Me llamo Goa 1 - Me llamo Goa

Míriam Tirado

Fragmento

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Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once y doce... Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once y doce... Sí, había DOCE velas. Goa siempre las contaba porque tenía miedo de que sus padres se hubieran equivocado, y ella no quería ni más ni menos de las de los años que cumplía aquel día. Exactamente doce. Doce años.

—¡Pide un deseo! —dijo Julia, su madre, que estaba plantada frente a ella, preparada para hacerle una foto con el móvil justo en el momento en que soplara las velas.

Estaban en el patio de casa, que era pequeño y tenía una parra gigante que se encaramaba por la pared. Hacía un día espectacular: ni frío ni calor, pero con un cielo claro que invitaba a estar al aire libre. Era el mes de abril, el 25 para ser exactos, y se notaba en el ambiente que cada vez faltaba menos para el verano. La casa de Goa era de las de antes, de las que todavía no han sido derribadas para construir un edificio nuevo de ocho plantas, y que sobreviven en las ciudades sin que nadie sepa cómo. Pero era acogedora. Estaba decorada con gusto y, aunque fuera pequeña, tenía algo que a Julia, que la había comprado hacía tantos años, antes de tener a Goa, le encantaba. Aquel día, en el patio, todo el mundo miraba a la niña de pelo rizado y gafas de color azul marino con aquella cara que pone la gente en los cumpleaños cuando alguien va a soplar las velas.

«¡Qué vergüenza!», pensó Goa, que no se iba a poder librar de las treinta fotos que su madre estaba a punto de hacerle. Cerró los ojos y comenzó a pensar. ¡Qué difícil elegir solo un deseo! ¿Por qué tenía que ser uno y no tres? ¡O cuatro, ya puestos! Total, si desear era gratis, ¿por qué solo uno?

Siempre le había costado elegir. Antes de decidirse, pensaba en todas las variables del mundo y, entonces, todavía le costaba más elegir una de ellas. Le empezó a pasar cuando era pequeña y, aunque ahora ya era mayor y gestionaba mejor algunas cosas, le seguía pareciendo difícil decidirse. En aquel momento, con el pastel delante y rodeada de voces que le decían: «¡Va, Goa, que las velas se desharán encima del pastel!», le costaba todavía más elegir un deseo. Pero de pronto lo tuvo claro y, con los ojos cerrados detrás de las gafas azul marino, deseó: «Que todo vuelva a ser como antes». Cogió aire y sopló con fuerza, deseando que su madre no se hubiera equivocado y hubiese puesto una de aquellas velas infernales que se vuelven a encender una y otra vez. Pero no, las apagó todas de golpe.

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—¿Qué deseo has pedido? —le preguntó su primo Pablo, que era tres años más pequeño que ella, siempre llevaba gorra y tenía la nariz llena de pecas.

—No te lo puedo decir porque, si no, no se cumplirá.

—¿Y si no me lo dices se cumplirá?

Goa no contestó, porque no lo sabía. Su primo tenía el don de hacerle siempre preguntas difíciles y a ella le ponía muy nerviosa. Miró a su alrededor y pensó que aquel deseo, el que había pensado unos segundos antes, era muy difícil de cumplir.

Porque antes las cosas eran muuuuuuuuuy diferentes.

Goa era una niña un poco más alta que sus amigas y siempre llevaba el pelo suelto. Como lo tenía tan rizado, a veces se le hacían rastas y al final tenía que cortárselas con tijeras. Solo se hacía coleta los días de educación física, y entonces su amiga Ana le decía: «¡Estás tan guapa con coleta...! ¿Por qué no te la haces más a menudo?». Pero a ella le gustaba llevar la melena suelta y, de haber podido elegir, habría preferido tener un pelo liso que no le diera tanto trabajo. Lo tenía de color castaño claro y, a veces, dependiendo de cómo le diera el sol, parecía que se hubiera hecho reflejos. Le gustaba llevar ropa ancha, sobre todo desde que le había empezado a crecer el pecho. Se sentía rara, y por eso le gustaba llevar siempre camisetas oversize, de colores y con mensajes, que le taparan lo que estaba creciendo. Siempre había sido una niña alegre. Tímida en entornos en los que no se sentía segura, pero extrovertida y desenvuelta cuando estaba con gente de confianza. Claro que, desde el día del sofá..., la alegría de antes se había desvanecido un poco.

