Ahora soy una mano,
una mano tendida,
una mano vacía,
abierta, azul y helada.
Para qué las violetas
y para qué la vida.
Para nada.
Ahora soy unos ojos,
unos ojos sin llamas
que se alargan vacíos
en la luz desolada.
Para qué los jazmines
y para qué la vida.
Para nada.
¿Y las claras estrellas
y las hojas caídas
y los libros azules
y las cuerdas del arpa
y los brazos en alto
y las manos transidas
y los gritos del cuerpo
y los gritos del alma?
Ah, no sé, ya no sé.
He quemado mi frente,
he quemado
los candores más íntimos,
la más alta esperanza,
he quemado mis panes
y he quemado mis trigos,
he quemado mi tierra
y he quemado mi agua.
Y ahora qué.
Ah, los ojos,
estos ojos sin nada.
(1941)
Oye,
te hablo a duras penas,
con la voz destrozada.
Hace frío, estoy vieja
y nada vale nada.
Yo tenía un rosal lleno de rosas
y un vaso de miel clara
pero pensé pensé pensé,
y no me queda nada.
Yo me hundí en los días hondos, cálidos,
en mi alma perfumada,
en las noches absurdas y serenas.
Hoy me hundo en la nada.
Yo era tanto, tan bien, tan plenamente,
tan armoniosamente modelada,
y me deshice en piezas sin sentido
y casi no soy nada.
Ya no soy yo ni nadie.
Estoy deshecha, muerta,
no soy nada.
Pensé pensé pensé
y hoy ya no queda
más que esta pobre cosa destrozada.
(1941)
Hoy tengo el corazón frío y azul,
los ojos de neblina
y las manos heladas.
Ah, madre,
qué cansada estoy,
qué cansada.
Si ya no puedo más con este fardo
este fardo sombrío
que me he echado a la espalda.
Y estos que van conmigo
y que me escuchan
se miran y preguntan
¿De qué fardo nos habla?
Ah, madre,
no sabes cómo estoy
de cansada.
(1941)
La tarde es una inmensa gota gris
de un licor imposible que sobrepasó el ámbar.
Hundida en la penumbra yo quisiera decir
la tarde es una inmensa flor azul. Pero
la tarde es una inmensa gota gris
y yo no puedo nada.
La tarde cae y cae sobre mí
desde una inmensa cúpula de plata.
Entre la sombra espesa con olor a jazmín
soy una sombra espesa con olor a jazmín
que ya no espera nada.
La tarde es una inmensa gota gris
y es una inmensa cúpula de plata,
y yo qué soy, qué soy en la tarde sin fin.
Sólo la sombra espesa con olor a jazmín
de una sombra, de nada.
(1941)
Una lluvia pausada, alargada, serena,
envolvente, inquietante, sostenida, perfecta.
He dejado la música, ahogué todas las voces
para escuchar la suya que suena tenazmente
como un hilo de plata dentro de un viejo odre.
Y me digo, rendida, sin voz, pausadamente,
que la lluvia cayendo hace un ruido de gente
cayendo sobre el mundo a lo ancho de los siglos
acompasadamente.
Dentro de mí no hay ruidos.
Hay cántaros vacíos, campanarios en ruinas,
hogueras apagadas, hay agotadas minas
blancos ojos de estatua, grandes estrellas huecas,
relojes sin agujas y libros sin palabras
y violines sin cuerdas.
Y un silencio espantoso en que cae la música
armoniosa, cansada, perfecta, de la lluvia
con un ruido de perlas contra el fondo de un cofre,
con un ruido de alas, de dedos; con un ruido
monótono, angustioso, ancestral, monocorde.
(28 de octubre de 1941)
Hoja caída, hoja
marchita, llama helada
y gris y lisa y gris.
Hoja caída, hoja
caída, llama helada.
El viento, sólo el viento
en las tardes heladas.
No el cierzo, el viento gris.
El viento, sólo el viento
de las tardes heladas.
Es la antigua, de siempre,
inútil, necesaria,
fatal, eterna vuelta
de todo, como siempre,
inútil, necesaria.
Y ella cumple, la hoja
caída, hoja caída,
marchita, llama helada.
Permanece, una hoja
sin vida, hoja caída.
Y nada más.
No.
Nada.
(1941)
Después de haber amado tanto todo
y de haberlo tenido y de saberlo,
después de haber andado lentamente
con los ojos cerrados, o corriendo,
y de haber dicho cosas inefables
o deshechas y turbias, o amarillas,
de haber sido de todos y de nadie,
qué en la luz con las manos heridas.
Después del ala tensa y el descenso,
del sueño en re y el despertar dolido,
de la rosa de plata y la hoja seca,
de las voces azules y del grito,
con los ojos espléndidos quebrados
y las horas repletas ya vacías
y los pobres pies mudos desgarrados,
qué en la luz con las manos heridas.
(1941)
Todo el cuerpo hacia qué
como un ramo de lilas,
como una rosa roja,
como un jazmín sediento.
Todo el cuerpo hacia qué.
Lluvia sobre ceniza
los días, aunque, a veces,
cenizas en el viento.
Y hacia quién se sostiene
la noche, como un arco
sin flechas, como un arco
sin flechas pero tenso.
Hacia qué o hacia quién
estas noches de barco
sin destino, de barco
sin destino y sin puerto.
Los ojos sólo ven
lluvia sobre ceniza,
los días, y las noches,
vacíos arcos tensos.
Pero el cuerpo hacia quién
como un ramo de lilas,
como una rosa roja,
como un jazmín sediento.
