El origen del universo (La clave secreta del universo 3)

Stephen Hawking
Lucy Hawking
Lucy Hawking

Fragmento

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uál es el mejor lugar del Universo para que viva un cerdo?», escribía Annie en el teclado de Cosmos, el superordenador.

—Seguro que Cosmos lo sabe —sentenció la niña con seguridad—. Él le encontrará a Freddy un sitio mejor que esa asquerosa granja.

En realidad, la granja en la que vivía ahora el cerdo Freddy era un sitio muy agradable. Al menos, todos los demás animales parecían vivir felices en ella. Solo Freddy, el queridísimo cerdo de George, era desgraciado.

—Me siento fatal —dijo George con tristeza mientras Cosmos, el superordenador más potente del mundo, examinaba sus miles de millones de archivos para intentar responder a la pregunta de Annie sobre los cerdos—. Freddy estaba tan disgustado que ni siquiera me miró.

—¡A mí sí que me miró! —dijo Annie con convicción, mirando fijamente la pantalla—. Además, estoy segura de que me envió un mensaje con sus ojitos porcinos. Decía: ¡

SOCO

«¿

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LUCY Y STEPHEN HAWKING

La excursión para visitar a Freddy en la granja de las afueras de Foxbridge, la ciudad universitaria en la que vivían George y Annie, no había sido precisamente un éxito. Cuando Susan, la madre de Annie, llegó para recogerlos al final de la tarde, le sorprendió ver a George congestionado y furioso, y a Annie a punto de llorar.

—¡George! ¡Annie! —dijo Susan—. ¿Qué os pasa a los dos? —¡Es Freddy! —estalló Annie, saltando al asiento trasero del coche—. Odia la granja.

Freddy era el cerdo mascota de George. La abuela de George se lo había regalado por Navidad cuando era un lechoncillo. Los padres de George eran ecologistas militantes, lo que significaba que también eran muy mirados con los regalos. No les gustaba que todos los juguetes que acababan siendo desechados o rotos durante las fiestas de Navidad se acumularan después en enormes montones de plástico y metal viejo, que acabarían flotando en los mares, ahogando a las ballenas y estrangulando a las gaviotas, o formando feas montañas de basura en la tierra.

La abuela de George sabía que si le hacía un regalo corriente, los padres de George se lo devolverían de inmediato. Se dio cuenta de que, si quería que George se quedara con su regalo de Navidad, tenía que pensar en algo especial, algo que ayudara al planeta, en lugar de destruirlo.

Por eso, una fría Nochebuena, George encontró una caja de cartón en la puerta de su casa: dentro había un cochinillo rosado y una nota de la abuela que decía: «¿Puedes darle un buen hogar a este cerdito?». George estaba emocionado. Tenía un regalo de Navidad que sus padres seguro que le dejarían conservar; y, lo que era aún mejor, ¡era dueño de un cerdo propio!

EL ORIGEN DEL UNIVERSO

Pero el problema que tienen los cerditos rosados es que crecen. Van creciendo y creciendo hasta que son enormes, demasiado grandes para el jardín trasero de una casa normal, con una estrecha franja de terreno y verduritas achaparradas creciendo entre las dos vallas que lo separan de los jardines vecinos. En realidad, los padres de George eran blandos de corazón, y Freddy, que así bautizó George al cerdo, estuvo viviendo en su cochiquera del jardín hasta que alcanzó un tamaño gigantesco: ahora parecía más un elefantito que un cerdo. A George no le importaba cuánto creciera Freddy: quería mucho a su cerdo y se pasaba largas horas en el jardín, hablando con él o simplemente sentado a su enorme sombra, leyendo libros sobre las maravillas del Universo.

Pero la verdad era que al padre de George, Terence, nunca le había gustado Freddy. Era demasiado grande, demasiado porcino, demasiado rosa, y encima le gustaba bailar en el cuidado huerto de verduras de Terence, pisoteando sus espinacas y sus brécoles, y mordisqueando sin consideración las hojas de sus zanahorias. El verano pasó, antes de que nacieran las gemelas, toda la familia pasaron fuera las vacaciones y Terence se había dado muchísima prisa en encontrarle a Freddy una plaza en una granja infantil cercana, prometiéndole a George que cuando todos volvieran, el cerdo podría regresar a casa.

Pero eso nunca llegó a ocurrir. George y sus padres regresaron de sus aventuras, y los vecinos de George —el científico Eric, su mujer Susan y su hija Annie— volvieron después de haber estado viviendo en Estados Unidos. Después, la madre de George tuvo dos niñas gemelas, Juno y Hera, que primero lloraban, gorjeaban y sonreían. Y, después, volvían a llorar. Y cada vez que una de ellas dejaba de llorar, había

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un maravilloso silencio de medio segundo, pero después empezaba el otro bebé, y no paraba hasta que George pensaba que el cerebro le iba a estallar y se le iba a salir por las orejas. Su padre y su madre siempre parecían estresados y cansados, y George se sentía mal si tenía que pedirles algo. Así que cuando Annie volvió de Estados Unidos, empezó a colarse por el agujero de la valla de atrás cada vez con más frecuencia, hasta que prácticamente acabó viviendo en la casa de al lado con su amiga, su familia de chiflados y el superordenador más potente del mundo.

Pero para Freddy era peor, porque él nunca regresó a casa. Cuando nacieron las niñas, el padre de George dijo que ya tenían bastante lío sin que un cerdo hecho y derecho ocupara la mayor parte del jardín trasero.

—Al fin y al cabo —le dijo en tono bastante pomposo a George cuando este protestó—, Freddy es una criatura del planeta Tierra. Es decir, no te pertenece a ti: pertenece a la naturaleza.

Pero Freddy ni siquiera había podido quedarse en su pequeña y acogedora granja infantil, porque esta cerraba al empezar las vacaciones de verano. Freddy, junto con los demás animales, había sido trasladado a un sitio más grande, donde había razas poco corrientes de animales de granja y muchos visitantes, sobre todo durante el verano. George pensó que el cambio era algo parecido al que él y Annie hacían al pasar a la enseñanza secundaria: ir a un sitio mucho más grande. Daba un poco de miedo.

—¡Sí, ya, la naturaleza! —bufó para sus adentros al recordar los comentarios de su padre. Cosmos, el ordenador, seguía rumiando la complicada pregunta sobre el mejor lugar del Universo para un cerdo sin hogar—. Yo no creo que Freddy

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sepa que es una criatura del planeta Tierra. Solo quiere estar con nosotros.

—Se le veía tan triste —dijo Annie—. Seguro que estaba llorando.

En su excursión de aquel día a la granja, George y Annie habían encontrado a Freddy tumbado sobre su barriga en el suelo de la pocilga, con las patas extendidas a los lados, los ojos apagados y las mejillas hundidas. Los otros cerdos retozaban y parecían animados y en buena forma. La pocilga era espaciosa y bien ventilada, la granja estaba limpia y las personas que trabajaban allí eran simpáticas. Pero aun así, Freddy parecía perdido en un infierno porcino propio. George se sintió enormemente culpable. Las vacaciones de verano habían pasado y él no había hecho nada para que Freddy volviera a casa. Había sido Annie la que le propuso hacer la excursión a la granja, y la que dio la lata a su madre para que los llevara en coche y los recogiera después.

George y Annie habían preguntado a los trabajadores qué le pasaba a Freddy. También ellos parecían preocupados. Les explicaron que la veterinaria había di

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