Poesía completa (edición bilingüe)

Catulo

Fragmento

cap-1

 

INTRODUCCIÓN

1. Catulo: mágico y corrosivo

 

Si entre los cientos de poetas que he leído, atracado e interrogado por el ángel exterminador, tuviera que elegir un solo maestro como el genio que más ha influido en mi poesía, no lo dudaría: elegiría a Catulo. Es inmensa la deuda poética que, en su día, contraje con Yorgos Seferis —dicho a vuelo de ovni, el T. S. Eliot griego y, por tanto, un poeta criptorreligioso. Nunca me había dado cuenta de que Seferis es un poeta succionado por el Libro de Job, y por sus bíblicas secuelas y precuelas, hasta veinte años después de haberlo dejado de leer. En aquellos versos había chiquillos disfrazados de ángeles y campanillas del campo que, junto con los lirios y las amapolas, bendecían a Dios porque Él había creado, sin un solo error, el universo. Cuando un ejemplar de Ta Ápanda (Poesía Completa) de Seferis cayó en mis manos en la librería Kauffmann de la calle Stadíu empecé a levitar. Sin lugar a dudas, Catulo y Seferis tienen un vínculo subterráneo que los une, como demuestra el humor malicioso de estos versos de Seferis, que bien podría haber escrito Catulo: «Las monocotiledóneas / y las dicotiledóneas / florecían en el campo...». Asimismo, el verso de Seferis «una gota de sangre la prefiero a un vaso de tinta» sintetiza la esencia misma de la sanguínea poesía de Catulo, que, después de dos mil años, sigue viva y, sobre todo, en los siglos XX y XXI, ha revitalizado los versos de muchas docenas de poetas del mundo occidental.

¿Quién no ha disfrutado y aprendido mucho leyendo la poesía de César Vallejo? Su sabiduría poética es inconmensurable, como las arenas africanas de Cirene, la patria del poeta Calímaco, el maestro de Catulo. No obstante, con un poeta nieto de un sacerdote, no es posible aprender a blasfemar. Pero, a quien lo desee, Catulo le enseña a hacerlo. Bastaba con leer este verso: glubit magnanimi Remi nepotes («se la mama a los nietos del magnánimo Remo»), en el que habla de su amada Lesbia, que lo ha abandonado, y se dedica a triunfar en felaciones con un equipo de —literalmente— doscientos romanos. Ese texto de escarnio absoluto a Remo —con la ironía más feroz lo llama «magnánimo» —era en Roma, para creyentes hipersensibles, una blasfemia salvaje. Y digo que bastaba con leer este verso, pero ya no es así porque el filólogo Calphurnius ha enmendado su lectura y parece que hay que escribir glubit magnanimos Remi nepotes («se la mama a los nietos magnánimos de Remo») y el texto ahora se queda en una irreverencia.

Mi helicóptero con matrícula del Vaticano empezó a aterrizar cuando descubrí la poesía de Luis Cernuda, que era materialista, homosexual y, como mínimo, agnóstico, según descubrió al instante, con su olfato infinito para la impiedad, T. S. Eliot, poeta galardonado con el Premio Nobel y alto cargo en la editorial británica Faber & Faber. Eliot, por tanto, rechazó la publicación de la traducción al inglés de la poesía de Cernuda. Eliot era coherente: tampoco le gustaba la obra del materialista Goethe. Y, unos años después, informó muy favorablemente a la Academia sueca sobre la inmensa calidad de la poesía y de la prosa de Seferis, algo totalmente cierto, y Seferis fue galardonado con el Premio Nobel de literatura.

