Los juegos olímpicos (El pequeño Leo Da Vinci 5)

Christian Gálvez

Fragmento



Índice

Portadilla

Índice

Personajes

Mapa

Capítulo 1. El fuego de los héroes

Capítulo 2. ¡Tengo una propuesta!

Capítulo 3. El Libro secreto de Locusta

Capítulo 4. La ciudad de los lobeznos

Capítulo 5. ¡Nos hemos quedado sin pasta!

Capítulo 6. ¡Todos al agua!

Capítulo 7. Gimnasia rítmica

Capítulo 8. ¡Canasta!

Capítulo 9. La oscuridad más oscura

Capítulo 10. Marmoleitor en acción

Capítulo 11. Rema, rema, sin parar

Capítulo 12. A ponerse las pilas

Capítulo 13. ¡Tú puedes!

Capítulo 14. La gran pillada

Capítulo 15. El misterio de la luna fantasma

Ahora te toca a ti

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Créditos

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¿Habéis oído hablar alguna vez de LA LUNA FANTASMA? Bueno, no es que vaya por ahí con una sábana blanca y arrastrando cadenas, ni nada de eso. Me refiero a esa luna misteriosa que solo aparece los días de fase creciente, es decir, cuando está en modo «plátano» y solo se le ven los cuernos. Es entonces cuando se viste con un velo resplandeciente y misterioso que anima a salir de su escondite a hombres lobo, vampiros, zombis y demás criaturas chungas de la noche.

Pues bien, aquel día yo estaba observándola en mi taller secreto con el vinciscopio (que es un telescopio al que he añadido algunos complementos tales como un posavasos, un apoyabocatas y un recogemigas para que no se enfade mi abuela), cuando, de repente…

TOC, TOC.

—¿Se puede? —llamaron a la puerta Lisa y Miguel Ángel, mandando a la porra mi concentración.

—¡Hombreee! —contesté, un poco mosqueado—. ¡Que estoy descifrando los misterios del Universo!

—No te pongas tan chulo, caramulo —contestó Miguel Ángel, entrando en mi taller mientras jugaba con un trozo de mármol como si fuera una pelota.

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—Ja, ja, ja —rio Lisa—. Venga, Leo, déjanos ver lo que estás dibujando en tu cuaderno.

Y agarraron mi bloc y clavaron su mirada, sorprendidos, en el esbozo de la luna fantasma.

—Oye, tú, ¿qué le pasa a esta luna? —preguntó mi amigo.

—Su luz —afirmó Lisa—. Es eso, ¿verdad? —dijo, observándola a través del telescopio—. Tiene algo hipnótico que te impide dejar de mirarla. Da miedo y paz a la vez.

—Exacto, boniatilla —corroboré, encantado—. Pero ¿por qué tiene ese extraño brillo solo durante unos pocos días al mes? ¿Eh? Esa es la pregunta.

—Ay, chico —dijo Miguel Ángel, despectivo, recogiendo su pelota de piedra para, después, tirarse en una tumbona que hay en mi taller—, yo no me planteo esas cosas. ¿Que brilla la luna? Guay. ¿Que no brilla la luna? Guay, también —y, así, pude comprobar una vez más lo bruto que puede llegar a ser mi amigo—. ¡Déjate de rollos y mueve el esqueleto —añadió Marmoleitor mientras tiraba de mí agarrándome de una manga—, que nos largamos a ver el paso de la antorcha olímpica por la plaza del pueblo!

¡Ahí va! ¡LA ANTORCHA OLÍMPICA! ¡La había olvidado! El fuego que marcaba el comienzo de los Juegos Olímpicos juveniles, que eran algo así como el hermano pequeño de las grandes Olimpiadas mundiales. Se celebraban cada cuatro años, y esta vez el lugar elegido era ni más ni menos que Roma.

A ver, que esto de la antorcha olímpica no se nos ocurrió a nosotros. Ni de churro. Fue a los griegos, verdaderos inventores de las Olimpiadas y del yogur más rico del mundo... o eso dicen los que no han probado el de mi abuela. Pues estos tipos decidieron tener un fuego ardiendo constantemente en los lugares donde se celebraban los juegos. Porque sí, porque les dio por ahí. En su honor, en mi país decidimos que unos niños hicieran una carrera de relevos con la llama encendida desde la ciudad de Turín hasta la de Roma, ¡y en aquel momento estaban pasando por mi pueblo!

—¡Alucinante! —exclamó Lisa mientras un niño de un pueblo cercano pasaba la llama de su antorcha a la de un primo mío, un poco bizco, llamado Antonino Fogosi. Y, ¡hale, Antonino!, a correr to’ pabajo en dirección a Roma.

Una vez allí, el lugar elegido para celebrar las Olimpiadas sería el COLISEO ROMANO, ya sabéis, ese restaurante de comida ráp

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