PRÓLOGO
Edna St. Vincent Millay, otra voz moderna
MILLAY Y LA POLIFONÍA DEL MOVIMIENTO MODERNISTA
Si nos preguntaran por los grandes exponentes del modernismo norteamericano de la primera mitad del siglo XX, lo más probable es que pensáramos en T. S. Eliot, Ezra Pound o Wallace Stevens. Tal vez mencionásemos además a Marianne Moore, William Carlos Williams o e. e. cummings. Por supuesto, se trata de poetas muy distintos, con personalidades y trayectorias a veces opuestas. También han poseído diferentes grados de centralidad dentro del sistema literario durante el último siglo, en parte a causa de los demás papeles desempeñados por algunos de ellos dentro del sector literario como críticos y editores (recordemos, por ejemplo, que Eliot fue editor de Faber & Faber en Londres durante cuarenta años o que Pound y Moore dirigieron revistas literarias). No obstante, hay algo que estas seis figuras comparten: su pertenencia al High Modernism o «modernismo intelectual», la vertiente del movimiento modernista norteamericano que ha llegado con más fuerza hasta nuestros días y que en ocasiones se considera la única. Tal poesía era la que practicaban y favorecían los poetas-críticos más influyentes de la época, así como los integrantes del New Criticism. Basada en el lenguaje, el pensamiento y las imágenes (logopoeia y phanopoeia en terminología de Pound), a menudo acompañada de notas y exégesis, se asociaba con la masculinidad y se oponía a la poesía lírica y musical, o melopoeia, vinculada por esos mismos críticos a la feminidad.
Según la estudiosa Melissa Girard,[1] el New Criticism no solo restringió el canon de la poesía moderna, sino que también «oscureció el diverso y a menudo divergente abanico de métodos críticos que constituían el modernismo en la década de 1920». Y es que, en contraposición a ese modernismo intelectual y elitista, que tanto ha trascendido, existió otro modernismo más directo, accesible y abierto a la experimentación formal y a la expresión del sentimiento, que críticos como David Perkins y Gilbert Allen denominaron «modernismo popular». Perkins incluía en esa vertiente popular y empática a Vachel Lindsay, Carl Sandburg, Edgar Lee Masters, Robert Frost y Amy Lowell. Por su parte, Allen añadió a esa lista, pese a todas sus diferencias, a Edwin Arlington Robinson e incluso la poesía temprana de H. D. y Ezra Pound, antes de su giro hacia la logopoeia.[2]
Otros críticos prefieren hablar de «modernismo sentimental», un término acuñado a principios de los años noventa por la escritora Suzanne Clark,[3] e inciden en que lo que diferenció a los poetas del modernismo intelectual, en posición dominante, de otros poetas de su generación de menor prestigio fue que estos últimos escribieron desde las emociones y se atrevieron a expresar la sentimentalidad sin tapujos y sin recurrir a imágenes oscuras e indirectas, algo que les recriminaron ciertos sectores de la crítica de 1930-1940. De todos modos, en opinión de la estudiosa, el rechazo a lo sentimental encerraba «múltiples conflictos de clase y género, de poder y deseo» y sirvió para discriminar a algunas de las escritoras más punzantes de su época: Angelina Weld Grimké, Edna St. Vincent Millay, Louise Bogan y Kay Boyle, por ejemplo. En ocasiones, la crítica a la sentimentalidad iba unida a una crítica al feminismo, pues, tal como exponía Clark, «igual que otras etiquetas peyorativas, la de la sentimentalidad esconde un insulto de género tras una máscara de juicio objetivo».[4]
No obstante, el tiempo ha demostrado que ese estilo poético tenía mucha más fuerza y enjundia de la que podía parecer y se ha cumplido lo que la poeta y crítica Louise Bogan ya había afirmado a mediados de siglo: «la reconstrucción de un nuevo y vivificante calor emotivo en la poesía de su tiempo [...] hubo de ser llevada a cabo por mujeres y con métodos que a la postre han resultado tan eficaces como al principio parecieron frágiles».[5] Y lo decía con conocimiento de causa, pues los poetas varones más influyentes del modernismo no habían ocultado su desprecio por la poesía «femenina», que consideraban inferior. El propio Eliot dijo, mientras trabajaba de redactor en la revista Egoist bajo la dirección de Pound: «Me esfuerzo por mantener la escritura en manos Masculinas, porque desconfío de lo Femenino en literatura».[6] Y, por su parte, Pound afirmó: «La creatividad Apolonia es exclusiva de los hombres».[7]
