momento en que «lo que valía ha dejado de valer», y se estaba produciendo «un relevo del universo cultural», de las pautas y valores vigentes hasta entonces.

Y una de esas cosas que había «dejado de valer» era la política. Aquel 1977 comenzó con la apertura de la puerta de la reforma, que fue como si se abriera la Puerta Santa del que podríamos llamar «Año jubilar de la democracia española»: el día 5 de enero el Boletín Oficial del Estado publicaba la Ley de Reforma Política que había sido aprobada por las Cortes todavía franquistas en lo que se conoce como el «harakiri del franquismo» y en el referéndum celebrado el 15 de diciembre anterior, con un «sí» del 94,17 por ciento de los votos.

A partir de esa ley comenzó una carrera trepidante hacia la democracia que tendría su punto culminante en las elecciones generales del 15 de junio. Fue precisamente el año en que la política y la sociedad española rompieron el corsé que las aprisionaba y casi todos los nudos que las ligaban al pasado, desmintiendo aquello de que Franco lo dejaba «todo atado y bien atado». Desatarlo ha sido una obra de artesanía efectuada en tres talleres: el Palacio de La Zarzuela, donde el rey Juan Carlos ejercía su papel de motor del cambio; el Palacio de La Moncloa, donde Adolfo Suárez actuaba como gran ejecutor, y el Palacio de las Cortes, donde Torcuato Fernández-Miranda había acuñado la frase que sería la clave de la actuación para contener los extremos: la España que se oponía a toda reforma y la España que desconfiaba de la reforma y proponía y exigía la ruptura. La frase de Fernández-Miranda, con categoría de guía política de la Transición, era «De la Ley a la Ley pasando por la Ley».

La fórmula, que permitió una Transición considerada ejemplar durante tres decenios, sigue siendo discutida cuarenta años después. Los nuevos dirigentes políticos de la izquierda comenzaron una suerte de revisionismo del proceso de Transición influidos por la idea de que la Transición fue un apaño; la Ley de Reforma Política, un engaño; el pacto constitucional, un fruto del miedo al golpismo; la construcción del nuevo Estado, una forma de prolongar en el tiempo los privilegios del franquismo, y las amnistías de 1977, una especie de «ley de punto final» que perdonaba los crímenes y las responsabilidades políticas y penales de los dirigentes del régimen anterior y de sus colaboradores. De hecho, uno de los fundadores de Podemos, el profesor Juan Carlos Monedero, llegó a decir que la Constitución de 1978 fue escrita por «manos manchadas de sangre».

La última ocasión que sirvió para dar alas al nuevo revisionismo histórico fue la emisión, en la cadena de televisión La Sexta, de una frase que Adolfo Suárez había dicho a Victoria Prego, mientras tapaba el micrófono, en una entrevista concedida y emitida en 1995. Según la explicación off the record de Suárez, los máximos dirigentes de Europa, presionados por Felipe González, sugerían que la monarquía fuese sometida a referéndum. Suárez se negaba porque las encuestas señalaban que ese referéndum podría perderse. Para evitarlo, se ingenió la Ley de Reforma Política que, al incluir funciones del rey en su articulado, se consideró como una forma de someter la monarquía a referéndum.

A este cronista, que vivió aquellos momentos cerca del presidente Suárez, no le consta en absoluto esa intencionalidad. Jamás se la escuchó ni al presidente ni a ninguna de las personas que trabajaron en la redacción de la Ley ni en la preparación del referéndum. Con lo cual, cree que se trata más bien de una interpretación posterior: «alguien», sin descartar al propio Suárez, llegó a la conclusión de que, al legitimar el proceso de cambio en esa consulta popular, se legitimaba también al jefe del Estado que firmaba su instrumento jurídico y, en consecuencia, a la monarquía.

En cuanto a la posibilidad de perder un referéndum sobre la monarquía, caben diversos análisis. Los que desmienten ese riesgo parten de las encuestas efectuadas por Jaime Miquel y remitidas a Pedro Cuartango, director de El Mundo, y que hablan de una aprobación de la actuación de Juan Carlos I por más del 70 por ciento de la población. Los que justifican el temor invocado por Suárez son los estados de opinión de la época: Juan Carlos I todavía no inspiraba la suficiente confianza, aparecieron calificativos como el de Santiago Carrillo (Juan Carlos El Breve) y la sociedad había sido educada con valores contrarios a la monarquía y a la dinastía Borbón.

Pero la emisión del documento sirvió para recalentar el clima que defendía que la Transición había sido una sucesión de trampas ingeniadas por el poder. Quienes piden la revisión del «régimen del 78», como Pablo Iglesias, se

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