Bat Pat 2 - Brujas a medianoche

Roberto Pavanello

Fragmento

BRUJAS A MEDIANOCHE

1

¡VAYA TORTAZO!

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ormía como un lirón. Mejor aún, como un murciélago.

Nunca habría pensado que el desván de casa de los Silver fuera tan confortable, acostumbrado desde hacía años al silencio de una mohosa cripta de cementerio. «Probémoslo», me dije. «Siempre estoy a tiempo de dar media vuelta y volver entre mis lápidas.» En realidad, no solamente me encontraba muy bien con aquella familia de locos, sino que todos ellos habían hecho lo imposible para hacerme sentir enseguida «en casa». Rebecca se había convertido en mi estilista de confianza y escogía por mí la ropa y los zapatos más a la moda. Con Martin pasaba un montón de tiempo discutiendo nuevas ideas para mis historias de terror, y él tenía siempre art alguna buena sugerencia que darme. Además, estaba Leo, a quien, por desgracia, se le había metido en la cabeza enseñarme a escribir con el ordenador.

–¿Quizá se te escapa el hecho de que tengo las alas enganchadas a las manos? –observé una tarde que estábamos charlando en mi desván–. ¿Cómo hago para apretar las teclas?

–Podrías revolotear un poco y usar los dedos de los pies –respondió Leo, metiendo su mano rolliza en una enorme bolsa de patatas.

–Claro –repliqué–, y a lo mejor también podría prepararte una pizza a los cuatro quesos.

–Pues tiene que haber una manera… –refunfuñó mientras continuaba tragando.

En la casa de los Silver se había armado un cierto alboroto cuando los chicos tuvieron que explicar a sus padres que yo era un murciélago sapiens, y que era capaz de hablar, de leer e incluso de escribir.

Sin embargo, superado el «shock», todo fue mejor. La señora Silver me regaló un tintero y una elegante pluma de oca, y el señor Silver, tras un poco de recelo inicial, se convirtió en mi amigo, tanto que me construyó un pequeño escritorio y una confortable cama a medida.

–Pero papá –le hizo notar Rebecca–, ¡los murciélagos duermen colgados en el aire!

–Bueno, le engancharemos la cama a la viga del techo –propuso él.

–¡Igual no es necesario! –repliqué, aterrorizado–. De todos modos le agradezco que lo haya pensado.

En realidad aprendí también a dormir tumbado. Al principio se me enroscaban las alas alrededor del cuerpo y me caía continuamente al suelo, pero después me acostumbré y noté que tenía bonitos sueños: ¡soñaba que volaba! Insólito, ¿verdad? Dormía a la antigua usanza solo cuando necesitaba inspiración para mis historias y quería que me llegara un poco de sangre al cerebro.

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Estaba precisamente ocupado en una de estas meditaciones con los ojos cerrados cuando me despertó un grito terrorífico: ¡parecía el maullido de un gato con dolor de muelas! Escuché mejor y descubrí que se trataba de una voz. Una voz estridente y penetrante. ¡Era tan aguda que temía que fuera a romper los cristales de mi ventana!

«¡Sonidos y ultrasonidos!, ¿quién berrea de este modo?», pensé, intentando taparme las orejas.

Bajé de la viga del desván con un elegante triple salto mortal e intenté centrarme: los chicos estaban en el colegio. El señor Silver estaba trabajando, así que en casa solamente estaba la señora Silver, pero aquella voz de pesadilla no podía ser suya.

«¡Adiós, mañana de reposo!», pensé de mala gana. Alguien tendría que explicar a ciertos humanos que a los murciélagos les gusta dormir de día.

Miré el despertador fosforescente que me había regalado Leo: las diez y media. ¡Prácticamente el alba!

En fin, ahora ya estaba despierto. Podía vestirme en un pis pas e ir a echar una ojeada.

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Me estaba poniendo la ropa de color amarillo limón que me había regalado Rebecca cuando aquel aullido espeluznante resonó de nuevo en Friday Street, precisamente delante de casa de los Silver.

Revoloteé hasta la ventanilla del desván para echar un vistazo a la calle y vi, al lado de un carrito de fruta, a una viejecita vestida de oscuro, con un sombrero puntiagudo del que sobresalían espesos cabellos castaños.

–¡Manzanas! –volvió a chillar–. ¡¡¡Manzanas genuinas, sabrosas, vitamínicas, ricas en sales mineraleees!!! ¡Comprad mis manzanaaas!

Continuó así durante un largo minuto. ¡Una auténtica tortura!

Afortunadamente, la señora Silver vino en mi ayuda y salió a la calle, dirigiéndose hacia el carrito con el monedero en las manos.

«Menos mal –pensé–, ¡a este paso me explotarán los tímpanos!» Y volé inmediatamente fuera de la ventana para hacerle notar mi agradecimiento.

Fue entonces cuando la viejecita se volvió hacia mí: en su cara arrugada y maligna brillaron por un instante dos ojos malvados. ¡Miedo, remiedo!

Después se dirigió a la señora Silver y le sonrió amigablemente, justo como la viejecita de Blancanieves, mostrándole las manzanas rojas expuestas en el carrito.

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¡Por el sónar de mi abuelo! La madre de Martin, Leo y Rebecca estaba en grave peligro, lo sentía, ¡y aunque me moría de miedo, tenía que hacer algo!

Cerré los ojos y me lancé en picado hacia la vieja gritando lo más fuerte que podía:

–¡Señora Silver, está en peligro! ¡Aléjese de esta bruja!

Entonces, la vieja sacó una larga escoba de debajo del carrito, me golpeó con fuerza y me mandó contra el poste de la farola.

En aquel instante todo quedó a oscuras.

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