La casita bajo tierra 4 - La visita a los abuelos

Catalina Gónzalez Vilar

Fragmento

cap-1

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Aquella mañana de verano, una carreta esperaba a la sombra de la Gran Encina. Timotea, la cabra que tiraba de ella, mordisqueaba pacientemente la hierba mientras Anselmo Saltarriba, sentado en el pescante, conversaba con los vecinos que se habían acercado para encargarle unas últimas compras.

Cada verano el señor Saltarriba realizaba aquel viaje a la costa para asistir al mercado de Puerto Azul, donde vendía productos del valle y compraba mercancías para su almacén. Aquel año se había comprometido a llevar a los trillizos Zarzamora hasta Piedras Blancas, a mitad de camino, donde pasarían dos semanas con sus abuelos.

Por fin, Tom Zarzamora salió de la Gran Encina a todo correr.

—¡Le dejé a Alex mis gafas de bucear! —gritó sin detenerse—. Ahora mismo vuelvo.

Y siguió, veloz, en dirección al tocón del Viejo Fresno.

La ventana de la cocina se abrió y se asomó la señora Zarzamora, acalorada y algo apurada por el retraso.

—¡Anselmo, ya casi estamos! Tom ha ido a por sus gafas de bucear y Oli está buscando su caja pequeña de acuarelas. Y creo que ya lo tendremos todo.

—¡Voy a ir sacando el equipaje! —se oyó decir al señor Zarzamora desde el interior.

—¡Espera, te ayudo! —exclamó Mirna retirándose de la ventana.

El claro de los Peregrinos quedó en calma de nuevo, pero al cabo de unos minutos la puerta de la Gran Encina se abrió y aparecieron Sam, Mirna, Lena y Oli con el equipaje. Tom llegó en ese momento, con sus gafas de bucear y su tubo, seguido de Alex e Iris Borbotón, que acudían a despedirse.

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—No os olvidéis de traernos una caracola a cada uno —dijo Iris.

—¡Pero de las que se oye el mar! —añadió su hermano.

Los trillizos prometieron acordarse y, al ver que no quedaba nada más por preparar, comenzaron a sentir un cosquilleo de nervios en la barriga.

—Hacedme el favor de portaros bien —comenzó a decirles su madre mientras ellos subían a la carreta—. Obedeced a los abuelos. Tom, no hagas locuras, ¿de acuerdo? Y tú, Lena, nada de irte a explorar sin decirle a nadie a dónde vas. Piedras Blancas no es el valle y podrías perderte. Oli, acuérdate de ponerte los tapones si vas a bucear.

Los tres dijeron que sí, que sí, y el carromato se puso en marcha.

—¡Ánimo, Timotea! —dijo el señor Saltarriba sosteniendo las riendas—. Al final de la tarde estaremos contemplando el mar.

—¡Adiós! ¡Adiós! —gritaron todos, y los trillizos siguieron agitando las manos y asomándose por el lateral del carro hasta que el claro de los Peregrinos, con la Gran Encina, Alex, Iris y sus padres, quedó oculto por los árboles.

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Tomaron el camino que conducía más allá del valle, bordeando Sierra Olorosa. El verano había amarilleado la hierba y el aire olía a espliego y a tomillo. Timotea, encantada con aquella escapada, iba a buen paso y el carro avanzaba traqueteando por el camino. Atrás quedaron pico Brincador, el pico del Búho y los otros montes que les eran tan familiares. Poco a poco el nerviosismo por la partida se calmó con el ritmo tranquilo del viaje.

El señor Saltarriba les contó una buena cantidad de anécdotas sobre Puerto Azul y su gran mercado. Parecía que el alejarse de las preocupaciones del almacén y de su elegante casa le sentaba a las mil maravillas. Cuando llegó la hora de la comida, se detuvieron junto a un campo de girasoles y sacaron la cesta que les había preparado Sam. En ella encontraron tortilla de patatas, pan, tomates maduros y un buen montón de ciruelas.

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—Entonces, ¿cuáles son vuestros planes para estas dos semanas? —les preguntó Anselmo mientras cortaba unos tomates por la mitad, les echaba algo de sal y los repartía entre los hermanos.

—La primera semana nos quedamos con nuestro abuelo Magnus —dijo Lena—. Y la segunda con los abuelos Isidro y Cora.

—Magnus es el padre de vuestra madre, ¿verdad? El que es carpintero.

—¡Sí! —respondió Tom. Pero, como acababa de dar un gran mordisco a su bocadillo de tortilla, no pudo decir nada más.

—Magnus es el mejor carpintero de Piedras Blancas —explicó Oli orgullosa—, y nuestros otros abuelos escriben libros sobre plantas.

—¡Caramba! Sí que deben de saber sobre el tema.

Y los trillizos asintieron.

—Pero lo malo es que ellos viven en El Acantilado —afirmó Tom y tragó con premura para poder opinar—. Allí no conocemos a nadie. Es mucho mejor estar en la zona de Los Bancales, en casa de Magnus, con todos nuestros primos.

—Pero están en Piedras Blancas, ¿no es así? —trató de comprender Anselmo—. Así que os veréis bastante.

Tom sacudió enérgicamente la cabeza.

—¡Qué va! —respondió de nuevo con la boca llena—. Nuestros dos abuelos no se llevan bien. Por eso cuando estemos con Magnus no veremos a Isidro, y al revés.

—Y ¿por qué están enfadados?

—No lo sabemos —confesó Oli—. Nadie lo sabe, me parece. Fue hace mucho.

El señor Saltarriba dejó escapar un suspiro.

—Ay, lo que está claro es que los enfados hay que resolverlos pronto. ¡A ser posible antes de irse a la cama!

El viaje continuó y algo después pudieron ver una línea azul a lo lejos.

—¡Es el mar! —gritó Tom—. ¿Hemos llegado?

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