La sirena del hielo

Eva Millet

Fragmento

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1

KRIL PARA DESAYUNAR

Kiona despertó. Cuando sus ojos claros, azules como el hielo recién formado, se acostumbraron a la penumbra, se dio cuenta que era muy tarde. La abundante luz del mediodía que inundaba la caverna helada en la que vivía era la mejor prueba. ¡Se había dormido! Ella, Kiona, una de las sirenas más jóvenes y activas del grupo. Pero es que, pensó, últimamente, tenía muchas ganas de dormir.

—Quizá... —murmuró mientras se incorporaba de la repisa de hielo sobre la que había descansado—. Quizá tantas ganas de dormir se deban a lo que mi madre me repite todo el rato: que estoy llegando a la adolescencia. Las sirenas adolescentes, al parecer, necesitan dormir más.

Ella, de momento, ya había descansado. Se sentía con mucha energía. Y hambrienta.

—Tengo que desayunar —anunció, ahora en voz alta, aunque la enorme caverna de hielo donde vivía con su colonia de sirenas estaba vacía—. ¡Kril! Me apetece muchísimo un poco de kril.

Levantando el torso y manteniendo su cola sobre la superficie, Kiona se impulsó con los brazos y empezó a deslizarse por el hielo. Cuando llegó a uno de los bordes de la repisa, se lanzó por una de sus lenguas de agua heladas que, como un tobogán, la llevaron hasta el mar. El agua estaba muy fría, porque en la Antártida siempre está así. No en vano es el lugar más frío de la Tierra. Sin embargo, Kiona apenas notó nada: era una sirena del hielo y, como tal, estaba preparada para soportar las bajas temperaturas del lugar donde vivía.

Como las focas y otros muchos animales de los polos, las sirenas del hielo se protegen del frío con una gruesa capa de grasa, que las hace orondas y las conserva calentitas. Con los años, la parte humana del cuerpo de las sirenas del hielo se cubre de una capa de pelo blanco muy suave que les es muy útil para mantener la temperatura a raya en una etapa en la que no se mueven tanto. Sin embargo, a Kiona, una sirena joven —«preadolescente», como decía su madre—, todavía le faltaban muchos años para cubrirse de pelo blanco.

—¡A por comida! —gritó Kiona, una vez ya en el agua.

Empezó a bucear, abriendo los ojos. Muchos años de evolución les habían permitido a las sirenas ser capaces de ver perfectamente bajo el mar. Los ojos de Kiona, como los de todas las sirenas de su especie, eran muy grandes, más bien redondos y cambiaban de color según la luz. Por la mañana, en el exterior, eran de un azul tan pálido que hasta parecían blancos; sin embargo, cuando se sumergían en las profundidades, los ojos se oscurecían, hasta teñirse de color negro.

Kiona nadaba con rapidez entre aquel mar de hielo que, durante la primavera y el verano, cuando en la Antártida lucía el sol, se deshacía en parte. Aquel cambio permitía a las sirenas y a los animales que vivían allí nadar con más facilidad y encontrar antes su comida. También permitía que los rayos solares iluminaran mejor aquel fondo marino helado y que, bajo las panzas de los enormes icebergs, crecieran praderas de deliciosas algas. El mundo aquella mañana, en el reino de las sirenas del hielo, era color azul y verde esmeralda. Transmitía vida y belleza por todas partes, pero Kiona solo tenía un propósito: desayunar.

—¡Kril, kril, kril, kril, kril, kril! —exclamó, alborozada, cuando vio un banco de su comida preferida flotando en la inmensidad del mar.

El kril es el alimento favorito de muchos animales en los hielos. No es más que un tipo de gamba pequeña que vive en las aguas frías, en bancos de millares de individuos, pero es fundamental para muchas especies. Los pingüinos, las focas y las aves lo comen. También las ballenas. De hecho, para estos animales gigantescos, el kril es su principal alimento. Pocos saben, sin embargo, que es también una de las comidas favoritas de las sirenas del hielo, que llevan miles de años zampándose a estos pequeños crustáceos.

A Kiona no le había costado mucho localizar su desayuno. En la Antártida, donde hay meses en los que no sale el sol, el kril es capaz de generar su propia luz; una habilidad que también tienen otras criaturas marinas. Por ello, los bancos de kril a menudo son luminosos, como castillos de fuegos artificiales bajo el agua. El de aquella mañana era especialmente bonito, pensó la sirena: las gambitas emitían una preciosa luz rosada, que las hacía aún más apetecibles. Aquel color tan intenso le trajo un pensamiento que le hizo reír: «¡Mañana haré caca de color rosa! Como les pasa a veces a los pingüinos».

Pero aquella idea no impidió que empezara a comer con muchas ganas, abriendo mucho la boca para devorar el suculento kril, ayudándose con las manos de vez en cuando. Kiona estaba ahora justo en medio del banco que, como todos, era muy denso. «Las gambitas viven muy apretadas, las pobres», pensó.

Pero pese a la pena que sentía por aquellas criaturas tan apretujadas, siguió comiendo, encantada de la vida. Ni siquiera la interrumpió en su festín la llegada de un grupo de cinco pingüinos emperador, también tan hambrientos como ella. Se saludaron —la sirena, con las manos; los pingüinos, con las aletas— y todos se pusieron a la labor: comer, comer y comer.

Y así estaban, comiendo como posesos, cuando se escuchó un estruendo bajo el mar y el enjambre de kril se cubrió de una sombra gigantesca. Junto a Kiona y los pingüinos, una ballena jorobada había decidido unirse al festín.

«¡Oh, no!», pensó la sirena, que puso cara de fastidio.

Porque sabía, como lo sabían los cinco pingüinos, que el desayuno, para ellos, se había acabado. Y no porque la ballena tuviera malas intenciones y quisiera echarlos. Sencillamente, era tan grande —la de aquella mañana debía de medir unos doce metros— que lo más prudente para todos era alejarse de ahí. Ni Kiona ni los pingüinos querían que la gigantesca cola del animal les golpeara por error.

Así que Kiona empezó a alejarse de allí, nadando a gran velocidad. Como todas las sirenas, era muy rápida y pronto estuvo a una distancia prudencial de la ballena. Se detuvo, sin embargo, para mirarla. Aunque no era, por supuesto, la primera vez que veía a una ballena, nunca dejaba de asombrarle la capacidad de aquellos gigantes para moverse por el mar con tanta elegancia, incluso cuando estaban zampándose varias toneladas de kril.

«Las sirenas somos las guardianas del Reino del Hielo, pero ellas son las reinas del mar», pensó Kiona.

Como buena preadolescente, era capaz de pasar de aquel pensamiento, algo profundo, a otros temas, más banales. En este caso: seguir comiendo. Aún tenía hambre.

—¡Algas! Me apetecen muchísimo unas alguitas frescas y jugosas. ¡Ahí voy! —Y, como una flecha, empezó a nadar hacia la superficie, en busca de algas.

Era el mes de diciembre y la Antártida estaba en pleno verano austral. Ello quería decir que los días tenían luz casi las veinticuatro horas: el sol, por la noche, no se ponía, sino que bajaba hasta la línea del horizonte para volver a subir unos segundos después. Las llamadas «noches blancas» le gustaban mucho a Kiona. Mucho más que el larguísimo invierno, en el que el sol prácticamente desaparecía. Durante esos meses, casi todo era penumbra. Incluso había

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