Los huérfanos de San Merluzo 1

Sophie Wills

Fragmento

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Prólogo

Cuando Herc se despertó en medio de la noche, lo primero que le vino a la cabeza fue la tarta, que ya habían robado en dos ocasiones. Y lo segundo, que estaba convencido de que había oído un ruido abajo. Lo más normal es que le hubiera asaltado ese pensamiento en primer lugar, pero su cerebro tenía muy claro qué cosas eran importantes, y era inútil resistirse.

Algo se había roto y, por una vez, no había sido culpa suya, seguro.

Herc se incorporó y miró al otro lado de las hileras vacías, a la única cama del dormitorio que estaba ocupada, además de la suya. En ella dormía Stef, que roncaba con un dedo metido en la nariz, taponándosela como si tuviera una fuga en el cerebro. Stef le había pedido varias veces a Herc que no lo despertara por la noche a menos que hubiera una emergencia de verdad. Al parecer, no se consideraba emergencia preguntar qué hora era o querer hacer pipí, ni tampoco tener picazón en alguna parte del cuerpo o una pesadilla. Herc no se sentía cómodo en la oscuridad, al ver las otras camas, porque antes sus amigos estaban allí. Era como dormir en una habitación llena de fantasmas.

Pensó en ir a buscar a Tig, que ya tenía doce años, cuatro más que él. Tig le diría que no fuera bobo con esa voz enfadada y, a la vez, tranquilizadora, como solo podía hacerlo una hermana mayor. Pero ella estaba al fondo del pasillo, en el otro dormitorio —era la única chica que quedaba de las veinte que había—, las tablas del suelo crujían y le daba miedo pisarlas. Estaba casi seguro de que las habían puesto precisamente por eso.

En la mansión solo quedaba otra persona a la que pudiera despertar: la directora, la mismísima señora Felicia, pero no le apetecía que lo volviera a agarrar del pelo y lo dejara colgando por la ventana. Además, la señora Felicia había robado la tarta por segunda vez, aunque según ella la había «confiscado», y le había asegurado que iría a la basura. ¿Qué sentido tenía robar algo para después tirarlo?

La enorme tarta se la había dado doña Magdalena en el obrador como regalo a sus huérfanos preferidos, pero lo habían atracado mientras la llevaba a casa con cuidado. La ladrona pretendía hacerse con todo el pastel, pero gracias a que Herc había tratado de evitarlo con un manotazo, la chica solo había podido coger la mitad. Así que había huido con medio botín, mientras Herc le gritaba a su espalda, articulando unas palabras que no figuraban en ninguno de los diccionarios de la señora Felicia. No le hacía falta seguir el rastro de las migas para saber dónde vivía la sinvergüenza del uniforme amarillo: en San Bacalao. Ojalá se atragantaran todos.

Herc ni siquiera logró cruzar el umbral de la puerta principal de San Merluzo con la media tarta. La señora Felicia había visto que escondía algo detrás de la espalda en el momento en que llegaba a casa.

Si había alguien dispuesto a robarla por tercera vez, ese sería él, desde luego.

No hizo el menor sonido al pisar las escaleras con los pies descalzos. En ese momento, oyó con claridad más ruidos abajo: unos golpes pesados, como si alguien tirara cosas. ¿Un robo? Se cometían muchos en la ciudad, eso nadie lo dudaba.

Al fondo del pasillo de atrás, abajo, la puerta de la cocina estaba abierta de par en par. Lo que vio fue desolador. Allí estaban el plato, las dos migas minúsculas, la huella de un dedo que alguien había restregado —y, sin duda, lamido— por los restos de la cobertura de chocolate.

El plato vacío lo confirmó: ahora sí que estaba totalmente convencido de que había un intruso. Puede que la señora Felicia le hubiera arrebatado la mitad de la tarta, pero ella jamás se la hubiera comido. Siempre les estaba diciendo lo malas que eran esas porquerías para la salud. En cuanto encontraba caramelos que los niños tenían escondidos, abría los ojos horrorizada. Esos artículos ofensivos desaparecían en sus bolsillos; Herc suponía que estaba demasiado ajetreada para deshacerse de ellos inmediatamente.

Otro ruido, como si alguien escarbara. Venía de la biblioteca.

Ahora que ya no había tarta, en realidad no tenía ninguna razón para deambular por el piso de abajo. No obstante, Herc no atendía a razones. Si resulta que después necesitaba alguna, siempre se la podía inventar.

Pasó sigilosamente bajo las miradas tristes de los retratos con peluca del vestíbulo y se detuvo vacilante delante de la puerta de la biblioteca. Allí dentro había una persona. Alguien se reía entre hipos. Lo más extraño es que reconocía esa voz, aunque jamás la había oído reír antes.

—¿Señora Felicia?

No hubo respuesta. Solo más golpes, otra risotada horrible y...

—¡Oooh, oooh, ah, AAAH!

Frunció el ceño. O bien había un mono en la biblioteca o la directora estaba imitando a uno.

Pensó que tal vez la señora Felicia no se encontraba demasiado bien.

Giró el pomo con la máxima suavidad posible, abrió la puerta una rendija y acercó un ojo para espiar.

Las enormes estanterías se elevaban frente a él como unas gigantescas fichas de dominó que llegaban hasta el techo. Por lo visto, se había equivocado totalmente con la señora Felicia, que estaba en plena forma. De hecho, se la encontró colgada de uno de los estantes más altos, riendo por lo bajo y agitando en el vacío las piernas enfundadas en unas medias a una distancia vertiginosa del suelo, en busca de un punto de apoyo. Al ver los huecos en los estantes, supo enseguida cómo había trepado: repartiendo pata­das con sus prácticas botas negras para tirar los libros al suelo.

Herc contuvo un grito ahogado y cerró la puerta rápidamente.

Si a la señora Felicia le había dado por hacer gimnasia, podía pasar de todo.

Estaba sopesando qué hacer cuando se oyó un «chsss» al otro lado de la puerta, muy parecido al que hacía la directora cuando los niños respiraban demasiado fuerte, pero el sonido se intensificó, creciente como el de un alud. Los ruidos sordos se hicieron más frecuentes, como una tormenta de granizo que repiquetea cada vez con más ímpetu y va cobrando fuerza.

Instintivamente, Herc dio un paso atrás, al mismo tiempo que bajo sus pies el suelo empezaba a temblar y las ventanas vibraban. En lo alto, los pequeños cristales de la lámpara de araña tintinearon y, luego, entrechocaron con estrépito. Varios cuadros se cayeron al suelo detrás de él. El ruido que salía de la biblioteca era tan ensordecedor que retumbaba dentro de la cabeza de Herc, y tuvo que taparse los oídos. ¿Era un terremoto? ¿Se derrumbaría todo edificio? Entonces, tan repentinamente como había empezado, el sonido fue remitiendo hasta que cesó.

Fuera lo que fuese, había terminado.

Hizo acopio de valor para abrir la puerta, pero tardó un momento en asimilar lo que vio. Libros. Eso no era nada extraño porque era una biblioteca, al fin y al cabo. Sin embargo, no vio estantes, sino una sala llena de libros hasta los topes. Algunos incluso se desparramaron sobre sus pies al abrir la puerta. Lo cierto es que no quedaba ni una sola estantería en pie.

—¿Señora Felicia? —gritó—. Alguien se ha comido la tarta que usted requisó. Y, esto... Han caído algunos libros al suelo. —Silencio—. No he sido yo —se apresuró a añadir.

Miró con atención los libros

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