Por desgracia, el reconocimiento a la diversidad del modernismo tardó en llegar, pues cuarenta años después de las reflexiones de Bogan, parecía que la escritura creativa siguiera únicamente en manos masculinas. De ahí que Dickie y Travisano aún reivindicaran, a mediados de los años noventa, la inclusión en el movimiento modernista de algunas poetas (como Gertrude Stein, Louise Bogan, Laura Riding, Elizabeth Bishop o Sara Teasdale) cuyas voces habían sido silenciadas igual que la de Millay, condenadas a un ostracismo que se explica de la siguiente forma: «El modernismo norteamericano se construyó en su mayor parte como fenómeno masculino y blanco».[8]
A la luz de lo anterior, podría decirse que Edna St. Vincent Millay (nacida en Maine el 22 de febrero de 1892) representaba todo lo contrario de lo que defendían los mayores exponentes del High Modernism. Algunos rasgos del modernismo intelectual eran la despersonalización de la poesía, la abundancia de imágenes y recursos complicados, la ausencia del yo poético y la plasmación de ideas o impresiones lo más objetivamente posible, la falta de implicación en los conflictos sociales y políticos (en un principio, nada de «poesía social»), la tendencia a opiniones conservadoras en política y moral, una vida discreta... Pues bien, Millay parecía la antítesis de esas premisas: su poesía era muy personal, directa y poco complicada; en ocasiones se implicó en causas sociales y políticas de tendencia progresista; llevaba una vida de mujer libre (o new woman) que no escondía... Era una persona inteligente que transmitía emociones, pensamientos y vivencias en sus poemas y que a menudo subvertía las normas sociales y morales, y no le importaba hacerlo en verso libre, en un epigrama o en un soneto, una de las formas poéticas que cultivó durante toda su carrera, aunque, a ojos de algunos, supusiera una vuelta al pasado.
Al mismo tiempo, la poliédrica figura de Millay escondía mucho más, pues compartía las inquietudes modernas y también algunos recursos estilísticos propugnados por los defensores del High Modernism. En Millay, igual que en los poetas más destacados del modernismo intelectual, encontramos abundantes ecos clásicos e intertextualidad, leemos poemas en verso libre y con características dialógicas, descubrimos imágenes modernas que plasman el desencanto del ser humano actual y la sensación de soledad o incomunicación.
Es más, ni siquiera su uso del soneto puede considerarse simplemente una vuelta a Shakespeare, Keats y Wordsworth, ya que Millay se sirve de esta forma métrica como herramienta de subversión. En palabras de Cheryl Walker en su artículo «Antimodern, Modern, and Postmodern Millay»: «Millay convierte el cinturón de castidad de la forma poética en un elemento de indulgencia sexual, e invade el santuario del control poético masculino con su inquietante formalismo al servicio de la libertad».[9] Puede decirse que sus sonetos contradicen los estereotipos de género al representar a una voz poética femenina que expresa experiencias intelectuales, morales y literarias complejas. Una mujer que deja de ser musa.
Un buen ejemplo de esta burla a las convenciones poéticas y sociales que asociaban a la mujer con la musa sumisa sería el soneto «Oh, oh you will be sorry for that word!» (‘¡Ja, te arrepentirás de esa palabra!’), publicado en The Harp-Weaver and Other Poems (1923) y recogido en esta antología. Las estudiosas Gilbert y Gubar defendían que la imagen de feminidad proyectada por Millay en sus poemas y sus recitales era en realidad una máscara, una escenificación irónica, fruto de la conciencia creciente que Edna St. Vincent Millay, igual que Marianne Moore, tenía del «abanico de disfraces que estaban a su alcance y de las transformaciones radicales que el mismo concepto de “mujer” estaba experimentando».[10] Tanto es así que definían a Millay como «female female impersonator» (‘imitadora femenina de lo femenino’) y la relacionaban con la dicotomía que planteaba Simone de Beauvoir entre la identidad de toda mujer y la representación que la cultura occidental denomina «femenina». Desde tal perspectiva, este soneto expresaría la artificialidad de una postura exageradamente femenina, que esconde a una mujer moderna dispuesta a luchar con decisión contra la hostilidad de un mundo que, como en Un cuarto propio de Virginia Woolf, le pregunta: «¿Escribir? ¿Para qué quieres tú escribir?». La respuesta de Millay es precisamente: «¡Ja, te arrepentirás de esa palabra!».
