Ana de las tejas verdes 10 - La familia crece

Lucy Maud Montgomery

Fragmento

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Con la llegada del verano, Ana empezó a encontrarse cada vez mejor y, pese a que el vacío que su pequeña le había dejado en el corazón no desaparecería jamás, volvió a disfrutar de su preciosa casa de los sueños de Cuatro Vientos y de la compañía de aquellos que la querían.

—Ana —dijo Leslie, que rompió con brusquedad un breve silencio—, no sabes cómo me alegro de volver a estar aquí contigo cosiendo, charlando y estando juntas, aunque sea sin hablar.

Estaban sentadas junto a la orilla del arroyo del jardín de Ana. El agua destellaba y canturreaba al pasar ante ellas, los abedules las protegían con su sombra y las rosas florecían junto a los senderos. El sol empezaba a caer y la atmósfera estaba llena de melodías entretejidas: la del viento en los abetos de detrás de la casa, la de las olas contra el banco de arena y la de la lejana campana de la iglesia junto a la que ahora descansaba la diminuta hijita de Ana. La joven adoraba esa campana, aunque ahora le traía recuerdos dolorosos.

Miró con curiosidad a Leslie, que había dejado a un lado su costura y hablaba con una falta de contención que era muy poco habitual en ella.

—Aquella terrible noche en la que estuviste tan enferma —continuó Leslie—, no dejaba de pensar en que quizá ya no volviéramos a hablar, a pasear y a hacer labores juntas. Y me di cuenta de lo que tu amistad había llegado a significar para mí… ¡De lo que tú habías llegado a significar para mí! Y de lo odioso que había sido mi comportamiento contigo, fui una bruta.

—¡Leslie, no digas eso! No tolero que nadie insulte a mis amigos.

—¡Pero si es verdad! Es justo lo que soy, una bruta insensible. Tengo que decirte una cosa, Ana. Supongo que hará que me desprecies, pero debo confesártelo igualmente: a lo largo del invierno y la primavera pasados, ha habido momentos en los que te he odiado.

—Ya lo sabía —contestó Ana con tranquilidad.

—¿Lo sabías?

—Sí, te lo veía en los ojos.

—Y aun así seguiste siendo mi amiga.

—Bueno, solo me odiabas de vez en cuando, Leslie. Entre una vez y la otra, me querías, creo.

—Sí, desde luego. Pero ese otro horrible sentimiento estaba siempre ahí, en el fondo de mi corazón, destrozándolo todo. Intentaba mantenerlo a raya, y en ocasiones lo olvidaba, pero en otros momentos se descontrolaba y me invadía por completo. Te odiaba porque te envidiaba… ¡Cuánta envidia me dabas! Tenías una casa preciosa, amor, felicidad, sueños: todo lo que yo quería y nunca había tenido ni podría tener. Eso era lo que más me dolía, que nunca podría tenerlo. Si hubiera albergado la más mínima esperanza de que la vida pudiera ser distinta para mí en algún momento, no te habría envidiado. Pero no era así y me parecía injusto. Me dolía y por eso te odiaba a veces. Me daba mucha vergüenza sentirme así… De hecho, me estoy muriendo de vergüenza ahora mismo al confesártelo, pero la verdad es que era incapaz de evitarlo.

»Esa noche, cuando me di cuenta de que tal vez no sobrevivieras, pensé que iba a recibir el castigo que merecía por mi maldad y ¡cómo te quise en ese momento! Ana, desde que murió mi madre, no había vuelto a querer a nadie, excepto al viejo perro de Dick, y eso es algo terrible, porque sientes que tu vida está vacía. Sin embargo, a ti podría haberte querido muchísimo y aquel suceso horroroso lo había estropeado, y…

Leslie estaba temblando de emoción y sus palabras se habían vuelto casi incoherentes.

—No sigas, Leslie —le suplicó Ana—. Lo entiendo, no hables más de ello.