(1942)
Haberse muerto tanto y que la boca
quiera vivir un poco todavía
y que el cuerpo, los brazos y la boca
y que las noches cálidas, los días
ciegos, y el frío sin sexo de la aurora…
Haberse muerto tanto y de tal modo
y sostener un nombre todavía
y una voz que se afirma y se alza en números.
Haberse muerto tanto y que los lilas,
y las tintas azules y las rojas
y las hojas, las rosas y las lilas…
(1942)
Nadie podría decirte, árbol seco,
alta rama desnuda y azulada.
La melodía es triste y a lo lejos
en una vana luz desesperada,
yo, esta casa vacía, estos espejos,
este rodar por cuencas señaladas,
este caer de fruta, estar de fruta
y deshacerse al fin en tierra amarga.
(1941)
A Manuel Claps
I
Lo que siento por ti es tan difícil.
No es de rosas abriéndose en el aire,
es de rosas abriéndose en el agua.
Lo que siento por ti. Esto que rueda
o se quiebra con tantos gestos tuyos
o que con tus palabras despedazadas
y que luego incorporas en un gesto
y me invade en las horas amarillas
y me deja una dulce sed doblada.
Lo que siento por ti, tan doloroso
como la pobre luz de las estrellas
que llega dolorida y fatigada.
Lo que siento por ti, y que sin embargo
anda tanto que a veces no te llega.
(1942)
II
Los cristales de un agua refinada y purísima
y el cielo azul combado, de un oriente perfecto,
se tendían en una serena, sostenida
alta calma de pájaro inmóvil contra el cielo.
La noche iba alargando sus raíces calladas
hacia el agua sombría que enterraba los árboles
en un silencio terso y arqueado que flotaba
esfumando las voces y oscureciendo el aire.
Llegué a creer eterna la tarde que moría
en tanto nuestras sombras con las frentes unidas
soñaban una vaga magnolia de dos pétalos.
Y cuando rojos últimos coronaron el cielo
de la ciudad absurda, como un halo de sangre,
sentimos vagamente que éramos de carne.
(1942)
III
El mar no es más que un pozo de agua oscura,
los astros sólo son barro que brilla,
el amor, sueño, glándulas, locura,
la noche no es azul, es amarilla.
Los astros sólo son barro que brilla,
el mar no es más que un pozo de agua amarga,
la noche no es azul, es amarilla,
la noche no es profunda, es fría y larga.
El mar no es más que un pozo de agua amarga,
a pesar de los versos de los hombres,
el mar no es más que un pozo de agua oscura.
La noche no es profunda, es fría y larga;
a pesar de los versos de los hombres,
el amor, sueño, glándulas, locura.
(1942)
IV
El día va creciendo hacia ti como un fuego
desde el alba desnuda demudada de frío.
El día va creciendo hacia ti como un fuego,
como una flor de carne celeste, como un río.
El día va creciendo hacia ti como un fuego
y cuando caes en mí los abismos me nombran.
El día va creciendo hacia ti como un fuego.
Mar de olvido, profundo océano de sombra,
tú me haces también noche absoluta y sin ecos,
mar de olvido, profundo océano de sombra.
Tú ciernes dulcemente sobre mi cuerpo herido
mar de olvido, profundo océano de sombra
y voy siendo a medida que borras mi destino
mar de olvido, profundo océano de sombra.
(1942)
V
Ahora me mataste la lumbre y la serpiente
y el cielo es gris y opaco y gris, como conviene,
ahora que no hay nada ni nadie para el alba
y sólo lo amarillo, lo de todos, se alza,
ahora que va el frío desde un polo hasta el otro
y que en cualquier estrella hay más luz que en nosotros,
que se mueren de frío los gritos de las gentes
pero el río y los peces y el río no se mueren,
ahora yo te pido mi guadaña de plata
para segar las mieses que el frío dejó intactas,
que si empuño la única guadaña todo el oro
helado, gris y helado será para nosotros.
(1941)
VI
Rosa dulce, mi mano
de pana tibia es ruda sobre tus sienes pálidas,
mi honda ternura en vano me torna fina y cálida
al doblarme, celeste, sobre tu boca muda.
Te he hablado de mis dudas
sobre el metal lejano y candente de tu acento,
de lo inhumano en fuga por tus dientes, del lento
prestigio de tu frente, de la luz de tus manos.
Te canté, todo, en planos
escuetamente míos. Pero, óyeme, no alcanza.
Ya no sonrío ahora. La vida es una lanza
quebrada. La vida es vana y triste, amor mío,
y vaga un viento frío
que apagará estos astros que mueren de cansancio
y el débil rastro mío y el tuyo y el del rancio
perfume de estos días, grises piedras que gasto,
monótono balasto.
Pero tú tienes algo, no sé, esa luz inválida
que da en tus labios vagos. La vaga aristocracia
que desmaya las cosas bajo tus dedos largos,
ese resabio amargo
que tus más dulces besos me dejan en la boca,
el brillo denso que hace cristales de las rocas
cuando tú me las dices, la tensión de tu cuerpo,
su perfume secreto.
Milagro: barro y puro. Pero, óyeme, no alcanza.
Son tan duros los astros, las cosas son tan blandas,
y las piedras, las bestias, los árboles son mudos.
Y hay un resplandor crudo
que despoja a la vida de sus rosas más grávidas
o que gravita hastiando aun las bocas más ávidas
o que a su luz mortal ya las frentes transidas
no comprenden la vida.
Pero te amo, mister