Escribir fue la actividad principal y el motor vital de Millay. No solo escribió poesía de índole muy diversa (experimental y tradicional), sino que también fue dramaturga de éxito (autora, entre otras, de la primera ópera estadounidense que se representó en Broadway) y colaboradora de Vanity Fair. Allí firmaba con el seudónimo Nancy Boyd unos artículos mediante los cuales se burlaba de su propia reputación como chica romántica y seductora a la par que proporcionaba «un comentario irónico de las tensiones de género presentes en la cultura intelectual y editorial de Nueva York de la década de 1920».[11]
Por suerte, su identificación con la mente «moderna» empezó a generalizarse, en opinión de Walker, con el auge del feminismo y los estudios culturales y de género dentro del ámbito universitario. Estos permitieron que Millay recuperase la posición dentro del canon anglosajón que se vio obligada a abandonar a finales de los años treinta y cuarenta. De todos modos, cabe recordar que Millay no siguió los preceptos de ningún movimiento: su feminismo fue personal, libre, como otras facetas de su vida.
Además de un carácter moderno, Walker consideraba que Millay poseía también rasgos posmodernos, como su gusto por la representación y el espectáculo, su bisexualidad manifiesta y sus continuos juegos de travestismo e impostura (incluido el hacerse llamar Vincent en un contexto familiar) o su poliédrica imagen corporal. Tales reinterpretaciones de la figura de Millay han sido posibles gracias a los cambios sociales y culturales ocurridos en las últimas décadas, que se han visto reflejados en las tendencias de la crítica, ya que la idea misma de canon se fundamenta en el concepto de cambio y continuidad.
TRAYECTORIA POÉTICA DE MILLAY. LA VOZ DE UNA ÉPOCA
La poesía de Edna St. Vincent Millay llamó la atención desde el principio. Millay, acostumbrada a vivir en un entorno desenfadado y creativo, en compañía de su madre y de sus dos hermanas, contaba apenas veinte años cuando su poema «Renascence» (1912) se publicó en el libro The Lyric Year (1913) tras quedar finalista en un concurso literario y fue ensalzado por numerosos críticos. Harriet Monroe, editora de la revista Poetry, por ejemplo, destacó que el poema de Millay era el mejor del libro y auguraba la llegada de una joven promesa. Carl Van Doren dijo que uno de los hitos de 1912 fue precisamente la aparición de Millay en el panorama literario. En el artículo «An American Poetess» del London Times Literary Supplement, leemos: «Después de “Renascence”, debió de ser difícil para la señorita Millay seguir avanzando. Es inevitable que la juzguemos a partir de ese poema y, de forma igual de inevitable, con esa vara de medir debe juzgarse ella misma».[12] Sin duda es un poema ambicioso, con ritmos e imágenes memorables que le dan una peculiar fuerza dramática. No obstante, como se apreciará en esta antología, no puede decirse que sea el que mejor refleja su genio creativo.
Dicha composición se incluyó unos años más tarde en su primer poemario, titulado justamente Renascence and Other Poems (1917). El éxito de ese primer volumen fue notable y despertó el interés de la crítica y los lectores. Tras el reconocimiento obtenido con «Renascence», Millay estudió en Vassar College, al que pudo acceder gracias a una beca y al mecenazgo de Caroline B. Dow. Allí se abrió a un mundo sensual y desinhibido muy distinto de su Maine natal. Al terminar los estudios, se mudó al bohemio barrio de Greenwich Village, donde se relacionó con distintos artistas y escritores, entre ellos e. e. cummings, Hart Crane, Dorothy Day, Wallace Stevens, John Peale Bishop, Edmund Wilson, Floyd Dell, Archibald MacLeish, William Rose y Stephen Vincent Benét. Ese ambiente contribuyó a que aflorase el vanguardismo, el pensamiento libre y la actitud bohemia que ya albergaba la poeta.
Si Renascence and Other Poems puso a Millay en el punto de mira, fueron los dos siguientes libros, A Few Figs from Thistles (1920, ampliado en 1921) y Second April (1921), los que la convirtieron en «la poeta laureada de los años veinte», «la voz de la juventud ardiente y rebelde»,[13] la portavoz de la nueva mujer estadounidense. Algunos de los poemas de A Few Figs from Thistles son los más conocidos de Millay, si bien para muchos críticos no son los más representativos, sino una de tantas «interpretaciones», un personaje, que le sirvió para convertirse en una leyenda.