—Debo hacerlo. Cuando me enteré de que te recuperarías, juré que te lo contaría todo en cuanto estuvieras bien, que no seguiría aceptando tu amistad y tu compañía sin confesarte lo poco que las merezco. He pasado mucho miedo pensando que esto te pondría en mi contra.

—No tenías nada que temer, Leslie.

—¡Ay, cómo me alegro, Ana! —Leslie entrelazó las manos bronceadas y curtidas por el trabajo para que dejaran de temblarle—. Pero, ahora que he empezado, quiero contártelo todo. Supongo que no recuerdas la primera vez que te vi… No fue aquella tarde en la playa.

—No, fue la tarde en que Gilbert y yo llegamos a Cuatro Vientos. Bajabas de la colina con tus gansos. ¡Claro que la recuerdo! Me pareciste tan guapa que me pasé semanas deseando averiguar quién eras.

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—Yo sí sabía quiénes erais vosotros, aunque tampoco os había visto nunca. Me habían dicho que un nuevo médico y su esposa iban a ocupar la casa de la señorita Russell. Ya… ya te odié en ese momento, Ana.

—Capté el resentimiento en tu mirada, aunque luego me entraron dudas. Pensé que debía de haberme equivocado, porque ¿a qué iba a deberse?

—A que parecías muy feliz. Ahora ya estarás de acuerdo en que soy una bruta odiosa… ¡Te odié solo porque eras feliz! Por eso no vine nunca a visitarte. Sabía muy bien que debía hacerlo, así lo exigían incluso las sencillas costumbres de Cuatro Vientos, pero era incapaz. Te observaba desde mi ventana, os veía pasear juntos por el jardín y me dolía. Por otro lado, me moría de ganas de venir. Tenía la sensación de que, si no fuera tan desgraciada, podría haber encontrado en ti lo que nunca había tenido: una verdadera amiga de mi edad. ¿Y recuerdas aquel encuentro en la playa? Te dio miedo que pensara que estabas loca. ¡Yo sí que debí de parecerte una chiflada!

—No, pero no te entendí. Tan pronto te mostrabas amable como me rechazabas.

—Esa tarde me sentía terriblemente infeliz. Había tenido un día muy complicado con Dick. Ya sabes que, por lo general, es bastante tranquilo y fácil de controlar, pero hay días en que es muy distinto. Estaba tan descorazonada que hui a la playa en cuanto se fue a dormir. Era mi único refugio. Lo veía todo negro y, de repente, apareciste tú haciendo cabriolas por la cala como una cría despreocupada. Te odié más en ese momento de lo que he vuelto a odiarte jamás. Y, aun así, ansiaba tu amistad. Primero me dominaba un sentimiento, luego el otro… Cuando llegué a casa esa noche, lloré de vergüenza por lo que habrías pensado de mí. Pero siempre me ha ocurrido lo mismo cuando he venido a tu casa: a veces disfrutaba de la visita y, en otras ocasiones, ese sentimiento horroroso de odio lo empañaba todo. Te parecerá ridículo, pero una de las cosas que me despertaba sentimientos más mezquinos eran esos perros de porcelana que tienes. ¡Quería coger a Gog y Magog y romperles los morros! Sí, tú te ríes, Ana, pero a mí nunca me ha hecho gracia. Os veía a Gilbert y a ti, siempre tan enamorados, y yo… Ay, Ana, no me considero una persona celosa y envidiosa por naturaleza, pero con el tiempo me he llenado de tanto odio…

—Leslie, querida, deja de culparte. No eres ninguna de esas cosas que dices. Puede que la vida que tienes que llevar te haya cambiado un poco, pero debes tener en cuenta que a cualquiera que no tuviera un carácter tan noble como el tuyo lo habría destrozado. Creo que te viene bien quitarte este peso de encima, así que dejaré que sigas contándomelo a condición de que no te culpes más.

—De acuerdo, no lo haré. Solo quería que supieras cóm

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