El niño que domó el viento

Bryan Mealer
William Kamkwamba

Fragmento

cap-1

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La máquina estaba lista. Por fin, después de tantos meses de preparación, la obra había sido completada. El motor y las aspas habían sido fijados, la cadena estaba tensa y bien engrasada, y la torre se mantenía firme sobre el suelo. De tanto estirar y levantar, los músculos de la espalda y del brazo se me habían puesto duros como la fruta verde. Y, a pesar de que la noche anterior apenas había dormido, nunca me había sentido tan despierto. Mi invento ya era una realidad, y tenía exactamente el mismo aspecto que en mis sueños.

La noticia de mi obra había corrido por la zona, y la gente empezaba a llegar. Los comerciantes del mercado la habían visto levantarse desde la distancia y habían cerrado sus tiendas, mientras que los camioneros habían dejado sus vehículos aparcados en las cunetas de la carretera. Todos habían cruzado el valle hasta mi casa, y se habían reunido debajo de la máquina, que contemplaban maravillados. Reconocí sus rostros. Eran los mismos que se habían estado burlando de mí desde el principio, y seguían cuchicheando, e incluso reían.

«Déjalos», pensé. Había llegado la hora.

Subí al primer travesaño de la torre y empecé a escalar. Al llegar arriba y quedar a la altura de mi creación, cuyos huesos de acero estaban soldados y torcidos, y cuyos brazos de plástico estaban algo quemados, la madera de la torre, que no era muy dura, crujió bajo mi peso.

Admiré, entonces, las demás partes: los tapones de botella que hacían las veces de arandelas, las piezas de tractor oxidadas y el viejo cuadro de bicicleta. Cada una tenía su propia historia; cada una había sido abandonada y luego recogida en una época de miedo, hambre y dolor. Ahora, todos juntos, ellas y nosotros, volvíamos a la vida.

Con una mano, sostenía una caña que tenía sujeta una pequeña bombilla. La conecté al par de cables que colgaban de la máquina y me preparé para el último paso. Abajo, la multitud cacareaba como gallinas.

—Silencio —pidió alguien—. Veamos hasta dónde llega la locura de este chico.

Justo entonces, una fuerte ráfaga de viento pasó entre los travesaños y me empujó contra la torre. Estiré el brazo, solté la rueda de la máquina y esta se puso a girar, lentamente al principio, y luego cada vez más rápido, hasta que la torre al completo empezó a mecerse hacia uno y otro lado. Las rodillas me temblaban, pero aguanté.

«No me decepciones», supliqué en silencio.

Sin soltar la caña y los cables, aguardé a que tuviera lugar el milagro de la electricidad. Finalmente, en la palma de mi mano apareció un leve centelleo que no tardó en convertirse en un fulgor majestuoso. La gente contuvo la respiración, y los niños se abrieron paso para verlo mejor.

—¡Tenía razón! —exclamó alguien.

—Pues sí —dijo otro—. El chico lo ha conseguido. ¡Ha hecho viento eléctrico!

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