A propósito del poemario A Few Figs from Thistles, el crítico y profesor de literatura inglesa Norman A. Brittin lamentaba a finales de los sesenta que tantos críticos lo despreciaran por frívolo y reivindicaba su papel como referente para los jóvenes de la década de 1920, igual que la obra de J. D. Salinger lo había sido treinta años antes. Y añade:
En retrospectiva, el menosprecio de Millay a raíz de A Few Figs from Thistles parece bastante ridículo. Millay tenía ingenio. ¿Debería ser censurada por utilizarlo, más de lo que se debería censurar a Suckling, Belloc o Swift por sus versos ingeniosos y satíricos? Por supuesto, era capaz de escribir poemas más serios, de un nivel emocional más elevado. [...] A Few Figs... es el fruto de la autora de sátiras alegre y provocadora, una de tantas facetas de su personalidad, una parte de su versatilidad. La versatilidad que la llevó a escribirlos entrañaba un riesgo, sin duda; pero ¿acaso algún lector de su siguiente poemario, Second April, podría creer que la publicación de A Few Figs..., por muy maliciosos u ostentosos que puedan parecer algunos de los poemas, hizo menguar en algún sentido la excelencia de la nueva recopilación?[14]
De lo que no cabe duda es del éxito sin precedentes que tuvo Millay en aquella época. Vendió decenas de miles de ejemplares, sus lecturas poéticas eran acontecimientos nacionales similares a los conciertos de música contemporáneos. James Gray, editor literario del Chicago Daily News y profesor en la Universidad de Minnesota, apuntó al respecto en su monográfico dedicado a Millay: «Durante las dos décadas de su creciente popularidad —las de 1920 y 1930— pareció personificar el espíritu de su época: su exuberancia, su desafío a la convención, su determinación a descubrir y declarar una identidad nítidamente definida».[15]
En una reseña de Second April recogida en The Measure el año que se publicó el poemario, por ejemplo, Maxwell Anderson decía que algunos de los poemas de Second April, como «Inland», «Wild Swans» y «Elegy» (‘Tierra adentro’, ‘Cisnes salvajes’ y ‘Elegía’), junto con varios de los sonetos recogidos en el libro, eran conmovedores, «dignos de una artista de primera clase».[16] Por su parte, Theodore Maynard[17] afirmó que Millay era tierna y cínica a la vez, capaz, como Teasdale, de escribir tanto en verso libre como sonetos, y mejor que otros poetas líricos de su época. En el momento de su publicación, algunos consideraron que Second April (escrito cuando Millay tenía veintiocho años) marcaba ya un cambio hacia la madurez, mientras que otros pensaron que no acababa de cumplir la promesa de genialidad, que la poeta todavía tenía mucho por demostrar.
Poco después Millay publicó su cuarto poemario, The Harp-Weaver and Other Poems (1923). La calidad de su poesía, que Thomas Hardy consideraba una de las dos grandes contribuciones de Estados Unidos a los años veinte, quedó confirmada en 1923, cuando obtuvo el Premio Pulitzer de Poesía precisamente como reconocimiento a la balada que daba título a ese libro, «The Ballad of the Harp-Weaver» (‘Balada de la hilandera del arpa’), junto con A Few Figs from Thistles y ocho sonetos recogidos en American Poetry: A Miscellany (1922).
Percy Hutchison, en un artículo publicado en The New York Times, aseguró que Millay era una digna merecedora de ese galardón, ya que había logrado como nadie «verter vino nuevo en botellas viejas»,[18] una comparación que retomarían varios críticos posteriores para aludir a la modernidad de sus temas y recursos en poemas de corte clásico. Según Hutchison, Millay supo simplificar todavía más la forma popular de la balada y a la vez darle un toque de erudición. Críticos posteriores, como James Gray, también destacaron la mezcla de formas antiguas y espontaneidad dialógica en la «Balada de la hilandera del arpa».[19] Asimismo, The Harp-Weaver... contiene poemas que transmiten desilusión y resignación, sentimientos acordes con la época y con la poesía de otros modernistas, pero con la huella sarcástica de Millay.
Resulta interesante que, a menudo, cuando en sus antologías o en reseñas de sus obras se alude a este galardón, se incida en que fue «la primera mujer de la historia que ganó el Premio Pulitzer de Poesía [cuando], en realidad, Millay fue el segundo poeta de la historia (hombre o mujer) que recibió el galardón», tal como recuerda Holly Peppe,[20] poeta y ensayista que desde 1987 preside la Millay Society. Sin embargo, ella no quería que la mirasen con condescendencia, como a alguien que escribe bien «para ser mujer», sino que reconocieran su valor como poeta, sin tener en cuenta el género. Tal postura quedó patente en una entrevista realizada en 1931, cuando le preguntaron qué se sentía al ser la primera mujer «en recibir los laureles». La respuesta de Millay fue:
Una poeta no se diferencia de un poeta. La mujer debería escribir a partir del mismo tipo de vida, del mismo tipo de experiencia, y ser medida con el mismo rasero. Si es incapaz de hacerlo, debería dejar de escribir. Un poeta es un poeta, tanto si es hombre como si es mujer. Los críticos deberían valorar la obra de una poeta igual que la de los poetas masculinos. En lugar de eso, comparan su poesía con la de los varones y dicen con condescendencia: «Es bastante buena para ser mujer». [...]
