Será en un alba insólita,
será en el iris de la libertad
cuando goce por fin de aquel paréntesis
donde me habitaré
con otras vidas,
transitivo y feliz.
Inexistente.
EL BALCÓN DE LOS GORRIONES
Contempla los gorriones
y, chicos como son,
muévenle a compasión por los humanos
a veces engreídos, porque aquellos
parecen remedar su condición.
Los mira en la terraza dirimiendo
quién gana a picotazos
el grano duro de la digestión,
o quién tiembla infeliz o se echa al vuelo
para evitar la lucha y no sufrir.
Limoneros, palmeras, arrayanes
tiñen de un verde intenso humedecido
la vista abierta al mar del mirador.
Tranquilamente olvida
por un momento estar
al fin de su aventura o resistir urgente y frágil,
según Barral, intacto en el recuerdo.
Cambia el oficio pero no el legado
del vicio de escribir.
De la impresión al vuelo, alguna página
quedará siempre inédita y en vilo
de la realidad por descubrir:
a ras del suelo.
LA VUELTA AL MUNDO EN SEMANA SANTA
Una vez más lo que veré –cada vez menos–
parece dibujar la teoría,
o mi presentimiento,
de la fugacidad del ser. Y en vilo
transita la mirada legendarios
paisajes de otros rumbos memorables
(pero el gorrión ha vuelto)
por donde averiguar inéditas derrotas
y captar su sentido, imaginándolo.
Lejana estampa que se disipó
sombría en el progreso
de la vida en su nuevo retroceso.
Playas segadas por la lluvia y rayos
que argentaban el mar, espesos bosques
ardientes en el iris de la alarma
–tan infantil– de ver el fin del mundo, a tono
con sus merecimientos.
Cercana lejanía de advertirse
hijo de años dictados. O ignorar la ilusión
de ser ajeno a aquella estolidez.
Viajé extrañezas por el suelo ingrávido
y de nuevo me vi en el mirador
abierto al pueblo, con el mar al fondo.
Velas latinas en el horizonte, algún hogar
en el aire intermedio, la mañana dormida entre el barranco y los columpios
en el jardín vecino, inmóviles.
Seguían las noticias, sus migajas,
y seguía el gorrión, con su periódico
picotear de hambriento irresignado.
Sin duda es un paréntesis la calma
del bienestar anónimo y común,
por lo demás precario. Será Semana Santa
–según dicen–. Qué raro.
EXPERIENCIA DOCENTE
La eternidad me la configuraron
entre la misa de ocho y los rosarios
de tardes infinitas.
Y era feliz,
mientras lucía en la pared mi nombre
por ignorar las cosas de memoria.
Era a la entrada del colegio,
y en el umbral de la aprensión a un mundo
celoso de imponer su mera historia.
Pasar de las respuestas a preguntas
titubeantes con el más allá,
era el riesgo de vete a saber qué,
tras el diluvio de la travesía.
Labor muy lenta para un escolar
sujeto a dogmas, aunque partidario
de asumir que esta vida, por ser breve,
obliga a respirar.
Cambié por tanto la pedagogía
de aquella eternidad
por el presente y su polifonía:
entiendo con Buñuel la religión,
con Klee y Malevich leo la pintura
y su abstracción formal que es concreción
en Hopper y a su luz, tan brilloscura
que la realidad exalta, neta y dura.
Acierto semejante es ilusión de la escritura a la lección sujeta
de su imposible música concreta.
La plenitud sin término sería
ser en el aire su contemplación.
He ahí la epifanía
cabal de la memoria y su extinción:
escribir y entender que a cierta edad
la belleza es también melancolía.
ADAGIO Y FIGURAS: «LAS LANZAS»
Apenas en el aire, vibra el día
futuro en la nostalgia de su tránsito
desde este ahora que se extingue y crece
con la fugacidad de su presencia.
Retornan los mensajes y las notas
para quien cursa el tiempo
perdido del lugar
que le ronda y no sabe cuándo fue,
inédito y con voz, pero en silencio.
Más allá de la pugna o de la fama
–no siempre es gloria lo que llaman gestas–,
queda el cortés saludo al derrotado
sobre un trasfondo de armas, crepitar de hogueras,
semblantes de soldados: la leyenda
del tiempo en vilo, al aire sin presente
de su inflexión tonal recuperada
por la mano serena de Velázquez.
Y aquellos o estos ojos
que miran al ausente de la escena
transmiten la virtud de las imágenes
y asimismo trasueñan su elegía;
y el arte y su actitud, la de captar
la experiencia de ser, cuando existía.
La luz asombra azul vertiente en tarde,
y menguan los contrastes. Glaucos y ocres
trasuntan el bermejo ensombrecido
de su reverso en notas, el adagio del músico incesante, con tristeza
templada en el crisol de la armonía.
Constante aquel azul que siempre espera,
blanco al trasluz del término, la suerte
confía en ver el alba, y al acecho
de su repetición.
En esta vida.
UN PINTOR DEL SIGLO XVII
Tenía buena mano, o era el don
activo de estimar
su circunstancia aparte de los hechos
–la historia, las noticias, discutir–
lo que le permitió inhibirse y, en silencio,
llegar a cortesano. Era aquel tiempo
que fue la Edad Dorada
de algunos como él, hacia un futuro
inasumible sin aquel presente,
con el poder de entonces, tan de antaño.
Dejó en perduración lo pasajero, gustoso de dar aire al porvenir.
Hoy sigue atento a ponderar lo ecuánime –difícil de alcanzar– que es su legado cortés de ciudadano de Madrid.
Frente al smog, sólo la transparencia
–o Sancho y don Quijote conversando–
resumen la quimera de existir.
ASMODEA
Las carabinas de la ilustración
apuntan al enigma o al misterio
lejano de unos carros
con bueyes, y una ermita y unas sayas
tal vez de monjas o de sacristán.
Tiemblan tañidos en la tela muda
que sólo escucha Goya.
Y en un barranco seco hay consentidos
patriotas a la espera
de machacar las tropas enemigas.
Son el pueblo de Dios, o de María
de los Milagros, virgen
–como sus pobres– de ecuanimidad,
sin más razón humana que su angustia
de comportarse sobrenatural.
Son historia y recelos que perduran
en negro desangrados
por un heterodoxo –Fuendetodos,
experto muy sutil– en calibrar
la heroica barbarie.
¿Qué pretenden milicos extranjeros,
si el aquelarre es la improvisación
de trabucos y curas guerrilleros
en incalificable procesión?
Pintar es el recurso
de acuerdo con la estética adivina, por visionaria, de la realidad.
Hay cierta ambigüedad en la aventura de plasmar el horror.
Mas todo lo resuelve su negrura.
TRES PINTORES
Avienta el gris los árboles, el tránsito
de la movilidad absorta que enmudece.
Y hay voces, y oleadas de progreso:
contrastes de volúmenes
perdidos o extraviados.
Abordar el sentido es una apuesta,
mientras sólo en el sueño hay variaciones
y el gusto de vivir es recortar
un trébol, un perfil, un ademán
en el desierto de hoy, sin cromatismos.
Los trazos de Paul Klee,
mentales en su aérea sobriedad,
pasaron al fervor de los perfiles
que Henri Matisse cifró
con lentitud manual.
Y ahora pensar
en la estación del Subway en Manhattan,
a la penumbra sólida
de Rothko, con el cierre de imagen y memoria
para llegar al rojo, a la intemperie
de la desolación donde esperar
el tren a compartir, fundido el túnel
de paso a las tinieblas.
O ser del solitario la figura