Besar la lona

Antonio Carreño

Fragmento

Muerte a los malos poetas

Muerte a los malos poetas

¿Qué he hecho con mi vida?

Por lo que me concierne,

esa es una manera muy optimista

de plantear la cuestión.

Más bien convendría preguntarse

qué ha hecho la vida conmigo.

ANTOINE BLONDIN

La poesía, amigo Sancho. De nuevo. No existe forma humana de desembarazarse de ella. Han pasado más de dos décadas desde la primera vez que se manifestó en mi organismo, y me he rendido a la evidencia de que no existe tratamiento químico ni etílico que logre detener su espantosa metástasis. Después de tanto tiempo de convivencia, he llegado a varias conclusiones irrefutables acerca de lo necesario del verso contradiciendo, así, la máxima del gran Rodolfo Fogwill, que proclamaba que es necesario el existir de poetas malos que hagan estallar dentro de nosotros las diez mil flores del poema. Pues no, padre. Prescindibles son los malos rapsodas como prescindibles son, al menos para el que suscribe, los edificios que albergan acontecimientos deportivos, las celebraciones taurinas, los despertadores, las corbatas, el trabajo físico como forma de realización personal y los ataúdes de maderas nobles. Y por eso estoy aquí. Por Antonio y su defensa cerril del lenguaje del corazón, al que algunos llaman poesía y otros, al igual que yo, autodefensa. Porque decía el loco tocado por la maldición del cielo, dígase Leopoldo María Panero, que matar a quien no te deja vivir es hacerlo en defensa propia. Y en eso estamos. Escondiendo las navajas y blandiendo nuestros ridículos lápices frente a los dragones del pensamiento. Esfuerzo inútil, lo sé, amigo Carreño. Somos conscientes de que, en el mejor de los casos, los dragones quedarán inconscientes, al menos por unos instantes, pero que volverán a revolotear en nuestro palpitar enturbiándolo todo. La diferencia, en el momento que nos ocupa, es que ahora estamos preparados para cada nuevo e inevitable envite, porque, en esta vida —José Romero dixit— se puede ser de todo menos gilipollas. Y, a los que entregamos la existencia al segundo oficio más antiguo del mundo, nos ha de alcanzar el principio de incompetencia de Peter hasta ascender a las más altas cotas de la ingenuidad, pero solamente hasta ahí. Lo de la estupidez supina se lo dejaremos a los futbolistas y a los malos poetas antes citados. Por deferencia y educación, que es lo que nos diferencia de los hijos de puta.

He de reconocer que, a estas alturas de la representación, creía impensable que ningún meteorito poético hiciera impacto en mí, pero el cabrón de Antonio lo ha conseguido. En el centro del pecho. Touché. Reflexiono acerca de las ocasiones en las cuales me he visto reflejado en un poemario ajeno. Pocas. Muy pocas. Quizá en la adolescencia, en ese ansioso afán de reconocerme perdedor sin ni siquiera haber jugado, en algún momento anhelé poseer la piel verde de Miller, las suelas de Kerouac o el hígado incorrupto de Bukowski. Más tarde comprendí que la derrota únicamente es hermosa en la literatura y que, a los pies del podio, solo queda buscar el amparo, no de los perdedores, sino de los perdidos, y tal vez volver a casa magullado pero erguido, con el orgullo proletario de no ser el primero en nada, pero saberse el segundo en todo.

Tras deglutir hipnotizado la lengua de Antonio, tengo la sensación de que Carreño estaba ahí desde el primer momento, justo a mi lado, los dos a la sombra del triunvirato vencedor, pero que, paradójica e inexplicablemente, nunca habíamos enfrentado nuestras miradas. Tal vez el alboroto y la confusión reinante hiciesen que no nos reconociéramos. Puede ser que nuestra atención se centrara en Peter Buckley. O en Nellie Kim. O en Meucci. O en tantos y tantos otros. A nuestros ojos ellos fueron y serán los guardianes del fuego, ese mismo que actualmente nos calienta y alienta a entregar nuestro beso una y otra vez al suelo del cuadrilátero.

Dieciséis cuerdas nos separan del resto de los mortales, amigo Antonio. En ellas están colgadas las toallas de todos los que jamás las lanzaremos a las fauces del ring. Están limpias. Impolutas. Son nuestro legado. Tan solo esperan el sonido de la campana anunciando el final del duelo. Ellas, y solo ellas, son las que eliminarán los restos de carmín de nuestros labios. Acabarán ensangrentadas, tal que tu libro, pero bastará con darles la vuelta, como si de páginas se tratase, para encontrar un nuevo y blanco abismo al que lanzarse. Hasta el siguiente combate. Allí te espero. No tardes.

KUTXI ROMERO

Hablo con la autoridad del fracaso.

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SCOTT FITZGERALD

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