Por el hecho de ser mujer, ves ciertas cosas de un modo diferente a los hombres, pero aun así lo que produces, lo que creas, debe sustentarse por sí mismo, sin importar el género del autor. Se supone que hemos ganado todas las batallas por nuestros derechos como personas, pero en las letras las mujeres todavía se ven encasilladas en una categoría propia, y lo lamento, porque siempre me he rebelado contra las discriminaciones o las limitaciones de la experiencia de una mujer por el hecho de serlo.[21]
Curiosamente, el mismo año que Millay recibió el Pulitzer, Eliot recibió el Premio de Dial por La tierra baldía. Esto es lo que escribió la estudiosa Patricia A. Klemans a propósito de Eliot y Millay, quienes a partir de 1923 siguieron trayectorias opuestas:
En 1920, ambos poetas expresaban una filosofía de la desesperación y se sentían muy atraídos hacia los isabelinos, en especial Donne y Webster, por su punto de vista irónico y cosmopolita. En 1923, no obstante, Eliot ya había adoptado el nihilismo como filosofía, y el simbolismo y la fragmentación como técnica. Millay tomó otro camino. [...] Durante su vida, el gusto poético viró hacia Eliot y la experimentación, y se alejó de Millay y la tradición.[22]
De todos modos, como ya se ha dicho, el éxito de Millay durante las décadas de 1920 y 1930 fue indiscutible. Una de las cosas que más fascinaba a los lectores era su peculiar ventriloquia. Hace unas páginas mencionaba la afición de Millay a las máscaras y al fingimiento en su representación de la mujer. Pero el juego no acababa ahí. Como otras poetas modernistas, se separaba de sus personajes poéticos para darles voz masculina o femenina, según el poema, y tratar con distancia las actitudes que les adjudicaba la sociedad de su época a unos y a otras. Por supuesto, también puede haber quien alegue, en un pensamiento acorde con nuestros tiempos, que no existe tal separación entre lo masculino y lo femenino. En ese caso, podríamos decir que las máscaras de Millay cubrían toda clase de comportamientos y puntos de vista del espectro humano.
Lo curioso en el caso de una impostora como Millay es que, precisamente porque escribía en primera persona muchos de sus poemas y trataba de emociones y sentimientos, determinados críticos confundieron sus composiciones con confesiones, con el riesgo que eso comporta. Aunque, como proceso creador, la poesía es fruto de una selección peculiar e inconsciente de materiales vividos y contemplados, luego estos se funden y modifican durante la creación poética y se reordenan con una voluntad formal. Así pues, la «experiencia» que comunica el poema, como decía T. S. Eliot, es «una fusión de sentimientos tan numerosos y tan oscuros en sus orígenes»[23] que no responde a una realidad preexistente, sino que se fragua en el propio poema. Esta nueva realidad es interpretada por el lector atento, quien a su vez realiza otra labor creativa al experimentar sus propias emociones.
Al respecto argumentaba Genevieve Taggard, poeta coetánea de Millay, en el artículo «Her Massive Sandal»:
Quienes opinan que la señorita Millay expresa demasiado sentimiento para ser considerada algo más que una poeta menor están —aunque por poco tiempo— en auge. Se dice que Masters, Sandburg, Frost, Robinson y la señorita Lowell han conseguido algo tan misterioso como «dar expresión a América», mientras que la señorita Millay, porque utiliza el «yo» (aunque sea de manera universal) y escribe sobre todo acerca de los sentimientos (y no de vallas, enebros, estampados japoneses, edificios de pisos, pocilgas, automóviles y cuadras), es menospreciada por demasiados críticos como una especie de poeta caballero preocupado por la graciosa expresión de la congoja juvenil.[24]
Dos años después, en 1926, Edmund Wilson volvió a hablar de Edna St. Vincent Millay en términos muy positivos, aunque reconocía el riesgo de «morir de éxito» que sufría.[25] En su opinión, Millay compartía con otros grandes poetas la capacidad de adelantarse un paso a sus coetáneos y trataba temas sencillos con imágenes cotidianas, pero los convertía en elementos extraños y desconcertantes, como se aprecia en los poemas «Blight» (‘Plaga’, que abre esta antología) o «She filled her arms with wood, and set her chin» (‘Cogió la leña e hincó la barbilla’), perteneciente a la serie «Sonnets from an Ungrafted Tree».