Siempre recordará el día en que su madre y su padre, un año y medio antes, le hicieron sentarse en el sofá de casa y dejaron caer la bomba: «Tenemos que decirte una cosa. Tu madre y yo nos hemos dado cuenta de que viviendo juntos ya no somos felices y hemos decidido separarnos. Pero siempre seremos tus padres y seguiremos siendo una familia».

Alberto era un hombre no demasiado alto, y aunque era bastante fuerte, tenía barriguita. Aquel fue el primer día en que Goa le oyó la voz medio rota y lo vio vulnerable como nunca lo había visto antes. Su madre lo dejaba hablar y, mientras tanto, desviaba la mirada, intentando no llorar. Por mucho que le dijeran que de este modo todo sería mejor, en vista de la cara de tristeza que ponían, a Goa no se lo parecía.

¿Sabes cuando, en los dibujos animados, el protagonista se pega un leñazo inmenso, cae al suelo y le salen dibujitos encima de la cabeza? Así se quedó Goa: alelada y sin saber qué hacer. «Habla, di algo», le pidió Julia, con cara de preocupación, después de darle la noticia. Pero ¿qué querían que dijera, si todavía estaba allí descolocada con pajaritos revoloteando alrededor de su cabeza?

Todo fue muy deprisa, y cuando todavía no se había hecho a la idea, Alberto ya vivía en otro piso. Por lo tanto, Goa, en cuestión de pocas semanas, pasó de tener una casa a tener dos (dos habitaciones, dos cepillos de dientes, dos escritorios, dos camas, etc.) y le tocó comprarse una maleta para ir cambiando de casa cada dos por tres.

—¿Se separan? ¡Ah, tranquila, ya verás que no es para tanto! ¡Cuando tengas dudas pregúntame a mí, que soy cinturón negro en separaciones! —le dijo su amiga Ana, que toda la vida había tenido a sus padres separados.

Ella siempre bromeaba y parecía que no se tomara nada en serio, al contrario que Goa, que siempre tenía las emociones a flor de piel. Tal vez por eso se entendían tan bien, porque se equilibraban.

Ana era optimismo puro. Tenía un pelo negro y ondulado que le bajaba hasta un poco más allá de los hombros, y ella sí que se lo recogía a menudo. Llevaba pinzas y gomas y le gustaba hacerse peinados en clase, cuando se aburría. Tenía los ojos verdes y oía menos de un oído que del otro. «Tal vez un día tendrán que ponerme aparatos», solía decir, y por eso no se cortaba nunca el pelo, porque, si el día llegaba, le taparía las orejas.

Cubierta Cuando Alberto y Julia le dijeron a Goa que se separaban, ella se metió en su habitación. También era pequeña, como el patio y el comedor, pero era muy acogedora y estaba decorada con un gusto que ya querrían muchas influencers, pensaba Goa. Como no tenía móvil (sus padres decían que todavía tenía que esperar, pero nunca concretaban hasta cuándo), cogió la tableta que le habían comprado durante la pandemia para seguir las clases y empezó lo que a partir de entonces sería su diario. Un diario grabado, porque escribir en un papel le parecía de otra época.

Se puso delante de la cámara y dijo flojito:

Odio a mis padres. ¿Por qué diablos tenían que ponerme GOA? ¿Quién se llama Goa? Nadie. Solo yo, que tuve la mala suerte de tener unos padres hippies que se enamoraron en una playa abandonada de la India donde decidieron que tendrían una hija. Por mí, ya se podrían haber quedado en Goa. No me podían poner María o Laura o Berta... No, tenían que ponerme un nombre bien raro que me pasaré el resto de mis días deletreando:

G de «Gilipollas»,

O de «Oh, menuda mierda» y

A de «¡A tomar viento!».