La asidua lectura de la obra poética de Jaime Gil de Biedma, que, sin la de Catulo, no habría escrito la poesía que escribió, según la sapientísima opinión de Pere Gimferrer, me dio la mejor lección a la hora de escribir un poema. Gil de Biedma escribió: «Un poema tiene que tener la sensatez de una carta comercial». También, en una ocasión, me dijo: «Catulo es mejor poeta que Horacio, ¿no?» Y, como me tomé dos segundos para responder y él era tan bueno en formular preguntas como en responderlas, añadió: «Horacio no dice nada. No dice nada, ¡pero esa nada cómo la dice!». Y así es. Horacio no dice nada. Pero, siempre que veo un monte nevado, al instante recuerdo estos versos: «Vides ut alta stet nive candidum / Soracte...?» (¿Ves cómo el Soracte se alza blanco de espesa / nieve...?). ¡Qué maravilla esa nada de la poesía de Horacio! Y, por cierto, Flaubert se planteó escribir una novela sobre la nada: un sueño flaubertiano que pusieron en práctica en sus textos los novelistas del nouveau roman. Estaba claro que el poeta latino que había marcado a Gil de Biedma era Catulo porque nos enseña a partir de nuestra propia experiencia y, borrando las huellas personales, elevarla al nivel de experiencia general trascendiendo el empedrado de nuestro patio particular. Y es justo eso lo que hizo Gil de Biedma con su poesía.

Oí por primera vez el nombre de Catulo a los quince años, en una clase de latín del seminario metropolitano de Pamplona. Guardo un recuerdo maravilloso de aquel profesor de latín, don Gregorio Pérez de Zabalza, con quien aprendí —en sus clases tan magistrales como alegres y con muchas traducciones del latín al castellano y del castellano al latín— una sintaxis latina a fondo. Para valorar la importancia de la mención de Catulo en una clase de un seminario hay que tener en cuenta que, por ejemplo, en los colegios de jesuitas, donde a lo largo de la historia se ha enseñado mucho latín, Catulo y todos los humoristas latinos con textos eróticos geniales como el Satiricón de Petronio, Epigramas de Marcial o El asno de oro de Apuleyo, estaban prohibidos.

En su inmortal poema «Verlaine», Rubén Dario se refiere al poeta francés como «Padre y maestro mágico, liróforo celeste». Darío reúne en un verso los elementos más nobles para describir un poeta que ha marcado su vida y su poesía: «padre, maestro, portador de la lira, celeste». A la hora de dirigirme a Catulo, con los dos milenios que nos separan, nunca podría llamarle «padre». En cambio, el epíteto de «maestro» le describe perfectamente. Catulo fue «liróforo» en el sentido más estricto de la palabra porque se educó con los poetas alejandrinos que leyó y asimiló, como Rubén Darío hizo con la poesía simbolista francesa y renovó la poesía en lengua española. También Catulo es un poeta «celeste». Pero, en su caso, es preciso añadir también el epíteto de «infernal». Su poema más célebre es este epigrama: «Odio y amo. Quizá preguntas por qué lo hago. / No lo sé, pero siento que es así y me torturo». Este dístico es una descripción exacta de la naturaleza humana. Cela puso como epígrafe de su novela Oficio de tinieblas 5, que a Francisco Umbral le gustaba mucho —una opinión que comparto— este epigrama de Catulo y añadió tras los dos versos de «Odio y amo...»: «Esto no es un libro sino la purga de mi corazón».

Catulo amó, disfrutó la vida, sufrió el abandono de la mujer amada, a quien llama Lesbia en homenaje a Safo, nacida en la isla de Lesbos; e insultó a sus enemigos con un humor salvaje, heredado de Arquíloco, el primer poeta del mundo occidental, que, en el siglo VII a.C., atacó fieramente a su padre. El amor, el odio y los insultos, como válvula de escape a una profunda frustración, son marcas distintivas de la poesía de Catulo. Y también lo son el canto al amor y al sexo, incluido el amor homosexual, unos maravillosos diminutivos, que tanto disfruté en Atenas hablando griego moderno, el idioma por excelencia de los diminutivos, y el anhelo del perfeccionismo poético. Estas características me han hec

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