Prueba de que su obra estaba en boca de todos es, por ejemplo, que entre 1920 y 1929 se publicasen 328 reseñas y artículos de opinión sobre sus creaciones; de ellos, nada menos que 135 artículos aparecieron en 1927, el año en que se estrenó su popular ópera The King’s Henchman. Sirva este dato para recordar que Millay, además de como poeta, destacó por su faceta de dramaturga. El escritor y periodista Joseph Moncure March dijo al respecto en el New York Evening Post Literary Review en febrero de ese año: «Tiene un don personal y único: solo vivirá una vez. Es una moderna entre los modernos. Su reacción ante la vida contemporánea y cómo la plasma en términos líricos y narrativos es deliciosa, muy valiosa».[26] Además, 1927 fue el año en el que Millay participó en las protestas en favor de los anarquistas italianos Sacco y Vanzetti, condenados a muerte sin pruebas de su culpabilidad. Y no solo lo hizo desde la poesía, sino manifestándose en las calles para pedir un juicio justo.
Estas y otras implicaciones en los problemas sociales y políticos de su época fueron muy criticadas en años posteriores y sesgaron la opinión acerca de buena parte de su poesía tardía. Para entonces ya había abandonado la vida bohemia de Greenwich Village, se había casado con Eugen Boissevain, un marido de mente abierta que apoyó su libertad y su carrera literaria y le dio espacio para llevarla a cabo, y se había mudado a Steepletop, la casa de campo con nombre de planta silvestre donde la pareja vivió veinticinco años y que sirvió de inspiración para muchos de los poemas de Millay.
A finales de la década de 1920 publicó The Buck in the Snow (1928), de tono mucho más grave que los anteriores y comprometido con la situación política del momento. Este no fue tan reseñado como los anteriores, ni obtuvo tanto éxito entre el público, pero recibió la atención de ciertos críticos de posturas muy dispares, que ejemplifican las distintas corrientes de su época y las lecturas que se hicieron de su poesía. En el artículo «Miss Millay in a Riper Mood» (‘La señorita Millay con un espíritu más maduro’),[27] Margaret Wallace anticipaba que no todos los lectores estarían satisfechos con el libro, ya que suponía un distanciamiento de la tradición de Millay, tanto en la forma como en el contenido.
Para Wallace, ese cambio representaba «crecimiento, y el crecimiento, para una poeta del calibre de la señorita Millay, es un avance». No obstante, no toda la crítica lo vio así. En el artículo «Turning Old Soil» (‘Remover tierra vieja’),[28] Newton Arvin apuntó que Millay había estado a punto de escribir un poema rotundo y memorable, pero que aún no lo había hecho.
Por su parte, Max Eastman reivindicó el valor de este poemario: «Creo que [aquí] Millay expresa su propia voz todavía más que antes. Es una poesía más cálida. Hay más pasión y menos ingenio en estos ritmos más largos y libres».[29] Brittin también alabó la mayor amplitud de experimentación formal y el verso irregular (rimado, pero con métrica y ritmo variado) de The Buck in the Snow. En ese volumen, donde aparecen los poemas dedicados a Sacco y Vanzetti, se advertía la amargura de la injusticia y la dureza de la realidad, mezcladas con la alabanza del amor, la belleza y la valentía. Además, Brittin apreció las «grandes cualidades pictóricas de su poesía»,[30] un punto de vista novedoso, ya que normalmente se relaciona la poesía de Millay con el aspecto musical y no con el pictórico ni el icónico, propios del High Modernism. En opinión de Brittin, algunos de los poemas de The Buck in the Snow tienen unas imágenes y descripciones plásticas próximas al imagismo. Se agradece que el estudioso salga de los caminos trillados y busque nuevos elementos en los poemas de Millay.
