Qué lata dan los muertos

Rose Cooper

Fragmento

Qué lata dan los muertos
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Annabel Craven bajó la vista y miró fijamente el cuerpo sin vida de una chica en la adolescencia tardía. Su cuerpo flácido y tibio indicaba que no llevaba muerta mucho tiempo. Yacía boca abajo, con el cuello doblado en un ángulo horrible. Tenía el largo cabello rojo enredado a un lado. Anna levantó la vista para ver el balcón del que se había caído la chica. Tercer piso, segunda ventana de la izquierda.

Lo sabía porque a la chica muerta no le paraba la boca.

Bueno, a su espíritu.

Anna permaneció oculta en las sombras, apretando los dientes. Típico, después de tantos meses sin ningún contacto fantasmal, de casualidad se encontraba con esto de camino a casa.

—Adiós a mi vida casi normal —Anna susurró. Sabía que tenía que ayudar a esta chica. Le gustara o no, ella ayudaba a tender un puente entre los vivos y los muertos.

El tiempo lo era todo, así que Anna esperó en las sombras mientras veía el drama que hacía la chica muerta como si fuera una obra horrible de la prepa que no valía los cinco dólares del boleto.

Un espíritu flotó a un lado del cuerpo:

—¡Por favor, pero si hace nada estaba parada en el balcón! —el espíritu de la chica muerta lanzó los brazos al aire—. Un minuto estoy allá arriba y al otro… ¡aquí! —gritó con voz aguda mientras miraba su propio cuerpo que yacía unos centímetros debajo de ella.

—¡Mírenme! ¿Quién fue? ¿Quién se atrevería a empujarme, a mí, Harper Sweety, de ese balcón? —la chica se lamentó. Volvió a bajar la vista para ver su cuerpo—. ¿Por qué no te levantas? —susurró.

Incluso como fantasma, Harper tenía estilo: el pelo le caía simétricamente, ondas pelirrojas le cubrían los hombros delgados. Llevaba un vestido negro chic con cinturón, un bolero y sandalias doradas de tacón; parecía recién salida de una revista de moda. Tenía los labios pintados con brillo labial rosa y los párpados oscuros con una luminosa estela de brillantina.

Harper no tenía ni idea de qué le estaba pasando. Pero Anna sabía que no podía plantársele y decirle que estaba muerta. No. Harper debía asumirlo sola. Y entonces Anna la guiaría poco a poco —o de un empujón— hacia el camino correcto, según qué tan terca fuera. De hecho, había empezado a llamarse «Guía».

Vivir una experiencia de vida o muerte tan traumática podía orillar a la gente a hacer cosas absurdas, incluso ridículas.

Anna se cubrió la boca con la mano cuando Harper empezó a barrer el pavimento con las manos para quitar piedras sueltas. Después el fantasma se puso en cuatro patas y se recostó sobre su cuerpo.

Harper se quedó inmóvil. Apretó los ojos para concentrarse.

Anna suspiró; le gruñía el estómago. Sacó su teléfono nuevo para mandarle un mensaje a su mamá.

Lo siento, llego tarde a cenar. Se me fue el tiempo estudiando. No tardo.

Odiaba mentirle a su mamá, ¿pero qué iba a decirle?: ¿Lo siento mamá, llego tarde a cenar, este fantasma tiene traumas corporales?

El llanto de Harper distrajo a Anna. No había lágrimas. Anna había aprendido que los fantasmas no podían llorar, aunque imitaban el gesto.

Harper metió la mano en el bolsillo izquierdo de su abrigo y sacó su teléfono. El estuche con diamantes falsos brilló en el ocaso. Enojada, apretó los botones mientras seguía llorando.

El teléfono de Anna vibró en su mano. Miró la pantalla. Una llamada perdida de un número bloqueado. Le dio escalofrío. La última vez que la habían llamado de un número bloqueado habían sido los muertos, que no la dejaban en paz. Y eso no terminó bien. Pero eso había sido hacía siglos. Y en su teléfono anterior. El que había enterrado en el cementerio.

—Bueno, vamos a hacer esto —susurró Anna. Sólo había dado unos pasos cuando Harper dio un grito ahogado.

—¡Estoy viva! —Harper brincó emocionada, mientras su cuerpo vacío empezaba a retorcerse. Anna odiaba esta parte. Bueno, odiaba muchas partes, pero ésta era una de las tres principales. Con delicadeza debía darle a Harper la mala noticia de que no iba a levantarse. Estaba muerta. Y el movimiento no era más que el rigor mortis. Anna empezó a caminar sigilosa, pero pateó una piedra con su tenis y ésta rebotó en el pavimento; Harper volteó.

Sus ojos color avellana brillaron esperanzados cuando conectaron con los ojos castaños de Anna. Harper se sacudió el vestido con las manos para alisar las arrugas.

—¿Viste? ¿Viste? —Harper señaló el cuerpo, hablando emocionada.

Definitivamente Anna no estaba esperando esa reacción. Esperaba algo como «¿quién eres?» o «¿qué pasó?».

—¿Entonces? —insistió Harper, mirándola impaciente. Anna debía elegir sus palabras con cuidado. Necesitaba desilusionar a Harper con delicadeza. Nada era peor que traumar a un fantasma justo después de su muerte. Sería casi imposible ayudarla a cruzar si eso pasaba.

—Estás muerta —dijo Anna sin pensarlo, no lo pudo evitar—. Para siempre. O sea que no vas a regresar, no puedes resucitar, chau —dijo inexpresiva, con monotonía. Era importante no dejarse conmover por estas situaciones tan sensibles. Anna lo había aprendido a la mala, hacía no tanto, cuando había tenido que lidiar con su primer fantasma. Lucy había sido un fantasma en negación (y enamorado) y sólo los hechos puros y duros —y una mesita de vidrio— le ayudaron a ver la verdad.

Anna esperaba que funcionara con todos los fantasmas.

Harper la miró con los ojos bien abiertos, sin palabras. Se veía bien callada, pensó Anna. Pero como todo lo bueno, llegó a su fin.

—Ay, Dios. Por favor dime que no eres mi ángel de la guarda —Harper se puso la mano en la cadera y miró a Anna de pies a cabeza—. Tienes un estilo espantoso.

Anna suspiró. Esta chica era peor que una reina del drama. Mucho, mucho peor.

Era una diva muerta. Y olía a calcetines mojados.

Anna no tenía más remedio que lidiar con ella.

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Harper suspiró exasperada y sopló un rizo de su pelo que le caía en la frente.

—¡Vaya ángel de la guarda! ¿No se supone que tienes que salvarme o algo así? ¿En qué estabas pensando? Aparentemente en na

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