La última bruja 1 - La última bruja

Jara Santamaría

Fragmento

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1

Canica

Dicen que la primera vez se siente como unas cosquillas en los dedos. Una sensación que es tan leve que puede incluso parecer producto de la imaginación.

No fue así para mí.

No hubo sutileza.

La primera vez que sentí la magia, la noté como si una fuerza devastadora me arrastrase desde lo más profundo de su estómago, arrollándome por completo y cambiando mi vida en apenas un instante.

Yo no lo sabía, claro. No podía saberlo.

Pero, desde ese momento, nada volvió a ser como antes.

—¡Eh, Canica!

Ya estábamos otra vez. Era la… ¿quinta aquel día? Ah, no. Habían sido seis. Seis si contábamos con la de la fila del desayuno. Sí, cómo olvidarla: Leire había recortado un trozo de su tostada para fabricar una especie de parche pirata y había insistido en que me lo probase, «por mi bien». La verdad es que, al menos, debía reconocerles que esa broma había sido un poco original.

Pero lo de Canica no era nuevo. No sé muy bien cómo, pero es un apodo que termina llegando. A veces es más pronto, a veces les cuesta más, pero siempre hay alguien que recibe la iluminación divina, contiene la risa a duras penas y lo exclama por primera vez. Estaba acostumbrada, vaya, como para no estarlo. Y aun así… ¿seis veces antes de las cuatro de la tarde? Puede que fuera demasiado, incluso para mí.

Los campamentos de verano son una experiencia lo suficientemente intensa para cualquier chica de trece años, pero, si además resulta que eres una chica de trece años que no encaja en ningún sitio, te prometo que puede llegar a ser una pesadilla. Normalmente, en el colegio…, bueno, sí, las bromas, las imitaciones y todo eso empezaban según pasaba por la puerta, a modo de saludo: «ey, Canica», «buenos días, Ojoloco», aunque, si tenía un poco de suerte, me daban un poco de tregua durante las clases. A menos que hubiera algún trabajo de grupo o que tocase clase de gimnasia, evidentemente, pero, en cualquier caso, en el colegio, las clases acababan. Y ya está. Por muy horrible que fuera, siempre llegaban las tres de la tarde y te ibas a casa, un lugar donde los motes y las burlas desaparecían y podías mandar secretamente a todo el mundo a freír espárragos. Pero ¿en un campamento? Ah, no. Nada de eso. ¡Todo un día lleno de actividades y dinámicas! ¡Claro que sí, que no decaiga! Si no era momento de un deporte colectivo (matadme, por favor), entonces tocaba una actividad tremendamente cursi sobre hablar alrededor del fuego y compartir anécdotas, o decir algo bonito de tu compañera de la derecha, o algo así. Para hacer grupo, decían. Sí, solía funcionar fenomenal, especialmente para gente como yo. En realidad, salvo que fueses una de Ellas (ya sabes, de esas chicas prácticamente perfectas en todo, de coleta lisa y plisada, piel maravillosa que no ha visto un granito en su vida, buenas en los deportes y delicadas como una flor), era bastante probable que te llevases una inocente bromita. A mí, por ejemplo, siempre se las apañaban para recordarme lo especial que era, lo diferente que era, lo muchísimo que les gustaban mis ojos.

Ellas apenas podían contener la risa. Y mira que se esforzaban.

¿Y los monitores?

Bueno.

Digamos que no se enteraban de nada. O no querían enterarse, la verdad. O bien sus comentarios les parecían verdaderamente inocentes o decidían que no era su trabajo intervenir en nuestras rencillas. Entre tú y yo: lo primero me parece un poco más difícil de creer, así que tampoco se habían convertido precisamente en mis personas favoritas. No conseguía comprender por qué se empeñaban tantísimo en crear un ambiente lleno de palabras grandes como compañerismo, fraternidad, convivencia… y después estaban demasiado ocupados para ver lo que ocurría, todos los días, delante de sus narices.

Pero ¿por dónde iba? Ah, sí.

—¡Eh, Canica!

Ahí.

En ese preciso instante en que Laura y yo tratábamos de escabullirnos del balón prisionero al que iban a jugar todas en el patio, precedidas por Montse, una monitora que tocaba el silbato insistentemente.

Ana nos había descubierto. Y no solo Ana, claro, porque nunca iba sola. En realidad, si lo pensaba con frialdad, cosa que me esforzaba en hacer a menudo, podía darme cuenta de que todo ese rollo parecía formar parte de una coreografía. Todos los días ocurría un poco lo mismo. Si lo imaginaba así, me resultaba un poco más fácil encajarlo y dejar que pasase rápido. Era como observar un espectáculo desde fuera.

Primero, se acercaban a mí. Siempre juntas. Siempre en grupo. Si estaban solas, no me miraban, caminaban más deprisa. Pero juntas se envalentonaban. Mantenían la formación, casi idéntica todos los días. Casi hasta juraría que se ponían de acuerdo en cómo caminar: Ana en medio, cabeza erguida, caminar seguro y una mueca burlona que le salía sorprendentemente natural. Paula a su izquierda, Sonia y Leire a su derecha.

A esas alturas, debería haber estado acostumbrada. Al menos, tenía la pose ensayada. Encogerme de hombros, cruzarme de brazos, evitar a toda costa expresar ningún atisbo de emoción y esperar a que se pasase. Porque normalmente se pasaba.

—¿Qué pasa, Canica? —dijo Ana, con una expresión exageradamente triste en la boca—. ¿No te animas a jugar al balón prisionero?

—¿Es por si te damos? No te preocupes, que vamos con cuidado…

Ana asintió con la cabeza y añadió:

—Leire, lo que pasa es que le preocupa que le des un golpe y se le salga el ojo de cristal —dijo, señalándome el ojo izquierdo—. Tú imagínate la canica rodando por ahí, como para encontrarla luego, pobre…

¡Guau, dos insultos seguidos sobre mi ojo!

Qué imaginativas. Qué ingeniosas.

Como si fueran las primeras en haberse dado cuenta. De haber sido un poco más valiente o respondona, me habría encantado hacerles ver su falta de originalidad. Ser capaz de reírme de ello y hacerlas conscientes de que cualquier cosa que me dijeran la había escuchado ya. ¿De verdad creían que hasta ellas nadie, en ninguno de los tres colegios en los que había estado ya, se había dado cuenta de que tenía un ojo de cada color? Si hasta podría hacerles una lista para enriquecer su repertorio: husky, pirata, ojoloco, canica, ojo caca…

A mi lado, Laura miraba al suelo, tan callada como yo, sigilosa, como si quisiera fundirse con el entorno y que no reparasen en ella.

La monitora Montse silbó más fuerte y eso distrajo al grupo de chicas por un instante, un par de segundos en los que Laura aprovechó para cogerme la mano y apretarla en una señal que conocía a la perfección: «Vámonos de aquí».

—No me digas que no lo ves… —dije, un rato después.

La hierba me hacía cosquillas en las orejas. De fondo, muy de fondo, se escuchaban los chillidos del balón prisionero, tan a lo lejos que me resultaba

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