La piel de los días

Luis Izquierdo

Fragmento

Será en un alba insólita,
será en el iris de la libertad
cuando goce por fin de aquel paréntesis donde me habitaré
con otras vidas,
transitivo y feliz.

Inexistente.

EL BALCÓN DE LOS GORRIONES

Contempla los gorriones
y, chicos como son,
muévenle a compasión por los humanos a veces engreídos, porque aquellos parecen remedar su condición.

Los mira en la terraza dirimiendo
quién gana a picotazos
el grano duro de la digestión,
o quién tiembla infeliz o se echa al vuelo para evitar la lucha y no sufrir. Limoneros, palmeras, arrayanes
tiñen de un verde intenso humedecido la vista abierta al mar del mirador.

Tranquilamente olvida
por un momento estar
al fin de su aventura o resistir urgente y frágil,
según Barral, intacto en el recuerdo. Cambia el oficio pero no el legado
del vicio de escribir.

De la impresión al vuelo, alguna página quedará siempre inédita y en vilo
de la realidad por descubrir:
a ras del suelo.

LA VUELTA AL MUNDO EN SEMANA SANTA

Una vez más lo que veré –cada vez menos– parece dibujar la teoría,
o mi presentimiento,
de la fugacidad del ser. Y en vilo
transita la mirada legendarios
paisajes de otros rumbos memorables
(pero el gorrión ha vuelto)
por donde averiguar inéditas derrotas
y captar su sentido, imaginándolo.

Lejana estampa que se disipó
sombría en el progreso
de la vida en su nuevo retroceso.

Playas segadas por la lluvia y rayos
que argentaban el mar, espesos bosques ardientes en el iris de la alarma
–tan infantil– de ver el fin del mundo, a tono con sus merecimientos.

Cercana lejanía de advertirse
hijo de años dictados. O ignorar la ilusión de ser ajeno a aquella estolidez.

Viajé extrañezas por el suelo ingrávido
y de nuevo me vi en el mirador
abierto al pueblo, con el mar al fondo. Velas latinas en el horizonte, algún hogar en el aire intermedio, la mañana dormida entre el barranco y los columpios en el jardín vecino, inmóviles.

Seguían las noticias, sus migajas,
y seguía el gorrión, con su periódico picotear de hambriento irresignado.

Sin duda es un paréntesis la calma
del bienestar anónimo y común,
por lo demás precario. Será Semana Santa –según dicen–. Qué raro.

EXPERIENCIA DOCENTE

La eternidad me la configuraron
entre la misa de ocho y los rosarios
de tardes infinitas.

Y era feliz,
mientras lucía en la pared mi nombre
por ignorar las cosas de memoria.

Era a la entrada del colegio,
y en el umbral de la aprensión a un mundo celoso de imponer su mera historia.

Pasar de las respuestas a preguntas titubeantes con el más allá,
era el riesgo de vete a saber qué,
tras el diluvio de la travesía.

Labor muy lenta para un escolar
sujeto a dogmas, aunque partidario
de asumir que esta vida, por ser breve, obliga a respirar.

Cambié por tanto la pedagogía
de aquella eternidad
por el presente y su polifonía:
entiendo con Buñuel la religión,
con Klee y Malevich leo la pintura
y su abstracción formal que es concreción en Hopper y a su luz, tan brilloscura
que la realidad exalta, neta y dura. Acierto semejante es ilusión de la escritura a la lección sujeta
de su imposible música concreta.

La plenitud sin término sería
ser en el aire su contemplación.

He ahí la epifanía
cabal de la memoria y su extinción: escribir y entender que a cierta edad la belleza es también melancolía.

ADAGIO Y FIGURAS: «LAS LANZAS»

Apenas en el aire, vibra el día
futuro en la nostalgia de su tránsito
desde este ahora que se extingue y crece
con la fugacidad de su presencia.

Retornan los mensajes y las notas
para quien cursa el tiempo
perdido del lugar
que le ronda y no sabe cuándo fue,
inédito y con voz, pero en silencio.

Más allá de la pugna o de la fama
–no siempre es gloria lo que llaman gestas–, queda el cortés saludo al derrotado
sobre un trasfondo de armas, crepitar de hogueras, semblantes de soldados: la leyenda
del tiempo en vilo, al aire sin presente
de su inflexión tonal recuperada
por la mano serena de Velázquez.

Y aquellos o estos ojos
que miran al ausente de la escena transmiten la virtud de las imágenes y asimismo trasueñan su elegía;
y el arte y su actitud, la de captar
la experiencia de ser, cuando existía.

La luz asombra azul vertiente en tarde,
y menguan los contrastes. Glaucos y ocres trasuntan el bermejo ensombrecido
de su reverso en notas, el adagio del músico incesante, con tristeza templada en el crisol de la armonía. Constante aquel azul que siempre espera, blanco al trasluz del término, la suerte confía en ver el alba, y al acecho
de su repetición.

En esta vida.

UN PINTOR DEL SIGLO XVII

Tenía buena mano, o era el don
activo de estimar
su circunstancia aparte de los hechos
–la historia, las noticias, discutir–
lo que le permitió inhibirse y, en silencio, llegar a cortesano. Era aquel tiempo
que fue la Edad Dorada
de algunos como él, hacia un futuro inasumible sin aquel presente,
con el poder de entonces, tan de antaño.

Dejó en perduración lo pasajero, gustoso de dar aire al porvenir.

Hoy sigue atento a ponderar lo ecuánime –difícil de alcanzar– que es su legado cortés de ciudadano de Madrid.

Frente al smog, sólo la transparencia
–o Sancho y don Quijote conversando– resumen la quimera de existir.

ASMODEA

Las carabinas de la ilustración apuntan al enigma o al misterio
lejano de unos carros
con bueyes, y una ermita y unas sayas tal vez de monjas o de sacristán. Tiemblan tañidos en la tela muda
que sólo escucha Goya.

Y en un barranco seco hay consentidos patriotas a la espera
de machacar las tropas enemigas.

Son el pueblo de Dios, o de María
de los Milagros, virgen
–como sus pobres– de ecuanimidad, sin más razón humana que su angustia de comportarse sobrenatural.

Son historia y recelos que perduran
en negro desangrados
por un heterodoxo –Fuendetodos, experto muy sutil– en calibrar
la heroica barbarie.
¿Qué pretenden milicos extranjeros,
si el aquelarre es la improvisación
de trabucos y curas guerrilleros
en incalificable procesión?

Pintar es el recurso
de acuerdo con la estética adivina, por visionaria, de la realidad.

Hay cierta ambigüedad en la aventura de plasmar el horror.

Mas todo lo resuelve su negrura.

TRES PINTORES

Avienta el gris los árboles, el tránsito
de la movilidad absorta que enmudece. Y hay voces, y oleadas de progreso: contrastes de volúmenes
perdidos o extraviados.

Abordar el sentido es una apuesta, mientras sólo en el sueño hay variaciones y el gusto de vivir es recortar
un trébol, un perfil, un ademán
en el desierto de hoy, sin cromatismos. Los trazos de Paul Klee,
mentales en su aérea sobriedad, pasaron al fervor de los perfiles
que Henri Matisse cifró
con lentitud manual.

Y ahora pensar
en la estación del Subway en Manhattan,
a la penumbra sólida
de Rothko, con el cierre de imagen y memoria para llegar al rojo, a la intemperie
de la desolación donde esperar
el tren a compartir, fundido el túnel
de paso a las tinieblas.

O ser del solitario la figura

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