A principios de la década de 1930, cuando publicó Fatal Interview (1931), Millay volvió a despertar el interés de los críticos literarios. Muchos consideraron esta serie de cincuenta y dos sonetos inspirada en una historia de amor furtiva (que podría haberse basado en su relación sentimental con el poeta George Dillon) una de las mejores secuencias de sonetos de la literatura anglosajona. En el extenso artículo «Advance or Retreat?» (‘¿Avance o retroceso?’) de la revista Poetry, Harriet Monroe se mostraba contundente: «Es imposible excederse en los elogios al arte consumado con el que Millay ha tomado la exigente forma del soneto shakespeariano y lo ha convertido en algo propio como ningún otro poeta ha logrado, quizá, desde el propio Shakespeare».[31] Advierte, con acierto, que Millay da la vuelta a la convención del soneto y muestra el lado femenino del conflicto amoroso en términos tan directos y orgullosos como los de cualquier poeta masculino para celebrar su pasión. Y termina: «Este libro es un tesoro imperecedero. La posteridad nos pondrá en ridículo si no reconocemos la valía de la poeta que nos lo ha ofrecido».[32]
Una vez más, Brittin aporta información nueva sobre este poemario. Por ejemplo, cuenta que en origen el libro iba a titularse Twice Required (en remisión al soneto XIV de la serie), pero 1931 era el tricentenario de Donne y, según Norma Millay, se decidió cambiar el título, ya que la cita inicial del volumen estaba extraída de la «Elegía XVI» de Donne. Y añade: «El nuevo título era mejor, pero no implica relación alguna entre la obra de Donne y los sonetos de Millay».[33]
A propósito del tema universal de sus poemas y de cómo recibía el público el uso de las formas tradicionales, la propia Millay dijo en una entrevista concedida en 1931: «Creo que a la gente le gusta mi poesía porque trata de emociones que cualquier persona puede experimentar».[34] El problema que eso genera es que el público tiende a identificar la voz poética con la propia poeta y no sabe dónde acaba el personaje y dónde empieza la persona. Asimismo, por paradójico que parezca, ser accesible para un público muy amplio pero no dominante acabó por colocarla en la marginalidad del sistema literario.
Ese mismo año, Allen Tate, compañero de generación, publicó un artículo titulado «Miss Millay’s Sonnets» en el que afirmaba que ni el público ni la crítica (ni siquiera los que la alababan) habían sabido comprender la poesía de Millay. Y lo que resulta casi igual de interesante: la equiparaba a Eliot en su capacidad para desconcertar a los críticos.
Más que cualquier otro poeta estadounidense vivo, con la posible excepción de T. S. Eliot, la señorita Millay ha desconcertado a sus críticos. Contra la opinión convencional, su poesía no se comprende mejor que la de Eliot, a pesar de su mayor simplicidad, su metro más convencional y su mayor correspondencia con la noción popular del lenguaje poético.[35]
El hecho de que Tate, igual que otros críticos, sacase a colación a Eliot (y no a otros poetas de su generación) al hablar de la poesía de Millay induce a pensar que tal vez existiera algún tipo de rivalidad, quizá debido a que representaban los dos extremos del espectro que cubría (o podía llegar a cubrir) el movimiento modernista. De todas formas, Tate no ocultaba hacia dónde se decantaban sus preferencias: «Ni Byron ni la señorita Millay son poetas de primer orden. Son ejemplos distinguidos del segundo orden, sin los cuales la literatura no soportaría el peso de Dante o Shakespeare, y sin los que la poesía perdería su sensibilidad habitual y se convertiría en algo demasiado especializado»,[36] en alusión a la poesía erudita escrita para poetas.
Durante la década de 1930 Millay publicó otras obras poéticas y dramáticas, que fueron recibidas de forma muy dispar. El poemario Wine from These Grapes (1934), que de nuevo hacía referencia al «fruto» que constituyen sus poemas, ahora destilados, no despertó tanto interés como los anteriores. Algunos críticos insistían en la calidad de Millay, como Lewis Gannett, articulista del Herald Tribune y del The Literary Digest, quien afirmó que Millay seguía cincelando los versos más hermosos de Estados Unidos.[37] Otros apuntaban que había perdido su tono descarado y divertido y se mostraba más reflexiva, más elegante. Y otros se planteaban (igual que habían hecho diez años antes) si Millay había madurado o no. Por ejemplo, Louise Bogan reflexionó acerca de la madurez de esos poemas y llegó a la conclusión de que Wine from These Grapes merecía más atención y respeto incluso que Fatal Interview, porque con ese libro Millay había cruzado la línea, había «entrado en regiones de aire más frío y limpio».[38]
A esta obra siguió el poemario Huntsman, What Quarry? (1939), editado tres años después de que tradujera al inglés junto con George Dillon Les fleurs du mal de Baudelaire, uno de los poetas predilectos para los modernistas. Una vez más, la novedad editorial de Millay tuvo una recepción poco homogénea. Tanta fue la controversia que mientras que algunos críticos destacaban de nuevo la maestría de Millay en el arte del soneto y lo bien que se adaptaba a su voz poética, otros opinaban que el soneto no era apropiado para su pensamiento...