Eso no se lo perdonaré nunca, os lo aseguro... Menuda mierda... ¡Menuda mierda!

Ahora, un año y medio más tarde y ya acostumbrada a ir arriba y abajo con la maletita, se daba cuenta de que lo que más deseaba era que todo volviera a ser como antes. Como antes de aquel día en el sofá de casa, como antes de soñar con el mar.

Desde el día en que sus padres le dijeron que se separaban, no paraba de soñar con el mar. Más concretamente, soñaba con agua, mucha agua. A veces había olas, otras veces soñaba que iba en una pequeña barca, o a bordo del Titanic, o en canoa, o solo con un flotador pequeñito... Cuando Goa creía que ya había soñado con todas las versiones del mar habidas y por haber, tenía un sueño nuevo, con más olas y más agua. Y ya estaba harta de soñar siempre lo mismo.

Lo estaba tanto que ya ni lo explicaba. Primero, porque volver a pensarlo la hacía sufrir y recordar las sensaciones desagradables que había sentido, y, después, porque cuando lo contaba, nadie le decía nunca nada que la ayudara. Ella quería que alguien le dijera qué podía hacer para dejar de soñar con el mar, pero ese alguien no llegaba.

Ana, que lo sabía todo de ella, le preguntaba por la mañana, al llegar a la escuela:

—¿Qué? ¿Hoy ibas en canoa o en patín a pedales?

Y se reía un poco, pero Goa siempre le respondía lo mismo.

—¡Ya te gustaría tener unos sueños tan guais como los míos!

Porque Ana no soñaba nunca. Bueno, supuestamente sí que soñaba, pero nunca recordaba los sueños que tenía, y eso le daba una rabia enorme, de modo que, en el fondo, le hubiera gustado tener las experiencias en el mar que Goa le había explicado alguna vez. Pero no había manera. Se levantaba y ya no se acordaba de nada.

Como se acercaba el verano, Julia le había propuesto a Goa ir de vacaciones a una de las islas Baleares (todavía no sabían a cuál) y hacer el trayecto en barco. A Goa le hacía mucha ilusión, porque una de las cosas que más le gustaba era viajar, pero cuando lo pensaba sentía una mezcla de miedo y curiosidad. ¿Y si alguno de sus sueños desagradables se hacían realidad? No, era imposible. Y... ¿cómo sería eso de ver el mar después de tanto tiempo soñando con él? Así que un día hizo una lista de cosas que le gustaría que le pasaran en el barco para tener menos miedo y más ganas de ir.

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Cubierta Ana era, sin duda, su mejor amiga, y Goa creía que era la única persona que nunca le había llamado «Boa» para hacerla rabiar (como hacían algunos niños de la clase cuando querían molestarla, cantando: «Boa Constrictor, Boa Constrictor»). De hecho, Ana no era la única, aunque los otros eran mucho menos amigos que Ana. Estaba Bruno, que no se llamaba Bruno, pero todo el mundo lo llamaba así porque era de Cal Bruno, una antigua masía que la ciudad había engullido. Era delgado y aparentaba tener un año menos que sus amigas. Él siempre decía: «Un día creceré y seré más alto que vosotras», pero a ellas ya les gustaba tal cual era y no querían que cambiara. Les parecía la persona más divertida y buena de toda la clase y se admiraban de lo ágil que era haciendo parkour, educación física y cualquier cosa que consistiera en saltar y trepar. Además de Bruno, también estaba Nadia, que era la más lista y la más aplicada, la primera de la clase (curiosamente, su nombre, en árabe, significaba «la primera»). Nadia tenía el pelo muy muy rizado y siempre lo llevaba recogido en trencitas o en otros peinados que le hacía su madre. Le tens

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