Viaje al centro de la Tierra

Julio Verne

Fragmento

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3

El secreto sale a la luz

Llegó la noche y me quedé dormido en el sofá de casa mientras mi tío continuaba con sus cálculos. Y así seguía cuando me desperté a la mañana siguiente. Mi pobre tío estaba tan concentrado en su trabajo que ni siquiera le quedaban fuerzas para quejarse.

Pasó la hora del desayuno y, para el mediodía, el hambre era insoportable. Empecé a pensar que, si se le ocurría mirar el pergamino a través de la luz, vería el mensaje y, entonces, ¿para qué me habría servido pasar tanta hambre? Así pues, decidí hablar.

—Tío, la clave del documento…

Me miró muy fijamente y leyó el papel que le había pasado:

Desciende, valiente viajero, al cráter del Yocul de Sneffels, que la sombra del Scartaris acaricia antes de las calendas de julio, y llegarás al centro de la Tierra. Yo lo he hecho.

Arne Saknussemm

Mi tío se puso como loco. Iba y venía, movía las sillas y, más increíble aún, hacía malabarismos con las rocas. Al final se dejó caer en el sillón, agotado.

—Pero, tío, ¿qué es Scartaris y qué es eso de las calendas de julio? —pregunté.

Mi tío permaneció en silencio, pensativo, y tuve la esperanza de que no supiera qué responder.

—Arne Saknussemm, un sabio del siglo XVI, quiso indicar cuál de los cráteres del monte Sneffels es el que lleva al centro de la Tierra. Por eso habla de «las calendas de julio», es decir, antes de que comience el mes de julio, cuando uno de los picos de la montaña, el Scartaris, proyecta su sombra sobre la abertura del cráter que nos interesa. ¿Qué hora es?

—Las tres —contesté desconcertado.

—¡Vaya! ¡Tengo hambre! Vamos a comer. Después haremos el equipaje.

Durante todo el día siguiente el profesor llenó la entrada de la casa de aparatos y material. La pobre Marthe estaba desesperada.

—¿Se ha vuelto loco el señor?

Asentí.

—¿Y le lleva a usted con él?

Volví a asentir.

—¿Adónde?

Señalé el suelo con un dedo.

—¿A la bodega? —preguntó Marthe.

—No —contesté—. Un poco más abajo.

Por la noche, mi tío me anunció:

—Mañana saldremos a las seis en punto.

Al día siguiente, el profesor, con aire solemne, encargó a Graüben el cuidado de la casa. Ella abrazó a su tutor. Estaba tan serena como siempre, pero, cuando se despidió de mí, se le escapó una lágrima.

—Adiós, querido Axel —dijo ella—. Cuando vuelvas nos casaremos.

Abracé a Graüben y subí al coche de caballos mientras Marthe y ella nos despedían.

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4

Camino a Islandia

Así pues, partimos de Hamburgo el 26 de mayo. A las diez de la mañana llegamos en tren a Copenhague, la capital de Dinamarca, desde donde buscamos un barco que nos llevara a Islandia.

Una pequeña goleta, la Valkyrie, zarpaba unos días después rumbo a la capital, Reikiavik.

Su capitán, el señor Bjarne, estuvo de acuerdo en llevarnos, aunque, al ver a mi tío tan contento con el trato, decidió cobrarle el doble de lo normal por los pasajes, cosa que mi tío aceptó de buena gana.

Llegó el día 2 de junio y nos embarcamos a bordo de la Valkyrie. El capitán nos llevó a unos camarotes bastante estrechos que estaban bajo cubierta.

—¿Tenemos buen viento? —preguntó mi tío.

—Hoy el viento sopla excelente —aseguró el capitán—. Saldremos a toda vela.

—¿Y cuánto dura la travesía? —siguió preguntando.

—Diez días, si no hay tormentas.

Mi tío se mareaba, por lo que se pasó todo el viaje tendido en el camarote sin poder salir. Yo, en cambio, soporté bastante bien el oleaje y, a partir del día 11, decidí salir a la cubierta y disfrutar observando cómo navegábamos entre grupos de ballenas y tiburones.

Cuando por fin nos acercamos al puerto de Reikiavik, mi tío salió de su camarote, pálido y desmejorado.

—¡Mira, Axel, el Sneffels! —exclamó mi tío, antes de dejar la goleta, y señaló con el dedo una montaña con dos picos nevados.

Un bote nos llevó hasta el muelle, donde la gente de la ciudad esperaba impaciente para recoger los paquetes que habían encargado.

La llegada de un barco, por aquel entonces, era todo un acontecimiento.

Las altas personalidades de la isla se presentaron ante nosotros, orgullosos de recibir extranjeros. Después, nos presentaron al señor Fridriksson, profesor de Ciencias Naturales de la escuela de Reikiavik, un hombre encantador que insistió en que fuéramos sus invitados.

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