Durante los años siguientes, Millay se involucró en cuestiones de política internacional y se dedicó a escribir lo que ella misma llamaba «no poemas, sino propaganda»[39] para un mundo en guerra. Entre esas composiciones estaba «There Are No Islands, Any More», el libro Make Bright the Arrows (1940), publicado antes de que Estados Unidos entrase en la Segunda Guerra Mundial, y el poema radiofónico The Murder of Lidice (1942), una denuncia de la masacre ocurrida en Checoslovaquia. Aunque hubo quien valoró positivamente este libro, en general las críticas no fueron muy buenas. A numerosos periodistas y estudiosos les pareció que el impulso político había ahogado al poético y otros, como Bogan, consideraron que era un retroceso en su carrera.
Para conocer la opinión de la crítica de mediados de siglo XX sobre la trayectoria de Millay podemos fijarnos en los artículos que generó su fallecimiento, ocurrido el 19 de octubre de 1950, unos meses después de la muerte de su marido. En el obituario «A Great Poetess Dies at 58» (‘Una gran poeta muere a los cincuenta y ocho’)[40] se resume en unas líneas lo que muchos de sus coetáneos pensaron de ella:
A los veinticinco se mudó al Greenwich Village neoyorquino —«una frívola joven con una boca irresistible», tal como la describió el escritor Floyd Dell— y empezó a vivir de un modo que algunas personas consideraron, cuando menos, belicoso, radical e inmoral. Sin embargo, su poesía fue lo bastante buena para valerle el Premio Pulitzer (The Harp-Weaver, 1923) y proporcionarle unas ventas considerables [...]. En 1923 Millay se casó con uno de sus innumerables pretendientes, el empresario Eugen van Boissevain, y al cabo de pocos años se instaló en Austerlitz, donde su vida se volvió tan tranquila como turbulenta había sido antes.
Aunque es lógico que el periodista hable de la trayectoria vital, al tratarse de una necrológica, resulta significativo que dedique más espacio a valorar la moralidad del comportamiento de Millay que a repasar su obra. Podría decirse que, para muchos críticos y editores de la segunda mitad del siglo XX, la vida de la escritora eclipsó su creación. Así, se centraron más en sus peripecias vitales que en el análisis pormenorizado de su poesía.
El New York Herald Tribune, en contraste, sí repasó la trayectoria poética de Millay, en términos admirativos:
Edna St. Vincent Millay, que durante más de un cuarto de siglo había estado entre los mejores poetas estadounidenses contemporáneos, había sido una de las poetas más famosas de su época, alguien que se ganaba la vida con su escritura y cuyos libros eran grandes éxitos de ventas y a la vez objetos de coleccionista. Se le han dado calificativos tan variados como «realista satírica» y poeta lírica, además de ser considerada la mejor sonetista desde Elizabeth Barrett Browning, tal vez a excepción de Elinor Wylie en su última etapa.[41]
Las palabras del periodista parecen indicar que la huella que había dejado Millay era más profunda de lo que había parecido una década antes.
Un año después de su muerte apareció The Indigo Bunting, un libro a caballo entre la biografía y el homenaje escrito por Vincent Sheean. Aunque se centra en detalles personales de la poeta y da pinceladas sobre su personalidad y sus aficiones, entre ellas la ornitología, que inspiró el título del libro, también reflexiona sobre la poesía de Millay. Acerca de su temática, apunta: «Aunque el tema predominante de su poesía, desde el principio hasta el final, fuera el amor, el amor femenino, su continua atracción hacia las fuerzas de la naturaleza que la circundaba, sobre todo hacia el mar y las aves, es lo que le da una peculiaridad arrebatadora dentro de la poesía moderna».[42]
A la hora de citar otras influencias de Millay, Sheean remite a sonetistas franceses del Renacimiento, así como a los italianos clásicos. Curiosamente, Millay no solía citar a mujeres poetas entre sus influencias, a excepción de su amiga Elinor Wylie: «Pero ahí era la amiga, no la poeta, la que venía a la cabeza. No hablaba de Emily Dickinson ni de Elizabeth Browning, aunque conocía sus versos».[43] Para explicar la falta de identificación de Millay con estas poetas o con Christina Rossetti, Sheean comenta que ellas presentaban cierto carácter asexual que Millay nunca tuvo. La poeta que sí se respira en los versos de Millay es Safo, con quien la comparaban algunos críticos y cuya voz adopta en el poema «Evening in Lesbos» (‘Tarde en Lesbos’).
En 1954, su hermana Norma Millay publicó de